Las vacaciones navideñas parecen confirmar la recuperación total de Pablo. Viene su primo a pasar unos días, y ambos salen solos a la calle. Carlos les pide que no se alejen, de forma que desde la ventana del salón puede verlos jugar en el parque que hay frente al edificio. Ve cómo se unen a otros niños y hacen equipos, y así durante varios días. Por reyes le regalan una bicicleta y sale a pedalear, acompañado de su padre, que se sienta en un banco al sol, leyendo el periódico, mientras su hijo va y viene de un extremo a otro de la zona peatonal, hasta que una tarde decide salir solo con su bicicleta, sin exigir su compañía. Sin embargo, cuando se reanudan las clases, Pablo vuelve a pedir a su padre que le recoja a la salida, y éste acepta, renovando el pacto entre ambos, aunque ahora deben ser más prudentes, pues Sara no vuelve tan tarde del trabajo, e incluso un día sale antes de lo habitual y les espera ya en casa cuando ambos aparecen juntos. Es el propio Pablo el que improvisa una excusa: yo llegaba justo cuando papá entraba en el garaje, y me he montado para subir juntos a casa. De manera que Carlos acaba adaptando su horario laboral para poder recoger todos los días a su hijo, trabajando a cambio una tarde por semana para compensar la media hora de adelanto en su salida. De cualquier modo se siente así más tranquilo, e incluso piensa que en realidad Pablo es todavía muy pequeño, se precipitaron permitiendo que regresase solo del instituto ya en este curso, lo de menos es lo sucedido con aquel niño, son otros los peligros, cruzar una calle sin mirar, un conductor simpático que se ofrece para llevarle a casa, esas cosas pasan.
Un día padre e hijo caminan por una calle comercial del barrio, a esa hora de la tarde en que ya en invierno es noche cerrada. Al cruzar un semáforo escuchan un silbido cercano. Ambos vuelven la cabeza y reconocen a Javier, que a pocos metros está apoyado en un coche aparcado, junto a otros dos muchachos, algo mayores que él. Al verlos, comenta algo que no oyen, y sus acompañantes ríen con escándalo. Pablo tiene un primer impulso de salir corriendo pero su padre le sujeta del brazo y le obliga a seguir andando a su lado. No pasa nada, le dice, y aceleran el paso, pero cuando ambos miran hacia atrás comprueban que el niño se ha levantado y camina hacia ellos. Ven, entra aquí, ordena, y empuja a su hijo al interior de una cafetería. Se sientan a una mesa y pide chocolate y churros para merendar, aunque Pablo mira asustado a la cristalera de entrada, donde el otro coloca las dos manos contra el vidrio y pega la nariz para ver el interior. Espérame aquí, dice Carlos, deja a su hijo en la mesa con la merienda y sale a la calle.
Qué pasa, pregunta al salir, quedamos en que nos dejarías en paz, y al decirlo mira hacia el interior, hacia Pablo, que observa a su padre y a su excompañero de clase aunque sólo les ve mover la boca y gesticular, no puede escuchar tras el cristal cómo repite la frase: quedamos en que nos dejarías en paz, y tampoco oye la respuesta del niño: es que se me acabó el dinero, podías dejarme algo. No voy a darte ni un euro más, afirma Carlos, que al hablar sigue mirando de reojo a su hijo, sabiendo que de la firmeza de sus gestos depende que recupere la confianza en él. Venga ya, dame algo y de verdad que no os molesto más, dice el chico separándose del escaparate. Eso mismo me dijiste la última vez y no lo has cumplido, protesta Carlos. Te lo juro, me das algo y nunca más os molesto, insiste el niño. Carlos aprovecha lo distendido del momento para representar un engañoso gesto de autoridad delante de su hijo: toma del brazo al niño y lo empuja ligeramente hacia su derecha, obligándole a andar, a la vez que dice con suavidad: vente un poco más allá, gesto que Pablo, desde el interior de la cafetería, puede interpretar como una imposición, un restablecimiento del orden entre adultos y niños, y que en realidad es una petición para que la escena continúe desarrollándose unos metros más allá, fuera de la vista del hijo, que ahora podrá suplir lo no visto con su imaginación o, mejor aún, dar por bueno el posterior relato de su padre. Oculto ya a sus ojos, Carlos saca la cartera y toma un billete de diez euros, con cuidado de no mostrar el resto del dinero. Es todo lo que tengo, anuncia, te doy esto y no te vuelvo a ver, queda claro. El niño toma el billete y sonríe, no es mucho pero vale. Carlos insiste: es la última vez, que lo sepas, como te vuelva a ver, y deja unos puntos suspensivos que por fortuna no tiene que llenar con ninguna amenaza, pues el niño ya se ha guardado el dinero y se dirige hacia sus sonrientes compinches, con los que seguramente presumirá del fácil botín, aunque eso ya no lo ve Carlos, que regresa junto a su hijo al interior de la cafetería y se esfuerza por completar la escena: has visto, se ha ido y no ha pasado nada. No nos va a molestar más, he hablado con él muy seriamente y le he dicho que como nos vuelva a molestar tendrá problemas, y se ha ido, nos va a dejar tranquilos, te lo prometo, confía en mí. Por la expresión asustada de su hijo sabe que será inevitable llevarlo y recogerlo del instituto todos los días, hasta que acabe el curso.