Al llegar a casa, en el espejo del ascensor, comprueba lo evidente de su mejilla dañada, el tono rosado que ya ha virado al morado, y que además hincha la carne y deja asimétrica la cara. También la nariz ha ganado tamaño, y aunque no ha vuelto a sangrar, muestra una zona ennegrecida hacia su mitad. La toca con el dedo, la aprieta y la mueve hacia los lados, y en efecto le duele más que antes. Se observa en el espejo con el rostro herido, amoratado, visión insólita, se ha imaginado muchas veces con los rasgos dañados por una pelea o una paliza, pero es la primera vez que se ve así. De camino desde la comisaría ha pensado posibles explicaciones para Sara, buscando un equilibrio entre la verosimilitud de lo relatado y el efecto que sobre la seguridad familiar tenga ese relato. Si cuenta, por ejemplo, lo sucedido, cree que será algo inverosímil, no para Pablo pero sí para Sara, que se resistirá a creer que un adulto pueda ser extorsionado, asustado y agredido por un niño de la edad de su hijo, y para que le crea deberá contar muchas otras cosas, poner nombre a sus miedos, los viejos y los más recientes, y reconocer las mentiras de las últimas semanas, el engaño continuado: que ha seguido recogiendo a Pablo a la salida de clase, que lleva más de un mes sin hablar con el director del instituto, que le ha dado dinero varias veces al menor que extorsionaba a su hijo. Pero además, contar la verdad sería nefasto para la seguridad de Sara y de Pablo, que se sentirían vulnerables tanto por la existencia amenazante de un niño tan violento, como sobre todo por la incapacidad de su marido y padre para defenderlos.
Una segunda posibilidad es inventarse una pelea, contar que ha tenido un incidente callejero, una discusión de tráfico o cualquier otro desencuentro que acaba a puñetazos, es algo muy verosímil, pasa todos los días, Sara y él lo han visto más de una vez mientras paseaban: dos conductores que chocan o ni siquiera eso, que se molestan en un semáforo o disputan un aparcamiento, tocan las bocinas, gritan desde las ventanillas, hasta que por fin se bajan de sus vehículos y, tras gritarse a corta distancia, un primer empujón es la señal para que comience una pelea que sólo terminará si uno de los dos huye, cae o, menos probable, son separados por otros conductores. Sería por tanto verosímil relatar algo así, un taxista que ha perdido los papeles, un energúmeno que le ha reprochado una maniobra, un tropezón casual con un ciudadano que no acepta disculpas educadas, siempre que insista en que la pelea ha sido contra su voluntad, en legítima defensa, pues su mujer conoce bien su talante pacífico, y deberá tener cuidado en su narración para que quede claro que él sólo ha respondido a una agresión previa, que ha sido golpeado pero que también ha golpeado, y de esta forma el relato, además de verosímil, reforzará con mucho la seguridad familiar, pues su mujer, y sobre todo su hijo, descubrirán un marido y un padre como hasta ahora desconocían, fuerte, intrépido, dispuesto a utilizar los puños si es necesario. El único punto débil, único pero determinante, quedará al descubierto por la habitual insistencia de Sara en que todos los actos humanos tengan consecuencias legales, de forma que escuchará su historia y a continuación, tras curarle las heridas, querrá acompañarle a poner una denuncia en comisaría contra el agresor o, caso de que él diga haberla puesto ya, exigirá leer la copia de la misma, y propondrá llamar a su cuñado, que es agente de la policía municipal, ó a su hermana, que es abogada, para que les aconsejen qué tipo de acción es la más conveniente. Ese mismo prurito legalista de Sara le disuade de inventar otras excusas que impliquen agresión, tales como un robo violento al que haya opuesto resistencia, o un demente que sin mediar palabra le haya asaltado, pues en ambos casos acabaría en comisaría acompañado de Sara, previo paso por el hospital para solicitar un parte de lesiones, como bien le habrían aconsejado tanto su hermana como su cuñado.
De manera que, situadas en balanza la verosimilitud y la seguridad, opta por una tercera vía menos comprometedora, que apenas altera el equilibrio, que es creíble a la vez que no hace que se sientan ni más ni menos seguros con él: un accidente. Un golpe fortuito, que no implique responsabilidades personales. Aunque también en este caso tiene que hilar fino. No vale un accidente de coche, pues el vehículo no tiene daño alguno, además del hecho evidente de que salió a pie y regresa igualmente caminando, y así puede ser visto desde la ventana por su mujer. Un tropezón con caída resulta también extraño, pues tendría que haber caído de cara al suelo, y además en una insólita postura como para que las heridas estén en nariz y pómulo y no tenga daño alguno en otras partes del rostro, ni magulladuras en manos o rodillas. Descarta causarse esas heridas añadidas para completar la invención, pues le parece más complicado simularlas que buscar otra excusa. Acaba simplificando todo con un relato sencillo y sin cabos sueltos: cuando iba andando de vuelta del hipermercado, despistado, se chocó de frente con una señal de tráfico, se golpeó esa zona de la cara. Es algo probable en él, torpe como suele ser, y no sería la primera vez ni la última que se topa por la calle con un semáforo, un árbol, un buzón o una persona a la que no vio por ir hojeando un periódico o pensando en sus cosas. Así que, sin más vueltas, elige una señal de tráfico en una calle cercana y decide que ése será su accidente, la explicación a su pómulo magullado y su nariz ennegrecida.
Sara no pregunta más, e incluso una vez informada de que las heridas no son graves y que apenas le duelen, empieza a bromear sobre su vieja torpeza, y recuerda anteriores golpes y caídas, mientras le hace una cura superficial, le lava la zona dañada y le pone un poco de desinfectante. Sin embargo, Pablo no se suma a las risas sobre el accidente de su padre, y Carlos nota el aire de preocupación de su hijo, aunque prefiere no indagar en su desconcierto.