Capítulo 12.

Capítulo 12.

El aullido los sacó brutalmente del sueño.

Andrés luchó un momento con la sábana arrugada que le apresaba el torso y una de las piernas y rodó por las baldosas para coger su arma, en el bolsillo de la chaqueta colgada del respaldo de la silla, dispuesto a defender a cualquier precio su piel y la de Teresa, que había saltado de la cama sin preocuparse de su desnudez.

—¡Lili! ¡No tendría que haberla dejado sola!

El día anterior, a la hora de más calor, Felipe, el hijo de María; Celita; Pepita; Consuelo, la hija de la modista, y Llibertat habían disfrutado de lo lindo en la tina de hojalata que Pepe, el jardinero, había instalado y llenado al pie de la escalinata. No habían dejado de salpicarse, de echarse el cubito rojo lleno de agua sobre la cabeza y de perseguirse, empapados y chorreando, alrededor de los árboles del jardín e incluso ¡entre los canastillos donde dormían la siesta los más pequeños! Las regañinas de sus madres y de la hermana Betty, que tejía sentada en un taburete vigilando su pequeño mundo, no habían surtido efecto. Por la noche, al acostar a su hija, Teresa la había encontrado febril, con las mejillas más rojas y la frente más caliente de lo normal. No se había inquietado, pues pensaba que se debía a la excitación y al fuerte calor del comienzo del mes de julio. ¿Y si se había equivocado? ¿Y si Llibertat estaba realmente enferma? ¿Y si le había subido la fiebre durante la noche? Y si, y si…

Sus dedos nerviosos no conseguían abotonar el vestido y cuanto más se impacientaba, más se le escapaban los botones. Rápido, más rápido.

Otro grito, al que respondieron media docena más, de diferentes tonos. Pero no era pánico lo que manifestaban. Simplemente asombro o, incluso, alegría. Teresa se sintió aliviada: Lili y los demás niños estaban bien. Andrés volvió a guardar la pistola en el bolsillo de la chaqueta y, sin cubrirse, completamente desnudo, se tumbó de nuevo en el colchón, con las manos cruzadas detrás de la nuca.

—¡Menudo sueño más agitado tenéis en la maternidad!

Teresa meneó la cabeza sin responder, con los labios apretados sujetando las horquillas con las que se esforzaba por dominar su cabello rebelde. Estiró la mano hacia las bragas, que se había quitado con demasiada prisa la noche anterior y se habían quedado en el fondo de la cama, pero Andrés fue más rápido.

—¡No te vistas todavía! —murmuró, jugando con la prenda interior—. Es pronto. Vuelve a acostarte junto a mí.

Teresa dudó un segundo en inestable equilibrio sobre un pie mientras introducía el otro en una alpargata. Su piel guardaba el recuerdo de las manos y los labios de Andrés y solo con pensar en deslizarse de nuevo junto a su calor, sentía que cada fibra de su cuerpo todavía abotargado por el sueño se despertaba y ardía.

Su sorpresa había sido enorme cuando regresó del fondo del jardín, encorvada bajo el peso de la cesta de tomates con los que la cocinera iba a hacer conserva. Allí estaba Andrés, en el marco de la puerta, al lado de Celia, que señalaba con el dedo en su dirección. Llevaba puestas una gorra y una camisa de rayas con las mangas recogidas hasta los codos y sujetaba la chaqueta con negligencia sobre el hombro. Teresa soltó la cesta y los tomates rodaron por la hierba amarillenta como pequeños soles rojos incandescentes en el crepúsculo. Y corrió, corrió como una loca hacia aquellos brazos que se abrían cual aspas de un molino.

Un comerciante de Prades que no estimaba demasiado al mariscal y a su camarilla había propuesto a la resistencia local aprovechar el camión que iba a trasladar los muebles de su anciana madre para transportar víveres, octavillas y documentos falsos. Al enterarse de que la casa que había que vaciar estaba en Bages, a solo cinco kilómetros del palacete de En Bardou, Andrés se había ofrecido voluntario para la misión y una vez entregados los documentos y cargados los muebles, se encaminó a la maternidad.

Teresa lo había llevado a Barcelona, donde Llibertat dormía la siesta. Andrés se había mantenido aparte, temeroso de que su hija sintiera miedo de aquel desconocido con quien apenas había pasado un breve rato hacía más de un año, una eternidad para una niñita de veintinueve meses, ¡si no se equivocaba en sus cálculos! Pero Lili había reconocido de inmediato la voz de su padre y de la camita construida por Juan había saltado a sus brazos. Enseguida lo acaparó. Con un vocabulario recién estrenado, que hacía su jerigonza un poco más comprensible, le contó con detalle las últimas peripecias de su vida infantil y no se había sentido poco orgullosa de mostrarle que ¡desde hacía unos diez días podía por fin prescindir de los pañales!

La señorita Isabel había aceptado de buena gana que Andrés pasara la noche en el palacete y Pepe y su mujer, Carmen, les habían cedido amablemente la pequeña habitación, una simple alcoba, donde dormían, al pie de la escalera, junto a la cocina. El jardinero compartió la cama de su camarada Juan, y Concha la de María Sarda.

Teresa había saboreado aquella noche entre los brazos de su hombre como un regalo tanto más hermoso cuanto no había hecho nada para merecerlo. Hasta oír aquellos gritos, esa mañana.

Deslizó torpemente el otro pie en la alpargata y se estiró el vestido sobre los muslos.

—¡De todos modos, esta agitación no es normal! Voy a echar un vistazo.

Andrés, tendido perezosamente en la cama, enarboló las bragas blancas en el extremo del brazo como un estandarte.

—¡Guárdalas! —pidió Teresa con gesto pillo—. ¡Ahora vuelvo!

Los gritos procedían de arriba y parecían alejarse a medida que subía la escalera. Teresa pasó la primera planta, donde se encontraba el nido, y luego la segunda con las habitaciones de las madres y del personal, antes de unirse a la aglomeración que se había formado en el tejado, bajo la cristalera. El lugar era más bien estrecho y la quincena de mujeres que se estrujaban allí le impedían aproximarse más. Desde el último peldaño de la escalera, Teresa no divisaba más que espaldas coronadas con cofias blancas ajustadas a toda prisa o trenzas sin deshacer todavía, prueba de que sus propietarias acababan de dejar sus camas. Además, el sol naciente bañaba la escena con esa luz suave y ligeramente rosada que derrama la aurora como preludio de los días de verano más agobiantes, cuando el cielo inmóvil pierde hasta su color y, blanco por el calor, pesa como una tapadera ardiente sobre el campo quemado.

Teresa se puso de puntillas para intentar distinguir qué motivaba semejante entusiasmo, pero era perder el tiempo: era demasiado baja y la encrespada muralla de espaldas era demasiado compacta. Entonces advirtió la blusa de Celia, que siempre se levantaba pronto, lista para ponerse manos a la obra; había conseguido colarse en un rincón. Estirando el brazo, Teresa consiguió coger un extremo de su ribete y logró por fin atraer su atención.

—¿Qué sucede? —le preguntó gritando para hacerse oír a pesar del guirigay amplificado aún más por el eco de los cristales.

—¡Un milagro! —respondió Celia en el mismo tono.

Teresa, desconcertada, no tuvo tiempo de seguir preguntando. Un vagido entrecortado aunque apenas perceptible hizo que al instante cesaran todas las conversaciones.

—¡Chis! Están asustando a este angelito.

La voz de la hermana Gret resonó de manera extraña en el silencio recuperado. La de la señorita Isabel siguió a continuación:

—Sobre todo necesita aire. Señoras, vuelvan a sus habitaciones a arreglarse; ahora nosotras nos ocuparemos de todo.

Aunque susurrase, conservaba su habitual autoridad. Las mujeres retrocedieron hacia la escalera, no sin echar una última mirada atrás. Pegada a la pared, Teresa las dejó pasar. ¿No era parte del personal? Tenía, pues, el derecho de quedarse. Carmen, con la nariz en el pañuelo con el que se enjugaba las lágrimas, la empujó sin darse cuenta. Después de la muerte de su pequeño Sabiniano, enterrado en Banyuls sin que ella, con gran dolor, pudiera ir a recogerse ante su tumba, había vuelto al palacete para dar a luz, en esa ocasión, a una niña: Andrea, un bebé con el pelo muy moreno. ¿Por qué lloraba de ese modo cuando todas las demás parecían, al contrario, casi en éxtasis?

Una vez que la marea de mujeres se hubo por fin disuelto, Teresa, todavía encaramada en el último peldaño de la escalera, pudo instalarse bajo la cristalera y descubrir qué había suscitado semejante revuelo.

Barbara estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en el muro que constituía el basamento de la cristalera. Cerca de su rodilla, sobre el cristal que permitía el paso del sol como una espada luminosa hasta el corazón del edificio, había un plato sucio y entre sus brazos sostenía a un minúsculo recién nacido con hipo al que Barbara contemplaba como una aparición divina. Barbara, una mallorquina rubia, era, como Carmen, una asidua de la maternidad. En enero de 1941 había acudido ya para traer al mundo a Pedrito, con el que había regresado al campo de Saint-Cyprien. De nuevo encinta, se estaba preparando para ir a Elna otra vez, pero los dolores se desencadenaron bruscamente, mucho antes del día previsto y parió directamente sobre la arena de su barraca a un niño prematuro tan débil que no era fácil percibir la vacilante respiración que apenas elevaba su pequeño pecho. Barbara vislumbró un único resplandor en la noche de desesperación que se abatió sobre ella: el palacete de la señorita Isabel. Había removido cielo y tierra para que la llevaran a Elna con aquel bebé que había nacido sin estar totalmente formado. Pero la esperanza que la había conducido hasta la puerta de la maternidad no había durado. La directora y las matronas, desconsoladas, se habían mostrado pesimistas: que Barbara no se encariñase con él, porque el niño no viviría. Abrumada, había subido con el crío hasta la cristalera para ver ponerse el sol, tal vez, al mismo tiempo que la vida abandonaba aquel cuerpecito. Lo que había sucedido a continuación, lo estaba contando, mitad en español, mitad en francés, a las mujeres de blanco inclinadas sobre ella:

—A media noche, he sentido hambre, así que he bajado a la cocina. Quedaba puré de patatas dulces de la cena. Me he servido un plato y he vuelto a subir al tejado. Me he sentado de nuevo, y no sé por qué se me ha ocurrido, he metido el meñique en el puré y se lo he pasado por los labios al niño. Y se ha producido el milagro: ¡ha empezado a chupar la patata dulce!

Las enfermeras exclamaron a coro.

—Al cabo de las horas —prosiguió Barbara—, dedo tras dedo, ha seguido sin parar. ¡Y mírenlo ahora!

De rodillas delante de ella, la hermana Gret palpaba el cuerpecito desnudo que se agitaba sobre la toquilla que Barbara había extendido entre sus muslos.

—He probado a dar de beber leche en polvo a los niños enfermos, e incluso té, pero patata dulce, ¡nunca lo había pensado!

Se levantó. Una amplia sonrisa le iluminaba el rostro.

—En definitiva, me parece que este jovencito ha decidido quedarse con nosotras. Vamos a darle la bienvenida a… ¿Cómo lo llamará Barbara?

—Narcisse —respondió la feliz mamá, que no se atrevía a levantarse por temor a que el «milagro» se desvaneciera.

—Demos pues la bienvenida a Narcisse, nuestro nuevo interno por la gracia de Dios —concluyó la directora al tiempo que hacía una señal a la hermana Gret para que cogiera al niño y lo bajara al nido.

La hermana Friedel, que se encontraba allí para acompañar al palacete a ocho niños enfermos y descansar con ellos algunos días, tenía los ojos húmedos.

—No se haga mi voluntad sino la Tuya —murmuró esbozando una señal de la cruz.

Después de la caja de zapatos de Pepita, el puré de patatas dulces de Narcisse. ¡A este paso, el Dios de la señorita Isabel iba a terminar con el ateísmo de Teresa!

A Teresa le costaba decidirse a cerrar la hoja de la puerta de la verja. Se quedó largo rato contemplando la carretera vacía y el recodo donde había desaparecido la figura de Andrés. Hasta que la reverberación del sol sobre el asfalto le lastimó los ojos y sintió que el alquitrán fundido se le pegaba a las suelas de esparto. El camión de mudanzas esperaba a Andrés en Bages para volver a subir a Prades. ¿Cuándo volverían a verse? ¿Al cabo de semanas, de meses tal vez?

Teresa regresó por la alameda con pasos lentos, soñadora, procurando inconscientemente retrasar el momento de ocupar de nuevo su puesto en la vorágine cotidiana de la maternidad. Con las manos a la espalda y los párpados bajos, daba aplicadamente pataditas a un guijarro blanco y plano con la punta de la alpargata. Se sentía ligera y de buena gana se habría puesto a saltar a la pata coja, como cuando jugaba a la rayuela de niña, con la falda caracoleando y las trenzas adornadas de cintas.

A modo de cielo, el improvisado tejo fue a golpear con la parte baja de la escalinata. Teresa levantó la cabeza y vio a la señorita Isabel en lo alto de la escalera. Estaba examinando el correo que acababa de entregarle el cartero. Abrió con nerviosismo un sobre.

—Una carta del ayuntamiento de Elna, ¿qué pueden querer? —murmuró sacando la hoja mecanografiada.

Teresa se apartó discretamente. Se disponía a traspasar la puerta de entrada cuando la directora la llamó con una exclamación sorda.

—La prefectura ha ordenado a todos los municipios que censen a cada uno de los judíos presentes en el territorio de su ayuntamiento y me piden que les proporcione la lista de los que se encuentran en el palacete, madres y niños.

Teresa se acercó, preocupada.

—¿Y qué va a hacer?

La señorita Isabel se encogió de hombros.

—Responder que todas las mujeres judías y su prole que han pasado por aquí han vuelto a sus campos de procedencia. Punto.

—¿Le parece que la van a creer? ¿No corre el riesgo de que la molesten?

La directora sacudió la cabeza con seguridad.

—No creo que investiguen más. Ahora trabajamos bajo la égida de la Cruz Roja suiza, que mantiene unas excelentes relaciones con el gobierno de Vichy.

Teresa no las tenía todas consigo.

—En cualquier caso, ni se me pasa por la cabeza darles la menor información. ¿Quién sabe qué harían con ella?

Y, como para dar por concluida la cuestión, la señorita Isabel se metió la hoja en el bolsillo del delantal. Asunto zanjado. Ya estaba abriendo otro sobre.

—¡Una foto de nuestro pequeño Guy!

Su voz había recuperado todo su brío.

—¡Mire qué mono es! ¡Tan sonriente y tan rubio en su cochecito!

Dio la vuelta a la fotografía.

—Guy, a los diez meses —leyó—. ¡Qué amable ha sido Hénia al enviárnosla! María Teresa, en la cocina, se alegrará mucho de ver cómo benefició su buena leche a este encantador niño. Como Hénia no podía criarlo, ¡María Teresa estaba de lo más orgullosa de servirle de nodriza!

El recuerdo del pequeño judío colgado del pecho de la cocinera española arrancó una sonrisa a Teresa.

—Esa leche le convierte un poco en mi compatriota —bromeó mientras devolvía la fotografía a la directora, que se la guardó en el bolsillo, repentinamente pensativa.

—La vida de Hénia no debe de ser fácil: sola con su bebé, y con su marido escondido en el granero de otra casa del pueblo. Hay que ir pensando en enviarle otro paquete de leche en polvo. Por suerte puede contar con la amistad de la familia Capdet. ¡A pesar de todo, hay buena gente!

El sol había dado la vuelta a la esquina del palacete y el calor se hacía insoportable en la escalinata de piedra. En el parque, Consuelo tendía hileras de pañales pensando en su hijo mayor, Humberto, que debía de estar aprovechando ese buen tiempo para bañarse en la playa de Canet con sus compañeros de la colonia regentada por los menonitas, una Iglesia americana de Pensilvania. Llevaba puestas sus famosas zapatillas de manta. ¡Consuelo era la reina de la manta! En el campo de internamiento, en cuanto daba con una, la cortaba y cosía una chaqueta para su marido, un pantalón para su hijo o una falda para ella, sin olvidar las zapatillas ¡tan confortables como resistentes!

Teresa y la directora entraron en busca de un poco de fresco. Habían abierto todas las ventanas de la gran sala octogonal y una ligera corriente de aire hacía revolotear el cabello de las madres sentadas alrededor de las mesas. Los niños mayores jugaban con tapones de corcho directamente sobre el suelo de baldosas, donde se tiraban y se revolcaban encantados. Elisabeth atravesó la habitación con paso vivo; tenía demasiado que hacer para concederse el lujo de sentarse para descansar y charlar un instante.

Teresa, que aguardaba sus órdenes, la siguió hasta el pie de la escalera, donde la hermana Friedel, que bajaba corriendo desde la primera planta, las alcanzó. Con el rostro animado, la enfermera de Rivesaltes se dirigió en alemán de Suiza a la que siempre llamaba «Bethli». Su pregunta resultaba acuciante, importante. Sin embargo, al oírla, la directora apenas pareció alterarse. Divertida, solo arqueó una ceja y asintió. La hermana Friedel se dio media vuelta y subió de nuevo los escalones a toda prisa. Siempre estaba en movimiento.

—¿Qué quería? —preguntó Teresa perpleja.

La señorita Isabel se reía para sus adentros, con tres dedos sellando sus labios para contener su hilaridad.

—Friedel me ha pedido permiso para descolgar la reproducción del cuadro de Van Gogh que decora la habitación —dijo en español estallando de risa—. ¡Parece que la distrae del trabajo!

Ante la cara estupefacta de Teresa, tuvo que esforzarse para dejar de reír.

—Ya sabe que nuestra amiga es una artista; pinta maravillosamente. Además pasó un año y medio en Italia, en Florencia, antes de la guerra. En el campo, cuando tiene un poco de tiempo, sigue dibujando. Pero, en medio de semejante miseria, sus bocetos son sombríos, su trazo es duro. Aquí reencuentra la belleza del mundo y las ganas irreprimibles de ponerles color. ¡El Van Gogh es demasiado tentador!

Con una mano en la barandilla de la escalera, añadió con una sonrisa:

—Yo creo que, en realidad, está enamorada.

Echó una mirada a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oírla y se inclinó hacia Teresa con gesto de conspiradora.

—Friedel jura que no son más que buenos amigos, pero estoy segura de que siente una tierna inclinación por Gusti. Se acuerda de él, ¿no? August Bohny, el director de las casas de Le Chambon-sur-Lignon, en el Alto Loira. Ha venido a veces para algunas reuniones.

Por supuesto que Teresa se acordaba: ¡el joven alto y rubio, que gustaba tanto a las enfermeras!

—Sin embargo, su primer contacto fue más bien tenso —proseguía la señorita Isabel ya metida en confidencias—. Friedel le envió a una niña judía tuberculosa junto con otros chiquillos que solo estaban desnutridos. August le escribió para protestar. Anna podía contagiarlos y él había tenido muchas dificultades para mantenerla aislada hasta conseguir trasladarla al hospital de Valence, en un camión de ataúdes, ¡a quién se le ocurre! Friedel estaba furiosa con él: «Ese tipo no se entera de nada —repetía—, son los niños como Anna quienes tienen más necesidad de aire puro y de cuidados». En consecuencia, la siguiente vez, Friedel acompañó en persona a sus protegidos de Rivesaltes y cuando Gusti fue a buscarlos a la estación de Lyon… digamos que ¡cambió su opinión sobre él! ¡No hay más que oírla cómo habla de Gusti ahora!

A Teresa le parecía reconfortante que aquellas voluntarias, que se consagraban desinteresadamente a todos los desamparados de los campos, y abandonaban todas las comodidades e incluso cualquier vida privada para hacer la vida diaria de los internos un poco menos insoportable, pudieran también enamorarse. Deseaba la misma suerte a la señorita Isabel.

—¡Hombres!, ¿yo? —protestó esta última con un chasquido de lengua dubitativo—. No creo que tenga el carácter para ser una buena esposa.

—Hay hombres, como mi Andrés, a los que les gustan las mujeres que saben lo que quieren —protestó Teresa—. Cuando todo esto haya acabado y retome su vida en Suiza, también usted tendrá una familia y tendrá hijos.

—¿Hijos?— exclamó la directora con un gesto elocuente en dirección al nido, por encima de sus cabezas. —Hijos ya tengo.