Capítulo 10.

Capítulo 10.

Barracas hasta más allá de donde alcanzaba la vista. Todas del mismo tipo: alargadas, blanqueadas con cal, con las ventanas altas, justo por debajo del tejado. En fila cual regimiento en formación a lo largo de las calles trazadas a cordel en la tierra seca y pedregosa, por las que el viento corría levantando unas densas nubes de polvo amarillo. No hay nada en esa meseta excepto las hileras de barracones y las alambradas que las rodean. Nada hasta las elevadas colinas calcáreas donde la roca aflora entre las plantas espinosas de la garriga. Ni pinares, ni carrizales, ni siquiera la geometría cambiante de las olas como en Argelès. Nada. La desolación.

Y, en medio de aquel abandono, un pueblo de fantasmas envueltos en unas finas mantas, totalmente insuficientes para detener el cuchillo glacial de la tramontana. No se veían más que sus ojos, como agujeros sin fondo.

La señorita Isabel, con la mirada fija, no decía nada. Se limitaba a señalar con una breve palabra los cambios de dirección. Teresa se dejaba guiar; era la primera vez que iba al campo de Rivesaltes y sola no habría encontrado jamás el camino en ese siniestro laberinto. Por lo general, Elisabeth llevaba consigo una enfermera suiza; una española corría el riesgo de no poder salir. Pero la hermana Katia, que iba a acompañarla, tenía ese día un dolor de muelas que desfiguraba su hermoso rostro iluminado por unos grandes ojos azules y la directora había aceptado que Teresa la sustituyese. Llevaba el uniforme de la hermana Katia y había utilizado su salvoconducto para entrar. En ese momento no le quedaba más que desempeñar su papel sin ser desenmascarada por los gendarmes que vigilaban el campo.

—Manzana K12, ¡ya hemos llegado!

Teresa frenó delante de una barraca que no se distinguía en nada de las demás de no ser por el letrero Ayuda a los niños, pintado encima de la puerta. Una mujer con una cofia blanca, arropada con un abrigo oscuro, salió a su encuentro con solicitud. Teresa reconoció a la enfermera que había pasado la noche en la maternidad quince días antes. Acababa de llegar de Suiza y escoltaba a un pequeño español enfermo del corazón al que había confiado a los buenos cuidados de la señorita Isabel. Había llevado también consigo paquetes de ropa y de chocolate suizo. Teresa dio a probar una onza a Llibertat, que le hizo los honores. La enfermera se había marchado al día siguiente por la mañana para ocupar su puesto en el campo de internamiento.

Teresa pensaba que la enfermera viviría en una casa fuera del cercado, un poco como el palacete de En Bardou, pero, por lo visto, parecía que se alojaba en el propio campo, entre los internos. Era una mujer joven y jovial, más robusta en apariencia que la señorita Isabel, pero que derrochaba la misma energía, que nada podía desalentar. La directora la llamaba Friedel, pero Teresa no sabía nada más, pues las dos mujeres hablaban en alemán de Suiza entre sí.

Las dejó conversando delante de la barraca y metió la cabeza por la puerta para echar un vistazo al interior: el espacio estaba dividido en cinco habitaciones y las paredes estaban decoradas con ingenuas pinturas que representaban montañas nevadas y edelweiss. Del mismo modo que las mujeres del palacete habían dado a sus dormitorios nombres de ciudades españolas, las enfermeras suizas se las habían ingeniado para conservar un poco de su país cerca de sí. Cada habitación estaba amueblada con lo elemental: un armazón de madera y cable de alambre que sostenía un colchón de paja, una caja colocada del revés que hacía las veces de mesilla y algunas estanterías. Una manta vieja ocultaba la ventana a la que le faltaba un cristal.

—Voy a examinar a las mujeres y los niños que Elsie [13] ha seleccionado. ¿Podría ayudar a Friedel a hacer mientras tanto el reparto de arroz, Teresa?

La señorita Isabel se había quitado ya la capa, dispuesta a ponerse manos a la obra. El frío hacía brotar una pequeña nube de vapor sobre sus labios, pero no le prestaba atención.

—No hablo alemán —objetó Teresa en voz baja—. No entenderé nada de lo que me pida que haga.

La directora hizo un gesto con la mano como para borrar el argumento.

—Friedel no se defiende bien todavía en español, pero habla el francés federal. Aunque es austríaca, creció como yo cerca de Zurich, donde la acogió una familia después de la Gran Guerra. ¡Se entenderán de maravilla!

Y, por supuesto, tenía razón. Friedel Reiter era una mujer como le gustaban a Teresa. Una persona animosa. Su sonrisa parecía que hacía retroceder el color ceniciento de las paredes e incluso el del cielo de aquel final de noviembre. Teresa se deslizó detrás de la carretilla de tres ruedas donde dos jóvenes, tan delgados que daban miedo, acababan de dejar los cubos de arroz humeante. ¡Hostia, cómo pesaba! Sin embargo, cuando las dos mujeres doblaron la esquina de la barraca, el viento estuvo a punto de tirarlas, a ellas y a la carretilla.

En la enfermería, los pacientes estaban acostados en las camas con toda su mugrienta ropa puesta para tener menos frío. Estaban tan débiles que les costaba sostener entre las manos las latas de conserva en las que Teresa servía un cucharón de arroz. Pero era todavía peor en la barraca donde se atendía a los niños.

—¿Ha visto esas caritas de viejo? —susurró la hermana Friedel con pena—. La piel arrugada, los miembros descarnados, la mirada agotada. Ya no esperan nada. ¡Y tienen motivo! En sus camas no hay ni una simple sábana, ni siquiera nos quedan pañales que ponerles y tienen las piernas cubiertas de llagas y úlceras. ¡Qué miseria, Dios mío!

—¿Nadie se ocupa de ellos? —preguntó Teresa en el mismo tono, examinando con el corazón acongojado las pequeñas Figuras encogidas sobre los colchones mojados.

Se imaginaba a Llibertat en su lugar y las lágrimas brotaban en sus ojos. ¡Benditos fueran la señorita Isabel, sus convicciones y hasta su Dios, que le inspiraba tanta generosidad!

—La Ayuda suiza solo está autorizada a proporcionar alimento y ropa cuando la recibimos.

—¿Por qué no los cura usted? Es enfermera, ¿no?

La hermana Friedel se encogió de hombros con gesto fatalista.

—Ese es uno de los numerosos misterios de la administración de estos campos. ¡El director ni siquiera quería organizaciones como la nuestra, la de los cuáqueros o la OSE[14] .Hasta las asistentes sociales del Cimade [15]! han tenido problemas. Aseguraba que, si nos dejaban actuar, ¡la gente de los campos de internamiento viviría mejor que los franceses!

A Teresa le parecía estar oyendo de nuevo las jeremiadas de la vieja desdentada del mas de l’Oliu. Pero, en la boca de un hombre responsable de la supervivencia de más de cinco mil personas, esa cantinela tenía desgraciadamente otra resonancia.

—¿Y esta mugre? Las mujeres de aquí que van a Elna para parir dicen que hay ratas.

La hermana Friedel se peleaba con un vestidito de punto amarillo chillón que intentaba poner a una niña cuyos huesos sobresalían bajo la piel amoratada.

—Conseguí darles un baño caliente hace una semana —comentó sin volverse—, pero de nuevo están sucios. ¡Hay que ver!

—Es desesperante —suspiró Teresa—. Si pudiéramos llevarlos a todos a la maternidad, ¡podrían recuperarse en menos de lo que canta un gallo!

La hermana Friedel volvió a encogerse de hombros mientras colocaba el cubo vacío en la carretilla.

—Sería formidable, pero, de momento, solo he podido conseguir del médico-jefe la autorización para enviar allí a ocho mujeres y a cinco niños. ¡Tantos a la vez es casi un milagro!

—¿Todos los mandos franceses son así? —se interesó Teresa bajando la voz.

—No, a Dios gracias. Entre los guardias del campo, por ejemplo, hay un oficial de gendarmería que procede, creo, del Tarn-et-Garonne. Una noche, mientras hacía su ronda, oyó un ruido en la zona de las basuras. Se acercó pensando que se trataba de un perro y descubrió a una rubita española de tres años que estaba royendo el troncho de una coliflor. Es huérfana, su madre murió de disentería en el campo de Bram y la familia andaluza que la recogió decidió aceptar el ofrecimiento de las autoridades de volver a España. El gendarme, que es un buen padre de familia, siente lástima de la pequeña María Pilar. Desde entonces, viene siempre a buscarla para llevársela a comer con él, al comedor de los oficiales, y ¡está pensando incluso en acogerla oficialmente para permitirle salir de este infierno!

—¡Es estupendo! —se entusiasmó Teresa.

—Pero es raro.

Retomaron juntas el camino de la barraca de la Ayuda suiza donde «Bethli», como la llamaba la hermana Friedel (¡así que ese era el diminutivo de Elisabeth!), habría terminado, sin duda, de examinar a los candidatos al traslado. Los cubos estaban vacíos y a Teresa le costaba horrores conducir la cocina sobre ruedas zarandeada por las ráfagas.

—Maldita tramontana —refunfuñó la hermana Friedel bajando la cabeza para evitar la bofetada del viento—. ¡Es como si nunca fuera a parar! Por la noche me despierta. ¡Silba bajo la puerta como un condenado!

Las dos mujeres unieron sus esfuerzos para mantener la carretilla sobre las ruedas. Las calles de ese «islote» estaban casi desiertas; las barracas no tenían calefacción, pero al menos los internos allí estaban a resguardo. Aquel era el campo de las familias. Los hombres y los adolescentes estaban en otro. Los gitanos, a los que la hermana Friedel llamaba cíngaros, tenían el suyo. Desde hacía poco, los judíos habían sido separados de los demás y reunidos en la parcela B, al fondo. Es allí donde debería haber estado el marido de Hénia si no hubiese encontrado unas caritativas almas francesas que lo ocultaran a pesar de los riesgos que corrían.

A Teresa, la desdicha y la desesperanza que exudaban cada tabla, cada piedra le oprimían la garganta, se pegaban a su piel como un sudario, invisible y, sin embargo, terriblemente pesado. Solo tenía un deseo: huir corriendo lejos de aquel torbellino oscuro que parecía querer aspirarla. ¿Es que ya había olvidado cómo era el campo? ¿Había empeorado o era la comodidad de la maternidad lo que se lo hacía aún más insoportable?

Encorvada como un pequeño toro detrás de la carretilla, la hermana Friedel luchaba contra la tramontana con toda la rabia que sentía hacia ese sistema absurdo e inhumano.

—La mortalidad de los bebés de menos de un año es espantosa. Este verano, una epidemia de enterocolitis hizo estragos.

Teresa la dejaba desahogar su rebeldía sin responder. Algunos términos se le escapaban: ¡las referencias a la medicina eran más bien escasas en Malraux! Pero, gracias al trato diario con la señorita Isabel, entendió que se trataba de unas fuertes diarreas. En cambio, descubrió una nueva palabra: «caquéctico»[16]. La hermana Friedel la pronunció en varias ocasiones y cada vez parecía abatirla un poco más, como si portase en sí misma una carga maléfica que aumentaba cada vez que se pronunciaba. Teresa no se atrevió a pedir una explicación; la informaría la directora una vez que hubiesen regresado a la maternidad.

Un grupo de niños, salidos de no se sabía dónde, rodeó la carretilla. Se pellizcaban, se empujaban y los mayores apartaban a los más pequeños a codazos. La escena recordaba a las que se podían ver todos los días en tiempo de paz, en los patios de recreo de todos los colegios del mundo, de no ser porque…

Teresa los miraba con un creciente sentimiento de desazón. Los niños continuaban con sus empellones, pero sin ruido, sin ese alegre alboroto de la infancia despreocupada. No hablaban, no sonreían. Aguardaban con una sonrisa ávida. La hermana Friedel les repartió trozos de bizcocho de frutos secos con los que se había llenado los bolsillos. Los cogieron sin dar las gracias y engulleron de un bocado los mendrugos, que desaparecieron como por arte de magia. Luego se marcharon corriendo, como habían llegado, sin dejar de pelearse en silencio.

Eh, nens, espereu[17]! —intentó retenerlos Teresa.

Pero ya se habían ido.

—¿Es que no me han entendido? Estoy segura de que son españoles —exclamó disgustada.

—Lo son —respondió la enfermera sacudiendo la cabeza— y la han entendido. ¡Pero aquí se convierten en auténticos animalillos!

¡Cuánta tristeza en la voz de la hermana Friedel! Teresa tuvo la impresión de que la tramontana silbaba aún más fuerte, como una serpiente erguida o la correa de un látigo que se extiende para enrollarse en torno a un torso ensangrentado. Su imaginación se desbocaba. Sintió más ganas que nunca de huir. Al volverse hacia la carretilla, descubrió por encima de la barra que servía para empujarla dos ojos negros que la observaban con dureza.

—¡Vaya, al menos, hay uno que ha vuelto!

—No, es Francisco, mi pequeño «chófer». Habitualmente me ayuda a hacer la ronda y ¡seguro que le recrimina haberle quitado su «trabajo»!

La mirada del chaval estaba cargada de reproches que no se atrevía a formular. Su ayuda le valía sin duda alguna recompensa: algo de comida, un par de zapatos no demasiado agujereados. Teresa tuvo la desagradable sensación de ser una ladrona. Se disponía a tranquilizar al desdichado Francisco, asegurándole que no tenía ninguna intención de quedarse y que de buena gana le devolvía la carretilla, cuando unos gritos las sobresaltaron. Procedían de la barraca de la Ayuda suiza.

—Rápido —ordenó la hermana Friedel—, reconozco esas voces: es el jefe del islote. ¡Un bruto imbécil!

—Y yo reconozco el acento de la que le ha plantado cara —completó Teresa dejando allí la cocina sobre ruedas.

El hombre debía sacarle al menos dos cabezas a la señorita Isabel. Era uno de esos granujas reclutados en los pueblos vecinos por su impresionante complexión y la facilidad con la que se valían de los puños para evitar cualquier intento de rebelión en el campo. Con el pelo al cero y la guerrera desabrochada a pesar del frío, berreaba señalando autoritariamente con el índice el sur, es decir, la salida, allá lejos, al otro lado de decenas y decenas de barracones.

Frente a él, bien plantada en sus pies, la directora alzaba un rostro resuelto, con esa frente obstinada que Teresa le conocía tan bien.

—¡Nos los llevaremos, le guste o no! La decisión no le corresponde a usted —recalcaba.

Y su áspero acento se marcaba aún más que de costumbre.

—No hay nada peor que los jefecillos —suspiró la hermana Friedel al tiempo que se apresuraba hacia la barraca.

Teresa no sabía qué hacer. ¡Si hubiese llevado consigo su fusil! Daba igual, entraría de todos modos; no podía dejar sola a la señorita Isabel frente a ese soldadote cuyos rubicundos carrillos se tornaban ya violetas. Con los puños apretados, Teresa avanzó un paso.

En ese preciso instante, la hermana Friedel salió del barracón con un papel sellado en la mano.

—Esta es la orden firmada por el director del campo. Mire, aquí lo pone: David Gustave Humbert. Y el doctor Lefebvre lo ha refrendado.

El hombre echó un vistazo dubitativo a la hoja; Teresa se preguntó por un segundo si sabría leer. En cualquier caso, sabía lo suficiente para reconocer la rúbrica del director. Devolvió el papel a la hermana Friedel evitando mirarla y dio media vuelta.

—¡Nos hará falta un camión porque no van a caber todos en el Opel!

El hombre se detuvo un momento, sin girarse, y refunfuñó algo que podía pasar por un asentimiento. ¡La señorita Isabel decía siempre la última palabra!

Las mujeres, atemorizadas, se apretaban las unas contra las otras en el barracón, convencidas de que se había anulado el traslado con el que llevaban soñando varios días. Teresa las tranquilizó en español, y la hermana Friedel en alemán y francés; enseguida recuperaron la sonrisa. Únicamente dos de ellas no participaban en la alegría general: la primera se veía obligada a dejar a sus dos hijos mayores, dos adolescentes, solos en el campo sin atención. La segunda no se marchaba: su hijo iría solo a Elna. Por supuesto, estaba aliviada por saber que lo cuidarían y que comería hasta hartarse, pero la separación fue desgarradora.

La llegada del camión exigido por la directora abrevió los últimos adioses.

—Iré con el conductor para indicarle el camino y asegurarme de que no aprovecha para llevarlos a otro sitio —decidió la señorita Isabel—. Teresa, usted conducirá el Opel. ¡Vamos, deprisa! ¡Más vale partir antes de que esa mala bestia cambie de opinión!

Ante esa perspectiva, las mujeres, que estaban dando las gracias efusivamente a la hermana Friedel, se empujaron para repartirse con los niños entre los dos vehículos. Las puertas se cerraron con un golpe y Teresa arrancó de inmediato. Sin dejar de seguir al camión de cerca, para no perderse en el laberinto del campo de internamiento, echó una última mirada por el retrovisor: la hermana Friedel, con una mano levantada en señal de despedida y la otra rodeando los hombros del receloso Francisco, miraba cómo partían aquellos a los que, al menos temporalmente, acababa de librar del infierno. Ocho mujeres y cinco niños a la vez eran mucho, vistas las dificultades con que se había encontrado para conseguir su traslado, pero muy poco cuando se pensaba en los miles de desdichados que se quedaban atrapados en la ratonera. Una gota de agua en un océano de sufrimiento.

La llegada al palacete provocó las habituales lágrimas de alegría de las recién llegadas y las no menos habituales palabras de bienvenida y consuelo de parte de las «veteranas» y del personal. Mientras Elisabeth daba instrucciones y repartía a las mujeres y a los niños en los dormitorios en función de las camas libres, Teresa se apartó rápidamente del grupo para subir al primer piso y estrechar a su hija entre sus brazos. Necesitaba sentir su mejilla redonda y tibia en la cavidad del cuello para recuperar el valor.

María y Celia estaban dando de comer a los mayores. Llibertat, como de costumbre, no paraba quieta; aceptaba una cucharada cuando los demás se tragaban tres. Verla así, haciendo ascos a un plato lleno, sacó a Teresa de sus casillas. ¡Aquel puré de verduras habría hecho tanto bien a los pequeños fantasmas de Rivesaltes! Para evitar echarle una bronca, que su hija seguramente no habría comprendido, salió de la habitación y subió los escalones de cuatro en cuatro hasta dos plantas más arriba, la cristalera sobre el tejado. Le seguía gustando aislarse en aquella burbuja suspendida entre el cielo y la tierra, lejos de la cotidianidad desesperante. Allí recuperaba siempre la calma y la serenidad, y la fuerza para continuar.

Al norte, en dirección a Rivesaltes, unas grandes nubes negras, pesadas y amenazantes, aparecían en el fondo del horizonte. Teresa no se atrevía a imaginar lo que sucedería si descargaban encima del campo de internamiento. Volviéndose con un escalofrío, dirigió el rostro a la luz de color miel que se derramaba desde el cielo, más despejado por encima del palacete. En aquel final de noviembre, el sol desprendía sus últimos fuegos, pero sus rayos habían perdido su fuerza. Ya no eran las flechas incandescentes del verano que quemaban la piel y lastimaban los ojos, sino un fino polvo de oro que una mano invisible esparcía desde lo alto de las nubes para calentar un árbol o una casa. Una ligera bruma velaba Les Albères, difuminando los collados y las cumbres. El verde grisáceo de las estribaciones parecía desleírse a medida que se alejaba hasta volverse casi transparente. Era como si la montaña quisiera borrarse para dejarle entrever aquella tierra que Teresa echaba tanto en falta. Pero por mucho que contuvo la respiración y escrutó la última cortina, impalpable, hasta que le dolieron los ojos, esta no se apartó. No obstante, bajó la escalera con el corazón más ligero para reunirse con sus compañeras en el comedor.

El rostro grave de la señorita Isabel la detuvo. La directora acababa de colgar el auricular del teléfono fijo en la pared del rellano, al lado de su habitación, y se había quedado por un instante apoyada en el batiente de la puerta, con la mirada, triste y cansada, clavada en la pared de enfrente.

—¿Una mala noticia? —preguntó Teresa con la voz ahogada.

—Acabo de recibir una llamada de la guardería de Banyuls. El pequeño Sabiniano ha muerto.

Se miraron sin pronunciar una palabra. Era inútil, pensaban lo mismo. Tantos esfuerzos para que naciera en la maternidad y cuidarlo, en vano. Los campos no soltaban tan fácilmente a sus presas. Pobre Carmen.