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Cuando sale de la comisaría piensa que ya no hay retorno, que ha cruzado una línea a partir de la cual las opciones son mucho más limitadas. Si hasta ahora creía que aún cabía una solución, fortuita o intencionada, que pusiese fin a la situación y convirtiese el temor presente en un mal recuerdo para el futuro, ahora sabe que no, que en adelante tendrá que vivir con esa amenaza, pues aunque nunca se haga efectiva, incluso aunque nunca vuelva a ver a ese niño, siempre lo esperará: no servirán alejamientos, encierros, cambios de domicilio; pasarán los años pero no decaerá la posibilidad de un nuevo encuentro, como una venganza prometida y largamente aplazada pero no por ello desactivada. Incluso aunque no esté ya el niño, incluso aunque lo encerrasen de por vida o muriese, siempre habrá un hermano, un amigo, un cómplice que asuma la ejecución de la venganza, pues ese tipo de castigos se ceden, se encargan, se heredan, y los peligros, improbables pero verosímiles, que hasta ahora temía, toman un nuevo aspecto: el ladrón que en la noche fuerza la cerradura y sorprende tu sueño, el atracador que aprovecha la solitaria madrugada para asaltarte en el portal, el grupo de adolescentes ebrios que se sientan sobre el capó de tu coche y te pisan la cabeza cuando les pides por favor que se levanten, seguirán estando ahí como posibilidad, pero además puede que ya no sean casuales, sino una forma de encubrir lo que en realidad es un plan, un acto premeditado, una cuenta pendiente, y recuerda esa expresión habitual, ajuste de cuentas, tantas veces ha leído una noticia sobre una paliza salvaje, un asesinato, un incendio en un domicilio, un secuestro, de los que se decía que eran fruto de un ajuste de cuentas, y piensa si en adelante él no tiene también cuentas pendientes de ajustar.

Además, ni siquiera espera que lo encierren; ya se lo ha advertido el funcionario que ha tomado nota de su denuncia: es un menor, un niño, por su edad corresponde más a los servicios sociales que a la policía, el caso irá directamente a la fiscalía de menores y desde ahí se darán los pasos de costumbre, se investigará su situación, se localizará a su familia si la tiene, intervendrán los técnicos y decidirán las medidas a adoptar, lo más probable es que la tutela pase a los servicios sociales y el niño ingrese en un centro de menores, pero no vaya usted a pensar que eso es una cárcel, con esa edad y ese comportamiento, sin que haya una figura delictiva clara, lo más probable es que esté en régimen abierto, que lo controlen pero no lo encierren. Incluso aunque lo encerrasen, le ha advertido el policía, no sabe usted la facilidad con que se escapan esos muchachos, entran y salen de los centros, empiezan un camino de ida y vuelta que ya nunca terminará, su vida será un continuo atravesar puertas con barrotes, pasarán temporadas en régimen cerrado, se pelearán con sus cuidadores y con sus compañeros, serán sancionados, castigados, aislados, se fugarán y regresarán en un coche policial, hasta que tengan edad suficiente para que la próxima infracción no les lleve al centro de menores sino a la cárcel, de la que igualmente entrarán y saldrán, habituales de comisarías y juzgados, encarcelamientos preventivos, cumplimientos de pena, grados diversos, y la previsible reincidencia. Una vez que empiezan este camino, ha insistido el policía, pocos son recuperados, abandonan los estudios, descubren el lado fácil de la vida en la calle, pues a esa edad todavía la calle es fácil, sólo muestra el perfil bueno, el escaso esfuerzo que cuesta obtener dinero, lo efectivo de su poder, y cuando empiecen a descubrir el lado menos bueno, el lado terrible, ya será tarde, ya habrán entrado en ese juego y no podrán salir, ni siquiera querrán salir, no conocen otra cosa ni la conocerán, porque las temporadas en centros de menores y cárceles restringirán su círculo social, sus únicas amistades serán delincuentes, sus únicos modelos. No se culpe, le ha aconsejado el funcionario, no se sienta culpable por haber puesto la denuncia, no es usted el responsable de haber iniciado ese camino para ese niño, si no hubiera sido usted habría sido cualquier otro el que tarde o temprano vendría a comisaría, tal vez tenga ya denuncias anteriores. Piense que hasta puede haberle hecho un favor, pues si cabe alguna posibilidad de recuperación, ésta se encuentra también dentro de ese mismo sistema, aunque le parezca paradójico es el mismo sistema que les condena el que puede rescatarlos, hay algunos, los menos, que gracias a esa primera denuncia, gracias a esa primera intervención de los servicios sociales, se salvan, salen de una familia que es en sí una condena, se encuentran acaso con un profesional que les da una oportunidad, que les aparta de la calle. Son pocos, es cierto, ha dicho el policía, pero están ahí, y aunque usted piense que se lo digo para tranquilizarle, no descarte que ese mismo niño que usted ve ahora como una amenaza para toda la vida, dentro de unos años le repare el coche en un taller y aproveche para agradecerle su actuación, agradecerle que le denunciase, que iniciase este proceso que, insisto, puede ser su salvación o su condena definitiva, y ni usted ni yo podemos controlar que el proceso tome un camino u otro, en realidad es un solo sendero que en un momento, imperceptiblemente, se divide hacia un lado y hacia el opuesto, pero al principio la bifurcación es leve, parecen dos vías paralelas, pero se van separando progresivamente hasta que ya no hay posibilidad de saltar de una a otra, y menos aún de volver hacia atrás y encontrar el desvío para cambiar de ruta, ya sólo queda seguir hacia delante, si te tocó salvarte, te salvarás, si te tocó perder, perderás, ha concluido el locuaz policía tras acompañarle hasta la escalera.

Desde que sale de la comisaría teme un nuevo encuentro que ya no sea como los anteriores, que ya no se resuelva con una entrega de dinero o un puñetazo en el pómulo, aunque tampoco consigue imaginar qué tipo de venganza puede operar un niño. Sube al coche y mira bien los asientos traseros para asegurarse de que está solo. Cierra el seguro automático y arranca el motor, se mira en el retrovisor el esparadrapo en la barbilla, y echa a andar. Son las doce y media, demasiado temprano para ir a recoger a Pablo, tarde para ir a trabajar, pero tampoco quiere ir a casa, como si esperase encontrar al niño en el portal, en la escalera o incluso ya en el salón, sentado en el sofá en espera. Decide conducir, alejarse del barrio, pues hoy no se sentiría seguro en ningún sitio, ni en casa ni en un parque ni en el centro comercial, ni por supuesto aparcado frente al instituto, ni siquiera frente a la comisaría. Busca la salida a la autopista de circunvalación y conduce durante más de una hora, completa dos veces el anillo de asfalto que da una vuelta exterior a la ciudad. Conducir no le relaja ni le permite pensar en nada, pero al menos es una forma de movimiento, como si en adelante no pudiese ya estar quieto, como si el reposo fuese una forma de exposición, e inaugurase una forma de vida que se parece a la huida. En el último tramo de la autopista, ya de regreso al barrio, queda parado unos minutos en un atasco, y al detenerse consigue el efecto contrario: si pensaba que el movimiento le protegía y el reposo le hacía vulnerable, es sin embargo al parar cuando siente una extraña tranquilidad, y hasta puede pensar sin urgencias, ve de repente el futuro, el más inmediato, sin tanto dramatismo. Es sólo un niño, se repite como un conjuro que hasta ahora no le ha servido, es sólo un niño y lo más probable es que se le olvide lo sucedido, que yo no sea más que un incidente menor en su trayectoria, que su atención esté repartida con otras víctimas, que yo no merezca el esfuerzo ni los riesgos, o que se conforme con una represalia menor, suficiente para restaurar su dominio, su orgullo, pero no tan drástica como ahora la imagino, tal vez le baste un buen susto, algo efectista, unos puñetazos, un acto de humillación frente a sus compañeros, o quemarme el coche, piensa, y hasta estaría dispuesto a ofrecerse sin mucha resistencia a un acto así, dejarse golpear, mirar para otro lado mientras rocía de gasolina su coche, o entregar una última y desproporcionada cantidad de dinero, estaría dispuesto a ser humillado delante de los amigotes si con ello se pone fin al enfrentamiento, si así se ajustan de una vez las cuentas pendientes, si el saldo queda a cero y puede cada uno continuar su camino en el punto en que quedaron hace meses, antes del primer encuentro que hizo necesarios los siguientes hasta hoy.

El atasco le retrasa más de lo previsto y cuando llega al instituto ya han salido todos, apenas quedan unos pocos estudiantes junto a la verja, ninguno de ellos Pablo. Aparca y entra en el edificio, pero no localiza a su hijo, ni en los pasillos, ni en el aula ni en la cafetería. Al salir echa un vistazo al parque, a los alrededores del centro educativo, observa los grupos de adolescentes pero no encuentra a Pablo. Sube al coche y hasta que no avanza unos metros no recuerda la precaución de mirar a los asientos traseros, comprobación que hace con alivio, y hasta se ríe de su propio miedo, que ahora cree desproporcionado, y como tal, piensa, irá desinflándose con el paso de los días, confía en ello, lo desea. Recorre con el coche el camino que Pablo seguiría si fuese andando, adelanta a estudiantes que regresan a sus casas, y por fin cree reconocer a su hijo, unos metros más adelante, a punto de cruzar la autopista por el paso elevado. Tiene un primer impulso de tocar la bocina y acelerar, pero no lo hace. A cambio, frena y mira a su hijo caminar, con paso que se diría tranquilo, no es el andar de quien huye, ni de quien teme y no quiere perder un minuto. Avanza con el coche hasta alcanzar el otro lado de la autopista, y se detiene en un punto desde el que puede, de nuevo, ver a su hijo sin ser visto. Lo ve llegar al pequeño parque ya frente a su casa, cómo elige la acera que lo rodea en vez de atravesarlo por el centro, camino éste más corto pero más expuesto, piensa Carlos, intuyendo la lógica de su hijo, que debe de estar recuperando poco a poco la confianza, y para el que tal vez este paseo obligado de hoy haya sido un paso importante, que no habría dado si se lo hubieran pedido pero que hoy, al encontrarse solo a la salida, ha decidido emprender por su cuenta.

Cuando Carlos llega a casa ya está Pablo en su habitación, y ninguno de los dos comenta lo sucedido, la incomparecencia del padre, el regreso a pie y solo del hijo por primera vez en meses. Mientras comen, le pregunta por las clases, qué han hecho hoy, y el niño cuenta su rutina como cualquier día, y en ningún momento le pregunta por su ausencia a la salida del instituto. Mejor así, piensa Carlos, y ambos comen viendo las noticias en el televisor, sin hablar pero no porque elijan el silencio, cómodos en la normalidad de repente alcanzada. Y en efecto, al día siguiente Carlos acompaña a Pablo al instituto por la mañana y es el crío el que, al bajar del coche, se despide emplazándole no a la salida sino ya en casa, nos vemos luego en casa, dice con una sonrisa, y de esta manera queda firmado el nuevo acuerdo que restablece la situación anterior al descubrimiento de la extorsión.

Durante toda la mañana Carlos piensa en el gesto de su hijo, y decide que construirá su propia seguridad a partir de esa confianza de Pablo, como si de la misma forma que hasta hoy han edificado juntos su miedo, ahora fuesen a fortalecer juntos su seguridad, y del mismo modo que hasta hoy han temido en silencio, y han sostenido una complicidad que les hermanaba en el engaño a Sara, en adelante eligiesen otro tipo de entendimiento, igualmente callado, pero esta vez para recuperar la tranquilidad perdida. Sin embargo, a última hora de la mañana, cuando se acerca la hora en que habitualmente sale para ir a recoger a Pablo, de repente piensa que tal vez se esté precipitando, que su hijo es un inocente y sobre esa inocencia lo mismo puede alzar un miedo total que una confianza extrema, pero que él no es inocente, él es adulto, sabe que las cosas no se resuelven tan fácilmente, que las amenazas siguen existiendo, y que tendrá que ser él quien dé cobertura a la inocencia de su hijo, quien lo proteja para evitar que su repentina seguridad se vea otra vez, y tal vez de forma irremediable, reventada por un nuevo incidente que, ahora que lo piensa en frío, considera muy probable, diría más, incluso inminente. Así que, como cada día, se despide de sus compañeros y toma el coche en dirección al instituto. Pero esta vez cuando llega no aparca en el sitio habitual, sino que estaciona unos metros más lejos, en la calle lateral, oculto tras unas casetas de obra abandonadas, de forma que puede espiar la salida de su hijo sin ser visto. Mientras espera a que acaben las clases hace un barrido visual de todo el parque, atiende a cada adolescente que hay en las inmediaciones, y cuando por fin suena la sirena que anuncia el fin de las clases, vigila con más cuidado los movimientos de quienes se mezclan en la verja de acceso. Como la salida es lenta y tumultuosa, no consigue ver a Pablo, y lo da por perdido cuando la puerta queda despejada. Arranca el vehículo y avanza en la dirección que ayer siguió su hijo, y en efecto lo localiza sin dificultad, caminando solo por la acera, de nuevo con paso tranquilo. Se mantiene un centenar de metros por detrás, avanzando y deteniéndose para no ser visto, y al mismo tiempo estudia a los adolescentes que se cruzan o se acercan a Pablo, sobre todo cuando alguien de repente echa a correr, como ese muchacho que desde el descampado de la derecha viene corriendo hacia él, y al que no puede ver bien la cara. Mantiene la marcha metida y el pie en el pedal, dispuesto a acelerar en cualquier momento, hasta que el chico pasa corriendo junto a Pablo, que también se ha sobresaltado al oír los pasos que se acercaban, y se aleja sin haber reparado en él. Cuando su hijo cruza la calle para buscar el paso elevado mira a ambos lados y, al hacerlo en dirección a donde está Carlos, éste piensa que ha sido visto, que Pablo puede haber reconocido el coche. Sin embargo no lo parece, no saluda ni se detiene, apenas ha demorado un segundo la mirada y ha seguido su caminar, por lo que ahora Carlos duda de si realmente le ha visto o no. Pablo comienza el ascenso del puente y, al hacer el giro a que obliga la rampa, vuelve a encontrarse de frente al coche que le sigue, y su padre piensa que ahora sí, que esta vez le ha reconocido, pero tampoco ha mostrado sorpresa, de manera que cabe la posibilidad de que en realidad no lo haya visto, que haya paseado sus ojos sobre el vehículo sin verlo, que vaya pensando en sus cosas y no haya atendido a un coche reconocible pero que en verdad no espera; aunque también cabe la posibilidad de que sí lo haya visto, que incluso lo hubiera visto el día anterior, que se sepa vigilado, y que sea ese seguimiento lo que le dé seguridad, lo que explique la tranquilidad con que cruza minutos después el parque, eligiendo esta vez la vereda central, y llega al portal para, antes de meter la llave en la cerradura, girarse un segundo y mirar en dirección hacia donde llega el coche del padre, en un gesto que bien puede tomarse como reconocimiento, o como una cautela normal de quien entra en el portal y se asegura previamente de que no hay nadie a su espalda que pueda entrar con él.

Como quiera que Carlos no está seguro de si su hijo se sabe vigilado, ni quiere preguntárselo para no desbaratar lo conseguido hasta ahora, al día siguiente se repite la misma situación. Lo acompaña por la mañana al instituto, se despiden emplazándose para casa a la hora de comer, y durante toda la mañana duda si es mejor ir o no a la salida, de si debe seguirlo o no, aunque más que de seguimiento sería más exacto hablar de acompañamiento, pues lo que ha hecho en realidad es acompañarlo en la distancia, y puede que así se haya sentido el hijo, acompañado, y por tanto protegido. Carlos piensa que si su hijo en efecto le ha visto y ha disimulado, o ni siquiera ha disimulado sino que ha consentido con su discreción, hoy también le esperará a la salida, mirará hacia atrás al cruzar la calle y esperará encontrar ese coche familiar que le hace sentir seguro y permite que no tema cuando algún estudiante se acerca corriendo hacia él. Piensa que si hoy, al subir la rampa del paso elevado, gira y no ve a su padre en el coche, se sentirá desprotegido, vulnerable, y se vendrá abajo todo lo conseguido. Además, no olvida que la amenaza sigue vigente y que, la tenga o no en cuenta su hijo, él no puede descuidarla, él sabe que en cualquier momento el extorsionador regresará, que suele merodear por el instituto, y que si ve solo a Pablo lo tomará como una invitación a ejecutar su venganza, o al menos una posibilidad de seguir obteniendo aquellas ganancias que meses atrás recibía con facilidad cada día al terminar las clases. De manera que, con independencia de si su hijo sabe o no que le acompaña a lo lejos, Carlos entiende que lo mejor es hacerlo, esperar a la salida del instituto, avanzar despacio un centenar de metros por detrás, sin mucha preocupación por ocultarse pues en realidad se sabe esperado, deseado, e incluso un exceso de ocultación podría ser tomado por el niño como una ausencia cuando al cruzar la calle gire la cabeza y no lo vea de un primer vistazo. De esta forma se inaugura, una vez más, un nuevo pacto callado entre padre e hijo, por el que cada día el niño completa el camino a casa con la confianza de saberse protegido, y si no es así, al menos el padre está más tranquilo al controlar los pasos de su hijo, al comprobar que regresa intacto a casa.