Capítulo 1.

Capítulo 1.

Elna (Pirineos Orientales), 24 de diciembre de 1939

A la llamada ronca y estridente del claxon, se abrió de inmediato la elevada verja de hierro forjado, como si junto al batiente hubiese alguien listo para saltar. El coche dejó la carretera secundaria bordeada de plátanos y giró a la derecha por un camino de tierra, sin apenas aminorar la marcha.

Un bache le arrancó un gemido. Su hinchado vientre había golpeado con la portezuela. La mujer intentó enderezarse, pero un acceso de tos seca desgarró su pecho y, por el contrario, la obligó a doblarse y a hundir la nariz en la manta de lana áspera que le cubría las rodillas. Esa condenada bronquitis no quería remitir. ¡Y no serían las pocas cucharadas de jarabe que le habían hecho tomar en el campo las que acabarían con ella!

Teresa cerró el cuello de su viejo chaquetón. La humedad glacial de la playa se le pegaba a la piel, incluso allí, a kilómetros del mar plomizo de diciembre.

El Opel marrón redujo al fin la velocidad. El viento sacudía con furor las sombrías copas de los cipreses en guardia a lo largo del camino abrupto en el que se levantaban nubes de polvo. Comprimida en el asiento, Teresa giró bruscamente el cuello, justo el tiempo necesario para percibir por el rabillo del ojo la verja que se cerraba de nuevo detrás del coche, implacable. Una nueva prisión. Una más que no decía su nombre.

Con un chirrido de neumáticos, el automóvil se detuvo al pie de una doble escalera que llevaba a una terraza circular. Por encima se erigía la mole sombría de un gran edificio de tres plantas coronado con una cristalera en forma de campanil. La penumbra impedía distinguir los detalles del friso de mosaico, las acanaladuras de las pilastras y las volutas de hierro forjado del balcón, que adornaban la fachada de ladrillos rojos, pero el conjunto era elegante y señorial.

—¡Qué maravilla!

Sujetándose con una mano los riñones doloridos, Susana salió a duras penas del Opel con un grito de admiración.

—¡Mira, Teresa, un palacio de verdad!

Teresa ni se molestó en responder. Su compañera de viaje había estado extasiada durante todo el trayecto desde Argelès: con las encantadoras villas enclavadas en el corazón de los pinares, indiferentes a la suerte de los refugiados encerrados a apenas unos pocos cientos de metros de su bonita cerca pintada de blanco; con los campos y los viñedos, donde raquíticas coles y cepas desnudas se alineaban en filas impecables; con las minúsculas figuras que se deslomaban, encorvadas con la espalda al viento; con las escasas tiendas vislumbradas al atravesar Elna y las mujeres que intercambiaban delante de los puestos las últimas noticias, con el pañuelo anudado bajo la barbilla y el cesto lleno colgado del brazo. Como si nada hubiese ocurrido. Como si la vida nunca hubiese cambiado y siguiera así indefinidamente. Como si las verrugas purulentas de los campos de refugiados no desfigurasen las playas de la región. Como si Francia no estuviese en guerra…

Susana no paraba de hacer preguntas. La joven que les habían presentado como la directora de esa maternidad, levantada a toda prisa por la Ayuda suiza a los niños de España, le respondía mediante frases breves, con los ojos fijos en la carretera que serpenteaba a la luz de los faros que había tenido que encender. En esa época, la noche caía muy pronto y a las cinco de la tarde, el crepúsculo inundaba ya de sombra el campo circundante.

No respondía a la imagen que Teresa se hacía de una directora. En primer lugar, porque era muy joven. En apariencia, apenas mayor que ella misma. Veinticinco años, tal vez; en todo caso, no muchos más. Además, era cualquier cosa excepto impresionante: una mujercita menuda con los ojos límpidos y una frente despejada e inteligente. Nada que ver con la matrona enérgica y autoritaria que cabía esperar en semejante puesto. No obstante, el médico jefe del campo no había protestado cuando, tras un rápido examen silencioso, aquella mujer decidió llevarse a Teresa, a la que, sin embargo, le faltaban todavía dos meses para dar a luz. La directora había anunciado su decisión en un buen español, teñido de un acento peculiar, a la vez áspero y cantarín. Su voz dulce no admitía réplica.

—Qué suerte tenemos, ¿verdad, Teresa?

Girando sobre sí misma, Susana no dejaba de expresar ruidosamente su admiración. Teresa no pudo reprimir un rictus de desengaño. ¿Suerte? ¿Quién habría tenido el cinismo de elegir semejante palabra para hablar de ellas? Con el cuerpo flaco, deformado por ese enorme vientre que lo hacía parecer aún más enclenque y vulnerable, lleno de piojos, corroído por la sarna, debilitado por la disentería y la bronquitis aguda. Miserables.

Lastimosas. Esos eran los términos adecuados para describirlas.

Dos mujeres jóvenes con cofia y delantal de un blanco impecable, una morena y la otra rubia, bajaron por la escalera de la izquierda a su encuentro. La primera ofreció el brazo a Susana para ayudarla a subir los escalones. Teresa rechazó con altivez el que le ofrecía la segunda. La enfermera rubia pareció sorprendida, pero no por ello desconcertada. Simplemente cambió de lado, pensando, sin duda, que alguna herida hacía doloroso todo contacto. Teresa se liberó con un movimiento seco.

—¡Un combatiente camina solo!

Teresa se dirigía ya hacia la escalera.

La rubia, turbada, esbozó un gesto para detenerla, pero la directora le hizo una señal para que no insistiera. Sujetando con una mano la tosca manta enrollada en torno a su gruesa cintura, que ya le impedía cerrar los faldones de la chaqueta de su uniforme, Teresa empezó a subir los escalones lo más dignamente que podía. Cada paso le resultaba costoso, pero logró llegar hasta arriba sin flaquear, sin ni siquiera apoyarse en la barandilla de piedra. Fue así, vacilante y orgullosa, como atravesó el umbral del edificio para entrar en el rectángulo de luz que se recortaba en la oscuridad.

Unas llamas claras bailaban en la chimenea y esparcían un agradable calor en la sala octogonal de paredes decoradas con estucos. A Teresa, fascinada, le costó apartar la mirada. Siete u ocho mujeres estaban reunidas alrededor de una gran mesa de madera blanca. Algunas sostenían a recién nacidos en brazos, otras parecían a punto de dar a luz. Cuando Teresa entró, interrumpieron su charla y volvieron hacia ella sus rostros sonrientes y curiosos.

—Señoras, les traigo dos recién llegadas.

Otra vez ese acento áspero y cantarín. A su espalda, Teresa oyó que la directora cerraba la puerta al frío de la noche y, de golpe, el confortable ambiente generado por aquella intimidad de mujeres se le cayó encima. Había perdido la costumbre y sentía que se ahogaba, como si le apretaran la garganta.

Susana, al contrario, parecía muy a gusto. Las internas se habían levantado y la rodeaban con sonrisas y murmullos acogedores. Sus mejillas hundidas se sonrojaban de placer y sus ojos negros resplandecían con un brillo, que en absoluto se debía a la fiebre. Estaba encantada y formaba ya parte del grupo.

Ninguna de las mujeres, al darse cuenta, sin duda, de que no iba a ser bien recibida, se arriesgó a acercarse a Teresa, que seguía recubierta con su manta raída y su reserva altiva.

La directora se desabrochó el abrigo de paño oscuro y fue a colgarlo de un clavo junto a una de las ventanas. Sin darse la vuelta, hizo una señal a las dos nuevas para que la siguieran.

—¿Qué les parecería un baño bien caliente con jabón y una toalla? ¡Se sentirán mejor una vez limpias! La cena se sirve dentro de una hora y media. La hermana[1] Nelly les dará lo que necesiten para sus cuidados. Tenemos bálsamo de Perú, ¡es muy bueno para la sarna!

Al mismo tiempo que hablaba, las precedía por una escalera de mármol blanco que ascendía hacia los pisos. Otra vez escaleras. ¿Era un efecto del calor? En ese momento, a Teresa la fatiga le hundía los hombros como si llevara encima un manto de plomo. La cabeza le pesaba. Tuvo que hacer un esfuerzo para levantarla. El techo parecía transparente, como si fuera de cristal. Distinguió el revés de una silla en el rellano superior. Nunca había visto algo parecido. A no ser que fuera de nuevo la fiebre, que le jugaba malas pasadas.

—Venga conmigo.

Teresa se sobresaltó. Era a ella a quien se dirigía la directora.

—Sígame al cuarto de aseo. La hermana Nelly se ocupará de su amiga…

—Susana no es mi amiga —la interrumpió ella más cortante de lo que habría querido—. Apenas la conozco. Hemos dormido juntas en el mismo barracón unos días, es todo.

La directora levantó una mano apaciguadora.

—Claro, por supuesto, el campo de refugiados es tan grande…

Abrió una puerta.

—Entre y desnúdese. Voy a dejar que corra el agua caliente.

En el cristal pintado de azul de la ventana sin cortinas que se abría en la pared de enfrente, Teresa vislumbró una figura macilenta, un fantasma que tenía sus ojos y su chaquetón. Hacía meses que no se había visto en un espejo. Se dio miedo.

Dejó caer la manta y la empujó con la punta del pie hacia un rincón. No terminaba de decidirse a quitarse el resto. Sin embargo, nunca había sido una mojigata. Pero desnudar ese cuerpo magullado e inflado, que no reconocía, y exponerlo le resultaba simplemente superior a sus fuerzas. La chaqueta, el pantalón sujetado con una cuerda y los jirones de camisa que cubrían su piel eran la coraza que le impedía hundirse, su última defensa.

—Pero ¿todavía no se ha desnudado?

La directora volvía con una toalla al hombro. La cogió para secarse las manos mojadas mientras miraba a Teresa con una sonrisa de ánimo.

—Voy a ayudarla a despojarse de esa vieja chaqueta de uniforme. Está tiesa por la mugre y seguro que infestada de piojos. Habría que quemarla…

—¡Ni se le ocurra!

Teresa retrocedió dos pasos para ponerse fuera de su alcance. La directora no pareció molestarse. Su voz no traslucía ninguna impaciencia cuando prosiguió:

—Entonces, la lavaremos. Seguro que es un recuerdo. ¿Pertenecía, tal vez, a un soldado amigo suyo al que apreciaba?

—Es la mía.

Esa vez Teresa tuvo la satisfacción de ver que la directora parpadeaba. Así pues, su exasperante impasibilidad tenía límites.

—Soy miliciana. Me alisté el mismo día que cumplí dieciocho años —anunció Teresa con orgullo.

La directora había recuperado su circunspección. Levantó una ceja inquisitiva, llena de interés.

—¿Era camillera? ¿Encargada de transmisiones?

—Combatiente.

Frunció el ceño por encima de sus ojos claros. Teresa le dio la puntilla.

—Con un fusil. En una brigada de infantería. Combatí en Teruel, donde pasé más miedo a morir de frío que de una bala fascista. Y en el frente del Ebro, donde finalmente me alcanzó una bala. Me hirieron en el brazo. ¿Quiere ver la cicatriz?

Se disponía a recogerse la manga, pero la directora parecía estar pensando en otra cosa.

—¿Ha matado a alguien?

La voz seguía siendo la misma, pero el tono no dejaba escapatoria. Teresa se encogió de hombros.

—Alguna vez, supongo. Cuando se dispara desde todas partes, ¿cómo saber quién ha dado a quién? Pero sobre todo me confiaban misiones de enlace. Como correo no tenía rival. Me deslizaba por todas partes, ¡sin que esos malditos requetés percibieran ni siquiera mi sombra!

El recuerdo de sus pasadas hazañas militares la había hecho enderezarse, con la barbilla levantada y el cuello estirado. Casi en posición de firmes. Pero un nuevo acceso de tos la hizo doblarse. La directora acudió solícita.

—Volveremos a hablar de todo esto más tarde. Primero tiene que curarse.

Rebuscó en el bolsillo de su gran delantal blanco con peto, que se había puesto por encima del jersey y la falda.

—Tenga, el bálsamo de Perú del que le hablé. Extiéndaselo generosamente por donde tenga llagas. Y este es el Flit para los piojos. Quítese todos los que pueda con este peine fino y, una vez que se haya lavado la cabeza, pulveríceselo. Un pañuelo por encima durante la noche y no debería quedar ni uno.

Tras comprobar con la mano el adecuado arreglo de su claro pelo trenzado y enrollado en una corona alrededor de la cabeza, la directora, con una sonrisa, tendió dos dedos hacia las mechas desiguales que se rizaban en el cuello de Teresa.

—No hará falta sacar las tijeras, está bien así, ¡ya lleva corto el pelo!

—¡Pues me ha crecido bastante!

De nuevo, la directora frunció el ceño. Pero, esa vez, Teresa no tenía ni fuerzas ni ganas de dar explicaciones. ¿Para qué?

¿Qué habría podido entender esa joven suiza tan aseada? Y decirle ¿qué? ¿Que se había negado a abandonar a sus compañeros de combate con quienes había vivido tantas horas trágicas y que se había cortado casi al cero sus largos cabellos negros con la hoja mellada de una vieja navaja cuando vio que los vigilantes separaban a los hombres de las mujeres mediante nuevas alambradas en el campo? Por otra parte, no era la única que había actuado así: una treintena de milicianas se habían camuflado de ese modo entre los hombres, soldados entre soldados: la gorra caída sobre los ojos, los puños hundidos en los bolsillos, el cuello del capote levantado. Los guardias no se habían dado cuenta de nada. Teresa había compartido de ese modo, durante varios meses, una chabola construida con carrizo y una chapa ondulada, medio enterrada en la arena, con media docena de sus hermanos de armas. Hasta que ya no pudo disimular el embarazo. Fue el propio Andrés quien le suplicó que se delatara para entrar en el sector de las mujeres y beneficiarse así de condiciones de vida un poco mejores. ¿Un fino jergón en un barracón sin tan siquiera un suelo que lo aislara de la arena, cincuenta gramos de pan y un vaso de leche suplementario compensaban encontrarse tan sola y abandonada? ¡Como si la derrota, el exilio, las humillaciones y las privaciones no fueran suficientes! En adelante, ni siquiera sería una combatiente. Solo una hembra preñada que aguarda parir. ¡No! ¡Decididamente allí nadie podría comprender!

Un espasmo le retorció de repente las entrañas. Otra vez la disentería… El sudor le perlaba la frente. Su vientre tirante emitió un gorgoteo de mal augurio. Su mirada acorralada buscó desesperadamente un lugar donde aliviarse. Rápido.

—Los servicios están detrás de la escalera.

Atravesó corriendo la puerta que la directora, comprensiva, le sujetaba abierta. Apenas la oyó añadir:

—Por cierto, me llamo Elisabeth. Si necesita alguna otra cosa, ya sabe dónde encontrarme.

Pero un nuevo gorgoteo, que le recordaba la urgencia de la situación, la impulsó al retrete salvador.

Teresa nunca habría imaginado que un día las lágrimas acudirían a sus ojos simplemente por ver un servicio con azulejos blancos. Como si ella no fuera más que un intestino… A eso la habían reducido diez meses de cautividad.

Al principio, las autoridades del campo de refugiados ni siquiera habían previsto unas letrinas. El miserable rebaño que los guardas acababan de escoltar hasta la playa solo tenía que utilizar el mar. Más tarde se cavó una fosa abierta a los cuatro vientos, en cuyo borde los internos estaban obligados a alinearse, uno junto a otro, con el culo al aire. Por mucho que los demás los rodearan para hacer de pantalla, Teresa, a menudo, prefería aguantarse… cuando podía.

Tampoco había agua potable. Las bombas, instaladas a treinta metros como mucho de la orilla, proporcionaban un agua salobre, que pronto hizo que todos se pusieran enfermos. A cada instante se producían carreras desenfrenadas para intentar llegar al agua helada y nauseabunda antes de que fuera demasiado tarde. Luego los franceses instalaron unas cabinas metálicas, directamente sobre la arena.

Encontrar unos aseos limpios, civilizados, la había alterado. Era como si se le devolviera un poco de dignidad. Esa idea le causaba vergüenza: ¡como si la dignidad humana se midiera con un bacín de loza y una corriente de agua accionada por una cadena! Mientras bajaba de nuevo la escalera para regresar a la sala común, con un pañuelo alrededor de sus cabellos húmedos, volvió a tener una sensación de repugnancia.

Sumergirse en el agua caliente había sido un placer. Con todo, había abreviado el baño lo más posible: ni hablar de ablandarse, de abandonarse. No había que bajar nunca la guardia.

La directora pareció sorprenderse de la rapidez con que Teresa había salido de la bañera, pero no hizo ningún comentario. Sin decir una palabra, le había cogido la guerrera, que había perdido todo el color, y el pantalón agujereado, que desde hacía tiempo ya no podía abrocharse, con la promesa de devolvérselos limpios. A cambio, le había llevado un vestido sin cintura y una chaqueta de lana. A Teresa le repelía abandonar su uniforme de combatiente por la panoplia de la perfecta embarazada, pero tenía que reconocer que se sentía mejor, liberada así de ese corsé, tieso por la mugre, que la envaraba. También de eso se avergonzaba un poco. Tenía la impresión de renegar de sus hermanos de armas.

—¡Teresa, espérame!

La llamada, procedente del rellano superior, le hizo levantar la cabeza. Le costó reconocer la figura que se apresuraba torpemente, obstaculizada, como ella misma, por un grueso vientre, para alcanzarla. No era tanto porque llevara ropa limpia y un turbante como ella; la diferencia estaba, sobre todo, en que el rostro de Susana, lavado con jabón, había perdido esos colores demasiado fuertes que endurecían sus rasgos. Sin ese exagerado maquillaje, Susana parecía de pronto muy joven y vulnerable. No debía de tener más de dieciséis años.

Teresa había visto chicas como ella en el campo: los ojos pintados de negro, los labios rojos, la risa estruendosa y el contoneo lascivo cuando se cruzaban con la mirada ardiente de un hombre a través de la alambrada. Iban de dos en dos o de tres en tres, susurrándose al oído comentarios que las hacían cloquear como las pavas que eran. Pero no había que equivocarse: no tenían nada que ver con la media docena de profesionales que habían retomado sus actividades galantes en la «casa de la sevillana», una choza de madera dividida en compartimientos mediante simples cortinas, donde hombres de mirada esquiva entraban a cambio de unos cigarrillos, de una moneda de diez francos… o de ¡un millón de pesetas republicanas, que ni siquiera valían el papel en el que estaban impresas! Las chicas como Susana, desorientadas, a la deriva, solo intentaban olvidar su angustia y aquel mundo que les negaba un sitio y les privaba incluso del derecho a vivir aturdidas.

Teresa había despreciado su provocativa frivolidad, había sentido incluso resentimiento hacia ellas. La República había permitido a las mujeres acceder a las más altas responsabilidades en las empresas, en los sindicatos, hasta en el gobierno y, por supuesto, en el ejército, donde Teresa había conocido a una mujer oficial, ¡que mandaba a dos mil hombres! En todas partes habían conseguido el respeto de sus camaradas masculinos. ¡Y esas cabezas de chorlito se dedicaban a ensuciar todo lo que sus mayores habían conseguido tras una enconada lucha, a veces incluso al precio de su sangre, con sus maullidos de hembras en celo! Sí, había sentido resentimiento hacia ellas.

Pero aquel día, al descubrir los labios pálidos y agrietados de Susana, que le sonreían sin segunda intención, y sus mejillas hundidas, que todavía conservaban un poco del sedoso vello de la infancia, Teresa se reprochaba su intransigencia. Una oleada de piedad la inundó. Susana no era más que una niña, una hermana pequeña a la que había que ayudar a crecer. Y, sin pensarlo siquiera, Teresa pasó su brazo bajo el de Susana para ayudarla a bajar los últimos escalones.

El grupo de mujeres reunidas en la sala octogonal de la planta baja se había reducido. Las más vigorosas debían ayudar a preparar la comida y a poner la mesa; se las oía trabajar mientras hablaban alegremente. Solo quedaban alrededor de la mesa una morena de piel cetrina, como una andaluza, cuyo enorme vientre parecía a punto de estallar y las madres que seguían acunando a su prole.

Susana se abalanzó hacia los recién nacidos con un gritito de gozo. Las mamás, halagadas en su vanidad procreadora, se pavoneaban detallando el peso, la talla y otras cifras como el número de horas que había durado su parto. Al parecer, el objetivo de aquella letanía era atestiguar su éxito como mujer y hacer el fruto aún más hermoso. Y el de Susana, dócil, extasiarse delante de cada una de aquellas caritas arrugadas, las de los primeros bebés que habían nacido allí, en Elna: José, que había inaugurado el paritorio el 7 de diciembre anterior, por delante de Juan, Mari Carmen e Isabel, que solo tenía tres días. La pequeña Ramona, nacida de madrugada esa misma mañana, descansaba con su madre en la habitación reservada a las recién paridas. También había algunos niños un poco más mayores, de algunos meses ya, que debían de haber nacido en los campos de refugiados antes de llegar allí con sus madres.

—¡Mira, Teresa! ¡Qué monos son! Espero que mi hijo sea igual de guapo.

Susana apoyó las palmas de las manos sobre su redondeado vientre con gesto cómplice.

—Una vieja de Figueras me echó las cartas en el campo y ¡vio que iba a ser un chico!

Un murmullo de aprobación recorrió las madres. Una de ellas lo ratificó incluso, afirmando que el vientre picudo de Susana corroboraba sin lugar a dudas el pronóstico de la anciana. La joven estaba en la gloria.

—¿Oyes, Teresa? Acércate para que veamos si tu vientre también está picudo.

Teresa se ciñó aún más la chaqueta de lana, cruzándosela como para defenderse de las miradas que apuntaban hacia ella.

—¿No te apetece saber qué va a ser? —concluyó Susana, sin entender su reacción—. Como quieras, estás en tu derecho. Pero ¡ven a hacer monerías a estos querubines! ¡Están para comérselos!

Teresa no tenía ninguna gana de unirse al coro de alabanzas, pero no quería disgustar a Susana. Después de los pensamientos negativos que había albergado hacia ella, le debía, sin duda, esa pequeña concesión. Se acercó y se inclinó sobre el primer crío, que dormía plácidamente en los brazos maternales. Sus cejas creaban una delicada sombra sobre los carrillos y tenía la boca abierta. Su minúscula mano colgaba, inerte, por encima del brazo de su madre. Teresa observaba aquella mano blanda y sin vida.

Era lo único que sobresalía de los escombros. Se podría haber pensado que se trataba del brazo articulado de una muñeca rota. La bomba arrojada por el avión italiano había alcanzado el edificio de lleno. Luego las sirenas anunciaron el fin de la alerta y la población se dispersó, despavorida, por las calles de una Barcelona devastada. Teresa y su unidad habían recibido la orden de buscar supervivientes entre los cascotes. Se pusieron manos a la obra con entusiasmo, sordos a los lamentos y a los llantos que se alzaban por todas partes, aguzando el oído para intentar percibir el menor roce, el menor gemido ahogado, bajo los montones de ladrillos y los bloques de cemento, hasta que aquella manita los detuvo en su anhelo.

Con los ojos enormes por el espanto, Teresa retrocedió hasta la puerta en el momento en que la directora anunció:

—Señoras, es la hora de la cena… ¡A la mesa!