Capítulo 14.

Capítulo 14.

Parecía que no era nada, pero retorcer una sábana mojada era una tarea dura. El agua hacía más pesada la tela, que se escapaba de sus manos enrojecidas y ajadas por la lejía. Plantada frente a la hermana Bettina, Teresa realizó una profunda inspiración, tensó sus músculos y le dio una vuelta más. Las gotas cayeron en catarata sobre la grava. Habían decidido dar un día libre a las lavanderas. Después de lavar y lavar un día tras otro tantas camisas, sábanas, fundas de almohada y pañales se tenían bien merecidas veinticuatro horas sin cepillo ni jabón.

Cómodamente instalada en un sillón, con los riñones bien recogidos por un cojín, Esther las miraba mientras dejaba secar sus largos cabellos al sol. Sin duda, no habían visto unas tijeras de peluquero desde que era pequeña y, cuando no los tenía recogidos en un moño, le caían hasta la mitad del muslo. Había pasado solo unos días detrás de los barrotes antes de poder beneficiarse de una liberación inesperada para dar a luz, y los piojos no habían tenido tiempo de colonizar aquella melena suntuosa; no había sido preciso cortársela.

La joven se ocupaba de ella con cuidadoso celo. Se pasaba horas peinándola con un cepillo de mango de plata que había podido salvar durante la redada ocultándolo en medio de algunos objetos sin valor. Torcía el cuello para intentar alcanzar algunos mechones que le caían por la espalda; se veía que estaba acostumbrada a que alguien, su madre quizá o una criada, la peinara todos los días. Teresa se divirtió un instante al ver cómo se debatía, pero luego se acordó de la promesa que le había hecho a Isabel.

El enorme respeto que sentía hacia ella le impedía todavía llamar por su nombre a la directora cuando hablaban, pero, desde entonces, lo utilizaba cuando pensaba en ella. Era un progreso.

Así que había aceptado encargarse de la joven judía. Pero ¿cómo establecer contacto? Esther parecía siempre pasmada, como en otra parte. Entonces, ¿por qué no cepillarle el pelo? Teresa se dedicó a desenredar la magnífica cabellera morena con suaves reflejos leonados y Esther se dejó hacer. La joven cerró los ojos y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Teresa se quedó más conmovida de lo que habría pensado y retomó el trabajo con ardor.

Lo que en principio no era más que una tarea que se había impuesto para satisfacer a Isabel terminó por convertirse en un placer, un momento privilegiado entre la «flor de salón» y ella. En efecto, con la cabeza echada hacia atrás mientras Teresa cepillaba su cabellera hasta dejarla suave y brillante como la seda, Esther había empezado a pronunciar algunas palabras de nuevo. Al principio pocas, solo unas frases entrecortadas con prolongados silencios y a veces de lágrimas; y luego más, hasta no poder parar a veces. Había recibido una esmerada educación; además de francés y yiddish, hablaba el polaco de su infancia y hasta un poco de inglés. Le gustaban Chopin y Brahms y había leído mucho. Había hojeado incluso La condition humaine de Malraux y estuvieron discutiendo sobre él durante varios días, lo que, sin duda, contribuyó mucho a que se desvanecieran los últimos recelos de Teresa. Pero, en lo que se refería a la vida y a sus vicisitudes, ¡Esther era casi tan ignorante como Llibertat! Por ejemplo, sobre el destino de los nueve convoyes que se habían llevado a la mitad de los judíos del campo de Rivesaltes justo antes de la llegada de los alemanes al departamento, sus hipótesis eran de una ingenuidad que habrían despertado una sonrisa, si no provocaran ganas de llorar. ¿Es que no había oído hablar de Drancy? A veces preguntaba si el periódico anunciaba el proceso de sus padres y de su marido. Porque habían sido detenidos, ¿no? El desprecio inicial de Teresa se transformó rápidamente en una especie de tierna piedad.

—¿No quieres ocupar el sitio de la sábana, Esther? —bromeó—. Mira, una vuelta y ¡ya!, ¡recuperarías de golpe tu cintura de avispa!

Esther dejó la mano con coquetería sobre su abultado vientre.

—Antes, estaba tan delgada que Daniel podía rodearme la cintura ¡con sus dos manos!

Teresa tomó impulso para pasar la sábana por encima de la cuerda de tender.

—¿Hacía mucho tiempo que os conocíais antes de casaros?

Esther se rió al tiempo que sacudía la cabeza para extender mejor su cabellera sobre el respaldo del sillón.

—¡Toda la vida! Nuestras familias son muy amigas y prácticamente hemos crecido juntos. Siempre he sabido que sería mi marido. De pequeños nos disfrazábamos a escondidas con la ropa de nuestros padres y ensayábamos la ceremonia. Nunca he pensado en otro hombre excepto en él.

Teresa tiró de la sábana y cogió la pinza que sujetaba entre los dientes.

—Pero ¿lo quieres?

—Sí, mucho. Es muy amable, muy sensible. Es músico, ¿sabes?

Teresa interrumpió su gesto.

—Eso no es lo que te he preguntado —insistió—. ¿Estás enamorada de él?

Esther pareció sorprendida. Su tez, muy clara, se tiñó ligeramente de rojo y su mirada se turbó.

—Nunca me he planteado esa pregunta.

Teresa se puso a alisar la sábana con un cuidado exagerado para que no quedaran arrugas. Pobre niña rica de vida tan bien trazada… Isabel tenía razón. ¡Qué conmoción había tenido que sufrir cuando descarriló para caer en el abismo!

Teresa tomó una funda de almohada del cesto y fingió que se peinaba. La hermana Bettina protestó que no era higiénico, pero qué más daba, había conseguido su objetivo: Esther había recuperado la sonrisa.

En el jardín, la directora paseaba en compañía de otra joven judía, una refugiada alemana de apenas dieciocho años, que había llegado la víspera de Perpiñán, completamente desorientada. Se había separado de su familia el tiempo justo para hacer algunas compras y, cuando volvió, el apartamento estaba vacío. Fuera de sí, y sin hablar apenas francés, Lucie corrió a la Kommandantur para denunciar la desaparición de los suyos e implorar ayuda. ¿Era posible que no hubiera pensado, ni siquiera un segundo, que era precisamente la policía la que había arrestado a su familia? ¿O prefería correr también ella el riesgo de ser detenida y deportada antes que quedarse sola en aquel país que le era extraño y donde ya no tenía a nadie? Por suerte, habida cuenta de su estado, la habían soltado no sin antes anotar el lugar donde pensaba ir a parir: la maternidad suiza de Elna, dirección que las autoridades alemanas conocían ya.

Cogida del brazo de la recién llegada, Isabel parecía hacer todo lo que podía para tranquilizarla, aunque de vez en cuando echaba un vistazo hacia Teresa y Esther. Vigilaba de lejos la evolución de su pequeño «experimento».

La ropa estaba tendida; el sol y la tramontana no tenían más que cumplir su tarea. Teresa se secó las manos mojadas en el delantal que se había puesto para protegerse el vestido; a continuación, cogió el cepillo con mango de plata de las rodillas de Esther y empezó a peinarla con gestos desenvueltos.

El reloj tenía su único ojo desmesuradamente abierto en el muro ocre del campanario rematado con un campanil de hierro forjado. Las manecillas enlazadas en las doce formaban un signo de exclamación que le daba cierta expresión de asombro. Las dos mujeres habían elegido la hora de la comida con la idea de pasar desapercibidas en las calles desiertas. ¿Cómo saber detrás de qué ventana se ocultaba aquella o aquel que había denunciado a los Eckstein? Hénia se había anudado un pañuelo alrededor de la cabeza a modo de turbante y se había puesto unas gafas de cristales ahumados para no ser reconocida, pero, con todo, se exponían a ese riesgo. Solo quedaba esperar que la suerte estuviera de su parte.

Teresa, crispada, intentaba no extraviarse en el laberinto de callejuelas que rodeaban la iglesia de Thuir.

—¡Por allí, a la derecha, el chemin des Tuileries! —gritó de repente Hénia.

Se esforzaba por permanecer tranquila, pero al ver su torso inclinado hacia delante como si intentara preceder al coche, se adivinaba que, de haber podido oír la ansiedad de su voz, habría saltado del Opel para terminar el camino corriendo. Sin aminorar la velocidad, Teresa pasó por delante de la casa de los Capdet y del patio de una granja, para aparcar un poco más lejos, bajo unos árboles, en el lugar donde la estrecha carretera dominaba el cementerio antes de perderse en los campos. De ese modo atraerían menos la atención. Retrocedieron como si estuvieran de paseo, con el pequeño Guy cogido de sus manos, correteando entre ellas. Era un niño muy tranquilo, al que apenas nunca se le oía, lo que era una suerte en esas circunstancias. Lili, en su lugar, se les habría escapado continuamente para brincar a su aire dando gritos de alegría. ¡Menudo jaleo!

Hénia señaló discretamente a Teresa el sendero que, entre los jardines, comunicaba con el cercano callejón, donde había alquilado una habitación en una bonita casa blanca antes de ser denunciada. Era por ese sendero por donde iba a comprar leche a los Capdet y fue así como simpatizaron. Se limitó a dirigir una mirada hacia la ventana del pajar donde estaba oculto su marido. A veces, por la noche, este saltaba al tejado del cobertizo contiguo y se reunía con su anfitrión, Sébastien Capdet, con quien iba a desentumecer las piernas cerca del canal.

Alguien debía de estar acechándolas detrás de las cortinas, pues la puerta se abrió tan pronto como llegaron delante de la fachada. Se metieron dentro a toda prisa.

—¡Guitou! ¡Dios mío, cuánto ha crecido!

Dos brazos se apoderaron del niño y lo despegaron del suelo. El pequeño se rió con la avalancha de besos con que madame Capdet le picoteaba las mejillas, la frente y el cuello.

En la cocina solo entraba luz por una ventanita que daba a la calle. Aquel mes de mayo era cálido y el hogar de la chimenea estaba cuidadosamente barrido, vacío y frío. Un infiernillo de gas colocado sobre una mesa silbaba suavemente bajo una cacerola humeante. Al otro lado de la habitación, un hombre y dos niños estaban sentados a la mesa delante de unos platos llenos de judías blancas con tomate.

—¡Cécette, Tétin, venid a saludar!

El niño, que debía de tener unos diez años, se levantó precipitadamente y, sin saber qué hacer a continuación, se balanceó sobre un pie y sobre el otro, con la cabeza gacha, intimidado. La niña, que llevaba un vestido de cuadros azul celeste y un gran lazo blanco en el pelo, acudió a ofrecer la mejilla.

—Esta es Francette y aquel diablillo, encarnado hasta las orejas, se llama Sébastien, como su padre, al que ya conoce. Yo soy Juliette, pero todo el mundo me llama Juju. Y usted, por supuesto, es Teresa.

Nadie podía resistirse al buen humor y a la vitalidad de Juju Capdet. Bajita y delgada, recordaba a un duende rubio en constante movimiento. Teresa sabía por Hénia que era la secretaria de monsieur Violet, propietario de la empresa que fabricaba el Byrrh y tenía su sede en Thuir. Nacida en París, hablaba el francés con un ligero acento agudo que tenía cierto encanto, mientras que su marido solo se expresaba en catalán. Después de haberse limpiado los labios con la servilleta y de haber saludado brevemente a las visitas, anunció que tenía trabajo en el establo. Sin duda quería vigilar.

—No hable del señor Eckstein delante de los niños —susurró Juju Capdet al oído de Teresa—. ¡Ignoran que tenemos un invitado arriba! ¿Han comido? ¿Quieren un poco de agua?

Teresa, con un nudo en el estómago, rechazó las judías pero aceptó la bebida. Los niños estaban jugando con canicas de barro cocido sobre las baldosas rojas que cubrían el suelo.

—Cuando digo que no saben nada —retomó Juju Capdet en el mismo tono mientras le servía el vaso de agua—, me refiero a Francette. ¿Sabe qué hizo Tétin el otro día? ¡Nos amenazó con contar que había alguien en el granero si no le dábamos chocolate!

Teresa estuvo a punto de atragantarse con el agua fresca.

—¿Y qué hicieron? —musitó cuando hubo recuperado la respiración.

Su anfitriona le quitó el vaso de las manos con una risita.

—¡Le dimos el chocolate que pedía!

¡Qué simples parecían las cosas dichas de ese modo! Hablaba como si la situación fuera completamente normal, como si no estuviera poniendo en peligro todos los días su vida y la de su familia.

—Corren muchos riesgos —se preocupó Teresa.

Juju Capdet se encogió de hombros con modestia:

—Me enseñaron que había que ayudar a los que lo necesitaban.

Isabel no se habría expresado de otro modo.

—No se lo diga a madame Eckstein, pero los alemanes vinieron hace diez días —continuó sin elevar el tono de voz—. Estaban registrando todas las casas. Cuando subieron al granero, pensé que todo había terminado. Removieron la paja con horcas por todas partes ¡Podrían haber ensartado a monsieur Eckstein! No me pregunte cómo se les escapó, ¡es un milagro!

Teresa echó una mirada furtiva a Hénia para ver si había oído las últimas palabras, pero la madre del pequeño Guy no las estaba escuchando. Inmóvil en medio de la habitación, parecía sumida en un ensueño. Teresa siguió la dirección de su mirada, que no se apartaba de una cortina que, sin duda, disimulaba una puerta, cerca de la mesa.

Revolcándose en las baldosas, Francette y Tétin hacían cosquillas a su pequeño invitado, que soltó un grito alegre. La cortina se estremeció imperceptiblemente y Teresa comprendió: oculto justo detrás, en la escalera que conducía a su escondite, Maurice Eckstein miraba cómo jugaba ese hijo al que no podía mostrarse.

—¡Ah, Teresa, por fin! ¿Qué tal ha ido todo en Thuir?

La directora bajó corriendo la escalera de piedra de la escalinata para ir a su encuentro. Parecía bastante agitada. ¿Tanto se había preocupado por ellas?

—No ha habido ningún problema, nadie ha…

Isabel no le dio tiempo de terminar la frase. Ya la había cogido del brazo y la arrastraba hacia los escalones. ¡Así que no era el peligro que habían corrido al visitar a los Capdet lo que la ponía en aquel estado!

—Rápido, rápido —apremió a Teresa, que estaba estupefacta, empujándola hacia el interior—. ¡Esther está en faena en Marruecos!

—¿Desde hace mucho?

—Dos horas largas. Está muerta de miedo. Teresa, por favor, necesita…

—Necesita que esté con ella, lo sé. ¡No se preocupe, voy de inmediato!

Y, sin decir más, se lanzó escaleras arriba. Elisabeth podía estar satisfecha; había conseguido su objetivo.

Atendida por la hermana Edith, Esther yacía en la cama del paritorio con sus largos cabellos empapados de sudor esparcidos por la almohada como un chal de seda oscura con reflejos brillantes. Con los párpados crispados, gemía y agitaba la cabeza a derecha e izquierda como si rechazara lo que le estaba ocurriendo. Al acercarse, Teresa consiguió entender la palabra que la joven judía repetía en una cantilena deshilvanada al ritmo de las contracciones que taladraban su vientre: llamaba desesperadamente a su madre. Su mano izquierda se tendía espasmódicamente implorando, pero no encontraba más que el vacío. Emocionada, Teresa la cogió y la apretó muy fuerte en la suya. Esther se aferró a ella con un pequeño grito de pajarillo. Sin pensarlo siquiera, Teresa empezó a tararear:

Qué li daretn a n’el noi de la Mare?

Qué li darem que li sàpiga bo?

Panses i figues i nous i olives,

Panses i figues i niel i mató.

¿Qué le daremos al hijo de la madre?

¿Qué le daremos que le guste?

Uvas e higos y nueces y olivas,

Uvas e higos y miel y requesón.

Era la nana con la que su propia madre la acunaba por la noche en Sabadell y que a su padre no le gustaba. Teresa nunca había sabido por qué[23].

La cara de Esther cesó su vaivén obsesivo y se relajó un poco. La hermana Edith animó con un gesto a Teresa para que continuase. Esta apoyó su mejilla fresca sobre la frente ardiente de aquella hermana pequeña que la directora le había dado y continuó junto a su oído:

No ploris, no, manyaguet de la Mare,

No ploris, no, que em daries tristor,

Feu-li «non-non» al ninet, que no plori,

Feu-li «non-non» al ninet, que no dorm!

No llores, no, tesorito de la madre,

No llores, no, que me pondrás triste,

Acunad al pequeño para que no llore,

Acunad al pequeño, que no se duerme.