Capítulo 13.

Capítulo 13.

Las asediaba una oscuridad compacta, casi sólida, solo perforada por los dos charcos de luz amarilla de los faros que corrían delante del coche. Las nubes que rodaban por el cielo de color de tinta amortiguaban la luna y las estrellas. Teresa tenía la impresión de estar descendiendo por un subterráneo de espesos muros de cantos rodados, que se volvía más y más estrecho hasta cerrarse sobre ella. Sin duda, la angustia que encogía su corazón no era ajena a esa sensación de opresión. Más valía no engañarse: aquella salida nocturna era peligrosa. Por otra parte, el silencio de la señorita Isabel, que, con las mandíbulas crispadas, no apartaba los ojos de la carretera, era bastante elocuente. Tenía, por supuesto, un salvoconducto oficial, emitido por los alemanes, que la autorizaba a circular por la noche para ir a buscar a un médico o a una mujer a punto de dar a luz. Pero evidentemente no era el caso esa noche. La directora apretaba contra sí la almohada que había tenido la precaución de coger. Al salir del palacete, una vez que hubieron cerrado el batiente de la enorme reja tras de sí, soltó con decisión:

—Y ahora, ¡a violar las consignas!

Y cerró la puerta del coche con un golpe, dando así la señal de partida. —¡Procuremos al menos que no nos pillen, si no, podría sucederme lo mismo que a Rösli!

Rösli Näf era una colega de la Ayuda suiza para los niños. Dirigía el castillo de La Hille en Ariège, que acogía a niños judíos de origen alemán. Las desdichadas criaturas habían huido de los nazis en Bélgica y luego en Francia, por las carreteras del éxodo, antes de ser recogidos por Rösli. A finales de agosto de 1942, la gendarmería francesa había ido a detener a algunos adultos y adolescentes a su cargo. Maurice Dubois había acudido a Vichy para que los liberasen y Rösli había ido a buscarlos personalmente al campo de Vernet.

Pero en noviembre, como había presentido Teresa desde el principio, con el pretexto del desembarco aliado en África del Norte, el ejército alemán había atravesado la línea de demarcación y había ocupado la zona hasta entonces llamada «libre». El espectro de una nueva redada se hacía más y más tangible en La Hille. Rösli había pedido una y otra vez a Berna que permitieran que sus internos se refugiaran en Suiza. En vano. Harta de lidiar, y como sentía crecer la amenaza en el horizonte, a finales de año, los había ayudado finalmente a partir en pequeños grupos hacia los Alpes o los Pirineos para intentar atravesar la frontera. Algunos lo habían logrado, pero a otros, era inevitable, los habían atrapado. Descubierto el asunto, se conminó a Rösli Näf a dimitir y se la llamó a Suiza.

Al enterarse de la noticia, Elisabeth tuvo uno de sus escasos arrebatos de cólera. Teresa la oyó dar vueltas y echar pestes en voz baja en su habitación durante noches.

¡Y su humor no mejoró cuando recibió la circular que el Comité Ejecutivo de Berna había enviado a todos los colaboradores de la Cruz Roja suiza-Ayuda a los niños en Francia!

—Mira, lee esto, Teresa —le ordenó al tiempo que le tendía el pliego mecanografiado.

Se notaba que tenía que contenerse para no estallar.

Incómoda, Teresa cogió la circular para echarle un vistazo: el Comité Ejecutivo recordaba la estricta neutralidad política, confesional e ideológica de la organización.

—Más abajo —insistía la directora dando golpecitos con el dedo en el párrafo siguiente—. «Las leyes y los decretos del gobierno de Francia deben ser cumplidos al pie de la letra y no nos corresponde juzgarlos», y a continuación: «Si, en el futuro, la situación evolucionase de tal forma que considerasen imposible asumir su tarea, les pediremos que nos entreguen su dimisión, antes que correr el riesgo de comprometer el prestigio de la Cruz Roja y de nuestro país».

—En definitiva —tradujo Teresa a quien el lenguaje administrativo había enervado siempre y que no tenía los motivos de la señorita Isabel para obligarse a la prudencia—, ¡entregue a los judíos, a los gitanos y a los españoles si se lo piden y no haga nada para librarlos de las persecuciones! ¡Cuando pienso en todas las molestias que se tomó la hermana Friedel en agosto, en septiembre y en octubre, cuando la administración de Vichy multiplicaba los convoyes para enviar a los judíos a Drancy y desde allí al este, en las estratagemas que ideó para que sus protegidos no subiesen a los vagones y en cómo se ponía enferma y se sentía culpable, cómplice incluso de esta infamia preguntándose si tenía derecho de actuar así puesto que, para alcanzar la cifra, otros partían en lugar de aquellos a los que salvaba! Y usted, que no deja de bregar para encontrar trabajo a las internas para que puedan salir de los campos de refugiados, que las mantiene aquí durante meses, mucho más de lo que su estado requiere, que a veces les consigue papeles falsos, que, que…

La indignación la hacía tartamudear.

—¿Qué va a hacer? —preguntó con voz insegura.

Elisabeth había recuperado la calma. Dejó la hoja sobre el escritorio y puso encima una pila de carpetas y papeles diversos. Y por si fuera poco, añadió también el libro de cuentas del que se encargaba Teresa.

—Continuar.

Y eso era lo que hacían juntas esa oscura noche, de camino hacia Thuir, sin intercambiar palabra, con un nudo en la garganta y las manos húmedas. Teresa se había puesto el delantal blanco y la cofia almidonada de la hermana Bettina para poder pasar por una enfermera si las paraban en el camino. Un disfraz que, en ese momento, ¡le parecía transparente!

El Opel, silencioso, había atravesado Trouillas sin despertar otros ecos que el ladrido frenético de un perro, que desapareció enseguida a lo lejos, tragado por la velocidad y la oscuridad. Con los dedos crispados sobre el volante, Teresa estaba segura de que el zumbido del motor se oía, al menos, ¡hasta Perpiñán!

—Me pregunto quién habrá podido denunciar a Elénia.

La voz de la señorita Isabel, que resonó en el habitáculo, sobresaltó a Teresa.

—¿A quién le puede interesar que internen a una madre y a su bebé? Solo puedo imaginar a alguien envidioso, mezquino, falso, cruel —prosiguió sin apartar la vista de la carretera—. Un monstruo. Pero, en realidad, seguro que es alguien normal, un vecino, la última persona en la que uno pensaría. ¡Eso es lo más aterrador!

—Por suerte, alguien la ha avisado.

—Alguien tan anodino como el que la denunció, sin duda; incluso quizá se le parezca. En esta época de confusión, el límite que separa el bien del mal es muy difícil de discernir. Por suerte, hay franceses valerosos para corregir las faltas de los que lo son menos.

Resultó que hablar les hacía bien. La tensión nerviosa que envaraba sus músculos disminuía poco a poco.

—Hénia ha hecho bien en llamarnos de inmediato —continuó la directora.

—No es de las que se quedan de brazos cruzados esperando a que vayan a detenerla —opinó Teresa al tiempo que tomaba una gran curva—. ¡No es como la nueva que llegó ayer!

—¿Esther? Pobre cría, me da pena; está completamente paralizada.

—Y lo peor, ¡es incapaz de reaccionar!

La antigua miliciana volvía a levantar la punta de la nariz. Parecía como si encontrarse de nuevo con el cometido de llevar a cabo una misión peligrosa hiciera que emergieran a la superficie sus viejos reflejos, pero también su impaciencia e, incluso, su intransigencia.

—No seas tan dura con ella. Según tú, todo es siempre blanco o negro. ¡Esther no está acostumbrada como tú a luchar, eso es todo!

—Ya lo sé, madame es la hija de un corredor de fincas, madame ha crecido en el lujo, madame ha tomado clases de piano y de pintura.

La señorita Isabel disimuló una sonrisa.

—¡No es un crimen! No vas a reprocharle su educación, ¿verdad?

Pero Teresa no era de las que se dan fácilmente por vencidas. Hizo una mueca.

—Esa flor de salón representa todo aquello contra lo que mis padres pelearon siempre, y yo también: la alta burguesía de los negocios, las aves de rapiña.

—Como le dije a la policía alemana no hace más de una semana —la interrumpió cortante la directora—, ¡nunca pido a las mujeres que llegan a la maternidad el carnet de identidad ni les pregunto su origen social o religioso!

¿Qué se podía replicar a eso? En cuanto los alargados coches negros se detuvieron ante la verja de entrada y Pepe acudió jadeante a advertir de la inquietante visita de unos hombres con gabán de cuero negro, Elisabeth ordenó a las internas judías que fueran a esconderse, deprisa, deprisa, a los huertos cercanos y, sobre todo, que no se dejaran ver hasta que ella fuera a buscarlas. Luego salió al encuentro de aquellos señores. Como la discusión se desarrolló en alemán, Teresa no entendió lo que la directora había contestado al hombre del sombrero flexible y abrigo de cuero que parecía dirigir el grupo. Solo la palabra «Schweiz»[22], que salía a menudo de su boca, indicaba que Elisabeth insistía en la territorialidad suiza de la maternidad. Con los brazos cruzados sobre el delantal y los pies bien anclados en la grava de la alameda, no se movió ni un milímetro, prohibiendo mediante su sola presencia la entrada al palacete. Disimulada en el vano de una de las dos estrechas ventanas que enmarcaban la puerta de entrada, Teresa admiraba su tranquila autoridad y la manera resuelta con la que no se había dejado impresionar. Los policías alemanes tuvieron que dar media vuelta sin poner siquiera un pie en el primer peldaño de la escalinata.

—Si la luna saliera de detrás de las nubes, sería más fácil orientarse —masculló Teresa, avergonzada y para cambiar de tema de conversación.

—Con la claridad de la luna, ¡sería a Hénia a quien localizarían!

La cita se había fijado para la medianoche, a la entrada de Llupia, un pueblo justo antes de Thuir. Teresa redujo la velocidad al acercarse a las primeras casas; luego aparcó en el arcén y apagó los faros del Opel. Se quedaron un momento sin hablar en el interior del coche, con el motor callado. Las ventanas ciegas las observaban con sus ojos muertos.

De pronto, una figura más oscura que la noche salió de detrás de un árbol y fue a llamar al cristal del copiloto. La señorita Isabel entreabrió la portezuela y reconocieron el marcado acento de Maurice Eckstein. Salieron. La noche de primavera era más bien fresca y Teresa sintió un escalofrío bajo su fino jersey. Sus suelas de madera resbalaban sobre la hierba mojada. Mientras rodeaba precavidamente el Opel chocó con Hénia, que estaba abrazando a la directora con gratitud. Monsieur Capdet, el campesino francés, que ocultaba a su marido en el pajar, estaba allí también. Los dos hombres fueron a buscar el cochecito en el que el pequeño Guy, sin que nada lo perturbara durante aquel paseo nocturno, dormía bajo la manta de punto azul con la que lo habían envuelto el día de su circuncisión. El señor Eckstein lo cogió delicadamente para no despertarlo. Lo mantuvo un instante en sus brazos, contemplando con intensidad la cara mofletuda bajo sus finos cabellos rubios, como si quisiera grabar en su memoria la imagen de aquel hijo al que, sin duda, no volvería a ver en muchas semanas. Luego le dio un beso en su pequeña frente, caliente por el sueño, y muy rápido, para que nadie viera las lágrimas que arrasaban sus ojos, pasó el tierno fardo a su esposa. Teresa ayudó a Hénia, que sollozaba en silencio con la nariz hundida en la manta azul, a colocarse en el asiento posterior. Le introdujo la almohada bajo el vestido. No podían descartar un control en el camino de vuelta. Entretanto, Elisabeth cogió los paquetes de las manos de los dos hombres, que se quedaron con los brazos caídos. Más valía abreviar las despedidas. Teresa volvió a arrancar y giró el Opel en la carretera. Esperó a estar de nuevo situadas en dirección a Elna para volver a encender los faros y acelerar. Por el retrovisor, distinguió, con el corazón encogido, a Maurice Eckstein, acompañado por su ángel guardián, que se marchaba otra vez hacia su escondite empujando el cochecito vacío.

María acudió a abrirles con los ojos hinchados por el sueño y sosteniendo una lamparilla en la mano. Detrás de la vela vacilante, atravesaron la sala grande con cuidado de no golpearse con las mesas y las sillas y, a continuación, subieron la escalera de puntillas. Nunca, ni siquiera cuando dormía, la maternidad estaba completamente en silencio: el crujido de una tabla del parquet en el piso superior traicionaba a una mujer embarazada que se había levantado furtivamente para ir al servicio, un niño lloraba en sueños y la enfermera de guardia estaba preparando el biberón del pequeño esqueleto que había llegado la víspera y al que había que alimentar un poco cada hora. Era como una respiración, lenta y regular, tranquilizadora.

En un abrir y cerrar de ojos instalaron a Guy en Barcelona; lo dejaron en una cama vacía, envuelto todavía en su manta azul, y cerraron la puerta sin hacer ruido. El chiquillo ni siquiera había abierto un ojo. A continuación, Elénia dejó sus paquetes en Santander y se acostó también; ya tendría tiempo al día siguiente de deshacer el equipaje.

La madre y el niño ya estaban a resguardo, todo estaba en orden.

Teresa se relajó por fin. Sus hombros crispados estaban doloridos y la fatiga le cayó encima de golpe. La cabeza le daba vueltas ligeramente y no tenía más que un deseo en ese momento: meterse en su cama. Con mano cansada se quitó la cofia de enfermera y, arrastrando los pies, se dirigió hacia su habitación.

—¡Teresa! ¿Podemos hablar un momento?

La señorita Isabel estaba apoyada cerca del teléfono con rostro pensativo. Teresa, que se disponía a girar el pomo de la puerta de Bilbao, interrumpió su gesto pero no se movió. Las suelas le pesaban como el plomo y ya no le quedaban fuerzas para atravesar el rellano. Se contentó con asentir con un movimiento de la barbilla y esperar.

—Ya me he dado cuenta de que no la aprecias mucho, pero me gustaría que te ocuparas de la joven Esther.

—¿Es que no para nunca? —protestó Teresa—. ¿Cómo lo hace? ¿No está nunca cansada?

Elisabeth mostró una sonrisa dubitativa, pero no perdió el tiempo en contradecirla. Continuó:

—Es cierto, su familia era rica y Esther ha llevado una vida muy protegida hasta ahora. Incluso cuando se fueron de Lille, tras haber sido despojados de la nacionalidad francesa, que, como muchos, consiguieron en los años treinta, su huida se ha parecido más a un viaje de placer: Niza, Cassis y, por último, Colliure. Una temporada de vacaciones un poco larga, eso es todo. En comparación con lo que han sufrido otros, lo admito, es casi indecente. Al menos, hasta que los detuvieron. ¿Te imaginas su conmoción? No estaba preparada para eso.

—Nadie lo está —comentó con sequedad Teresa, a quien el cansancio no incitaba a la indulgencia.

—Pero ella, sin duda, menos que nadie. Recién casada, no había tenido hasta ahora ninguna otra preocupación que preparar la llegada de su bebé y de pronto se encuentra con este universo inhumano y absurdo. Ya no sabe ni quién es ni dónde está. Solo tú puedes ayudarla a hacer pie, Teresa.

¿Cómo resistirse cuando la señorita Isabel le hablaba así, como a una amiga, alguien en quien sabía que podía confiar? ¿Podía Teresa darle la espalda y dejar que se las arreglara sola? Se habría mostrado muy ingrata dada la paciencia que la directora había mostrado con ella. Pese a los desaires que había soportado, los arrebatos y las iniciativas intempestivas, Elisabeth siempre le había tendido la mano. Ahora le tocaba a ella mostrarse comprensiva.

—No le prometo nada, pero intentaré hacerlo lo mejor que pueda.

—Sabía que podía contar contigo. Te lo agradezco.

Con un gesto de la mano, Teresa le dio a entender que no había de qué.

—¿Y si ahora nos fuéramos a dormir? Buenas noches, señorita Isabel.

—Desde hace más de tres años nos vemos todos los días, ¡ya podrías prescindir del «señorita»!

La proposición la conmovió, pero todavía no estaba lista.

—Buenas noches, Schwester Elisabeth —repitió Teresa.

Y cerró la puerta del dormitorio.

La directora esbozó otra sonrisa cansada mientras entraba en el suyo. Aquella vez había sido Teresa quien había dicho la última palabra.