Llueve toda la semana, así que es mejor moverse en coche, más en un barrio como éste, con tantas zonas despejadas, avenidas anchas sin soportales, solares llenos de basura y autopistas que hay que cruzar sobre una delgada pasarela descubierta, si uno va andando acaba empapado incluso aunque lleve paraguas. Carlos coge el coche para todos sus desplazamientos, por cortos que sean. Sale temprano por la mañana, deja a Pablo en el instituto y marcha al trabajo, donde llega tarde tras más de una hora de atasco. A mediodía se va media hora antes de lo habitual y así tiene tiempo para recoger a Pablo, aunque en estos días de lluvia siempre teme que un embotellamiento imprevisto le retrase y el chico salga y se encuentre que nadie ha ido a buscarlo. Si por la tarde tiene que hacer la compra coge igualmente el coche, y suele ir solo. Pablo se queda en casa y su padre le recuerda que no debe abrir la puerta a nadie, y no hay nada nuevo en esas palabras, es algo que siempre le ha dicho, el cabritillo no debe abrir la puerta al lobo, aunque ahora se lo recuerda a diario. No va al centro comercial habitual, lo descarta para evitar el tramo de autopista, que con la lluvia suele estar congestionado. Elige otro hipermercado, algo más alejado pero de acceso más sencillo, donde aparca en el subterráneo, siempre cerca de la puerta principal. Entra y sale de casa por la puerta del garaje, y espera un par de minutos, detenido en mitad de la rampa, hasta que comprueba que la puerta automática se cierra del todo sin que entre nadie más, medida de seguridad advertida en un cartel a la entrada, y recordada una y otra vez en las reuniones de propietarios. De forma que lleva tres días sin pisar el portal, ni la acera frente a su casa, ni por supuesto el parque, donde pese a la lluvia resisten algunos adolescentes confundidos con el mobiliario. A veces ve también a los tres habituales apoyados en un coche frente a la puerta, aunque si aprieta la lluvia buscan refugio en la marquesina del portal, de manera que desde la ventana los pierde de vista y no puede saber si siguen ahí o si se han marchado caminando pegados a la fachada del edificio. Pablo estudia, lee, juega o chatea por Internet con sus primos, y Carlos prepara la cena, arregla la casa, lee en el salón o ve la tele. Cuando suena el portero automático, varias veces al día, ni el padre ni el hijo contestan, pues saben que lo habitual es que sea un repartidor de propaganda o un vendedor de cualquier cosa, y no deben abrirle, es otra medida de seguridad reiterada en cada reunión de propietarios. Por la tarde llega Sara, que a veces propone una salida, ir juntos a las rebajas, al cine o a casa de los primos, pero tanto el padre como el hijo se muestran perezosos, hace frío, llueve, se está tan bien en casa.
El sábado por fin aceptan la invitación y van a comer a casa de sus familiares. Mientras Sara y su hermana preparan la comida, y Pablo juega con sus primos en la habitación, Carlos toma un aperitivo con su cuñado en la terraza, aprovechando la mañana al fin soleada. Se preguntan por sus respectivos trabajos, como hacen en cada encuentro, y responden con las mismas frases hechas, sin mucha intención informativa. Hoy en cambio Carlos insiste un poco más sobre la actividad de su cuñado, le pregunta cómo va todo, cómo están las calles, así le pregunta, cómo están las calles, repitiendo una expresión escuchada en alguna serie de detectives de la televisión. El policía municipal, animado por el interés desusado de su cuñado, cuenta varias anécdotas que a Carlos le parecen apócrifas, o peor aún, le parecen viejas, escuchadas ya en otros encuentros familiares: los encontronazos con los gitanos que venden sin permiso en el mercadillo, relatados con burla e imitación de la forma de hablar de los implicados; una persecución tras una motocicleta que termina en accidente, y que es narrada siguiendo un esquema cinematográfico; un detenido que se resiste y al que hay que suavizar en comisaría, y ésa es la expresión utilizada, suavizar. Vamos, que está la cosa difícil, apunta Carlos, lo que da pie a que su cuñado se sienta revalorizado a sus ojos y presuma de lo arriesgado y necesario de su profesión, para lo cual relata un par de anécdotas más, éstas sí nuevas: la detención de un traficante en una zona marginal del distrito, que terminó en batalla campal cuando los vecinos quisieron impedir su captura; y un incidente con cuatro menores que dieron una paliza a un agente cuando les reconvino por beber en la calle. Esta última historia es el pie que Carlos esperaba para contar su propia historia. Duda si referirla como propia, así que empieza hablando de un niño que, en el instituto de su hijo, crea problemas, atemoriza a los estudiantes, los extorsiona. Le ha hecho algo a Pablo, pregunta el cuñado, y Carlos asiente, pero advierte: no digas nada, ni a Sara ni a tu mujer, ni por supuesto a los niños, es mejor que no lo removamos, ahora que Pablo lo está superando. Una vez que empieza ya no se detiene, y lo acaba contando todo, desde el descubrimiento inicial hasta el puñetazo en la nariz que recibió la semana pasada en el aparcamiento de un centro comercial, y cada uno de los encuentros intermedios, como un desahogo, todo eso que no puede contarle a Sara y que ha guardado durante semanas. Lo hace exagerando un poco algunos pasajes, hinchando tanto la condición violenta del niño como su propia resistencia. Mientras habla a media voz mira hacia la puerta en previsión de que Sara o Pablo se asomen. Su cuñado le escucha con atención, aunque tiene en los ojos una expresión similar a la que Carlos temía encontrar en aquel funcionario policial si hubiera puesto la denuncia días atrás. Como si le leyese el pensamiento, el municipal opina cuando Carlos termina su relato: ni te molestes en denunciarlo, como es un menor no conseguirías nada, si lo meten en un centro se escapa al día siguiente, a cambio tú te significas, y entonces la próxima vez no te las verás con él, sino con su hermano mayor, o con su padre, ya me conozco yo a ese tipo de familias. Es inmigrante, pregunta el policía, aunque no espera respuesta, se responde él mismo: da igual, si es extranjero como si es gitano como si es payo, no sé quiénes son peores a esa edad, a mí se me han encarado unas cuantas veces y sabes qué te digo, que yo les suelto dos hostias, dos buenas hostias, las que les tenían que dar en sus casas, y así las llevan ya puestas. No sé si ésa es buena solución en mi caso, musita Carlos. No, le ataja el policía, no lo hagas porque para empezar es él quien parece que puede darte las dos hostias a ti, pero además tú eres incapaz de pegarle a nadie, y menos a un niño. A que nunca le has dado ni un cachete en el culo a Pablo, pregunta sonriente, y sin esperar respuesta continúa: ya lo sé, ya me sé tu rollo, sólo hay que verte la cara cuando cuento las cosas que me pasan en la calle, tú eres de los que piensan que los policías somos todos unos bestias, y que esos niños son víctimas de la sociedad, que hay que rescatarlos, educarlos; pero yo no soy educador, y cuando uno de esos niñatos se me encara no le voy a decir que se lea un libro, ni le voy a pedir por favor que se tranquilice, le doy dos hostias y él me entiende, es el único lenguaje que comprenden, y funciona; quienes no lo veis así, y nos criticáis, luego venís a pedirnos ayuda cuando tenéis problemas con ellos, porque tu método no funciona, fíjate lo que has conseguido, le has dado dinero y te ha pedido más, qué te esperabas, le has mostrado debilidad y él se ha crecido, es lógico, ha visto que le sale gratis, qué digo, ni siquiera gratis, le sale rentable, gana dinero con tu miedo, si desde el principio hubieses sido firme, te hubieses mostrado más fuerte ante sus amenazas, ahora estarías tranquilo, pero te daba miedo, tienes el típico miedo del ignorante, de quien no sabe de qué va todo esto, y tu miedo te lleva a tomar decisiones que lo empeoran todo, no sé si te has parado a pensar en todo lo que has hecho, hasta dónde has llegado, cómo es posible que te extorsione un niño. Pero claro, tal vez creíste que podrías solucionarlo con unos pocos euros, treinta, cuarenta, cien; un pago asumible, poco dinero para ti si a cambio evitabas mancharte las manos, complicarte en otro tipo de soluciones más desagradables, mejor esperar que el niño se diese por satisfecho, se aburriese, encontrase otra víctima más rentable.
El policía interrumpe su diatriba cuando se abre la puerta de la terraza y asoma Sara para avisar de que la comida está ya lista. Ahora vamos, dice Carlos con una sonrisa. No te lo tomes a mal, reanuda su cuñado cuando ya Sara ha cerrado la puerta, no te lo tomes como un reproche, pero es que uno no sabe lo jodida que está la cosa hasta que le pasa algo así, y cuando te pasa no te queda otro remedio que recurrir a nosotros, para que demos un par de hostias y no te molesten más. Yo no te estoy pidiendo eso, protesta Carlos. Que sí, que no te lo tomes a mal, dice el policía algo más templado, mira, yo sé que no te caigo bien, no hace falta que me lo digas, se te nota, piensas que soy un animal o algo peor, y no te culpo, para trabajar en esto no se puede ser un pusilánime, y tampoco me voy a esforzar por caerte mejor, pero somos familia, y la familia está para ayudarse, así que si quieres te echo una mano y me ocupo de ese asunto. No sé, responde Carlos, no tengo muy claro qué es lo mejor. Lo sabes de sobra, le interrumpe, poniéndole una mano en el hombro, amistoso, sabes de sobra qué hay que hacer, lo que pasa es que no lo vas a decir tú, esperas que lo diga yo, sabes que es de mi competencia y que, te guste o no, sé hacer mi trabajo. Y qué puedes hacer, dice por fin Carlos. No preguntes, responde el cuñado, no preguntes pero tampoco te preocupes, no voy a hacer nada malo, sólo ayudarte, quitarte el problema. Vas a detenerlo, sugiere Carlos. Cómo voy a detenerlo, se burla el policía, que aparta la mano de su hombro, no puedo detenerlo, no le has denunciado, y además es un menor, un niño, según entre por una puerta saldrá por otra, e irá a buscarte, a ti y a Pablo y a Sara, hasta que no haga algo gordo no lo encerrarán, y entonces ya será tarde. Pero qué piensas hacer, insiste Carlos. Ya te he dicho que no te preocupes, sólo le daré un susto para que os deje tranquilos, un buen susto y no le vuelves a ver el pelo, es lo mejor en estos casos, porque la ley no funciona, te lo digo yo que la tengo que aplicar todos los días, la ley no funciona con los menores, y ellos lo saben, saben que son impunes, que no les va a pasar nada, y si la ley no funciona qué hacemos los demás, nos quedamos cruzados de brazos mientras machacan a nuestros hijos, pregunta de forma retórica el policía, hasta que Carlos le pide que baje la voz porque Sara abre de nuevo la puerta y repite su llamada, a comer, que se enfría el arroz. Mientras entran al piso, Carlos susurra a su cuñado: mira, por ahora no hagas nada, vamos a esperar un poco, a ver si no vuelve a molestarnos. Como quieras, acepta el otro, pero si vuelve a joderos, dímelo y lo resuelvo. Se detiene antes de pasar al salón y le hace un último comentario, en voz baja, muy cerca de la oreja: no lo hago por ti, sino por Pablo y por Sara. Si tú no sabes defenderlos, me ocupo yo, que también son mi familia.