Antes de acostarse suele hacer una ronda rutinaria por la casa, mientras Sara ocupa el cuarto de baño. Echa la llave a la puerta de entrada, revisa grifos, baja persianas. Después se lava los dientes, orina, arropa a su hijo, comprueba el despertador. Por fin se mete en la cama, le quita el libro a Sara, que se ha quedado dormida, y apaga la luz. El barrio es tranquilo y las ventanas tienen aislamiento doble, así que la habitación queda en silencio. Pequeños ruidos domésticos, crujidos de muebles, el motor de la nevera, la ducha que gotea a capricho, cañerías, la voz ronca del vecino que discute con su mujer. Cada noche, hacia la misma hora, un coche recorre la calle a gran velocidad, chirriando los neumáticos al tomar la curva, y se pierde con un estruendo de frenazos y acelerones. Sabe que todas las noches hay robos de vehículos en la ciudad, y también conoce historias de carreras urbanas clandestinas, aunque tal vez es un ciudadano que siempre lleva prisa. Algunas noches, pocas, ha oído a alguien gritar. Un grito no reconocible, breve y lejano, que puede ser de uno que llama a voces a otro que se aleja, o de alguien que expresa su alegría con desconsideración para los vecinos, pero también una petición de ayuda. Una noche el grito se prolongó en un diálogo a voces, en el que creyó apreciar una agresividad creciente. Dos personas que discutían, que quizás peleaban. Se levantó y se asomó por las rendijas de la persiana del salón, sin atreverse a levantarla, no fuera a ser que le viesen desde la calle y le señalasen como testigo indeseado. No pudo ver nada, y segundos después los gritos cesaron, de golpe. Tal vez se reconciliaron tras el último insulto y comenzaron a hablar en voz baja, o uno de los dos cayó fulminado por un golpe, un navajazo que le quitó el habla, nada más se oyó. Ya en la cama, esperó escuchar una sirena policial, siempre hay un vecino que llama al teléfono de emergencias, aunque quizás esa noche le tocaba a él, único testigo a esas horas, y se desentendió de su responsabilidad, de forma que al día siguiente sólo quedaría en la acera esa mancha negruzca que tarda días en desaparecer.
A veces, en mitad de la noche, tras dos o tres horas de sueño tranquilo, se despierta sobresaltado. No sabe si expulsado de una pesadilla o llamado por algún ruido callejero, despierta de golpe, asustado. La casa está tranquila, Sara duerme, le da la espalda. En ese momento su conciencia está lo bastante espabilada como para saberse despierto, pero no tanto como para reconocer el mundo con normalidad. Ya han entrado, piensa, y ese adverbio, ya, marca el final de una espera, el cumplimiento de algo pendiente. Ya han entrado. Otras veces su pensamiento recurre a otro adverbio: todavía. Despierta asustado y se pregunta si están todavía aquí. Desde la cama ve la sombra del pasillo, y al fondo el brillo leve de algún mueble a la luz de farolas que filtra la persiana del salón. Espera unos segundos, hasta despertarse del todo, de manera que cuando alcanza la vigilia plena, el miedo ya es menor, se ha reconducido a su tamaño acostumbrado, y se tranquiliza. No han entrado. No pueden haber entrado. Se levanta, y al salir al pasillo y caminar hacia el salón rememora uno de sus temores más efectivos, más viejos: una especie de pesadilla de la razón, pues no viene de sueño alguno, es pura elaboración mental. Ese momento en que, tras avanzar unos pasos a oscuras, descubre cómo la vuelta del pasillo, el tramo que aún no ha alcanzado, está iluminado por la claridad que entra desde la puerta del piso, abierta de par en par a la escalera vecinal. Cree que nunca ha soñado algo así, sólo lo ha pensado, lo ha imaginado, pero su fantasía tiene la fuerza visual de un sueño frecuente, o incluso de un recuerdo de la infancia, difícil de datar: adelanta un pie, asoma apenas media cabeza por la esquina, y ve la puerta del piso abierta, y afuera un exterior que uno no sabe en esos momentos si es amenaza o salvación: la escalera oscura, y la sola luz del ascensor detenido en su planta, un rectángulo vertical de luz amarillenta que basta para iluminar parte del pasillo de su casa. Ha recreado el momento muchas veces, como una forma de prepararse para cuando suceda, aunque sabe que entonces no habrá previsiones que valgan.
Lo primero sería comprobar si todavía están dentro. Habla en plural, pues las noticias suelen mencionar varios asaltantes cuando entran por la puerta, aunque también se sabe de algún hombre araña solitario que alcanza las primeras plantas de los edificios o se descuelga desde los tejados a los últimos pisos. Lo deseable es que ya se hayan marchado, que hayan terminado pronto, un trabajo limpio, profesional, y simplemente hayan olvidado cerrar la puerta al salir, o hayan preferido dejarla abierta para no hacer ruido al cerrarla, no despertar a los habitantes de la casa, una cortesía a agradecer. Pero entonces qué hace el ascensor ahí detenido. Es extraño que lo hayan utilizado para subir, lo normal sería la escalera, aunque sean seis plantas, no se arriesgarían a que el motor del elevador pudiese alarmar a algún insomne. Son unos profesionales, no cometerían una torpeza así. Es probable que esté ahí detenido desde que llegó el último vecino de planta, suele volver tarde, entró en su casa y nadie más volvió a utilizarlo esta noche. En realidad es innecesaria esa presencia luminosa del ascensor, es un detalle impropio, sacado de la habitual puesta en escena cinematográfica. Lo lógico sería que la puerta de la casa estuviera cerrada, tanto si siguen dentro como si ya se marcharon. Una puerta abierta de par en par adelantaría la llamada a la policía, menos margen para escapar. Carlos decide recomponer su pesadilla, eliminar esa puerta abierta que no sólo es impropia de profesionales, sino que es gratuita, como si los asaltantes buscasen atemorizarle con ese tipo de detalles, y no es normal que busquen asustarle, no lo necesitan.
El siguiente paso es entrar en el salón. Lo esperable es encontrarlo todo revuelto. Nunca ha visto cómo queda un salón tras un robo, pero está familiarizado con la prosa de sucesos y con las series televisivas: todo revuelto, cajones fuera de los muebles, libros tirados al suelo, papeles desordenados, sillas volcadas. Más bien cabe esperar algo menos escandaloso, suave. La ausencia de algunos electrodomésticos, el hueco polvoriento del televisor, del ordenador y del equipo de música. Cajones abiertos con cuidado. Pocos papeles sacados de sitio, sólo buscan cosas de valor inmediato, nada de contratos ni claves bancarias, mejor joyas, dinero en efectivo, objetos de oro, tecnología en buen estado. En ese caso lo habitual es que no se limiten a buscar en el salón. Lo interesante suele estar en los dormitorios. Las joyas, el dinero para el pago mensual, las alianzas matrimoniales, ese botín siempre está cerca de la cama.
En ese caso pasamos a la segunda versión de su pesadilla consciente. La peor. La que hace que, a veces, cuando despierta sobresaltado, prefiera no abrir los ojos: están aquí, en el dormitorio. Permanece con los párpados pegados, cubierto por el edredón, vuelto hacia la mesilla de noche. Escucha sin éxito: no hay pasos, ni respiración, ni cuchicheos ni roce de ropa. Por fin abre los ojos. No hay nadie. Ha pensado muchas veces qué haría si hubiera alguien. Imagina que una noche abre los ojos en mitad de la noche, y en cuanto acostumbra las pupilas a la penumbra del dormitorio identifica un hombre, dos hombres, vestidos de negro y con capuchas o pasamontañas, que enredan en los cajones de la cómoda, meten una mano entre bragas y calcetines y con la otra mano sujetan una pequeña linterna con un tenue punto de luz. Mejor hacerse el dormido, piensa. Mejor incluso estar dormido. No despertar, no escuchar nada. Agradecería ser adormecido por un narcótico, un frasquito o un pañuelo húmedo colocado bajo la nariz, y no despertar hasta cinco o seis horas después, con dolor de cabeza y la boca seca. Que terminen su trabajo y se marchen, y sólo a la mañana siguiente, y tras un par de rutinas matinales (ir al baño, ponerse unos pantalones, incluso desayunar) notar las ausencias, dónde están los pendientes que dejé sobre la mesa, no encuentro las llaves del coche, has visto mi bolso. Pero si siguen ahí cuando abre los ojos, si los sorprende en el peor momento, qué hacer. Queda descartado hacerles frente, lanzarse sobre ellos. Son dos contra uno, son hombres duros, saben pelear, irán armados, y él está entumecido de sueño, sin fuerzas, es un hombre pacífico, no sabe dar un puñetazo, el suelo está frío cuando pone el pie desnudo. Tampoco tiene ningún objeto contundente a su alcance, no puede golpearles con la lamparita de papel de la mesilla, ni lanzarles una pantufla o un periódico doblado. Puede gritar, esperando que así se espanten y huyan. Qué hay que gritar en esas situaciones. «Socorro» parece muy teatral, lo mismo que «ayuda», y no digamos «auxilio». «Policía» es poco práctico, y es mentar la soga, se pondrán más nerviosos y reaccionarán con agresividad, con más agresividad. Tal vez gritar sin más, sin vocalizar. Una «A» sostenida y ronca, esperando un grito tan rotundo que los ponga en fuga. Pero si grita, la prioridad ya no será huir, no esperemos unos ladrones tan cobardes, unos aficionados. Lo primero será callar al que grita, golpearle, meterle un calcetín en la boca, ponerle la almohada sobre la cara, y al mismo tiempo se despertará Sara, algo habrá que hacer con ella también, tú ocúpate del gritón, que yo me hago cargo de este bomboncito.
Siempre será mejor que no le sepan despierto, porque no puede esperar más que una agresión. Ni siquiera es una garantía seguir dormido. Ha leído historias de asaltantes entusiastamente violentos, que parecen buscar más la paliza que el botín, retratados en la crónica de sucesos como salvajes que, decepcionados por lo escaso de valor hallado, se ensañan con los moradores, los torturan para que confiesen escondrijos, cajas fuertes disimuladas, claves secretas de tarjetas de crédito; a veces incluso descritos como sádicos, que no desperdiciarían la posibilidad de aterrorizar a una familia, partirle los dedos al marido, obligarle a presenciar la violación de su esposa, hasta de los niños. En tal caso se espera de él algo más que un chillido histérico que, en pleno pánico, tal vez ni siquiera saldría de su garganta. Se espera sacrificio, heroicidad, que se lance sobre los asaltantes y aguante el forcejeo el tiempo suficiente para que Sara y el niño alcancen la escalera y pidan ayuda, aunque siempre habrá un tercer asaltante en retaguardia que bloquee la huida, y entonces le tocará a Sara su propio sacrificio para que al menos se salve el niño. Si esta noche hemos tenido la mala suerte de que nos hayan tocado unos sádicos, delincuentes habituales, endurecidos en temporadas en prisión, conmovidos por la carne fresca y durmiente, al menos que no nos despierten, que nos golpeen dormidos, que perdamos la consciencia antes de despertar y así, anestesiados, quedemos a merced de sus abusos sin más que el dolor físico y sus secuelas, sin el añadido del terror consciente. Si agravamos la pesadilla que estamos construyendo, colocaremos unos asaltantes enfermos, más carne de psiquiátrico que de cárcel, que disfrutan con el dolor ajeno, y que ni siquiera despertarán al matrimonio con un golpe o destapándolos con violencia, sino que preferirán hacerlo con suavidad, incluso con dulzura, apretando apenas la mano, pasando los dedos en caricia por el pelo, hablando en voz baja, venga, despierta, venga, dormilón, que ya estamos aquí.
Pero no están aquí. Abre por fin los ojos, se levanta, recorre el pasillo, comprueba la cerradura de la puerta, la persiana, arropa al niño, orina, bebe agua y se acuesta de nuevo, no sabe si más avergonzado por su incansable imaginación o por su cobardía en potencia, hasta que por fin se duerme de nuevo.