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Al regresar del trabajo por la tarde encuentra que Naima la está esperando, sentada en un banco frente al portal. La acompaña un joven de aspecto magrebí, como ella. Sara finge no haberlos visto, pero tarda en encontrar la llave en el bolso el tiempo suficiente para que la chica se acerque. El acompañante queda unos metros detrás, de pie y cruzado de brazos. Ella balbucea unas palabras que debe de traer preparadas, pero Sara le pide que por favor la deje en paz. Encuentra por fin la llave y no acierta a meterla en la cerradura, mientras Naima entrecorta frases ininteligibles, una mezcla de árabe y castellano que se mezcla con el comienzo del llanto. Empuja por fin la puerta y se asegura de cerrarla a su espalda, pero en ese momento el muchacho se adelanta y coloca el pie para evitar el cierre. Por favor, señora, escúchela un minuto, dice. Sara se excusa, tengo prisa, lo siento, y mira hacia el ascensor. No está en la planta baja, y valora si es peor esperar al ascensor o iniciar la subida por las escaleras, donde pueden seguirla, suplicantes, durante seis plantas. Ella no es una ladrona, dice el muchacho, actuando de portavoz ante la incapacidad de la chica, que llora ruidosamente a su espalda. Usted se equivoca con ella, es buena, muy trabajadora, dele otra oportunidad, necesitamos ese dinero, ayúdenos, por favor, y el tono que al principio parecía amenazante se va relajando hacia el ruego. Sara mira el reloj. Las ocho, hora de regreso laboral para muchos, en cualquier momento aparecerá algún vecino. Déjeme cerrar la puerta, por favor, dice con voz firme, no tengo nada más que hablar con usted. El muchacho retira el pie y Sara cierra con suavidad. Mientras espera el ascensor, dándoles la espalda, los presiente detenidos en el portal, ella llorando y él tal vez consolándola.

Cuando entra en casa suena el portero automático. Carlos, que está sentado frente al ordenador, se levanta pero ella se adelanta y coge el auricular. Quién es, pregunta. Oye la voz del muchacho, que suplica una oportunidad y repite proclamas de inocencia, habla de manera atropellada. No nos interesa, gracias, responde ella con tono suave, mientras con la mano hace un gesto de despreocupación hacia Carlos, que vuelve a su silla. Naima suma su voz a la de su acompañante, pero entre sus lágrimas, la incoherencia de su parlamento, y la simultaneidad del otro hablando, apenas se entiende algo. Por favor, ella no es una ladrona, qué vamos a hacer, no tenemos nada, por su culpa la han echado de los otros pisos también, por favor, ella es buena. Ya le he dicho que no nos interesa, gracias, dice Sara, y cuelga. Vuelve a sonar el pitido de llamada, pero ella sujeta a Carlos con una mano en el hombro y un beso de saludo: no lo cojas, es un pesado vendiendo seguros, está llamando a todos los pisos, déjalo que se aburra.