Al salir del portal aún no ha amanecido, días cortos de noviembre. No le sorprende encontrar de nuevo a la pareja. Apoyados en un coche a pocos metros, él le pasa el brazo por los hombros a ella y la aprieta contra su cuerpo, ambos encogidos. Piensa si habrán pasado la noche allí, no lo cree probable, aunque tal vez el coche sea de ellos y hayan dormido en su interior. Sara comienza a andar a paso rápido, con su rumbo habitual en dirección a la estación de metro, y ellos quieren seguirla pero caminan más despacio, acaso entumecidos por la helada. Al girar la primera esquina vuelve un instante la cabeza para comprobar que los está dejando atrás, pero al llegar al paso elevado sobre la autopista el muchacho se suelta de la chica y echa a correr hasta alcanzarla. La toma del brazo en mitad del puente peatonal que cruza en altura la carretera, densa de vehículos a esa hora temprana. Sara quiere soltarse y alejarse, pero él la traba con fuerza del codo, clavándole los dedos, mientras inicia su súplica, ahora con tono más decidido: espere, señora, no puede hacernos esto. Ella se gira, se suelta de su agarre separándole los dedos con la otra mano, se aparta instintivamente de la barandilla, le pide que por favor la deje en paz, y amenaza con voz firme: no pensaba denunciarla, y no lo haré, pero no me obliguen a hacerlo. Mientras, Naima ha llegado hasta ellos, y comienza su llanto monótono. Sara evalúa la situación mirando a ambos extremos del puente, desiertos, y el atasco de coches bajo sus pies. Mete la mano en el bolso y saca la cartera. Le pagaré lo que queda de mes, propone, pero no quiero volver a verla, que se busque otra casa. El muchacho aprieta otra vez a la joven contra su cuerpo, y habla con suavidad, apenas audible sobre los motores y bocinas: no queremos su dinero, señora, sólo trabajar, ella necesita esos trabajos, todas esas casas. Pues que busque en otro sitio, le interrumpe Sara, adelantando varios billetes. Ella no es una ladrona, es buena, trabaja mucho, insiste él, monótono. Si vuelvo a veros la denuncio por robo, advierte Sara, que ahora encuentra inofensiva a la pareja. El joven duda unos segundos pero finalmente coge el dinero ofrecido. Sara reanuda su caminar, y ellos quedan detenidos sobre el puente.
La inquietud le dura toda la jornada laboral. Cuando le pasan una llamada, espera escuchar en el teléfono la voz llorosa de Naima, y cada vez que alguien abre la puerta de su despacho teme que sean ellos. Olvida una cita de trabajo, se despista en una reunión, pierde el hilo en las conversaciones, y a mediodía prefiere no salir a comer, pide que le suban algo de la cafetería, así adelantará trabajo. Por la tarde llama a casa pero no hay nadie. Lo intenta un par de veces más y acaba telefoneando a Carlos al móvil, sin tener respuesta. Por fin su marido le devuelve la llamada y se excusa, tenía el teléfono sin sonido, acaban de llegar de la piscina, Pablo está bien, él se ocupará de la cena.
Sale una hora más tarde de lo habitual y pide un taxi. Al llegar a su calle le pide al taxista que espere hasta verla entrar en el portal, petición aceptada por el conductor, que critica la inseguridad creciente del barrio, así lo dice, reproduciendo alguna expresión oída en la radio, inseguridad creciente. Al salir del ascensor en su planta, antes de que pueda meter la llave en la cerradura, se abre la puerta contigua y asoma una vecina, que debía de estar atenta al mínimo ruido en la escalera. Buenas noches, Sara, quería preguntarte por esa muchacha, Naima, no vino ayer ni hoy, y tampoco ha llamado. Sara piensa varias respuestas posibles y elige una, la más rápida, la que le permita entrar antes en su hogar: no sé nada de ella, tampoco ha venido a casa, tal vez esté enferma, o a lo mejor se ha tenido que volver a su país, no lo sé. Ya veo, responde la vecina, y tras unos segundos de observar en silencio a Sara, arranca, en voz baja: mira, entiendo que te dé apuro hablar de estas cosas, pero en realidad ya lo sé todo, tu marido me lo contó hace un rato, no te culpo por no decirme nada, está bien así, supongo que ha sido un trago para vosotros, tener que decírselo a ella, a su cara, yo no he echado cosas en falta pero tampoco tengo mucho de valor, aunque estoy segura de que me ha quitado dinero, no sé nunca lo que llevo en la cartera, soy muy despistada, y seguro que se ha aprovechado y me ha sacado lo que ha querido, qué sinvergüenza, no se puede una ya fiar de nadie, les das confianza y mira lo que recibes, luego dicen que si el racismo, y la vecina continúa enlazando tópicos y frases hechas aprendidas en televisión, hasta que ante la falta de réplica se despide y deja que Sara entre en casa.