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Siempre llega con unos minutos de adelanto, prefiere salir con tiempo suficiente en previsión de un eventual atasco que le retrase y deje a Pablo solo a la puerta del instituto. Suele llegar con diez minutos de margen, incluso más. Deja el coche frente a la verja de entrada, en la acera de enfrente, de cara al parque. Espera dentro, escuchando la radio, hasta que por el retrovisor ve cómo los estudiantes empiezan a salir. No se baja del vehículo, es lo acordado con Pablo, que quiere sentirse protegido pero con discreción, para no exponer su debilidad a sus compañeros. Siempre, incluso en días de frío y niebla como hoy, encuentra grupos de adolescentes en el parque, sentados en los bancos que han arrancado del suelo y colocan enfrentados para caber todos. Normalmente fuman, a veces beben una litrona de mano en mano, nada extraño, lo mismo que hacían cuando Carlos tenía su edad, lo mismo que él hizo más de una vez en parques como éste. Hoy, mientras espera a que suene la sirena de fin de las clases, se fija en un grupo de cuatro chavales. Tres de ellos parecen mayores, dieciséis, tal vez incluso diecisiete o dieciocho años. El cuarto es de la edad de Pablo, y desde esta distancia, y con la niebla y el propio parabrisas empañado, se parece al otro niño, al extorsionador, pero no está seguro, no le ve la cara, está de espaldas y a veces le da el perfil, se parece como tantos otros niños de su edad que comparten un estilo generacional común, los pantalones anchos, la ropa deportiva, el gesto desgarbado. No es él, piensa, mientras ve por el retrovisor a los primeros estudiantes que ya salen. No es él, y si lo es, no parece interesarle demasiado la salida del instituto, no se gira, sigue hablando con sus colegas mayores que él, da un sorbo a la botella, una calada al cigarrillo compartido, y ahora sí gira la cabeza y mira hacia él, aunque a esa distancia no puede distinguir sus ojos como para saber si mira al instituto o a este coche con un adulto a bordo que cada día a la misma hora aparca en el mismo sitio. Ha sido una mirada rápida, despreocupada, y ahora vuelve a dar la espalda, por lo que Carlos piensa que no, que no es él, de lejos son todos muy parecidos, y lo confirma fijándose en otro grupo situado más o menos a la misma distancia pero a su izquierda, donde ve a dos adolescentes que también podrían ser tomados por el mismo chico, y que de hecho también miran hacia el centro escolar, hacia su coche, como también lo hace el otro muchacho, el primero en que se fijó, que ahora se ha girado por completo y parece comentar algo con sus compañeros a la vez que señala hacia el coche, aunque a esa distancia nada es seguro, por la manera en que se ríe y le responden sus colegas con risas es probable que esté refiriéndose a alguna alumna más desarrollada que el resto, un buen par de pechos, tres niñas pavas que se reirán nerviosas al ser observadas y señaladas. Por fin Pablo ha llegado y acciona la manija de la puerta sin poder abrirla hasta que su padre desbloquea el cierre centralizado del coche.

El trayecto hasta casa es ya breve de por sí, y en coche son apenas cuatro minutos, cinco si encuentran en rojo el único semáforo a su paso, momento en que intercambian las mismas frases de cada día, qué tal las clases, qué habéis hecho hoy, qué hay para comer. Hace ya dos semanas que Carlos va en coche a recogerle y, siguiendo las instrucciones del psicólogo escolar, la próxima semana ya debería probar a volver solo, al menos un tramo, salir andando solo del instituto y acordar un punto de encuentro con el padre a mitad de camino, para que vaya recobrando la seguridad suficiente y en otras dos semanas se atreva a recorrer sin compañía todo el trayecto. Sara también parece ir recuperando confianza, aunque todavía telefonea cada día a la misma hora para comprobar que Pablo ha regresado bien a casa. Por la noche, cuando el niño ya duerme, tienen siempre unos minutos para reforzar las buenas impresiones del día. No les basta con ver bien a su hijo, ni con que éste les diga que todo va bien y les haga un relato previsible de la rutina escolar: no olvidan que semanas atrás el niño les transmitía la misma normalidad cuando tenía el cuerpo lleno de hematomas y picotazos bajo la ropa. De manera que cada mañana Carlos habla por teléfono con el director o con el jefe de estudios, que le repiten el mismo mensaje tranquilizador, escueto y cada vez más cansino, acaso fastidiados por la conversación diaria y repetitiva, desentendidos ya del caso de Pablo y seguramente más preocupados por otros alumnos que merecen su atención. Carlos percibe ese tono desganado en la información que le transmiten cada día, pero se lo oculta a Sara para no poner en peligro el equilibrio entre ambos, para que Sara siga dando por buena la solución de mantener a Pablo en el mismo centro, las recomendaciones del psicólogo sobre lo negativo que para la recuperación de la confianza del niño sería mudarlo a mitad de curso, y a cambio el traslado inmediato del agresor a otro instituto y la notificación del caso a los servicios sociales para que actúen en consecuencia. También exagera ante su mujer los progresos observados en su hijo, le cuenta que lo vio salir acompañado de varios amigos, y que parecía contento con ellos, o que esa misma tarde el niño ha salido solo a la calle, un breve recado a la cercana panadería. En realidad no ha sucedido nada así, Pablo sigue rechazando las invitaciones a salir solo, excusándose en la lluvia, el frío, los deberes escolares pendientes, una serie televisiva que no se quiere perder, pero Carlos miente a su mujer, una pequeña mentira para que la normalidad regrese a la casa para todos. Le dice que Pablo fue a comprar sin él, que salió solo a la calle, pero le pide que no le comente nada para que el crío no se sienta presionado.

Carlos siente como propia la responsabilidad de restablecer lo perdido, y si no es suya la responsabilidad, él decide asumirla. Para ello construye una delicada apariencia de normalidad que se apoya en pequeños engaños cotidianos, insignificantes cada uno por separado, pero que juntos construyen una realidad impostada, que todos creen excepto él que la sabe inventada: a su mujer le exagera su propia percepción de cómo está el niño, le dice verlo bien, alegre, participativo, recuperado, y así consigue que ella abandone definitivamente su pretensión inicial de denunciar el caso a la policía. Al director y al jefe de estudios les transmite serenidad, ausencia de inquietud, de hecho esta semana ni siquiera ha llamado todos los días, mejor un día sí y otro no, siente que les está molestando, distrayendo de su trabajo, y en realidad no hay mucho ya de que hablar, las conversaciones se resuelven con monosílabos, aunque él después las relate a Sara de otra manera, más largas, con más palabras, con más contenido, con opiniones positivas del profesorado, alguna aportación del psicólogo del centro. Por supuesto miente también a su hijo, al que esta tarde ha obligado a cambiar de acera y ha distraído mirando un escaparate para que no se encontrase de frente con su agresor, reconocido unos metros por delante cuando iban caminando por una zona comercial del barrio. El niño estaba sentado sobre una motocicleta aparcada, y hablaba con un colega algo mayor. Carlos ha tomado por el hombro a Pablo y le ha pedido cruzar la calle, sin perder un segundo, incumpliendo su norma de sólo hacerlo por semáforos y pasos de cebra, llevado por la urgencia de mostrarle algo en un escaparate al otro lado, una ferretería frente a la que ha tardado en encontrar una herramienta que relacionar con algún regalo familiar para las cercanas navidades, y tras unos minutos detenidos frente al escaparate ha dicho recordar una compra pendiente y ha pedido volver sobre sus pasos para alcanzar una tienda cercana, desde la que minutos después ha elegido otro itinerario para llegar a casa, evitando así el encuentro con el niño, que no parece haberles visto.

A la semana siguiente no consigue convencer a Pablo para que salga solo del instituto y recorra parte del trayecto sin compañía, incumpliendo las recomendaciones del psicólogo. Como el crío amenaza con no salir del centro hasta que no vea el coche de su padre aparcado en la puerta, Carlos acuerda con él seguir recogiéndole a cambio de que no se lo cuente a su madre, y de esta forma evitarán preocuparla. Así, padre e hijo se convierten en cómplices y cada tarde mienten juntos a Sara, que escucha del chico el relato aburrido de su paseo del instituto a casa en progresivos trayectos en los que el padre va retrasando el momento de encontrarse con él, cada vez más cerca de casa. En la empresa de Sara están cerrando el año y el trabajo acumulado hace que ella llegue todos los días a la hora de la cena, de manera que no puede comprobar personalmente el relato que entre su marido y su hijo fabrican a diario, según el cual vuelve solo del instituto, acompañado incluso por un compañero, y por la tarde baja a jugar al parque con algún vecino o va a cumplir recados por las tiendas del barrio. Un relato donde no faltan los mensajes de tranquilidad del director y el jefe de estudios, con los que Carlos en realidad hace ya una semana que no habla.

Algunas tardes padre e hijo salen a pasear y a buscar regalos navideños, y Carlos tiene siempre la precaución de vigilar la calle varias decenas de metros por delante de sus pasos, de la misma manera que al girar una esquina se anticipa para comprobar si el camino está despejado o si tal vez merece la pena cambiar de acera o volver sobre sus pasos. Sólo dos veces ha visto al niño en alguna calle próxima a su casa, y en ambas ocasiones consiguió desviarse y pasar desapercibido, prescindir de un encuentro que prefiere evitar a su hijo para no romper un progreso que, aunque no tan notable como le relata a Sara, existe en verdad. Esta vez, sin embargo, se gira bruscamente, tomando del brazo a Pablo para que le acompañe en su movimiento, y pretexta un olvido subsanable con sólo desandar un par de manzanas, pero cuando lleva unos pocos pasos mira hacia atrás y ve que el niño, esta vez sí, les ha reconocido y, tras abandonar su asiento sobre una motocicleta aparcada, echa a andar tras ellos. Vamos más rápido, no sea que cierren la tienda, pide Carlos a su hijo, y al girar una esquina le obliga a acelerar el paso, pues aunque reconoce la torpeza de su gesto de huida, confía en alcanzar a tiempo el cercano centro comercial donde refugiarse. No parece prudente echar a correr, se conforma con imponer el paso ligero a Pablo para cruzar un pequeño solar descampado, vecino del hipermercado al que se dirigen, pero su perseguidor sí echa una carrera y los alcanza cuando todavía el centro comercial está demasiado lejos. No corráis, chivatos, les grita el niño unos pasos por detrás, y Carlos todavía tira de su hijo, confiado en que no haya oído la llamada, hasta que un segundo grito más próximo, y la convicción de que serán alcanzados antes de llegar a la puerta, le aconseja detenerse y enfrentar la situación, a la vez que lamenta la decisión precipitada de dirigirse al centro comercial en vez de haberse refugiado en cualquier cafetería de la calle, pues lo único que ha conseguido es que el encuentro se produzca en medio de un terreno desierto, esta parcela de tierra que por el día es utilizada como aparcamiento pero que a esta hora del atardecer está desierta, nadie la cruza pues está llena de barro y charcos. Mira cómo corren los chivatos, se burla el niño cuando llega hasta ellos. Pablo se esconde tras el cuerpo de su padre, que de esta manera toma conciencia física de su responsabilidad como protector. Déjanos en paz, pide Carlos, sin conseguir un tono imperativo, por lo que se queda a medio camino entre la orden y la súplica. El chivato pequeño y el papá chivato, dice sonriente el niño. Carlos nota las manos de su hijo agarradas a su cintura, e intenta encontrar una frase que llene todas las necesidades del momento: que aplaque cualquier intención violenta del muchacho, sin que sea tan agresiva como para terminar de nuevo en patadas o navaja, y que al mismo tiempo restituya la confianza de su hijo, para ahora y para el futuro: sabe que no sólo se juega su defensa en este momento, sino su seguridad o su vulnerabilidad en adelante, pues hasta ahora él ha sido toda la protección que conoce. No piensa con la suficiente rapidez, y mientras tanto el otro toma la iniciativa y de un manotazo le arrebata la bolsa de papel que lleva en la mano, a ver, qué habéis comprado. Devuélvemelo, pide Carlos, pero aunque su frase es firme no la acompaña de un gesto enérgico que restituya lo arrebatado, tan sólo una mano extendida que más que exigir pide, por lo que su hijo, en un movimiento que parece un reproche, echa a correr en dirección al centro comercial, decisión que al menos sirve para romper el momento y le obliga a reaccionar. Espera, Pablo, grita el padre mientras da unos pasos que aprovecha para convertir también en carrera, y ya no se detiene, de forma que llega al centro comercial unos segundos después de Pablo, esperando que su imagen, a ojos de cualquier testigo, sea la de un padre que intenta alcanzar a su hijo antes que la de un adulto que huye de un niño. Al cruzar las puertas automáticas se recompone el abrigo y mira atrás para comprobar que no les ha seguido.

En una cafetería, donde otras veces han merendado padre e hijo, espera unos minutos a que Pablo deje de llorar y se tranquilice. Le dice que no se preocupe, que no le va a pasar nada. Le promete que no volverá a ver a ese niño, que va a hacer algo, hablará con el instituto y con los servicios sociales, con la policía si hace falta, y además no lo va a dejar solo. Ya verás, le asegura, ya verás como no lo vuelves a ver, y en unas semanas ni te acuerdas de él. Hablaré con quien haga falta y lo encerrarán en un centro de menores, le promete, tú no tienes que preocuparte. Además, añade, ya has visto que estando conmigo no te ha pegado ni nada, no se atreve, y si se atreve no te preocupes que le pego, tú sabes que yo tengo más fuerza que él pero, si no es necesario, es mejor que nos controlemos, hijo, no seamos como él, y en ese momento se calla porque cree que no necesita explicar más a Pablo, sólo le provocaría más confusión y más inseguridad si le contase su teoría de la inutilidad de las respuestas agresivas, cómo la violencia trae más violencia, cuando uno golpea sabe que tarde o temprano será golpeado, que habrá una próxima vez, las represalias no se detienen, cada una peor que la anterior, y tras el niño siempre habrá un hermano mayor, un amigo, una pandilla, un padre, más fuertes y más violentos. De verdad, no tengas miedo, sólo es un pesado, está enfadado porque le han cambiado de instituto, es normal, pero sólo quiere asustarte, no se atreverá a hacerte nada, te lo prometo, y conmigo no se atreve, sólo con los pequeños. En ese momento suena su teléfono. Es Sara, y Carlos duda unos segundos pero por fin lo coge. Habla con calma, le dice que están bien, que Pablo está con él, que están merendando, han terminado las compras y pronto irán a casa. Sara pide hablar con su hijo y Carlos le dice que en ese momento no es posible, que ha ido a ver un espectáculo de magia infantil que representan a pocos metros de allí, le dará un beso de su parte, se verán en un rato en casa. Mientras dice esto guiña un ojo a Pablo, y ese guiño refuerza entre ellos la connivencia en la mentira que llevan varios días representando ante la madre. Cuando cuelga, pone por palabras algo que su hijo ya ha entendido, por lo que en verdad sobra su aclaración: es mejor que mamá no sepa nada de lo que ha pasado, para que no se preocupe.