Entre sus temores, en lugar destacado, el miedo a los resentidos y a los desesperados, sobre todo a los que acumulan ambas situaciones, los resentidos desesperados, aquéllos cuya caída en desgracia parece irreversible. Miedo, por ejemplo, y aunque le cueste reconocerlo, aunque lo niegue o lo disimule, miedo a los pobres, empezando por los muy pobres, los mendigos, que de un tiempo a esta parte parecen haber salido de su histórico marasmo y están desarrollando técnicas de mendicidad más agresivas. Ya no se conforman con un «no, lo siento», ni con nuestra indiferencia, ni siquiera con una moneda de poco valor, como si hubiesen tomado conciencia y supiesen su fuerza, su poder, reverso de nuestra vulnerabilidad, de manera que ahora te miran a los ojos, te hablan muy de cerca, te toman del brazo, te acompañan mientras caminas, entran contigo en el portal, exigen ser escuchados, rebaten tus negativas de cortesía, e incluso discuten, razonan, persuaden. Carlos siempre ha pensado que algún día dejaría de funcionar la distancia convencional que los propios mendigos han asumido como natural, y se levantarían del suelo dispuestos a todo, a pedir, a insistir, a coger, a redistribuir. Alguna vez, en conversación de sobremesa, bromeó sobre una revolución de mendigos que un día, como al unísono, deciden pasar a la acción, dejan su letargo y comienzan a exigir, a perseguir, para convertir su petición mendicante en una acción política: no conformarse con una negativa educada, ser nuestra sombra, apelar a nuestra mala conciencia, como si más que un líder revolucionario les hubiera instruido un experto en técnicas de venta. El siguiente paso, sostuvo Carlos espoleado por un chupito de aguardiente, el siguiente paso, una vez disuelta la distancia, una vez perdido el respeto, sería el uso de la fuerza: atacarnos, agredirnos, despojarnos, esperarnos a la salida del restaurante o del banco, llamar a la puerta de nuestras casas, perseguirnos hasta nuestros centros de trabajo, entrar en los supermercados, en las cafeterías, en los gimnasios, sabotear nuestros momentos de diversión, despojar nuestra vida de todo aquello que no pueden tener, hacer de su resentimiento una acusación en firme, obligarnos a devolverles lo que creen les fue arrebatado.
Carlos sabe que el suyo, inconfeso, no es un miedo extraño, sino común. Sabe que sus vecinos, sus compañeros de trabajo, sus familiares, también temen a los pobres, los despojados, los resentidos, la carne de delincuencia menor, esa delgada línea que separa la picaresca de la infracción, la lucha por la supervivencia, la espontánea justicia del que toma lo que no tiene y lo coge de donde sobra. Sabe que los temen porque, además de resentidos y desesperados, los consideran inmorales, les atribuyen la inmoralidad del que antepone la necesidad a toda ética, los ven malos y codiciosos, cobardes y traicioneros, sin el suficiente poder adquisitivo moral, usando un término que leyó en Santa Juana de los Mataderos. Sabe que no hay una relación determinista entre pobreza y delincuencia, ni siquiera está seguro de que pese algún elemento probabilístico, pero asume que esos delincuentes son más visibles, más identificables, y por tanto tienen mayor presencia en nuestros temores y en nuestras estrategias defensivas.
Pero a efectos de defenderse de ellos su identificación no siempre es fácil: no siempre huelen o muestran manchas de abandono, hay detalles que los hacen reconocibles pero que también pueden despistarnos, no hay que precipitarse pero tampoco confiarse, es un miedo clasista y como tal se fija bien en el aspecto, en esos rasgos de estigmatización que, aunque pueden ser compartidos por otros ciudadanos inofensivos, son buen indicio de situaciones de riesgo. La ropa, por supuesto, y para ello contamos con un catálogo de uniformes, vestimentas, combinaciones desparejadas y calidades textiles que señalan la peligrosidad, desde el andrajoso hasta el que no lleva calcetines, pasando por el que va demasiado abrigado en primavera o viste prendas que no son de su talla. Pero no hay que quedarse en la ropa, nada más fácil para el enemigo que camuflarse, vestirse de hombre de paz, plancharse la ropa y cepillarse los zapatos. Para eso están otros detalles que denotan el descuido propio de los resentidos. Los dientes, por ejemplo. Aunque éste es un país de dientes podridos, y la falta de salud dental es común a ciudadanos de toda clase y salario, hay bocas que claman al cielo, encías desnudas, dientes menguados y oscurecidos, basta que el tipo sonría al abordarnos para que miremos su dentadura y nos pongamos en guardia. Hay otros rasgos, fisonomías delincuenciales, de las que ni Carlos ni sus vecinos hablarían nunca en público, para que no los tomen por reaccionarios lombrosianos: el tamaño del cráneo, la forma de la frente y la mandíbula, las uñas, la estrechez de la caja torácica, la cojera, el eccema cutáneo, o esas mejillas picadas que recuerdan una infancia de viruela y, en general, un historial médico de clase baja, mayor incidencia de ciertas enfermedades cuya prevención implica una higiene, una educación, una alimentación, un tipo de vivienda y de ocupación, en definitiva, un origen o un salario determinados, o ambas cosas, y cuya carencia transparenta la escasez de ingresos y la mayor proclividad al delito o al gesto rabioso e irreflexivo.
Entre los resentidos y desesperados también tiene miedo a los inmigrantes, sobre todo a aquéllos que cree más resentidos, más desesperados, los que han llegado hasta aquí tras muchas dificultades, viven al límite, son maltratados, no tienen nada que perder. El suyo no es un temor por rechazo racista o xenófobo, no tiene nada que ver con el origen ni el color. Tampoco es ese miedo defensivo tan extendido entre esa parte de la clase obrera que, sintiéndose insegura en un tiempo de incertidumbre, es fácilmente seducida por el discurso populista que señala a los extranjeros como fuente de todos sus males, el paro, el deterioro del sistema educativo, la saturación en los hospitales, el cierre del pequeño comercio, y por supuesto la criminalidad, la percepción del inmigrante como un ser peligroso. En el caso de Carlos, su temor es el mismo que con los mendigos, un miedo a la pobreza, a que el que no tiene exija al que tiene, y a que los humillados se cobren su revancha. Él presume de tener amigos extranjeros, frecuenta bares multiculturales, y milita contra las expulsiones y las políticas migratorias estrictas. Pero cuando va por la calle y ve venir un joven, pongamos un argelino, su mano toca instintivamente la cartera en el bolsillo del pantalón, el teléfono en el otro bolsillo, y el cuerpo se pone en tensión, evita su mirada como si esperase algún reproche. Así, cuando pasea por una plaza degradada de un barrio lumpenizado y ve grupos de norteafricanos haciendo corrillos ociosos, y los escucha hablar a gritos en ese idioma tan impetuoso, prefiere la mala conciencia y el descrédito de apretar el paso y asumir un miedo casi racista, que ya tendrá tiempo de repararse sus propios daños morales con alguna buena acción o un pensamiento positivo dirigido a esos necesitados. Ha discutido más de una vez con quienes, desde el miedo y la ignorancia, vinculaban inmigración y delincuencia, y ha firmado manifiestos y participado en concentraciones de solidaridad, pero en momentos así, cuando dos muchachos marroquíes le paran en la calle y le preguntan algo difícil de entender, le hablan a esa distancia tan corta, incluso tomándole del codo amistosamente, su miedo fisiológico desoye sus racionales llamadas a la calma.
Su miedo es selectivo, claro. No le asustan todos los extranjeros, ni siquiera todos los extranjeros pobres, desesperados o resentidos. Le dan miedo sobre todo algunos colectivos. Por ejemplo, los magrebíes. Nunca ha tenido problema alguno con ellos, más bien al contrario, sus experiencias personales han sido muy positivas. Por eso le avergüenza reconocerse partícipe de ese rechazo tan extendido, de esa imagen negativa del inmigrante norteafricano tan arraigada en él y en sus vecinos, y en la que identifica raíces históricas y culturales, que le hacen ver al joven árabe como un ser peligroso, un individuo vehemente, que habla levantando mucho la voz, gesticula, no respeta la distancia de cortesía, se acerca demasiado, te toca. Ni siquiera es un miedo al islamista, al fanático, al terrorista vocacional, nada de eso, más bien se refiere al tranquilo magrebí que se sienta al sol en una plaza, que te pide un cigarrillo. Un miedo cultural, que se origina en relatos viejos y se agranda con relatos nuevos, desde las descripciones aterrorizadas que los presentaban como bestias sangrientas en las luchas coloniales o en nuestra guerra civil (su fama de castradores de cadáveres y violadores de mujeres ha quedado blindada en nuestro imaginario), hasta las actuales pandillas de niños abandonados y adictos al pegamento, pasando, por supuesto, por la invariable deshumanización que comparten con el resto de africanos y que no les deja más que la posibilidad de ser verdugos brutales o víctimas sacrificables, presentados una y otra vez en los medios de comunicación como masa inculta y fanatizada que administra su propia justicia grupal linchando, mutilando y colgando cadáveres en la plaza con la misma pasión con que rebanan el clítoris a sus hijas, apedrean a los homosexuales, violan a nuestras hijas y venden droga barata a nuestros hijos, entre otros tópicos de aceptación masiva.
En esa construcción negativa incluiríamos a los negros africanos, por supuesto: tras siglos de animalización, cada vez que vemos un negro —un negro pobre, se entiende—, estamos viendo esclavos, caníbales, porteadores, taparrabos, moscas, lanzas, simios, pies descalzos, mugre, el corazón de las tinieblas, hambre, dientes grandes y blancos, barrigas hinchadas, plátanos, chozas y leones; o más recientemente, machetazos ruandeses, niños soldados, manos cortadas y monjas violadas, como para salir corriendo cuando nos crucemos con uno de ellos, después de tantos cuentos infantiles, películas y noticieros que han levantado la imagen común del africano como un salvaje. Por si fuera poco, también desde discursos bienintencionados han contribuido a levantar esa imagen aterradora, cuando para denunciar la desigualdad y la pobreza mundiales se profetizaban futuros ejércitos de desarrapados avanzando sobre nuestros países, miserables que un día echarían a andar y no se detendrían ante nada, de forma que lo que pretendía sacudir las conciencias acaba también por atemorizarlas, y nos hace ver a los que ya han llegado como una avanzadilla de esa guerra futura de los pobres contra los ricos, la quinta columna ya instalada entre nosotros, a lo que sumar el componente de venganza histórica, como si tuviésemos cuentas pendientes con ellos, quisieran hacernos pagar siglos de esclavitud y exterminio.
Tampoco olvidemos, en este catálogo de tópicos atemorizadores, a los europeos del Este, con rumanos, albaneses y mafiosos rusos a la cabeza, adornados con brutalidades balcánicas y la educación recibida en décadas de tiranía y corrupción en las que no pueden haber aprendido nada bueno. Entre ellos, en lugar destacado, los terroríficos gitanos rumanos, ya sean temporeros que habitan tiendas de campaña y sucios cobertizos, ya adolescentes con bebé mendicante en brazos, o niños que acosan el parabrisas del coche cuando te paras en el semáforo, todos nos dan miedo, porque en ellos confluye el temor a los europeos orientales excomunistas, y el rechazo a nuestros propios gitanos, que no levantan cabeza tras siglos de construir su propio imaginario terrible: dientes de oro, bodas tumultuosas, justicia familiar, menudeos delictivos, trapería, niños churretosos, analfabetos, protagonistas de nuestros peores refranes, chistes y cuentos para asustar a los niños desobedientes, cómetelo todo que viene el gitano, y lastrados con los peores atributos: traicioneros, mentirosos, vengativos, falsos, cobardes, ingratos, que piden para comer y cuando les das un cartón de leche lo tiran en tu cara, revenden la ropa usada que reciben en caridad, desguazan los pisos en que son realojados, tiran la basura a la calle, hacen hogueras, revientan el pequeño comercio local con su venta ambulante, no pagan impuestos, no acatan la ley, no les gusta trabajar, sólo saben cantar y engañar.
Él es consciente de cuánto hay de exagerado e infundado en todos esos discursos, la distorsión forzada; lo sabe, lo ha razonado, habla de ello, asume lo injusto de la forma en que son tratados árabes, africanos, rumanos, gitanos; reconoce lo difícil de una existencia marcada por el desarraigo, la marginación, el rechazo, la irregularidad, la explotación, la persecución policial, la estigmatización delincuencial; sabe que ellos también tienen miedo, que sufren más que nadie la inseguridad, son muy vulnerables; conoce el estado de excepción en que viven, vigilados, observados, cargados de etiquetas culturales, marcados en su diferencia, incapaces de pasar desapercibidos, de ser invisibles. Él lo sabe, lo ha leído, lo ha repetido en conversaciones; pero al final todos esos elementos hacen que los vea como terriblemente desesperados, cargados de rencor y rabia, y como tales le mueven al miedo antes que a la compasión.