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Hasta hoy sólo había estado una vez en el polígono industrial y, como ahora, fue también de noche. Llevaba poco tiempo viviendo en el barrio, no conocía bien las entradas y salidas de la autopista y una noche, cuando regresaba a casa tras una cena con antiguos compañeros de facultad, equivocó la salida. En lugar de dar la vuelta, decidió continuar en la esperanza de llegar al mismo sitio, y tal vez descubrir así un acceso más directo a su calle. Avanzó más de un kilómetro por una vía de servicio en paralelo, y cuando ya veía próxima la siguiente salida, el carril empezó a desviarse hacia la derecha hasta obligarle a circular en perpendicular a la autopista, alejándose de ella. A un par de kilómetros seguía viendo las luces del centro comercial, y tras él los bloques de vivienda que le esperaban, por lo que creyó que en algún momento encontraría una desviación a la izquierda que le condujese hasta allí. Por el contrario, la vía por la que continuaba se convirtió pronto en una calle de doble sentido que atravesaba una zona urbanizada pero sin construcciones, terrenos preparados para ser edificados, algunos con tierras removidas y maquinaria abandonada. Cada pocos metros, en el tramo de penumbra que se formaba entre farolas, había un coche aparcado, en cuyo interior se distinguía la silueta de lo que probablemente sería una pareja de novios. Para dar la vuelta y regresar tendría que frenar y maniobrar durante unos segundos, pero no quería detenerse allí de ningún modo, así que decidió continuar adelante, hasta que alguna avenida perpendicular le devolviese a zonas conocidas. La rectilínea calle le metió en un polígono de grandes naves de ladrillo y chapa, con algunos camiones aparcados a las puertas, y de nuevo coches con los asientos reclinados. Circulaba a velocidad media, ni demasiado lento como para ser asaltado en marcha, ni demasiado rápido como para atropellar accidentalmente a alguien, incidente a evitar a toda costa, y nada exagerado toda vez que el polígono comenzaba a exhibir sus habitantes nocturnos: decenas de prostitutas que, repartidas como mobiliario urbano a lo largo de la calle, en intervalos casi exactos, se adelantaban en la calzada cuando el coche se acercaba, momento en que mostraban a los faros la desnudez bajo sus abrigos. En un par de ocasiones Carlos tuvo que esquivar a una mujer que pareció volcarse sobre el coche, y varias de ellas golpearon con el puño el capó o la ventanilla como protesta por no detener su marcha. Tras varias manzanas de almacenes salió del polígono, y encontró una glorieta en la que eligió el camino hacia la izquierda. Se había desviado tanto que no distinguía a lo lejos ninguna luz reconocible, y ni siquiera estaba seguro de haber avanzado en línea recta, o más bien trazando una suave curva siempre hacia la derecha, de forma que al cambiar ahora su dirección tampoco estaba muy convencido de hacia dónde avanzaba. Recorrió una avenida de dos carriles para cada sentido que cruzaba una zona de arbolado y vegetación que, de noche, no podría precisar si se trataba de un gran parque o de una zona de campo rezagada al avance urbano. La ausencia de farolas indicaba más bien lo segundo, aunque la presencia del asfalto y el acerado apuntaba a alguna forma de espacio verde reservado entre autopistas y polígonos industriales. Pudo acelerar y recorrer la avenida a más velocidad, pero la soledad y la oscuridad le hacían preferir la compañía anterior de las prostitutas y los coches alcoba, pues ahora, sin saber bien en qué zona del distrito se encontraba y si realmente encontraría alguna salida o tendría que rehacer todo el camino, su miedo era mayor, y se temía protagonista inminente de cualquiera de esas historias atroces, a medio camino entre la crónica de sucesos y la leyenda urbana, en las que un vehículo pacífico y despistado es expulsado de la carretera por otro vehículo acosador, dando comienzo a una cacería humana. Nada de eso ocurrió, y por fin reconoció a lo lejos el trazado alumbrado de una autopista, que tomó como referencia hasta encontrar una incorporación por la que entró a lo que identificó como una carretera radial.

Desde entonces no había vuelto a visitar el polígono, ni de día ni menos aún de noche, y lo observaba cada vez que cruzaba la autopista y dejaba atrás esa salida, desde la que veía a lo lejos los tejados de las naves. Sabía, por lo leído en prensa, que las quejas vecinales y de los almacenistas habían terminado por expulsar a las prostitutas, acosadas por patrullas policiales nocturnas hasta que se mudaron a otra zona industrial cercana en la que, previsiblemente, aguantarían unos meses más, el tiempo suficiente para que la alarma movilizase de nuevo a los vecinos y éstos tuvieran fuerza para reactivar el mecanismo de hostigamiento policial, momento en que tendrían que trasladarse a otro polígono, tal vez el mismo que ya abandonaron meses atrás, en una mudanza continua e interminable. No le extrañó que su cuñado le hablase de ese lugar, pues seguramente lo conocía por haber participado en aquellas redadas nocturnas contra el sexo de pago, pero sí le sorprendió que se lo aconsejase como punto de encuentro. Si, como creía, la marcha de la prostitución había dejado desiertas aquellas calles cuando al caer la tarde cerraban las empresas, lo imaginaba como un sitio solitario, pobremente iluminado, apartado de la ciudad a esas horas, y por tanto peligroso para cualquier tipo de cita, y más una como la pretendida, pues su temor le presentaba como inconvenientes lo que para su cuñado eran ventajas. Además, pensó que el niño sospecharía y se negaría a acudir a aquel lugar, o sólo lo haría previo reclutamiento de refuerzos, nunca iría solo en previsión de una emboscada. Esos niñatos no tienen tanto miedo como tú, le dijo su cuñado por teléfono, son unos bestias pero conservan cierta inocencia, ya verás, hasta le parecerá divertida la propuesta, muy peliculera, no deja de ser un niño, como mucho irá acompañado de sus dos coleguitas, tampoco pueden esperar mucho de ti, tus pasos hasta ahora te presentan como una víctima fácil, incluso una víctima tonta.

Una víctima tonta, repite Carlos en voz alta cuando toma la salida de la autopista para recorrer un camino que encuentra tal como lo recordaba desde aquella primera y única vez: la vía de servicio que continúa en paralelo a la autopista, el giro que enfila hacia el polígono, atravesando previamente el terreno que continúa sin construir, con coches aparcados que parecen los mismos de entonces, en los mismos espacios entre farolas. Cuando circula ya entre naves industriales comprueba que en efecto el trasiego es mucho menor. Hay algunos vehículos estacionados junto a los camiones, y unas pocas mujeres en las aceras parecen prostitutas, tal vez avanzadilla de lo que en poco tiempo será un regreso de la actividad a esta zona ya descuidada por la vigilancia policial y la protesta vecinal. Siguiendo las indicaciones acordadas, gira a la izquierda en el tercer cruce, y avanza por una calle secundaria del polígono, que recorre hasta el final, punto en que confluyen un vertedero de palés y cajones, una nave tapiada y una explanada de alquitrán ocupada por algunos remolques. Detiene el vehículo en una zona más iluminada que el resto, próxima a una torre de luz que alumbra el aparcamiento para dificultar las sustracciones. A unos doscientos metros, entre dos grandes contenedores, localiza el coche de su cuñado. La oscuridad del área donde está estacionado, junto a la distancia, le impiden distinguir nada tras el parabrisas, así que da por cierto que el policía está en su interior. En realidad ni siquiera puede estar seguro de que en efecto sea el coche de su cuñado: no recuerda bien qué marca es, tampoco reconoce el modelo a esta distancia, y en caso de que pudiera leer la matrícula desde aquí, tampoco la conoce. El único argumento de peso en favor de su creencia es el hecho de que no haya más coches aparcados en la zona, y que esté en el sitio y a la hora acordados. Le gustaría asegurarse, aproximarse algo más, o hacer una señal con los faros y obtener respuesta, pero las exigencias de discreción que le ha impuesto su cuñado hacen que se conforme con esa pobre pero suficiente suposición.

Permanece dentro de su vehículo, con las luces apagadas y el cierre echado. Mira el reloj, y no sabe cómo interpretar el retraso. Pone la radio pero la apaga en seguida, no quiere hacer ruido, como si aún quedase la posibilidad de pasar desapercibido, no ser visto, marcharse sin haber salido del coche. Incluso fantasea con un aplazamiento que en realidad desea: que el niño no acuda a la cita, que se haya olvidado, que no le hayan dejado salir esta noche del centro, que al hablar con sus colegas haya visto sospechosa su petición de hacer la entrega en este sitio en vez de en el portal de su casa, o que le haya ocurrido cualquier accidente, ese tipo de sucesos desgraciados que le ocurre a estos niños con más frecuencia que a quienes, como Pablo, no estarían a esta hora en la calle, y menos en este lugar. Han pasado casi veinte minutos de la hora acordada cuando oye el sonido, cada vez más cercano, de una motocicleta, estridente. Por el retrovisor ve llegar dos motos, cada una con dos pasajeros a bordo. Frenan al alcanzar el final de la calle, dudan un momento, inspeccionan el entorno y por fin giran el manillar y aceleran para aproximarse al automóvil de Carlos. Cada una lo adelanta por un lateral, y ambas se detienen frente a él, como una maniobra sincronizada, de forma que quedan enfrentadas, algo giradas hacia el coche, deslumbrándole con los faros que apagan al unísono. Ninguno lleva puesto casco, así que los reconoce tan pronto como se recupera de la ceguera momentánea. El niño viaja en la motocicleta aparcada a su derecha, que es conducida por uno de sus acompañantes habituales. El otro compinche baja de la segunda moto, que pilota un cuarto adolescente al que Carlos ve por primera vez, y que parece haber sido reclutado para eventuales complicaciones, pues tiene espaldas y brazos de gimnasio. Comentan algo entre sí, señalando al coche, y ríen con escándalo. Los tres acompañantes dan unos pasos en círculo, rodean el coche, miran hacia los remolques, inspeccionan la zona. Uno de ellos se fija en el vehículo aparcado a doscientos metros, comenta algo pero otro de los chicos le empuja riendo y comparten una broma que Carlos, todavía encerrado en su coche, no oye. El niño se dirige a la puerta del copiloto e intenta abrirla, con intención aparente de entrar y sentarse junto a Carlos, que sin embargo no facilita la maniobra y mantiene activado el cierre. Abre la puerta, capullo, dice el chico, sin levantar mucho la voz, y acciona repetidas veces la manija. Carlos mantiene la vista fija en el coche que cree de su cuñado, esperando que en algún momento se abra una puerta y todo comience. Como no ocurre nada y el niño sigue forcejeando para entrar, Carlos piensa por un instante hacer una señal de luces, incluso accionar el claxon, pero se convence de lo inútil de tal gesto: si el cuñado está en el coche, saldrá cuando lo considere más adecuado, no antes porque él insista; y si por cualquier motivo no está ahí, cualquier gesto que sea interpretado por los muchachos como una señal de alarma empeorará la situación. Estudia también la posibilidad de, sin esperar un segundo más, arrancar y huir, pero se da cuenta de las dificultades: hacia delante tiene el camino bloqueado por las motocicletas, y hacia atrás, con su torpeza para maniobrar, acabaría embistiendo un camión. El niño golpea con la mano en el techo del vehículo y repite su orden, abre la puerta, gilipollas.

Por fin Carlos desactiva el cierre, pero lo hace al abrir su propia puerta, de forma que, cuando la del copiloto cede a los intentos del niño, ambas se abren: por una entra veloz el chico, y por la otra sale no menos veloz el adulto, que se aparta unos metros del coche, frenando un primer impulso de salir corriendo. Qué haces, gilipollas, pregunta el niño, que se apea del vehículo. Nada, no pasa nada, responde Carlos, que evita volver la vista hacia el otro coche, para no delatar la trampa. Uno de los adolescentes se ha acercado por su espalda y le da un empujón, no demasiado fuerte, lo suficiente para que caiga sobre el capó. No vayas de listo con nosotros, le amenaza desde detrás. Has traído el dinero, pregunta el niño. Claro, responde el adulto, que se incorpora y se aparta unos metros de quien le empujó, aunque otro de los chicos le sale al paso y de otro empujón le hace caer de nuevo sobre la carrocería. Pues venga, sácalo que no tenemos toda la noche, ordena el cabecilla. Claro, ahora mismo, replica Carlos, que esta vez sí gira la cabeza hacia el otro coche, sin ningún disimulo, y de repente duda de si ése es realmente el coche esperado, si su cuñado está ahí, y a qué espera en tal caso. No ha vuelto a hablar con él desde la mañana, han podido ocurrir tantas cosas en esas horas. Quizás le convocaron para una emergencia, tan súbita que no tuvo ni tiempo de llamarle para cancelar la cita, o puede haber sufrido un accidente. Dónde tienes el dinero, pregunta de nuevo el niño, y ahora Carlos se arrepiente de no haberlo traído. Fue uno de los puntos de discrepancia con su cuñado a la hora de diseñar el plan: Carlos era partidario de llevar el dinero prometido, como una garantía por si algo salía mal, si el policía se retrasaba o no llegaba, si el niño no era tan inocente como creían y se presentaba con más refuerzos de los esperados, era mejor tener el dinero encima, pues de esa forma la encerrona podría reconducirse a una sencilla entrega si algo se torcía. Su cuñado no lo consideró necesario, y le exigió que no lo hiciera, pues llevar el dinero encima le haría más medroso, más dispuesto a continuar la extorsión antes que poner fin a la misma de forma drástica. Por haberle hecho caso se encontraba ahora sin ese recurso con el que ganar tiempo al menos, con el que resolver incluso la situación. En la cartera no cree llevar más de treinta euros, cantidad muy alejada de la prometida. Por tercera vez ha recompuesto la figura y por tercera vez le empujan contra el capó, ahora con más violencia, en muestra de la creciente impaciencia del cuarteto. La chapa está caliente sobre el motor, y Carlos permanece unos segundos sobre ella, con la cara pegada, escuchando los crujidos de las piezas al enfriarse, hasta que el niño lo levanta de un tirón. Qué pasa contigo, te estás cachondeando de nosotros o qué, saca de una puta vez el dinero. Mira, ha habido un problema, se disculpa Carlos. Un problema, repite el chico. Sí, un problema, no he podido juntar todo el dinero hoy, pero te prometo que mañana. No llega a terminar la frase, un puñetazo en la mandíbula le hace caer por cuarta vez contra el automóvil, pero esta vez rueda desde el capó hasta el suelo. Me cago en tu puta madre, exclama el muchacho, y uno de los cuatro, al que no identifica desde el suelo, le da una patada en el costado antes de que pueda levantarse. Aunque cree más aconsejable permanecer tumbado, enroscarse y cubrir la cara con las manos, hace un tercer intento por incorporarse, y esta vez la patada le alcanza la cara, volcándole hasta caer de espaldas. Desde el suelo gira la cabeza hacia el otro coche. Piensa en el policía en su interior, observando la paliza. Recuerda años de distancia, de desencuentro, de bromas, de humillaciones. Se ve a sí mismo desde los ojos de su cuñado, a lo lejos, un cuerpo adulto tumbado en el asfalto y con tiempo apenas para encogerse antes de recibir una nueva patada, esta vez en la espalda. Se arrastra buscando refugio desesperado bajo el coche, pero uno le agarra la pierna, otro le pisa una mano, y por fin un tercero le coge de los pelos y tira hacia arriba, obligándole a ponerse en pie a tirones. Intenta agarrarse a la puerta abierta del coche, al techo, araña la carrocería y se parte una uña.

Espera un nuevo golpe, cierra los ojos hasta que escucha la sacudida, pero no la siente, sólo su sonido, ya que esta vez no es él quien cae, sino uno de los muchachos, que golpea con la cabeza el parabrisas del coche, proyectado contra él desde varios metros. Ninguno de los cinco, ni los agresores ni la víctima, oyeron la puerta del otro coche al abrirse, ni los pasos a la carrera del hombre que, sin frenarse, cargó contra el primero que encontró y de un empujón lo lanzó contra el parabrisas. Otro de los muchachos tiene apenas tiempo de girarse antes de recibir un porrazo en la cara que le hace perder pie y caer de culo en el asfalto. Un tercero se aleja unos pasos corriendo, y en seguida lo que parecían unos metros de protección se convierten en huida, hasta desaparecer tras los camiones. El del parabrisas se duele del golpe, tumbado sobre el capó, y el que recibió el porrazo está de rodillas, con las dos manos en la cara. Carlos está apoyado contra el coche, junto al niño, que todavía no le ha soltado. Entreabre los ojos y reconoce por fin a su cuñado, que ha quedado detenido, con las piernas algo separadas, y sujeta una barra con las dos manos. Lo primero que sorprende a Carlos es que no lleve uniforme. Cuando días atrás acordaron dar un susto al niño, él entendió que el escarmiento pasaba necesariamente por la intervención de la autoridad, la presentación de una placa que lo mismo anunciaba problemas legales que avisaba de la impunidad del uniformado para lo que desease. Sin embargo, su cuñado viste de calle, unos vaqueros y una cazadora, y lleva la cabeza cubierta con un pasamontañas. Sólo le ve los ojos y la boca, por lo que piensa que podría ser su cuñado como cualquier otro, aunque parece poco probable que se trate de un justiciero espontáneo. El del parabrisas pone los pies en el suelo y, tambaleándose, se lleva la mano al interior de la chaqueta. En ese momento el encapuchado saca del bolsillo trasero del pantalón una pistola pequeña y apunta al muchacho, que congela su gesto y, a continuación, echa a correr en la misma dirección que tomó el que primero huyó. Lo mismo hace el tercero, que corre sin quitarse una mano de la nariz herida. Quedan al fin el policía, Carlos y el niño, que sólo ahora le suelta del pelo. Intenta correr también, pero el encapuchado, tras gritarle una orden, lo alcanza en pocos metros y lo tira al suelo sin frenarse. Casi no ha terminado de caer cuando ya recibe la primera patada, tras la que siguen otras seis o siete, Carlos no lleva la cuenta. El niño queda encogido en el suelo, se queja con un sollozo apagado. El policía devuelve la pistola al bolsillo, y del contiguo saca unos grilletes. Inmoviliza al chico clavándole la rodilla en la espalda, y tira con violencia de sus brazos hasta juntarle las muñecas para esposarle. Después, lo obliga a ponerse en pie remolcándolo por las manillas que lo aprisionan, y lo arrastra hasta el coche, donde lo vuelca de un empujón en el mismo capó que muestra salpicaduras de sangre tras las sucesivas embestidas. El niño llora y parece suplicar, aunque no se entiende lo que dice. El policía lo toma del pelo, tira hacia atrás de la cabeza hasta donde puede, y después se la baja con un empellón para que golpee la cara contra la carrocería. Repite el gesto una segunda vez, y aún una tercera, lo que aumenta los sollozos del niño. Todo sucede sin palabras, pues no pueden considerarse como tales los lamentos del muchacho. El agresor no abre la boca, y tampoco Carlos, que sigue apoyado en el lateral del coche, dolorido, y observa con espanto la actuación de su cuñado. Vigila que no se mueva, que voy a acercar mi coche, ordena el encapuchado, y se aleja a la carrera.

El niño queda doblado sobre el capó, pero cuando escucha el motor arrancado del otro coche, se incorpora con dificultad y se vuelve hacia Carlos. Muestra la nariz y la boca ennegrecidas por la hemorragia, y las mejillas sucias de lágrimas, mocos y sangre. No dejes que me lleve, suplica, no dejes que me lleve, repite. Carlos mira hacia el coche de su cuñado, que avanza hacia ellos sin encender las luces. No dejes que me lleve, insiste el niño en llanto, y sin esperar respuesta echa a correr. Tras dar cuatro pasos tropieza y cae, y da con la cara en el asfalto, pues no puede oponer las manos, esposadas a la espalda. Se levanta con dificultad y reanuda la carrera, pero el policía, atento, desvía la trayectoria del vehículo y lo intercepta pocos metros después. Da un volantazo y frena cortándole el paso, y el niño cae sobre la parte delantera del automóvil, desde donde rueda al suelo. Carlos observa la escena desde el sitio donde sigue quieto. Confundido, horrorizado, cree que debería decir algo, ya basta, es suficiente, le hemos dado ya el susto, pero en este momento teme más a su cuñado de lo que ha podido temer en todo este tiempo a un niño que ahora contempla como lo que es: un cuerpo pequeño, frágil, a medio hacer, de la edad de su hijo. Ve cómo su cuñado desciende del coche, agarra por un brazo al caído, y lo arrastra ante su negativa a ponerse en pie. El chico chilla, déjame, déjame, hasta que decide gritar en dirección a Carlos: ayúdame, que me mata. El encapuchado lo lleva a tirones hasta la parte trasera del vehículo, abre el maletero, lo toma por las axilas y, sin que deje de patalear y chillar lo mete a empujones en su interior. Como el niño se resiste e impide el cierre, el policía le golpea varias veces, y desde aquí Carlos no distingue si lo hace con el puño o con algún objeto, tal vez la pistola, ni dónde concentra los golpes. Tampoco ve ya al niño, sólo una pierna que deja de moverse segundos después, y que el cuñado introduce sin resistencia en el interior. Después, saca de un bolsillo de su cazadora un rollo de cinta adhesiva y arranca un par de trozos que aplica sobre el cuerpo desmayado, y aunque Carlos no lo ve desde donde está, imagina la cinta colocada en la boca y rodeando la cabeza en mordaza. Después, cierra el maletero con un portazo.

El hombre se quita la capucha, se mesa el pelo apelmazado por el sudor, se limpia la boca con la manga. Se acerca a Carlos, que no se ha movido de su emplazamiento, apoyado en su coche. El cuñado le toma la barbilla con dos dedos y le obliga a girar la cabeza hacia la torre de luz, para ver sus heridas. Esa nariz tiene mala pinta, comenta sin mucho interés. Qué vas a hacer con él, dice Carlos en voz baja. Qué quieres que haga, replica el otro. No lo sé, responde, y reitera la pregunta: qué vas a hacer con él ahora. Qué se te ocurre a ti que puedo hacer con él, dice con una sonrisa el policía. Carlos baja los ojos, se frota las manos. Ya me ocupo yo, anuncia el otro, que le pone la mano en el hombro, clavando los dedos. No sé para qué me preguntas, si en realidad no te importa, murmura. Los dedos aprietan más el hombro, y tira hacia abajo para que Carlos se incline y le pueda susurrar al oído: eres un cobarde, un puto cobarde. Después echa a andar hacia su coche, peinándose con los dedos. El motor sigue arrancado desde el último frenazo, así que, sin terminar de cerrar la puerta, acelera y se aleja. Carlos contiene el llanto, porque si moquea le duele la nariz.