No le sorprende encontrarse de nuevo con el niño pocos días después, como tampoco le extraña que le pida dinero otra vez. Era lo previsible, si le das una vez ya le tendrás que dar siempre, dijo con razón Sara, era su frase habitual cada vez que por la calle les asaltaba una joven con un bebé en brazos, un limpiacristales en un semáforo o un anciano pidiendo comida por las casas. Como ya se lo esperaba, se ha preparado para el nuevo encuentro. Se ha convencido de que tiene que poner fin a esta indeseable relación, no puede seguir dándole dinero, pues siempre querrá más, y cada nueva cesión anima la continuidad en sus exigencias, además de complicar la posible solución del problema, hasta que llegue un punto en que cualquier salida sea más peligrosa que la resignada continuidad. Por supuesto descarta la opción de comprar su tranquilidad, de darle de una vez el dinero suficiente para asegurarse de que no vuelva a molestarle, ya que eso sólo incrementaría futuras exigencias monetarias, expuesta del todo su flaqueza. Tampoco cree que sea una solución dejar de ir al hipermercado, pues se lo encontraría igualmente por la calle, y si no, piensa, sería capaz de esperarle a la puerta de su casa para sacarle dinero, quizás delante de Sara, de Pablo. Sabe que se ha equivocado una y otra vez, que sus movimientos hasta ahora hacen más difícil resolver la situación, pero también lo hacen más necesario. Cree que bastará con mostrar firmeza en una sola ocasión, no ceder, aguantar lo que haya que aguantar de manera que el niño se convenza de que en próximas ocasiones será un esfuerzo vano intentar sacarle dinero, y tendrá que escoger otra víctima para su extorsión. Para darse ánimos, se repite que sólo es un niño, que no deja de ser inocente, no actúa por maldad, hasta ahora su violencia, su coacción, han sido funcionales, ha actuado por fácil inercia, pidió y obtuvo, pidió más y obtuvo más, con poco esfuerzo, no ve en él intención sádica, de querer asustarle o hacerle daño, responde a planteamientos muy elementales, así que no va a hacerle daño, al menos no mucho daño. Además él es un hombre, tiene más fuerza, tal vez no más agilidad y por supuesto no más determinación para golpear, pero calcula que ese niño debe de tener más o menos la misma fuerza que su hijo, y aunque por supuesto no ha usado a éste como entrenamiento, se convence de que si fuera necesario podría inmovilizarlo o incluso golpearlo, aunque éste siempre sería el último recurso, pues sabe que un golpe trae más golpes, cada acción su reacción, cada acto su respuesta, y tras el niño siempre habrá un hermano mayor, un amigo, una pandilla, un padre, más fuertes y más violentos.
Así que no le sorprende el nuevo encuentro, se podría decir que él mismo lo buscaba, lo deseaba para enfrentarse cuanto antes al problema y, caso de que sea posible, resolverlo. Decide ir caminando al centro comercial, para no exponer el coche a represalias, y que éstas, de producirse, se concentren en él, no tomen forma de retrovisor arrancado o carrocería rayada. Atraviesa la explanada de aparcamiento pero no ve al niño. Decide no buscarlo, no todavía. Piensa que debería ir directamente a por él, que no sea un encuentro casual, pues su decisión daría más firmeza a su postura, pero llegado ahora el momento prefiere no buscarlo y hasta cree que esta vez no lo encontrará, que será en otra ocasión cuando se produzca el encuentro y tal vez para entonces su determinación sea incluso más sólida. Así que entra en el hipermercado y hace una pequeña compra. A la salida, cargado con un par de bolsas, cruza de nuevo el aparcamiento y esta vez sí: el niño acaba de dejar un carro en el punto de enganche y se cobra la moneda. Cuando busca nuevas víctimas en los alrededores, lo ve, lo reconoce. Carlos no disimula, no esquiva la mirada, y aunque su primer impulso le aconseja alejarse a paso ligero, decide esperar a que llegue hasta él. Tenía preparadas varias frases, pero ahora se queda callado y prefiere aguardar a que sea el niño el que lleve la iniciativa. En realidad, piensa con prisa, el chico todavía no ha incumplido su juramento de la última vez, no le ha vuelto a pedir dinero desde el encuentro del otro día, incluso cabe la posibilidad, remota pero no descartable, de que cumpla su palabra, que no le pida más dinero, que dé por bueno el acuerdo, y aunque ahora viene sonriente hacia él, tal vez se limite a saludarle y no le pida nada, así que es mejor no precipitarse, no mostrarse agresivo, esperar.
Hola, te ayudo a llevar las cosas al coche, propone el niño, adelantando ya sus intenciones. No he traído coche, y además esto no pesa, responde Carlos, que mientras habla va valorando cuál es la mejor manera de encauzar la conversación, y escoge una frase que, según la pronuncia, le parece desafortunada: quedamos en que era la última vez. Es verdad, reconoce el niño, pero tengo un problema, tengo que llevar dinero a casa, y ahora que han pasado las navidades viene muy poca gente aquí, no saco ni la mitad que el mes pasado. Dijiste que no me ibas a pedir más, insiste Carlos. Tengo que llevar dinero a casa, repite el niño, mejor pedirlo que robarlo. Yo ya te he dado mucho, no puedo darte más, pide a otra gente, y el tono de Carlos no se corresponde con sus propósitos de dureza, así que intenta enderezarse: te dije que no quería verte más, estoy harto de ti, pero sus frases encajan mal con su cuerpo sin tensión, las manos ocupadas en sujetar dos bolsas ligeras, la mirada que no puede evitar desviarse hacia los lados esperando alguna ayuda cercana. Venga ya, dame algo, pero algo gordo, y de verdad que no me ves más el pelo, propone el niño, que también mira hacia los lados, y una vez más sus gestos difieren en la intención, donde Carlos busca testigos, el niño comprueba que no los haya, donde el adulto espera auxilio, el menor asegura su impunidad. Siempre dices lo mismo y luego es mentira, no te voy a dar más. No me jodas, exclama el chico, y se adelanta hacia Carlos, que ni siquiera suelta las bolsas cuando sus manos buscan la billetera en los bolsillos de su abrigo. Retrocede unos pasos, protesta, estate quieto, pero el muchacho no se detiene y consigue sacar el teléfono de un bolsillo. Carlos suelta por fin las bolsas y de un manotazo se lo arrebata, aunque no sabe cómo continuar, entiende que después del manotazo tiene que hacer algo más pero no sabe qué, así que el otro se aprovecha de su parálisis y forcejea para quitarle el teléfono, que en la disputa acaba cayendo al suelo. El niño se agacha a cogerlo y, ahora sí, Carlos le da un empujón, lo bastante fuerte para que pierda el equilibrio y caiga de culo al suelo, una de esas caídas torpes, más ridículas que dolorosas. Y ahora qué, se pregunta Carlos, qué viene después, cuando en una pelea uno de los dos cae, qué debe hacer el otro, huir o rematar. Mientras se guarda el teléfono en el bolsillo trasero del pantalón, el otro se levanta, se lanza hacia él, le da un empujón que le hace poner una rodilla en tierra. Un empujón sigue a otro empujón, piensa Carlos, la convención inicial de las peleas, como una forma de reconocimiento de los combatientes, ambos asumen el comienzo de la lucha. Se incorpora y su prioridad ahora es sujetarlo, agarrarle los brazos, inmovilizarlo, pero se mueve deprisa, sacude las manos lanzando golpes en todas direcciones, hasta que un manotazo impacta la cara de Carlos, que se separa un instante y queda desprotegido para el siguiente golpe, un puñetazo en el pómulo. Se tambalea hacia un lado pero en seguida recupera la verticalidad, aunque ahora ya no ve cómo sujetar al niño, que le alcanza la nariz con otro puñetazo. Carlos cambia de estrategia, desiste de inmovilizar a su atacante y se concentra en protegerse la cara, se cubre con los brazos pero a cambio deja desprotegido el tronco y las piernas, de forma que el niño puede cambiar los puños por las patadas, y mientras retrocede su principal preocupación es mantener el equilibrio, no caer al suelo, porque sabe que una vez que uno cae ya no se levanta, no hay árbitro que separe al vencedor e impida las patadas y pisotones en la cabeza del caído. El ataque dura poco, quince segundos, tal vez veinte, aunque la frecuencia de los golpes es alta, hasta que el niño es desplazado unos metros por el empujón del guardia de seguridad, que ha debido de llegar a la carrera y, sin frenarse, ha cargado contra el chico, que golpea contra la puerta lateral de un coche y al rebotar en la chapa cae al suelo. Se levanta y, con el mismo movimiento de ponerse en pie, echa a correr y se aleja.
Está bien, pregunta el vigilante a Carlos, que todavía tiene la cara tapada, y que al apartar los brazos enseña el goterón de sangre asomando por las fosas nasales, y el pómulo sonrosado. Tiene sangre, advierte su salvador, tocándose su propia nariz para señalarle la herida. No es nada, tranquiliza Carlos, estoy bien, y se toca la cara para luego mirarse las yemas de los dedos enrojecidas. Ese puto niño, protesta el vigilante, está todo el día aquí, acosando a los clientes, no hay manera con él, hemos llamado varias veces a la policía pero no hacen nada, como es un niño no lo detienen, en cuanto aparecen se larga, pero según se va la patrulla, vuelve a las andadas. Carlos contiene la pequeña hemorragia con un pañuelo y echa la cabeza hacia atrás. Póngase hielo para que no se hinche, aconseja el uniformado, y después vaya a la comisaría y denúncielo; no creo que sirva de mucho, pero si acumula varias denuncias a lo mejor conseguimos algo, que llamen a sus padres, o a los servicios sociales.