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El país del miedo y el país de la alegría. Supo de la existencia de ese test infantil a partir de un comentario de Jean Delumeau en su libro El miedo en occidente. Se trata de una prueba utilizada por los psicólogos para facilitar la expresión de los sentimientos en los niños, en casos de experiencias traumáticas que han dejado secuelas, o en menores con algún tipo de trastorno grave. El especialista propone a los niños que imaginen cómo serían para ellos el país del miedo y el país de la alegría. Puede presentarles imágenes sencillas y frases breves para que se identifiquen con ellas, pero también puede pedirles que dibujen ellos mismos ambos lugares. Un mundo imaginario llamado «el país del miedo», y otro mundo fantástico llamado «el país de la alegría». El primero estará habitado por todo aquello que les causa temor. El segundo, obviamente, por todo aquello que aman. Parece una forma sencilla de exteriorizar aquellos miedos reprimidos, o inexpresables, y medir el grado de angustia de los pequeños, así como dar nombre a sus deseos. Es de suponer que los niños dibujarán el país del miedo en tonos oscuros, tenebrosos, sucios, sangrientos, y poblado por toda la iconografía habitual a esas edades, tomada de los cuentos infantiles y de otras representaciones más contemporáneas: brujas, demonios, monstruos terribles, animales salvajes, fantasmas, jaulas, y algunos elementos particulares que ayuden a identificar sus miedos íntimos: a ser abandonado, a ser agredidos, a ser rechazados, al dolor, la muerte, la enfermedad, la soledad.

Carlos cree que es un ejercicio eficaz a cualquier edad. Piensa que todos deberíamos hacerlo alguna vez. Al modo de una redacción escolar, en varios folios o de palabra, exponer cómo sería para nosotros un lugar llamado «el país del miedo». Describirlo con el máximo detalle. Cómo serían las calles, los edificios, los cielos. Quiénes serían sus habitantes, quiénes sus gobernantes. Qué tipo de reglas operarían, cuáles serían las costumbres, las leyes, las rutinas. Obligarse a imaginar un sitio terrorífico, digno de llamarse el país del miedo. No vale una versión amenazante de nuestra realidad, tiene que ser mucho más, tiene que ser el infierno. Para algunos, tal vez, la representación se aproximaría a eso precisamente, al infierno, en su iconografía clásica, como lugar de tormento continuo, fuego, dolor, gritos. Otros situarían con facilidad el país del miedo sobre la tierra, no bajo ella. En un espacio urbano, o menos que eso: acaso bastara con una sola habitación. Sería interesante ver en qué elementos coincidirían nuestros relatos, y en cuáles diferirían. Algunos tal vez ya estuvieron allí, ya lo conocieron, en forma de pesadilla recurrente, o de experiencia a olvidar. Puede que haya quien lo sitúe en un país existente, real, o en un tiempo pasado, remoto o cercano. Habrá quien describa un país del miedo inverosímil, completamente distinto a nuestro mundo, como un reverso negro; pero también habrá quien apenas se aleje de una fotografía actual, sólo teñida por algunos elementos sombríos, pequeñas modificaciones a la normalidad que pueden acabar constituyendo una pesadilla, tan terrorífica como reconocible.

Le gustaría hacerlo con sus amistades, como un juego, algo de que hablar al final de la cena, cuando decaen las conversaciones y no quedan ya chistes, anécdotas ni recuerdos con que llenar los momentos de silencio. Tengo una idea, por qué no jugamos al país del miedo, propondría. El país del miedo, respondería alguno con una sonrisa curiosa, cómo se juega a eso. Carlos resumiría el funcionamiento del test, y todos aceptarían participar entre bromas, como una de esas noches en que los adolescentes acampados en el bosque deciden contar historias de terror. Comenzaría el gracioso habitual, que haría un relato burlón, con miedos de risa: el mal despertar de su mujer, el momento en que su jefe le convoca a su despacho, la comida dominical con su suegra, bobadas así que permitirían relajar el ambiente. Ahora en serio, pediría Carlos. Un comensal iniciaría su relato, al principio vago, progresivamente más detallado, escuchado por los demás de forma tranquila, con interrupciones payasas del gracioso, hasta que su país del miedo fuese definiendo los perfiles y desapareciesen las sonrisas, el chistoso enmudeciese, y todos atendiesen con respeto y preocupación a la pormenorizada descripción de aquel lugar espantoso. Pero Carlos nunca se atreve a proponerlo, cree que no será tomado en serio, o peor aún, que su propuesta será tomada muy en serio y a continuación ignorada por lo que tiene de amenazante, pues hablar de los miedos propios es una forma de desnudarse, de exponer debilidades.

Ni siquiera se decide a intentarlo con Sara. Cuando encontró la referencia al test infantil en el libro de Delumeau, le leyó el pasaje en voz alta, como una curiosidad, esperando despertar su interés y que diese lugar a una conversación que acaso concluyese en una puesta en práctica entre los dos. Pero no fue así, su mujer se limitó a escuchar, replicó con un par de frases de atención fingida, y ahí murió el intento. Carlos no insistió, pues en el fondo no está muy seguro de querer conocer los miedos de Sara. No la considera miedosa, o más bien la cree poseída por temores distintos a los suyos. Le consolaría descubrir que comparten miedos, y seguramente algunos serán comunes, los universales. Pero le inquieta conocer más, abrir esa puerta al interior de su mujer, como si el test tuviese la fuerza de una de esas sesiones de hipnosis en la que alumbras de repente episodios de tu infancia hasta entonces borrados de la memoria, abusos por parte de un familiar cercano, una tarde en que abriste la puerta del dormitorio de tus padres sin avisar y viste aquello, un error fatal que has preferido olvidar y que ahora regresa.

Por motivos similares no se atreve a aplicar el test a su hijo. Un día, por probar, le pidió que describiese el país de la alegría. Pablo, con un pie en la adolescencia y otro aún en la infancia, debió de pensar que aquello era una bobada propia de niños pequeños, pero ante la insistencia de su padre acabó por entrar en el juego, y sin mucho detalle dibujó en pocas frases un lugar de diversión que se parecía mucho al parque de atracciones que habían visitado el verano anterior, aderezado con los clásicos sueños infantiles: grifos de coca-cola, máquinas para hacer los deberes escolares, motos voladoras, rayos X en los ojos, robots, barra libre de comida basura, etc. Llegados a ese momento, era fácil dar la vuelta al juego, buscar en su reverso el país del miedo de Pablo, pero Carlos prefirió no continuar, no alumbrar ese interior desconocido de su hijo, por la misma precaución que le impedía hurgar dentro de Sara.

Así que lo aplicó únicamente consigo mismo. Tras varios merodeos mentales sin profundizar, un día se propuso hacer el ejercicio en serio. Se sentó frente al ordenador, abrió un documento nuevo y escribió el título, centrado en la pantalla, en mayúscula y negrita:

EL PAÍS DEL MIEDO.

Y comenzó a escribir.