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Aún cabe incluir un tercer episodio, bien diferente, en este aburrido historial de experiencias propias. Hace un par de años, mientras conducía por una avenida de varios carriles, una motocicleta que avanzaba de forma arriesgada entre los coches, cruzando de un lado a otro de la calzada según le convenía, se colocó junto al vehículo de Carlos. Éste no la vio en el retrovisor, por encontrarse en ese momento en el ángulo muerto de visión, y al iniciar la maniobra de cambio de carril obligó al motorista a rectificar bruscamente su trayectoria, sin llegar a chocar ni caer. Carlos siguió adelante, y enseñó una mano abierta por la ventanilla, en lo que parecía más un saludo que una disculpa. Cuando unos metros más adelante se detuvo en un semáforo en rojo, el motociclista se situó junto a su coche. Era un hombre de unos cuarenta años, vestido con traje gris y con un pequeño casco. Golpeó con los nudillos la ventanilla de Carlos, y éste bajó el cristal. Qué pasa contigo, preguntó el motorista, no ves que casi me tiras. No le he visto, perdone, se disculpó el interpelado. Que no me has visto, exclamó el otro, y añadió, levantando la voz y endureciendo el tono: pues a ver si miras por dónde vas, gilipollas, que casi me matas. Yo no le he insultado, replicó Carlos, ya le he dicho que lo siento. Yo no te insulto, insistió el tipo, sólo te he dicho gilipollas porque conduces como un gilipollas. El motorista parecía buscar algo más que una disculpa, tal vez una réplica a su altura, una salida de tono que justificase una oportunidad para liberar una agresividad que no podía ser fruto del incidente, sino acumulada a lo largo del día, la semana o meses, así que Carlos aprovechó el cambio de luz del semáforo para acelerar y alejarse, sin responder a lo que entendía como una provocación. Por supuesto su huida no cerró el episodio, y el otro lo siguió hasta situarse a su altura, desde donde le indicó con la mano que se detuviese a un lado, con ese gesto aprendido de los agentes de tráfico. Carlos negó con la cabeza y aceleró, iniciándose una breve persecución. La densidad del tráfico impedía ir más deprisa, así que Carlos tuvo que soportar el acoso de la motocicleta durante varias manzanas. El motorizado parecía divertirse, se situó delante del automóvil y se dedicó a bailar su vehículo de lado a lado del carril, reduciendo la velocidad varias veces de forma repentina, y obligando a Carlos a frenazos bruscos. Éste decidió ir más despacio, y se dejó adelantar por otros vehículos, de forma que al llegar al siguiente semáforo cerrado, entre la moto y su coche había varios vehículos de por medio. Pero esto tampoco fue obstáculo, pues el motociclista maniobró entre los coches detenidos y, avanzando en sentido contrario al de la marcha, llegó hasta Carlos y se detuvo junto a su ventanilla una vez más. No había terminado contigo, gilipollas, anunció el acosador, pero Carlos esta vez no bajó la ventanilla para facilitar el diálogo, sino que miró en silencio al tipo de la moto, que exigía otro tipo de respuesta, no se conformaba con la resistencia pasiva: a mí no me dejas con la palabra en la boca, gilipollas. Golpeó con fuerza el cristal con el reverso de la mano enguantada, a medio camino entre la llamada y el intento de rotura. Sal del coche, capullo, ordenó, y Carlos negó con la cabeza. Qué pasa, que tienes miedo, preguntó el tipo, cuyo comportamiento era observado por los conductores que los rodeaban, todos detenidos en el semáforo. Bájate y me pides perdón, gilipollas, insistió, y golpeó con el puño el techo del vehículo. Como el demandado no obedeció, y se mantuvo dentro del coche, mudo y rígido, apenas negando con la cabeza, el otro se enfureció y golpeó con más fuerza el techo. Los conductores cercanos eligieron no intervenir, tal vez asustados por la agresividad del motorista, cada uno a su vez testigo de otros incidentes similares en los que la intervención de un tercero podía garantizarle un puñetazo o un retrovisor arrancado. Sólo cuando el semáforo se puso en verde, y todos reanudaron la marcha menos el coche de Carlos y la motocicleta, alguien tocó la bocina. El motorista analizó la situación y pareció resignarse, pero antes de marcharse redobló sus amenazas: acercó la cara a la ventanilla y habló a gritos: gilipollas, que eres un gilipollas, un puto gilipollas y un cagao; que sepas que me he quedado con tu cara y con tu matrícula. Y a continuación escupió contra el cristal, un escupitajo que elaboró durante unos segundos en su boca, arrastrando material desde la garganta de forma ruidosa, y que estampó contra la ventanilla, dejando un salivajo que se escurrió hacia la carrocería. Golpeó por última vez el techo con fuerza, y reanudó la marcha. Durante varios metros todavía jugó con el coche de Carlos, hasta que éste giró en una esquina y, con un par de acelerones y cambios de dirección, consiguió escapar del acoso. De camino a casa se detuvo en una estación de servicio y metió el coche en el túnel de lavado, como si el escupitajo hubiese contaminado el coche entero. Al entregar el dinero al encargado, todavía le temblaban las manos.