Capítulo 11.
Los niños dejaron escapar un «¡ah!», de sorpresa maravillada, aunque un poco preocupada. Algunas madres, sin darse cuenta, redondearon sus labios en un «¡oh!», mudo que les devolvió por un fugaz instante la inocencia de sus años mozos. La hermana Gret, una de las matronas suizas, que superaba por su gran altura a las demás enfermeras reunidas cerca de la puerta, se llevó la mano extendida a la boca para ahogar la carcajada que le subía a la garganta.
Sin dirigirle ni una mirada, Gaspar avanzó por la habitación con paso solemne, llevando en sus brazos un cofrecillo recubierto de papel dorado reunido, mes tras mes, cada vez que llegaba chocolate de Suiza. Detrás de él, Melchor tropezaba con la cola improvisada, mientras Baltasar intentaba en vano mantener en equilibrio su torcida corona de cartón, que amenazaba con caerse a cada movimiento. José, el encargado del abastecimiento, seguía al regio trío con la cabeza tocada con un turbante hecho con una funda de almohada que le daba un aspecto de pirata. Arrastraba detrás de sí un gran saco de arpillera lleno hasta los topes; exageraba el peso de este fingiendo unos esfuerzos desmesurados y sacando la lengua de manera grotesca. A la hermana Gret cada vez le costaba más contener la risa.
Gaspar se detuvo delante de la señorita Isabel, puso una rodilla en tierra y le hizo ofrenda de su cofrecillo. Por encima de la barba de algodón hidrófilo de color blanco tomado en préstamo de la farmacia de la maternidad, los ojos de Jaime chispeaban de malicia.
Al albañil le encantaba gastar bromas y sobre todo disfrazarse. Un día, hizo su entrada en el comedor durante la cena, caracterizado como una mujer embarazada presa de las primeras contracciones. Con las dos manos se sujetaba el cojín que hinchaba el viejo vestido que había sacado del cesto destinado a los remiendos y llevaba un pañuelo de cuadros anudado bajo el mentón poblado por una barba color azabache. Gesticuló, gimió, gritó invocando a la Virgen y a todos los santos, maldijo «al marrano» que le había hecho aquello y juró no volver a dejarse tocar por un hombre en la vida. Estaba tan gracioso que Maricel había estado a punto de parir antes de tiempo de tanto reír y Rosita se había ahogado con el trozo de pan que acababa de llevarse a la boca.
Aquella vez, Jaime había reclutado a sus compañeros, Pepe, Juan y José, para escenificar la llegada de los Reyes Magos, que a principios de cada invierno llevaban regalos a los niños en España. El personal suizo estaba más familiarizado con Papá Noel, pero cuando se trataba de respetar las ideas de los internos en el palacete, pequeños o grandes, siempre se mostraba tolerante. ¡Y además era una manera muy entretenida de empezar el año 1942!
La directora, siguiéndoles el juego, dio cortésmente las gracias a Gaspar y tras abrir el cofrecillo recubierto de papel dorado, descubrió un montón de caramelos multicolores.
Llibertat, que hasta entonces había permanecido pasmada en los brazos de su madre, soltó un gritito de alegría. Su afición a los dulces era más fuerte que la desconfianza que le había inspirado la entrada de aquellos «reyes» barbudos con vestido largo, salidos de ninguna parte; se escurrió hasta el suelo desde las rodillas maternales y trotó hasta aquel cofrecillo tentador que la fascinaba hasta el punto de olvidarse de la cercanía imponente de ese Gaspar de opereta.
Fue como una señal para los niños más mayores, que se apelotonaron bulliciosos para reclamar golosinas en torno a la señorita Isabel y Jaime, que, divertido en medio de aquella alegre riada, se sujetaba la falsa barba con una mano y la corona de pacotilla con la otra. Josefa, que había ido para pasar las fiestas desde Arles-sur-Tech, donde había encontrado trabajo, tuvo que retener a su Pepita, que todavía no andaba, pero pretendía unirse a los demás a gatas. Consuelo, a quien la directora había decidido mantener en el palacete como modista, levantó a su bebé de cuatro meses, una niña también llamada Consuelo, a la altura de su hombro para que pudiera disfrutar del espectáculo.
Incluso la hermana Bettina se acercó con gran precaución con el pequeño José al abrigo de sus brazos. El niño estaba tan delgado que parecía que pudiera romperse al menor golpe. La hermana Friedel lo había llevado en persona desde Rivesaltes a comienzos de diciembre, pues estaba muy preocupada por él. A todas las enfermeras se les habían llenado los ojos de lágrimas cuando María lo desvistió en el nido: bajo las ropas demasiado finas para la estación, había aparecido un pequeño esqueleto. Todos los huesos sobresalían bajo su piel encarnada, inflamada desde las piernas hasta la espalda y María apenas se había atrevido a levantarlo para depositarlo en la balanza. Teresa no había dado crédito a sus oídos cuando le repitió lo que marcaba el indicador: ¡con once meses, el pobre niño apenas pesaba cuatro kilos y ochocientos gramos! En su carita demacrada no se veían más que dos ojos oscuros e inmensos, ya resignados, coronados por un cráneo que parecía enorme. Por muy nutritiva que fuera la leche de las madres de la maternidad, ¿sería suficiente para salvarlo de la sombra que se cernía sobre él?
Las enfermeras ya habían curado a otros niños en grave peligro como la pequeña Odette, un hermoso bebé que pesó tres kilos cuatrocientos gramos al nacer y que había vuelto del campo de internamiento con dos kilos trescientos. Se temía lo peor, pues no retenía ningún alimento; vomitaba todo lo que le daban. Gret y Bettina se habían relevado noche y día para hacerle tragar de doce a veinte gramos de leche cada hora y la habían expuesto también a la luz benéfica de las lámparas ultravioletas y Odette había recuperado poco a poco sus mejillas rellenas y los hoyuelos en los codos y las rodillas. Lo mismo había ocurrido con Wladimir, el hijo de la pelirroja Perla. Cuando tenía siete meses, la señorita Isabel lo había llevado urgentemente desde Rivesaltes, donde la hermana Friedel no hacía todavía de buen samaritano infatigable. Wladimir no era más que un vientre con unos miembros largos y flacos de insecto. Tan lamentable como espantoso. Casi monstruoso. Una estancia en la guardería de Banyuls, donde Celia lo había acompañado, le había devuelto la figura humana. ¿Tendría José la misma suerte?
La hermana Friedel confiaba en ello.
«Estoy muy contenta de verlo instalado tan a gusto en su cama, después de un buen baño —se había alegrado—. ¡Si supiera en qué estado se hallaba en el campo! Estaba abandonado, como si estuviera ya muerto, solo con una camisita y un pañal sucio».
La enfermera ya no podía parar. Habló y habló; de la madre que se había fugado del campo con sus gemelos, de la mujer que había intentado suicidarse ingiriendo un producto tóxico y de Elisabeth, una de sus colaboradoras, que había contraído difteria y estaba tan enferma que la habían tenido que llevar al hospital de Perpiñán. Teresa no lo había entendido todo, pues la hermana Friedel se dirigía a la señorita Isabel y a Gret en el alemán de Suiza, pero era evidente que relatar la espantosa miseria con la que convivía cada día la aliviaba un poco. A veces debía dudar de la utilidad de su presencia. Y, con todo…
La hermana Friedel se quedó una hora en la maternidad y luego se marchó a coger el tren para volver a Rivesaltes. Ya había transcurrido en buena medida la tarde, y no tardaría en caer la noche. Desde la estación, la enfermera no tendría más remedio que hacer el camino a pie hasta el campo de internamiento. Una hora y media a través de los campos si la luna consentía en alumbrar sus pasos. Pero la visión de su pequeño protegido durmiendo apaciblemente entre unas sábanas impecables bajo una abrigada manta de lana seguro que la había ayudado a avanzar valerosamente.
Jaime, con la barba de algodón subida a la frente, hacía el payaso para arrancar una sonrisa al niño, que seguía acurrucado en los brazos de la hermana Bettina. El pequeño José, aferrado a la pechera del delantal de su enfermera, lo observaba a hurtadillas, por el rabillo del ojo, todavía dubitativo. La siempre afable madame Fillols, que había ido en calidad de vecina, agitaba las manos «. Ainsi font, font, font les petites marionnettes[18]» por encima de Robert y Danièle, dos bebés judíos que habían nacido a lo largo de diciembre. En esa época, la matrona francesa acudía al palacete con menos frecuencia puesto que unas colegas suizas habían tomado el relevo, pero Elisabeth no olvidaba todo lo que le debía. Cuando abrió la maternidad con solo tres enfermeras, madame Fillols respondió de inmediato a su llamada. De día, de noche, durante la semana y el domingo, se presentaba sin preguntar nunca el origen de la mujer a la que asistía. Había un niño al que era preciso ayudar a venir al mundo y era lo único que le importaba. Gracias a aquella morena sonriente el álbum de fotografías de la señorita Isabel era tan grueso, sobre todo los primeros años.
Mientras tanto, Llibertat y Pepita, los dos temporals[19] de la maternidad, se mondaban de risa observando a Cargolina, una gitanilla de ojos negros como aceitunas, que se debatía con el papel de su caramelo, bajo la mirada un poco triste de Josefa; sus dos hijos mayores, Juliette y Julien, habían sido enviados a una casa de niños en Ain. Debía de haber nieve allí. También a Celia le costaba compartir el entusiasmo general. Teresa le pasó un brazo bajo el suyo, consciente de la suerte que tenía de poder vivir esa jornada de alegría con su hija. Celita había sido víctima de una neumonía doble a comienzos del invierno y durante un tiempo temieron por su vida. Ya se había curado, pero la habían enviado a pasar la convalecencia a una guardería de la Ayuda suiza en Annemasse, en la Alta Saboya. Por supuesto, Celia sabía que era por su bien, pero echaba de menos a su Celita. También Llibertat reclamaba a menudo a la que consideraba su hermana pequeña y Teresa no podía sino responderle que volvería pronto. Muy pronto, prometido.
Las dos mujeres trabajaban codo con codo en la esquina del escritorio. Con la despejada frente arrugada por la concentración, la señorita Isabel leía una circular enviada por la Cruz Roja suiza y dejaba escapar algún que otro suspiro exasperado. A Teresa, por su parte, le costaba concentrarse en las columnas de cifras que se encargaba de verificar en el libro de cuentas de la maternidad. Su atención se evadía cada vez con más frecuencia por la ventana en la que se recortaba la familiar silueta del Canigó nevado. Andrés, su Andrés, seguía en alguna parte allá arriba, en la montaña.
Sabía que sus camaradas y él encontraban refugio en orris[20] o en graneros amigos, pero esperaba al menos que no pasara demasiado frío. Había recibido dos veces un breve mensaje suyo que le había transmitido Brigitte Salètes por teléfono y se las había arreglado para hacer llegar a su hija una preciosa ardillita que había tallado a cuchillo en un trozo de madera de haya cogido en el bosque, pero no había habido ninguna otra escapada a Prades, ni ninguna otra cita en el casot del viñedo. Teresa tenía que contentarse con revivir su encuentro en sueños, por la noche, ¡con el deseo de ser menos ruidosa que la voluptuosa Magdalena!
Se preocupaba sobre todo por las acciones realizadas por los maquis. En diciembre, el periódico local había informado de un extraño suceso acontecido en el macizo, por encima de Valmanya. Según el diario que había utilizado Maguy para envolver las acelgas en el mercado, dos «desertores alemanes» de la Legión Extranjera habían sufrido un accidente al intentar pasar a España. Uno de ellos había resultado muerto y el otro herido. Si algo le sucedía a Andrés, ¿quién se enteraría? Y si estaba enfermo, ¿quién lo cuidaría? A veces volvía a avergonzarse de estar tan a gusto, a resguardo en la mullida madriguera del palacete, mientras tantos otros carecían de todo y arriesgaban su vida.
Era enero de 1942. Según Radio Andorra, los alemanes habían fracasado ante Moscú, y Japón acababa de atacar la flota americana en el Pacífico. En la Francia ocupada, se sucedían las cazas de judíos y las ejecuciones de rehenes. ¿Cuándo acabaría todo aquello? ¿Y cómo?
¡Vaya, el resultado estaba mal! ¿Desde cuándo siete y cinco sumaban quince? Había que empezar de nuevo.
—Papeles y más papeles —se enfadó de pronto la señorita Isabel apartando con violencia la hoja que llevaba diez minutos intentando descifrar—. ¡Y no es la fusión de la Ayuda a los niños con la Cruz Roja suiza lo que va a solucionar las cosas!
En ese mismo instante, el teléfono del rellano hizo oír su áspero timbre. La directora separó la silla y dio un salto sobre sus pies.
—Retén lo que voy a decirte, Teresa, ¡esos burócratas de Berna no se van a arriesgar a perdernos!
El teléfono insistía.
—Espero que sea una buena noticia, para variar —dijo con una mueca mientras salía de la habitación.
Teresa sonrió; a la señorita Isabel se le escapaba el tuteo cuando estaba nerviosa y solo por eso Teresa apreciaba aquellos momentos de abandono en los que Elisabeth se quitaba su máscara de directora eficiente para dejar aparecer su cansancio y su fragilidad de mujer.
Teresa retomó su lápiz y sus sumas.
—Siete y cinco doce y me llevo uno.
Oyó el clic del auricular al dejarlo en el soporte y se abrió de nuevo la puerta.
—Entonces, ¿es buena la noticia? —preguntó sin levantar la nariz de su libro de cuentas.
Como no le llegaba ninguna respuesta se volvió, un poco preocupada. De pie al lado de la cama, la señorita Isabel parecía sopesar el modo de reaccionar ante lo que acababa de escuchar. Teresa repitió la pregunta.
—¿Buena? No sabría decirlo.
—¿Era de la rue du Taur[21] en Toulouse? —aventuró Teresa.
La directora sacudió la cabeza.
—No, era Friedel. Ha firmado dos pases para ir a buscar madera a dos mujeres que deseaban fugarse del campo. Quería advertirme por si vienen a refugiarse aquí.
—¿Son mujeres que ya han estado en la maternidad?
—Una de ellas sí, Perla.
¡Perla! Sus cabellos pelirrojos muy cortos y su sonrisa luminosa, ávida de darle un mordisco a la vida. Perla la independiente, que, por supuesto, no podía aceptar quedarse presa detrás de las alambradas. Perla, que no hablaba una palabra de francés, pero a quien eso no detenía. Perla y…
—¿Y Wladimir? —exclamó Teresa con un sobresalto—. Debe de tener ya un año, ¿no?
El pliegue entre las cejas de la señorita Isabel se acentuó.
—Se lo ha llevado consigo.
Se callaron; todos sus pensamientos estaban ocupados en aquel gracioso niño con orejas de soplillo que había escapado ya una vez de las puertas de la muerte. ¿Qué le sucedería ahora? Entre la miseria de los campos de internamiento y la precariedad de la vida clandestina, ¿qué era peor?