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De nuevo abandona el despacho del director cuando está a punto de terminar el recreo, de manera que los pasillos están llenos de estudiantes camino de sus clases, y para salir por la puerta principal tiene que esperar a que se despeje el atasco, mientras suena la sirena que anuncia el fin del descanso. Cruza la verja y repite el mismo recorrido de ayer: anda hacia la derecha siguiendo la valla, y al cruzar la calle mira hacia atrás, antes incluso de que el niño tenga que gritar para llamarle. Lo ve venir mientras lo espera en la acera, en el mismo sitio del día anterior, y dedica esos segundos de espera a observarlo con atención, pues lo agitado del primer encuentro le dejó un recuerdo parcial de su aspecto físico, que ahora, mientras espera que llegue hasta él, completa: es de la edad de Pablo, más o menos de su tamaño, quizás más alto pero también más delgado. Tiene el pelo muy corto salvo en la zona del cuello, donde le cuelgan algunos mechones mal arreglados. Viste unos vaqueros y una sudadera, y la vestimenta le recuerda a Pablo, hasta que comprende que, en efecto, tal vez sea ropa de Pablo. Cree reconocer también las zapatillas deportivas.

Qué pasa, que ya has ido otra vez a ver al director, dice el niño mientras da los últimos pasos hasta él. Se sitúa muy próximo, de manera que tiene que levantar la barbilla para mirarle a la cara, porque el niño apenas le llega por el hombro, Carlos no es demasiado alto pero al chico todavía le faltan un par de estirones finales. Qué pasa, ya le has contado lo de ayer, a que sí. Carlos no responde, escucha en silencio al niño, concentrado en anticiparse a un posible golpe, pendiente de lo que hace con las manos o los pies. No puede tener mucha fuerza, no más que yo, aunque sí más determinación, más coraje, piensa, mientras valora si será capaz de sujetarlo, de inmovilizarlo, convencido de que no sólo sería incapaz de responder con violencia a su comportamiento agresivo, de golpearlo y hacer valer su condición adulta, sino que además tal iniciativa sería muy inadecuada. Eres un puto chivato, dice el niño, eres un cagón, como Pablo, y un chivato, te dije que como me hagan algo, como me echen, te ibas a enterar. Carlos mira hacia la ventana que ahora ya sabe situar con seguridad en el edificio, y reconoce dos siluetas tras el vidrio, aunque no identifica cuál de los dos es el director y cuál el jefe de estudios.

Ante la falta de respuesta, el niño le empuja, con más fuerza que el día anterior, de nuevo las manos contra el pecho, le hace retroceder tres pasos, trastabilla y mantiene con dificultad el equilibrio. Carlos recompone la postura, endurece el cuerpo y afianza los pies para resistir el segundo empujón, más fuerte que el primero. Mira de nuevo a la ventana, donde ya no están los dos observadores, de manera que calcula que basta con aguantar la situación un par de minutos. Pendiente como está ahora de la puerta del instituto apenas atiende a lo que el niño dice, una mezcla de insultos y balbuceos amenazantes muy enfatizados, que dan paso a las patadas, en la misma secuencia del día anterior, sólo que ahora un poco más fuertes. Intenta protegerse con las manos pero se daña un dedo al frenar la patada.

Por fin ve aparecer por la puerta a los dos hombres, aunque tampoco parece que se den mucha prisa, seguramente por sigilo, aunque cualquiera censuraría despreocupación en su actitud. Al volver la vista al niño hay un elemento nuevo, un pequeño objeto brillante en su mano, alargado, casi oculto entre los dedos y borroso por el movimiento rápido del muchacho. Piensa en una navaja aunque también puede ser algún tipo de herramienta, una llave o un bolígrafo, el niño sacude la mano al hablar, señala, gesticula, y como no deja quieto el brazo Carlos no acaba de ver si en efecto es un arma o cualquier otro objeto que, para el caso, sea cuchillo, llave o portaminas, podría igualmente devenir arma, ser clavado en la carne, en el cuello, en la cara, en un brazo que se interponga. Carlos tampoco fija bien la vista en la mano movediza porque está más pendiente de los hombres que se aproximan a paso tranquilo, y tan insistente es su mirada que el muchacho acaba por girarse para averiguar qué es lo que recibe tanta atención, y entonces reconoce a los dos adultos, que están ya casi en la esquina, a falta sólo de cruzar el tramo de asfalto. Al ser descubierto, el jefe de estudios levanta la voz y pronuncia el nombre del niño: Javier. Lo hace sin tono imperativo, como si informase o reconociese. El interpelado guarda en el bolsillo de la cazadora el objeto que ya no será identificado, y echa a correr, sin mirar en despedida a Carlos, que relaja por fin el cuerpo, alejado el peligro, el brillo afilado que le ha paralizado de miedo.