Apoya la bicicleta en el portal y se lleva la mano al bolsillo buscando la llave. La cerradura siempre se atasca y hay que encontrar el punto exacto, sin introducirla hasta el fondo, moviéndola ligeramente hacia derecha e izquierda, hasta que gire sin resistencia. Tiene los dedos fríos, le cuesta más maniobrar, y mientras forcejea con la cerradura ve en el reflejo del cristal que alguien se ha situado junto a él, a su espalda, tal vez un vecino que espera entrar y que observa su torpeza para abrir la puerta. Gira la cabeza hacia el recién llegado y descubre que no es un habitante del edificio, aunque sí es un rostro conocido. El niño ha agarrado la bicicleta que Carlos había dejado apoyada en la pared, la sujeta por el manillar y la observa. A pocos metros, apoyados en un coche, están sus dos colegas habituales. Menuda hostia se ha dado, dice el niño, y ahora pone derecha la bicicleta y se sienta sobre el sillín, con un pie sobre un pedal, como quien va a iniciar el pedaleo. Carlos, que sigue sujetando la llave dentro de la cerradura, no sabe qué decir, tenía preparadas posibles respuestas para la otra situación, la del banco en el parque, pero ésta le sorprende sin previsión alguna, y en un momento que estima muy comprometedor: en el portal de su casa, con la llave visible y su hijo en el piso, esperando que cuando se abra la puerta sea su padre el que entre empujando la bicicleta, y no estos tres menores cuya presencia una hora antes le hizo caer. Está chula la bici, dice el niño, y sonríe en dirección a sus compinches. Dámela, dice Carlos, que suelta la llave, la deja colgada de la cerradura con el resto del manojo, y se gira hacia el usurpador. Anda, déjamela un ratito, para dar una vuelta por el parque, dice, y mira a sus compañeros, que aprueban el comentario con una risotada. No, no te la dejo, tengo prisa, dice a media voz Carlos, que intenta pensar con rapidez en las posibles salidas. Por la hora que es, las siete de la tarde, es probable que en cualquier momento llegue algún vecino al portal, de vuelta del trabajo, y eso facilitaría la resolución del conflicto, Carlos se sentiría acompañado, incluso protegido, y podría exigir la bicicleta, o abandonarla y a cambio entrar en el portal tras el vecino, hacer como que no es suya, sino de ese niño, y al llegar a casa le contaría a Pablo que no pudo encontrarla, que se la ha debido llevar alguien, ya compraremos otra. Sin embargo, por la hora que es también cabe la posibilidad de que sea Sara la que llegue, pues debe de estar ya en camino, incluso tal vez cruce el parque en dirección al edificio en ese mismo momento, lo que provocaría un encuentro que considera indeseable.
Qué quieres, pregunta por fin, con intención de resolver cuanto antes la situación, pues cree inminente la llegada de su mujer, de hecho mira hacia el parque esperando divisar su figura a lo lejos, caminando a paso ligero por la vereda lateral, aunque las pocas farolas en funcionamiento le impiden distinguir desde aquí si quien ahora se aproxima caminando es Sara u otra persona. El niño tarda unos segundos en responder, no contaba con esa pregunta, no tiene respuesta preparada, tal vez en efecto no sabe qué quiere, aunque por fin resuelve el interrogante con una sola palabra, exacta: dinero. Ya te dije que no te iba a dar más dinero, advierte Carlos, sin perder de vista a la mujer que se acerca con paso rápido y que pronto saldrá de la penumbra del parque. Esto no se arregla con un par de bofetadas, piensa Carlos, recordando las palabras de su cuñado. El niño no dice más, sigue sentado sobre el sillín, como si no hubiera escuchado la negativa de Carlos, como si la supiese inconsistente, y así es, pues sin perder de vista a la mujer que, a esa distancia, sí parece Sara, pues camina como ella y lleva un abrigo largo similar al de ella, Carlos se lleva la mano al bolsillo y toma el billete que por precaución cogió antes de salir de casa, lo saca y se lo ofrece. No llevo más, toma y lárgate. Sólo diez euros, pregunta el niño, decepcionado. No llevo más, ya te lo he dicho, insiste Carlos, que ahora confirma la identidad de la paseante: es Sara, y en menos de dos minutos estará junto a ellos, desde donde llega tal vez le ha visto, aunque los coches aparcados le impiden ver a los tres muchachos. Y en tu casa no tienes más dinero, pregunta, señalando con un dedo hacia arriba, hacia la ventana donde quizás esté asomado el magullado Pablo, que podría presenciar la escena con sólo abrir la ventana, incluso podría escuchar la conversación si descolgase el auricular del portero automático, quién sabe si no estará en efecto escuchando, las voces reconocibles, la de su padre y la del excompañero de instituto. No, no tengo nada, responde Carlos, que urgido por la inminente llegada de su mujer piensa en una posible explicación para que ella entienda la insólita escena que está a punto de presenciar, hasta que cree encontrar una salida rápida: si quieres más, ven mañana a las seis y te daré algo más. El niño mira con estupor a sus colegas, que también parecen sorprendidos con la propuesta. Vale, de puta madre, pero como no estés, subo a tu casa a buscarte, dice por fin, y se levanta de la bicicleta para que Carlos la pueda recuperar y ahora sí, con un providencial movimiento logra abrir y entra, chocando el pequeño vehículo contra la puerta metálica. Llega hasta el ascensor y sólo entonces se gira para comprobar que Sara está frente a la puerta, buscando la llave en el bolso, así que decide esperarla para contarle la caída de Pablo antes de que llegue arriba y se encuentre con su hijo lleno de rasguños.