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Varias veces marca el número pero cuelga antes de que respondan. Unas veces es la presencia de un compañero de trabajo que pasa junto a su mesa la que le hace colgar. Otras, corta la llamada por su propia indecisión, ya que no tiene claro qué decir. Por fin, al quinto intento decide no interrumpirla, escucha los tonos discontinuos y espera, aunque vigila el pasillo por si se acerca alguien. La llamada es atendida por una grabación de voz que, apenas audible sobre el estridente fondo musical, le ofrece varias opciones para que seleccione una tecla en función del tipo de consulta que quiere realizar. Como no sabe bien cuál es su consulta, cuelga sin escuchar todas las opciones, aunque en seguida vuelve a marcar, y decide dar una oportunidad, pues tal vez haya al final de la grabación alguna opción que se ajuste a su demanda. No sucede así, y la voz le recomienda mantenerse a la espera en caso de que ninguna de las cuestiones ofertadas satisfaga su interés. Tras dos minutos escuchando un bucle musical, por fin una mujer atiende la llamada. Buenos días, saluda Carlos, quiero hablar con alguien que se ocupe de los menores delincuentes. La telefonista le pide que concrete más su petición, y Carlos piensa durante unos segundos una fórmula breve que resuma su caso, pues no está dispuesto a contar su historia de principio a fin, ya que sabe que esa telefonista no es la persona indicada para escucharle, pero además no quiere relatar su situación por teléfono salvo que sea imprescindible, para no ser escuchado por algún compañero de trabajo. Quiero interesarme por un chico que está internado en un centro de menores, propone Carlos, y su interlocutora, con tono cansino, anuncia que va a pasar su llamada a la subdirección responsable de los centros de menores. El intento de conexión termina en un tono de línea ocupada, y como la telefonista no recupera la llamada ni le ha dado otra alternativa, Carlos se ve obligado a rehacer todo el trayecto desde el principio. Tras escuchar la grabación ya conocida, mantenerse a la espera, y aguantar los dos minutos de bucle musical, esta vez es una voz distinta la que atiende su llamada. Carlos pide hablar directamente con la subdirección en cuestión, y solicita a la telefonista que, para el caso de que se corte la comunicación de nuevo, le facilite el número directo, de forma que pueda llamar pasados unos minutos. Anota el número que la voz femenina le da, y de nuevo choca contra el tono de línea ocupada.

Durante una hora lo sigue intentando, con intervalos de varios minutos, pero cuando no comunica tampoco lo cogen. Mientras, va imaginando cómo puede ser la posible conversación con el funcionario al otro lado del teléfono. Buenos días, saludará Carlos, quiero interesarme por un menor que está internado en un centro. Es usted familia, le preguntará el que atienda la llamada. No, negará Carlos, más bien soy víctima. Víctima, repetirá en tono interrogativo su interlocutor. Sí, víctima, insistirá Carlos, me ha agredido, y extorsiona a mi hijo. En ese caso tiene que dirigirse a la policía, propondrá el otro. Ya lo hice, responderá Carlos, puse una denuncia y estoy a la espera. Bien, y concretamente qué es lo que desea, preguntará el funcionario. Quiero informar de lo sucedido, anunciará Carlos, por si pueden adoptar algún tipo de medidas para evitar que haya nuevas agresiones. Pero usted dice que el menor está ya internado en un centro, dirá la voz. Así es, concederá Carlos, pero entra y sale del centro, creo que sale por las mañanas para ir a clase, yo mismo he visto como entra y sale cuando quiere. Lo habitual es que se garantice la escolarización del menor, informará el funcionario, que le explicará lo que Carlos ya sabe, lo que ha leído en sus búsquedas por Internet esta misma mañana: que sólo en casos muy graves se aplica el régimen cerrado, y tiene que haber alguna condena, o realizarse de forma preventiva siempre que lo ordene la autoridad judicial. Y qué se considera un caso grave, preguntará aún Carlos. Nosotros no somos la autoridad judicial, responderá con fastidio el interpelado, pero si usted ya ha puesto denuncia el procedimiento está en marcha, la fiscalía de menores actuará y propondrá las medidas que considere oportunas, atendiendo siempre a la protección de los derechos del menor, claro. Y mi hijo no tiene derechos que proteger, preguntará Carlos, consciente del tono demagógico de su pregunta, a sabiendas de que irritará al funcionario, que le insistirá en lo que él ya sabe: claro que sí, su hijo tiene derechos, pero piense que los casos con menores son muy complejos, hay que tener en cuenta muchos factores, y a partir de ahí Carlos rellena la conversación imaginaria con todo lo obtenido en su pesquisa en Internet, tras media mañana leyendo noticias viejas y recursos informativos de la administración, de manera que se convence de la dificultad de que en esa subdirección puedan darle alguna solución. Tal certeza, unido al paso cada vez más frecuente de trabajadores cerca de su mesa, algunos directamente para conversar con él o solicitarle algo, le disuaden de seguir insistiendo por vía telefónica.

Mientras conduce de camino al instituto para recoger a Pablo, al que desde el frustrado ataque de días atrás ya no acompaña en la distancia sino que vuelve a llevar y traer en coche, Carlos piensa en la posibilidad de acudir directamente al centro de menores, intentar hablar con el director o con los educadores, trabajadores que, por estar acostumbrados a tratar con este tipo de chicos, y por conocer bien al menor en cuestión, tal vez sientan empatía con Carlos, no vean tan extraño que un adulto pida ayuda por el acoso de un niño, y se solidaricen con él. Pero más allá de unas palabras de compresión tampoco cree que pueda encontrar mucho más, no tienen capacidad para actuar, al menos no en el sentido que él querría, y vuelve a recordar los argumentos leídos en Internet sobre las actuaciones y medidas en casos de menores. Además, piensa, si acude a ese centro, si llama a la puerta, pasea por sus pasillos, entra en el despacho del director y habla con los educadores, se expondrá a la vista del niño y de sus colegas, a sus posteriores represalias, como cuando habló con el director del instituto semanas atrás. Incluso en el remoto caso de que obtuviese del responsable del centro algún tipo de medida, un encierro preventivo del niño, una mayor vigilancia sobre él, bastaría con que éste encargase las represalias a cualquier compañero del centro, alguno con régimen abierto, que por amistad o por alguna deuda pendiente acceda a dar una paliza a ese chivato que acaba de salir del despacho del director, y cuya dirección, matrícula de coche, instituto del hijo y horarios de la mujer, podrá facilitar al matón. Desde la autopista, mientras conduce, ve el centro de menores, próximo a una de las salidas, y sabe que nunca será capaz de llamar a esa puerta.