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Cree que en cualquier momento se lo encontrará de nuevo, así que intensifica su vigilancia. Piensa en la fácil comparación con los amenazados que al salir de casa miran a ambos lados de la calle, revisan los bajos del vehículo y nunca se sientan a no ser que tengan una pared a su espalda. Sabe que el mero enunciado de esa comparación ya es una forma de dramatizar, de dar a los hechos una gravedad que dificulta la búsqueda de una solución posible, pero aun así se impone no bajar la guardia. Sale de casa en coche, por el garaje, y siempre espera que al levantarse la puerta automática aparecerá el niño, con ese lento desvelarse tan habitual en el cine, primero se ven los zapatos, media pierna, pierna entera, ahora el tronco y por fin el rostro sonriente del enemigo. Por la calle vigila el retrovisor cuando se detiene en un semáforo, siempre con los seguros de las puertas cerrados, y también en su centro de trabajo cada vez que un compañero abre la puerta de su departamento sin llamar se sobresalta como si pudiera ser él. Sabe que exagera, se lo repite tras cada sobresalto, es sólo un niño, no quiere más que un dinero fácil, no se va a dedicar a darle sustos ni a jugar sádicamente con su temor, pero aun así se inquieta cuando suena el teléfono, y por supuesto cuando llaman al timbre o al portero automático. Para tranquilizarse, prueba a razonar y censurar su propia histeria, se convence de que el niño no le da tanta importancia a él, no piensa tanto en su víctima como ésta en su amenaza, seguramente a veces hasta se olvida de él, no deja de ser uno más, una fuente fácil de ingresos, como tantos ciudadanos asustadizos que prefieren soltar unos billetes antes que complicarse la vida con otro tipo de respuestas.

Cree que en cualquier momento se lo encontrará de nuevo, pero a veces también espera no verlo más, puede haberse producido cualquier desenlace imprevisto, un accidente, algo que tal vez nunca llegue a saber pero que le garantizará la tranquilidad de por vida. Ese niño es carne de calle, se dice, e imagina posibles finales dramáticos para un crío como él: distintas formas de desaparición, todas violentas, un navajazo en una reyerta, una paliza a muerte por alguna cuenta pendiente, un choque a gran velocidad conduciendo un coche robado, un atropello al cruzar la autopista por lugar prohibido, un disparo escapado del arma de un amigo o familiar, incluso un policía brutal que quiere darle un escarmiento, un buen susto, recuerda las palabras de su cuñado. También piensa en una detención, una condena en juicio, un encierro por años en un centro de menores vigilado. Carne de calle, se repite, carne de cárcel, ese tipo de jóvenes que enlazan períodos de reclusión desde la adolescencia hasta que mueren tiroteados en un atraco o son ajusticiados en el patio de la prisión con un punzón despistado de la carpintería. Por eso ahora lee atentamente las páginas de sucesos y de información local del periódico, incluso ve programas televisivos dedicados a la crónica delictiva, esperando alguna noticia sobre un pequeño cadáver hallado en un vertedero, con padres llorosos que juran venganza ante las cámaras. Por supuesto, la exposición diaria a este tipo de periodismo alarmista no es el tratamiento más adecuado para su estado de inquietud.

Pasa así diez días esperando tanto un encuentro como una noticia que ponga fin a la amenaza, y gradualmente relaja la vigilancia hasta el punto de que esta mañana, tras bajarse Pablo del coche junto al instituto, olvida accionar el cierre centralizado. Apenas treinta segundos después de que el asiento del copiloto haya quedado libre, y cuando Pablo todavía no ha cruzado la verja de acceso al recinto, las dos puertas traseras del coche se abren y se vuelven a cerrar sólo dos segundos después, en un movimiento tan rápido y sincronizado que pareciera que en el intervalo de un solo parpadeo ha visto en el retrovisor el asiento trasero vacío, y a continuación ocupado por tres rostros que le son conocidos. Por favor, bajaos del coche, ruega Carlos sin levantar mucho la voz, como si su hijo pudiera escucharle y fuese a girar la cabeza para observar la insólita imagen de esos tres subidos a su coche, y su padre al volante. Si Pablo se girase mientras sube los escalones de entrada vería desde esa distancia, dificultado por el reflejo en las ventanillas, algo parecido a una conversación de Carlos con tres cabezas situadas en la parte trasera del coche, y quizás se detendría y en vez de entrar al instituto volvería sobre sus pasos para comprobar si lo visto era un reflejo engañoso o si, en verdad, hay tres chicos en el coche de su padre. Para evitar tal posibilidad, Carlos insiste en su ruego, bajaos, por favor, pero no atienden su petición, de forma que él recurre a la fórmula habitual: qué quieres, más dinero, pregunta, y añade en tono de disculpa: te esperé el otro día en el portal pero no te presentaste, te doy el dinero ahora y te bajas del coche, dice mientras saca del abrigo la cartera, con gestos torpes, ya que no aparta la vista de la puerta del instituto, donde Pablo se ha detenido y habla con un par de compañeros, no termina de entrar. Pues estírate un poco, que la cosa está muy mala, exige el niño, y sus dos compañeros exageran sus carcajadas. Carlos saca todo lo que lleva, veinticinco euros, pero no es suficiente, el pasajero inesperado protesta: no jodas, eso no es nada, estírate más. Es todo lo que llevo, se excusa el conductor, que a punto está de proponer otra cita para una nueva entrega de dinero, pero se detiene a tiempo e insiste en su petición: no llevo más, os lo doy y os bajáis del coche. El niño coge el dinero y se lo guarda, pero nadie abre las puertas. Venga, bajaos de una vez, pide Carlos, elevando un poco el tono, y esta vez es uno de los acompañantes el que responde: tranqui, tío, sin prisas, eh, y los otros dos celebran la intervención. Pablo sigue hablando con dos compañeros en la puerta del edificio, uno de ellos mira hacia la verja, parece que esperan a otro niño que aún no ha llegado, y en cualquier momento puede ser Pablo el que mire hacia el coche. Alrededor de éste hay otros vehículos, algunos parados, otros que llegan o se marchan, padres que como él traen a sus hijos por la mañana, quién sabe si por vivir lejos o también por miedo. Podría solicitar ayuda, utilizar el claxon para llamar la atención de algún adulto cercano, pero pensarán que es alguien protestando por un vehículo en doble fila que le impide la salida. Quien mirase hacia su vehículo no vería nada extraño, un padre al volante con tres adolescentes detrás, algo habitual a esta hora y en este sitio, y a cambio la bocina alcanzaría a Pablo, que incluso pensaría que su padre le está avisando para decirle algo, y caminaría hacia el coche hasta encontrarse con la sorpresa. También puede salir del vehículo, escapar, pero se arriesga a que se lo lleven esos tres, y una vez más puede ser visto por su hijo, que querrá saber por qué su, padre sale del coche deprisa y con expresión asustada. Así que, como los tres del asiento trasero no se mueven y siguen riendo y hablando entre ellos, Carlos toma la única decisión que considera prudente, o al menos no tan peligrosa como las demás: arranca el motor, pone en marcha el vehículo, mete una marcha y acelera, aunque recorre pocos metros antes de dar un frenazo para no atropellar a una muchacha que cruza la calle con ojos todavía pegados de sueño. En seguida acelera de nuevo y gira en la esquina para alejarse del instituto, mientras los tres pasajeros tardan unos segundos en reaccionar, no aciertan más que a exclamar interjecciones, sorprendidos por su reacción. Dónde nos lleva este tío, dice por fin uno de ellos, y otro responde: qué colado, nos vas a dar un paseo o qué, pero cuando Carlos da otro giro el excompañero de Pablo adivina el itinerario elegido: oye, no nos llevarás a la comisaría, cabrón, interrogante que es recibido por el conductor como una sugerencia a tener en cuenta, pues en efecto las dependencias policiales están al final de la avenida por la que ahora circulan, y sería fácil llegar a la puerta de las mismas, custodiadas por un par de agentes, y tras un frenazo salir del vehículo para reclamar ayuda frente a los tres secuestradores menores de edad que se han colado en su coche. Carlos acelera y este aumento de velocidad, junto al semáforo en rojo que se salta, hace que los del asiento trasero se pongan nerviosos y griten: para, cabrón, para; pero Carlos desoye las órdenes y esquiva de un volantazo un par de vehículos lentos para continuar la marcha sin reducir velocidad. Que te pares, hijo de puta, insisten desde detrás, le dan manotazos en la cabeza y le agarran el brazo derecho, pero aunque sea sólo con una mano se ve capaz de alcanzar el final de la avenida, hasta que ve de refilón algo brillante cerca de su cara, que se convierte en un frío cortante sobre su garganta, y un grito que lo explica todo: para el puto coche o te corto el cuello, cabrón. Esta vez sí obedece la orden, con una frenada a fondo que hace que los pasajeros, todos sin cinturón de seguridad, caigan hacia delante con estrépito. Él mismo avanza el cuerpo unos centímetros hasta que es frenado por el dispositivo de seguridad, lo suficiente para que, en el movimiento de vaivén de su cuerpo y de la mano colocada frente a su cuello, la navaja rasgue accidentalmente su barbilla. La comisaría de policía está a unos doscientos metros, ya visible desde donde han quedado detenidos. Pasan unos segundos en los que sus acompañantes recomponen la postura, uno se duele tras haber golpeado la cara contra el reposa-cabezas del asiento delantero, el más pequeño ha caído sobre la palanca de cambios e intenta incorporarse, sin soltar la navaja, y mientras se recolocan, un coche detenido tras ellos pita repetidamente, pues el semáforo está verde y el conductor no entiende por qué no avanzan. Uno de los pasajeros abre la puerta y por ahí escapan los tres, uno cubriéndose la nariz que parece ensangrentada. Echan a correr hacia una calle cercana, y al doblar la esquina los pierde de vista. Como el coche de detrás pita con más insistencia, y otro vehículo recién llegado se une a la protesta, Carlos acaba por reanudar la marcha, sin cerrar la puerta trasera, que dejaron abierta los desconsiderados viajeros. Avanza unos metros hasta detenerse a la derecha, junto a unos contenedores. Le tiemblan las piernas y las manos, y le duele la quemazón en la barbilla. Se toca y mira sus dedos ensangrentados. Aprieta un pañuelo de papel contra la herida, y cuando consigue tranquilizarse lo justo como para conducir, arranca de nuevo y recorre las tres manzanas que lo separaban de la comisaría.