Chivato al paredón, chivato al paredón, gritaban los niños, todos: los ejecutores, los afectados por la delación y que habían sufrido el consecuente castigo del profesor, pero también los no implicados, los indiferentes, los que un día fueron chivatos y acabaron en el paredón y con esta nueva ejecución se vengaban de quienes tal vez aquel día fueron sus ejecutores, así como quienes nunca se chivaron pero sabían que algún día lo harían y les tocaría estar con la espalda contra el muro, pues nadie estaba libre de la tentación de responder a la pregunta del profesor: quién ha sido, quién ha dicho eso, quién ha tirado esa tiza, quién ha escrito eso en la pizarra, quién te ha pegado, quién te ha quitado los zapatos y te los ha escondido, quién te ha pintarrajeado los libros, quién te ha quemado el flequillo. Aunque todos conocían el carácter implacable de la justicia escolar, aunque todos sabían que responder al interrogatorio, acusar, señalar en público o en privado, les convertía en ejecutables, todos tropezaban alguna vez, todos sucumbían a la presión del profesor, al miedo al castigo colectivo, a la obediencia aprendida, a la rabia de haber sido humillados, a la inocencia de quien confía en que su delación no sea conocida o no tenga consecuencias. Al paredón, al paredón. El chivato era esperado a la salida por el resto de compañeros de clase, era el último en salir, ni siquiera se esforzaba por recoger deprisa y salir el primero, huir o buscar la protección del profesor hasta la puerta, pues sabía que tal alivio sería sólo pasajero, la ejecución se aplazaría, no prescribía, si no era ese día sería al siguiente o una semana después, y además el aplazamiento agravaría la pena, la haría más prolongada, más estricta, más dolorosa, de manera que el chivato, terminada la jornada, recogía sus libros con calma mientras el resto de niños tomaba posiciones en la puerta, a la que se encaminaba con paso lento, resignado. Recibía el primer empujón en el pasillo, nada más asomar y, tras ése, otro empellón, tal vez una colleja, un puñetazo en el hombro, todavía flojos, no tanto con intención de hacerle daño como de conducirle, llevarle por pasillos y escaleras a golpes y tirones de camisa, entre varios lo rodeaban y acompañaban hasta la calle, si frenaba su marcha alguno le empujaba desde detrás, si aceleraba el paso otro le daba un manotazo en el pecho o le tiraba de la ropa hacia atrás, si miraba hacia el final del pasillo, hacia la puerta de la sala de profesores, recibía un capón para que agachase la cabeza, aunque tampoco muy fuerte, como tampoco le tironeaban ni empujaban mucho por la escalera, más bien le sujetaban para no caer, pues un mal tropiezo o un golpe excesivo podían frustrar la ejecución y terminar en un niño que llora y se duele en mitad del pasillo y cuyo llanto acaba por atraer al conserje o a un profesor. Así alcanzaban la calle, donde el resto de la clase esperaba su llegada. Desembocaba como el toro de fiesta que los mozos conducen a la plaza con quiebros y manotazos valientes, y los demás, los menos osados o los que no tenían privilegio de estar en primera fila, lo recibían entusiasmados y ansiosos por empujarlo o darle un cachete con que rubricar su pertenencia al grupo. Ya en la calle, la carrera continuaba por el lateral del colegio, con caminar más ligero, mientras los empujones y golpes perdían ya el cuidado, a veces tropezaba y entre dos lo ponían en pie para no retrasar la ejecución, hasta que por fin alcanzaban la trasera de la escuela, el muro de ladrillo que todos llamaban paredón y que protegía un descampado libre de miradas adultas. El chivato ocupaba su lugar, ni siquiera era necesario que lo colocasen o lo sujetasen, él conocía bien el protocolo, tantas veces había estado al otro lado, entre quienes ahora lo observaban, con furia algunos, con temor los menos, con rutina los más, entre ellos acaso sus mejores amigos, que como mucho le concederían un golpe menor, no demasiado para que no se notase, pues la dejación en el acto de ejecutar la pena podía ser tomada como piedad, simpatía, complicidad incluso con el condenado, y uno podía cruzar la línea y acabar colocado también contra el muro, en el paredón, no sería la primera vez que la ejecución era colectiva, varios chivatos, o un chivato y sus amigos, situados contra la pared.
Una vez colocados, comenzaba el fusilamiento. Así lo llamaban, fusilamiento, por fácil analogía, nadie recordaba quién había inventado el método, ni quién lo había bautizado, todos lo recordaban como algo que siempre había existido, que les antecedía, institucionalizado en el colegio cuando llegaron, heredado de promociones anteriores, tal vez perteneciente a sus padres o abuelos, a alguna generación que hubiese conocido fusilamientos de verdad y los hubiese adaptado a las posibilidades escolares. El principal afectado por el chivatazo, el alumno que había sufrido las consecuencias de la delación, ya fuese un golpe con la regla en las palmas de las manos, ya un par de horas cara a la pared, ya una nota o una llamada a los padres, era distinguido con la oportunidad de dar el primer golpe. Colocaba el balón a la distancia preferida, no había un reglamento que marcase a cuántos metros debía situarse la pelota, cada ejecutor lo situaba según su preferencia, para asegurarse de no fallar el disparo, o para garantizar un mayor daño. Con el balón en el suelo, y el chivato de pie y vuelto hacia el muro, él primer verdugo tomaba carrerilla, los demás guardaban silencio, y por fin disparaba, pateaba con todas sus fuerzas el proyectil de cuero que alcanzaba al condenado en alguna parte del cuerpo, y el acierto era celebrado por los demás con vítores mientras el golpeado se dolía del impacto y el segundo ejecutor recuperaba la pelota para colocarla en el punto desde el que volver a disparar. El daño dependía de la habilidad de cada uno, de su puntería, de su preferencia por alguna zona del cuerpo. Había quien tiraba a bulto, con más fuerza que habilidad, sin preocuparse por el desacierto, ya que cuando uno fallaba tenía opción a tantos disparos como fuesen necesarios hasta acertar, sólo estaba obligado a esperar turno a que los demás terminasen. El disparo bruto, cuando alcanzaba su objetivo, derribaba al ejecutado, lo arrojaba contra el muro si le daba en la espalda o el culo, o le hacía caer si le impactaba en la pierna, tras la rodilla. Otros preferían afinar el tiro, calculaban la trayectoria del balón, golpeaban con efecto, y tal vez buscaban la cabeza, o el refilón, que era el disparo más meritorio y por tanto más celebrado, mediante el que rozaban una oreja, que ardía con la fricción del cuero y arrancaba gritos del condenado. Buena parte de los alumnos, torpes, flojos o desganados, no conseguían más que disparos mansos, que apenas picaban al chivato, pero que eran compensados por los más brutos de la clase cuando llegaba su turno.
La picana era una alternativa al fusilamiento, para días de lluvia fuerte en que el castigo debía aplicarse bajo techo, pero también para aquellos casos de delación grave, en los que no bastaba con los pelotazos, de forma que la picana se convertía no en una alternativa sino en un suplemento por el que el alumno ya amoratado a balonazos recibía una segunda ejecución. Sin embargo, la picana perdía el encanto de la ejecución pública y colectiva, pues se hacía en grupo reducido, en una clase vacía, a la hora del recreo, y sólo estaban presentes el condenado, el ejecutor y dos o tres compañeros que sujetasen al chivato, además de otros dos que en la puerta avisasen la llegada de profesores, mientras el resto se dispersaba para no llamar la atención de los docentes. Había discrepancias sobre las ventajas de uno u otro método de ejecución, tanto entre los verdugos como entre las víctimas. Entre los primeros, había quien prefería la picana por considerarla más dolorosa, pero otros lamentaban su falta de ejemplaridad y de cohesión grupal, puesto que no era presenciada, y el resto de la clase sólo veía sus consecuencias al día siguiente, la mano llena de heridas. Entre los condenados, aunque la mayoría encontraba más dañina la picana y de poder elegir pediría que le fusilasen, no faltaba quien la veía como un método rápido y, aunque doloroso, las lesiones se concentraban en sólo una parte del cuerpo. En cuanto al funcionamiento de la picana, había dos versiones: una rápida y brutal, apta para los más sádicos; y otra prolongada y juguetona, donde el daño no dependía tanto de la intención del ejecutante como de su torpeza. El chivato se sentaba en una silla frente a un pupitre, y colocaba la mano sobre el tablero, abierta, con los dedos extendidos y separados y la palma hacia abajo. Era necesario que entre dos lo sujetasen, pues aunque ningún condenado se resistía a recibir la pena, el reflejo miedoso le llevaba a apartar la mano continuamente, por lo que se precisaba la cooperación de dos ayudantes que lo inmovilizasen, que asegurasen la mano firme sobre la mesa, si bien sólo había que sujetar el brazo y la muñeca, pues los dedos quedaban rígidos, ya que al chivato le convenía no moverlos para no aumentar el daño. En la versión menos nociva, que también duraba más, el ejecutor tomaba un bolígrafo, con la punta hacia abajo, y daba golpes con él sobre la mesa, en el espacio entre dedos de la mano del chivato, lo más próximo posible al vértice donde se unen. Aunque la punta de un bolígrafo no podía ser tan incisiva como la de un lápiz bien afilado, era preferible por su resistencia, pues la mina no aguantaba el punteo continuo y en seguida se descabezaba, así que usaban el bolígrafo, que perdía en filo pero ganaba en contundencia. En esta versión, considerada más suave, el ejecutor iba clavando el bolígrafo en la madera, entre los dedos, empezando por el hueco entre meñique y anular, y pasando al siguiente hasta llegar al espacio entre índice y corazón, y vuelta a empezar. En cada repaso aumentaba la velocidad de punteo, siguiendo la rutina aprendida en alguna película vista en televisión, donde soldados estadounidenses demostraban su valor con un juego similar, si bien no con bolígrafos sino con machetes. Como las normas del tormento obligaban a golpear lo más cerca posible de la porción de piel tirante que queda entre los dedos, y como la velocidad era mayor a cada ronda, pronto llegaba el primer fallo, y la punta del bolígrafo no golpeaba la madera sino la mano, y se hundía en esa doblez de piel casi sin carne que a modo de membrana cualquiera puede ver en su mano si separa bien los dedos estirados. El chivato se sobresaltaba de dolor, gritaba, y dependía de la fuerza y convicción de los auxiliares que no apartase la mano y pudiera continuar la ejecución. Como cada ronda era más rápida, y como inevitablemente la mano temblaba, los fallos eran cada vez más frecuentes, y pronto no quedaba un solo espacio entre dedos que no hubiese sido alcanzado. La zona dañada quedaba enrojecida, acaso con un punto de sangre, pero a la vez teñida por la tinta del bolígrafo, cuya punta dibujaba un pequeño círculo que quedaba como una diana en la que volver a clavar a la siguiente ronda. El chivato protestaba, lloraba, y llegados a ese punto tal vez era necesario un tercer ayudante que le tapase la boca, para no alertar al profesorado. La picana no tenía una duración determinada, sino que concluía cuando el ejecutor, que era por supuesto aquél que había sufrido las consecuencias de la delación, decidía que ya era suficiente, cansado, aburrido, impresionado por el dolor causado, o temeroso a su vez, sabedor de que cualquier día se invertirían los papeles, y él sería el condenado y su torturado de hoy sería su verdugo vengador mañana, ésa es la grandeza de la justicia infantil, la proporcionalidad en las penas se asegura por su carácter reversible.
Pero la picana tenía también otra versión, ya lo hemos dicho antes, más dolorosa, más rápida, más sádica. Todo era idéntico, la mano sujetada sobre la mesa, el verdugo empuñando el bolígrafo, pero en este caso las heridas no dependían de la mala puntería, de la velocidad de punteo o de los movimientos reflejos de la mano, sino que eran intencionadas, único objetivo de la ejecución. No había azar posible, no había rondas cada vez más rápidas hasta fallar, sino que desde el principio el ejecutor miraba la mano, elegía una de las porciones de piel entre dedos, apuntaba bien y clavaba con fuerza el bolígrafo. Este tipo de picana duraba menos, y no dejaba espacio a la incertidumbre, a la fortuna. Concluía cuando los cuatro espacios entre dedos de una mano, o de las dos si el chivatazo merecía doble castigo, habían sido agujereados. Correspondía al ejecutor elegir una u otra picana, y en clase todos conocían ya las preferencias de cada uno por un sistema u otro, de forma que, antes de chivarse, podían considerar las consecuencias de su chivatazo, pues el delatado podía ser un alumno tranquilo, incluso melindroso, que sólo ejecutase la picana obligado por la presión de grupo, y elegiría la versión azarosa para que fuese su torpeza y no su maldad la que hiriese al chivato; o podía ser un alumno cruel, sin piedad, que siempre preferiría aquella picana en que la mano del chivato quedaba a merced de su destrozo. En ambos casos, al terminar la sesión de tortura todos salían de la clase y el chivato quedaba solo en su pupitre, con su mano dolida e hinchada, llorando y pensando la forma de disimular las heridas ante los profesores y ante sus padres, para que la ejecución no obligase a una nueva delación cuyo castigo sería todavía mayor.
Todo esto lo recuerda bien Carlos, pues también fue chivato.