Hace cálculos durante todo el día, no ha dejado de hacerlos desde la noche anterior, aunque no sabe bien cuál es la fórmula más conveniente. Cambia de opinión varias veces, aumenta y reduce la cantidad a cada momento. Al levantarse, mientras desayunaba, pensó en cincuenta euros, pero de camino al trabajo, en el atasco, lo había rebajado hasta treinta, cantidad que a lo largo de la jornada osciló entre un mínimo de quince y un máximo de cien. Ahora, cuando quedan sólo cinco minutos para la hora acordada, mira por la ventana hacia el parque ya oscuro y vuelve a echar cuentas. Le parece difícil calcular una cifra que por sí misma dé respuesta a necesidades diferentes, incluso opuestas. Asume que ya el mero hecho de dar dinero a ese niño es un error lo suficientemente torpe como para que cualquier cifra, pequeña o grande, sea equivocada, y empeore el error inicial en un sentido o en otro. Sin embargo, y pese a que asume que no debería haber dicho lo que dijo, descarta como solución cualquier cosa que no sea la entrega del dinero. No se le ocurre faltar a la cita, pues teme que el niño, en efecto, consiga colarse en el portal. Puede aprovechar la entrada o salida de algún vecino, o llamar a un piso y presentarse como repartidor, cartero comercial, pues aunque en las reuniones de la comunidad de propietarios se insiste una y otra vez en la importancia de no abrir a desconocidos, y así lo recuerda una fotocopia pegada en el ascensor, todavía hay vecinos, inconscientes o negligentes, que abren la puerta al primero que se presenta como repartidor de algo o que dice no saber en qué piso vive un familiar al que intentará identificar en los buzones si tienen la amabilidad de abrirle la puerta. Teme que, si no está a las seis en punto en el portal, los tres adolescentes, encabezados por el niño, suban y llamen al timbre. Podría no abrirles, claro, aunque tendría que dar alguna explicación a Pablo, que no entendería la actitud de su padre ante los repetidos timbrazos, y que podría acabar descubriendo la verdad si el niño cambiara los timbrazos por manotazos en la puerta y gritos de voz reconocible. A esa hora hay pocos vecinos en el edificio, la mayoría todavía no ha regresado del trabajo, y quizás nadie salga a la escalera alertado por los gritos, e incluso podría llegar Sara, que algunas tardes adelanta su regreso sin avisar. Pero sobre todo, con esa salida no conseguiría más que aplazar el problema, pues si hoy no le abre la puerta, volverá otro día, o le asaltará en cualquier momento, conoce bien sus movimientos, en el portal, en el garaje, en el hipermercado, en el instituto, quién sabe si no podría localizar hasta su lugar de trabajo. Tampoco considera la opción de telefonear a la policía. Imagina el posible diálogo y se le antoja poco convincente: buenas tardes, señor agente, llamo porque hay un niño en el portal que espera a que baje para darle dinero como le prometí ayer. No piensa que pueda denunciarlo, y en caso de que hubiera algo delictivo en su comportamiento, no cree que fuesen a enviar un coche patrulla hasta su portal, sabe que en el barrio la policía no puede atender todas las emergencias por falta de efectivos, las asociaciones vecinales lo denuncian una y otra vez con recogidas de firmas y concentraciones ante las oficinas municipales, así que lo más probable es que los agentes que a esa hora estén de servicio tengan cosas más importantes que hacer, amenazas más graves que atender que un niño que extorsiona a un adulto. Así que, asumido como tiene que acabará bajando al portal, su preocupación es ahora acertar con la cantidad más adecuada. Piensa que si le da poco dinero, lo dejará insatisfecho, incluso lo enfurecerá: me has hecho venir sólo para darme esto, y seguramente insistirá en exigir más, en que suba a su casa a por más dinero, incluso se ofrecerá a acompañarlo, al piso o al cajero automático más cercano si es que se excusa por no tener más efectivo encima. Por el contrario, aunque lo ha considerado a lo largo de la mañana, no cree ya que una cantidad elevada sirva para comprar su tranquilidad. Sabe que no lo ha conseguido hasta ahora, y que cuanto más le dé, más le pedirá. Asume que a estas alturas ya es tarde para mostrarse firme, su cuñado tiene razón, se ha equivocado desde el principio, cada paso que ha dado por miedo, y sobre todo cada paso que ha descartado por miedo, le han conducido hasta aquí. Por un momento considera la posibilidad de llamar a su cuñado, para pedirle ayuda o al menos consejo, pero la forma en que le respondió el otro día le disuade, no se fía de él, y cree que su auxilio tendría consecuencias por mucho tiempo, sobre él y sobre sus relaciones familiares, y ya se lo imagina contando en las próximas comidas y celebraciones, como un chiste, el día en que el cagón de Carlos le llamó pidiéndole ayuda porque un niño le esperaba en el portal, un niño, repetiría entre carcajadas.
Queda un minuto para las seis, así que por fin toma la cartera, la abre y saca veinte euros. Una cantidad que no cree tan escasa, no para un niño, sumada además a los diez que ya le dio ayer, y tampoco es una pérdida importante para él. Desecha un billete de veinte y coge mejor dos de diez, por la presunción de que dos billetes consiguen mejor efecto que uno, aunque tengan el mismo valor. Los dobla y mete en el bolsillo, coge el abrigo y abre la puerta. Voy a comprar una cosa a la farmacia, subo en seguida, anuncia a Pablo, que lleva toda la tarde en su habitación, pues hoy no quiso montar en bicicleta, sus heridas no lo aconsejan, aunque tampoco habría querido sin ellas, bastante les ha costado convencerlo para ir esta mañana a clase. En el ascensor, a lo largo del trayecto de seis pisos, piensa en cuál es la mejor forma de entregar el dinero. No puede hacerlo en el mismo portal, a la vista de cualquier vecino que llegue o de un paseante en las inmediaciones, siempre es sospechoso ver a un adulto entregar dinero a un menor, quién sabe a qué tipo de conclusiones podría llegar quien lo viese, algún tipo de tráfico ilícito, o incluso un pago por relaciones sexuales perseguibles a poco que alguien levante el teléfono y llame a la policía, que si bien no atendería una extorsión infantil, sí que acudiría veloz a detener al pederasta del sexto piso, aunque lo tengan que sacar esposado delante de su mujer y su hijo. Por el mismo motivo tampoco cree conveniente echar a andar con el niño, ese tipo de paseos que en las películas dan los que se citan clandestinamente en un lugar público y tienen que intercambiar alguna mercancía, caminan disimuladamente, hablando del tiempo o de cualquier cosa, y en un gesto desapercibido uno coloca el sobre de dinero o el microfilm en el bolsillo del abrigo del otro, o se lo desliza en la mano al despedirse. Tan sospechoso como salir del portal y entregar dinero a un niño sería caminar con él por el parque oscuro, a la vista además de cualquiera que mire por la ventana en ese momento, incluido Pablo. De manera que no le parece fácil entregar el dinero, tal vez debía haber acordado algún punto donde depositar el dinero para su recogida posterior, una papelera, un banco del parque, el buzón de propaganda situado en el propio portal.
Cuando sale al exterior no hay nadie, ni el niño ni sus compañeros. Mira su reloj: las seis y un minuto, no puede haber sido tan puntual ni haber esperado tan poco como para haberse marchado ya o haber subido a su piso en un ascensor mientras él bajaba en el otro. Lo más probable es que no haya llegado aún, piensa, y da unos pasos por la acera, sin alejarse demasiado, ese ir y venir de centinela propio del que espera. Mira hacia el parque y ve, en uno de los bancos más próximos, a tres jóvenes apoyados en el respaldo. A esa distancia, y con la escasa luz, no los reconoce bien. Podrían ser ellos, y esperan que él se acerque hasta allí, pero podrían ser otros, por ejemplo los que ayer tenían la bicicleta y que él confundió inicialmente. Decide esperar junto al portal, aunque en sus pequeños paseos por la acera no pierde de vista ese banco del parque, como si esperase una señal, una mano que se levanta y mueve los dedos indicándole que se acerque. Alarga cada vez más su pasear, hasta alcanzar la esquina, de forma que puede asomarse, por si lo ve llegar a lo lejos. En sus idas y venidas se cruza con varios vecinos que entran o salen, y le saludan educadamente. A las seis y veinte los tres jóvenes del banco se incorporan, hablan entre ellos y parecen despedirse, uno echa a andar hacia un lado y los otros dos hacia el lado opuesto, sin mostrar ningún interés hacia el portal ni hacia Carlos. Él se acerca de nuevo a la esquina, y mira en vano a lo lejos. Espera un par de minutos ahí, observando alternativamente los dos laterales del edificio que domina desde ese punto, hasta que por fin decide volver a casa.
Sube por la escalera, saltando de dos en dos los escalones, por temor a que, si usase el ascensor, tardaría más y mientras podría llegar el niño, llamar al telefonillo y que fuese su hijo el que respondiese, hola, Pablito, te acuerdas de mí, dile a tu padre que baje con el dinero. Cuando entra en casa, Pablo está sentado en el sofá, y acaba de colgar el teléfono. Quién era, quién ha llamado, grita Carlos desde la puerta. El chico se sobresalta por la entrada impetuosa y por el tono agresivo en que le ha hablado. Era un amigo de clase, dice por fin, con voz nerviosa, aún impresionado por el grito paterno, que parece indicar un enfado cuyas causas ignora. Un amigo, pregunta Carlos, qué amigo. Uno que no conoces, responde Pablo, en actitud defensiva. Cómo se llama, insiste Carlos, suavizando ya sus palabras, recobrado el aliento tras el esfuerzo de subir seis pisos corriendo. No lo conoces, repite el chico. Vale, pero cómo se llama. Alberto, responde tras dudar unos segundos, todavía sorprendido por la actitud de su padre. Alberto, repite Carlos, que parece dar por buena la respuesta, aunque tras colgar el abrigo en el perchero se acerca, se sienta junto a él, y le dice: dime la verdad, era ese Alberto el que te llamaba o era otra persona. Que sí, papá, era Alberto, afirma el crío, cada vez más extrañado. Alberto, vuelve a repetir el padre, que tras unos segundos parece no darse por vencido: y qué quería ese Alberto. El hijo le mira con estupor, y después vuelve los ojos hacia la puerta, como si esperase el auxilio de su madre ante un trastorno repentino de su padre. Por fin dice: quería preguntarme unas dudas para el examen de mañana, sólo eso. De acuerdo, dice por fin Carlos, consciente de que está asustando a su hijo. Muy bien entonces, dice al levantarse, si tienes un examen sigue estudiando, y marcha a la cocina.