Le dan miedo, también, los jóvenes. Menos que jóvenes: los adolescentes, algunos incluso niños todavía. Intenta evitar el tópico que los describe educados en la violencia e ignorantes de su propia capacidad de hacer daño, sádicos, impasibles, crueles, inválidos para sentir empatía con el débil, con la víctima. Piensa, se repite, que no es cierto, que los niños siempre han sido así, que también en su infancia había palizas y juegos brutales que construyeron su propio miedo infantil. Pero ahora. Ahora. Le asustan esos hombrecitos con cerebro inacabado pero con la fuerza suficiente para romper un hueso a golpes. Le asustan en grupo, cuando son muchos y te rodean, tanto si están organizados —en pandillas vocacionalmente violentas, caprichosos pasatiempos, batidas nocturnas a la caza del enemigo designado, o imitadores estimulados por un teléfono móvil con grabadora de imagen—, como si no tienen organización ni jerarquía y son sólo una fuerza colectiva e incontrolable que en la plaza o el estadio se entregan, como en un baile improvisado, a la pelea tumultuosa y el linchamiento del que cae al suelo, cuya cabeza todos quieren pisar. Lee las noticias de reyertas juveniles tras cada fin de semana, y se horroriza por la facilidad con que se empuñan navajas y botellas rotas, la ligereza con que se golpean las cabezas con barras, bates, botas de puntera reforzada, adoquines, cráneos que se abren como cerámica y luego son cosidos y grapados, frentes hundidas a patadas, dientes perdidos por el golpe de una barra que no discrimina las zonas más frágiles del cuerpo sino que parece preferirlas, boca, ojos, nariz. A veces los cree inconscientes, como si ignorasen el daño que pueden causar, educados en ficciones audiovisuales en las que un porrazo en la cara o una patada en el estómago no rompen nada, el caído se levanta en seguida y continúa la pelea, dos contendientes pueden golpearse en la ficción durante varios minutos y terminar abrazándose entre risas.
Se cruza con ellos, los ve beber en el parque, junto a su portal, oye desde casa sus risas y patadas a las papeleras, y una vez prefirió coger un taxi antes que pedirles que por favor se apartasen pues el coche en que estaban apoyados era el suyo. Se aproximó y los vio excitados, valientes, riendo a gritos, tal vez miembros de alguna pandilla furiosa, quizás cabezas rapadas, pensó, recordando que hace tiempo que no son identificables por su vestimenta o su pelo, el acoso policial les llevó a abandonar una estética que delataba su condición violenta, así que Carlos no tuvo valor para dirigirse a ellos con una educada solicitud, por favor, podéis levantaros del capó, tengo que coger el coche, pensó que se reirían de él, imitarían su voz y su tono cortés, tal vez se negasen para ponerle a prueba, y si no queremos levantarnos, qué pasa, él no tendría respuesta, no valdría repetir la petición amable, tampoco endurecer su lenguaje, menos aún amenazarlos con llamar a la policía y de ninguna forma empujarlos o arrancar el coche con ellos encima, adivinó una paliza, un juego de gallos que rivalizan por acobardarle, el coche destrozado a patadas, él mismo reventado a golpes, o quizás se montasen con él y le obligasen a conducir hacia un descampado donde poder jugar sin prisa, sin que nadie nos moleste, esta noche estamos de suerte, lo pasaremos bien.
Miedo, por supuesto, a los niños pobres, percibidos como doblemente amorales, en tanto que niños y en tanto que pobres. Le asustan los pequeños mendigos cuya insistencia no se agota con negativas educadas ni amenazas, caminan a tu lado, te tironean de la chaqueta, pegan la nariz a la ventanilla en los semáforos, rondan la salida del supermercado donde acorralarte cargado con la compra, se acercan al cajero automático cuando está a punto de expulsar el dinero solicitado, se sientan a tu lado en el banco del parque, porque para ellos no hay distancia de cortesía, y la fácil obtención de una moneda se convierte en toda su enseñanza. Y junto a ellos, o acaso entre ellos, los pequeños delincuentes, los raterillos, los descuideros: en su barrio circula todo tipo de advertencias sobre pandillas de niños ladrones, él no los ha visto pero los teme igualmente, niños llegados de los poblados chabolistas que todavía existen en el barrio, trasladados por sus padres por la mañana y recogidos a la tarde como una jornada laboral durante la que, según denuncian algunos vecinos, se dedican a pequeños robos en los comercios, abren con dedos ágiles las puertas de coches y casas, quitan juguetes y zapatillas a los niños asustadizos, esnifan pegamento en el parque, se cuelan en los colegios, burlan a los vigilantes de los supermercados. Carlos nunca los ha sufrido, ni siquiera está seguro de haberlos visto, pues cuando ve varios niños con aspecto mendicante cambia de acera o de rumbo, todavía víctima del recuerdo de aquellos gitanillos de su infancia cuya sola evocación ponía en fuga a los miedosos como él, que nunca tuvo problemas con ellos entre otras cosas porque siempre los esquivó, pues la leyenda negra los relacionaba con robos de bicicletas y ropa deportiva, peleas a pedradas y profesores golpeados a la salida del colegio.