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Sale del instituto cuando termina la media hora de recreo y los estudiantes regresan a las aulas, apurando los cigarrillos y los dulces y bocadillos del desayuno. Al cruzar la verja saca el teléfono y llama a Sara. Le pregunta cómo está Pablo, y ella le informa de que se ha levantado ya, ha comido algo y está viendo una película. Carlos le cuenta a su mujer un resumen apresurado de la entrevista con el director: no se ha mostrado sorprendido, no es la primera vez que conoce un caso así, incluso un profesor sufrió coacción de un alumno dos cursos atrás. Le ha dicho que, para tomar medidas, necesitan saber quién es el extorsionador. Carlos dijo desconocer el nombre y el curso del niño, pero creía poder identificarlo, lo había visto en la calle ayer mismo. El director se mostró irónico y le preguntó, sonriente, si quería que organizase una rueda de reconocimiento, aunque esta parte Carlos no se la cuenta a Sara; el propio director se apercibió de lo inoportuno de la broma ante la preocupación de un padre, pidió disculpas e insistió en la necesidad de identificar al agresor. No le parecía algo sencillo, no eran pocos los niños conflictivos, e incluso podía ser alguien ajeno al instituto, no matriculado, sabía de pandilleros que se colaban en el centro aprovechando las horas de entrada y salida o los recreos para robar material, causar destrozos o molestar. Carlos expresó su convicción de que se trataba de un alumno, lo había visto salir con una mochila, hablar con otros estudiantes. El director le pidió algo de tiempo, preguntaría a los profesores de la clase de Pablo, y mientras podían esperar a que el niño se calmase y estuviese dispuesto a delatar a su compañero. Esa expresión utilizó: delatar a su compañero, como si evocase la justicia escolar, el desprecio a los chivatos. Aunque Carlos ahora suaviza bastante el relato de la entrevista y dice haber visto al director más preocupado de lo que en realidad le ha parecido, Sara protesta, renueva su expresión de desconfianza hacia el instituto, y amenaza con ir a la comisaría si en un par de días no le dan una solución y expulsan a ese salvaje, si bien es partidaria de cambiar de centro a Pablo en cualquier caso.

Mientras escucha las quejas de su mujer, Carlos se aleja caminando. Al cambiar de acera escucha una voz a su espalda, una interjección que parece dirigida a él. Se gira y ve al niño, lo reconoce, el mismo niño que acompañaba a Pablo ayer, al que minutos antes ha bautizado como «el extorsionador». El chico se acerca caminando hacia él, y con un gesto de la mano le pide que se detenga y le espere. Carlos mira hacia la puerta del instituto, donde los últimos alumnos entran, y a las ventanas del edificio, donde ni el director ni ningún profesor están asomados. Le dice a Sara que tiene que colgar, que luego la llama, y guarda el teléfono mientras el niño llega hasta él.

Tú eres el padre de Pablo, dice el muchacho, más afirmando que preguntando. Qué quieres, responde Carlos. Eres su padre, insiste el menor. Deja en paz a Pablo o vas a tener problemas, amenaza el adulto, y al hablar mira a la ventana del segundo piso donde cree localizar el despacho del director. Qué problemas, pregunta el niño, yo no le he hecho nada, y en su defensa asoma lo que Carlos quiere creer una muestra de debilidad, incluso de miedo, así que se reafirma en su autoridad: Lo sé todo, sé lo que le haces, no te vuelvas a acercar a él, y ahora ve en la ventana una sombra, el director que se levanta o se sienta o se mueve para coger una carpeta o salir. Te lo ha contado Pablo, pregunta el niño, y Carlos responde afirmativamente con la cabeza, y habría subrayado su respuesta con un monosílabo rotundo de no darse cuenta a tiempo de su error, la justicia escolar, delatar al compañero, así que corrige: no hace falta que me cuente nada, yo mismo te vi con él, pero el niño ya ha cerrado su conclusión: qué chivato, dice en voz baja, y repite, qué chivato, para añadir: yo no le he hecho nada, le pedí cosas y él me las dio, me dijo que ya no las necesitaba. Carlos cree ver un principio de arrepentimiento que permita encauzar la situación, así que insiste en su firmeza: déjale en paz, no te acerques más a él, pero el niño desmiente el tono de disculpa y pregunta mirándole a los ojos: se lo ha dicho al director, y sin esperar respuesta se contesta él mismo: se lo ha contado, le he visto salir del despacho, se ha chivado. Carlos ve venir a algunos paseantes a lo lejos, estarán a su altura en un par de minutos, y con su proximidad se siente acompañado, a salvo, por lo que decide no retroceder: sí, he hablado con el director y se lo he contado, así que, como no dejes en paz a Pablo, y coloca unos puntos suspensivos mientras mira de nuevo al instituto, la puerta ya cerrada y sin movimiento en las ventanas. Como me hagan algo te vas a enterar, amenaza el niño, en palabras que nadie creería propias de su edad y su tamaño si no hubiese una información previa, un hijo aterrorizado, unas pinchazos por todo el cuerpo. Como me echen te vas a enterar, tú y Pablo, me la vais a pagar los dos, te lo juro. Carlos mira a los paseantes que se acercaban, dos han desviado su rumbo y ya no llegarán, el que queda es anciano, de caminar lento, tardará más de lo previsto en alcanzarles, así que se muestra conciliador para ganar tiempo: tú deja en paz a Pablo y no te pasará nada. Pero no es suficiente, el niño parece apreciar su debilidad, sus miradas nerviosas a las ventanas del instituto y al paseante todavía lejano, así que aprieta más: yo sólo te digo que como me hagan algo os vais a cagar, te lo juro que os vais a cagar. Carlos comprende que el niño conoce bien su oficio, la progresión necesaria, cómo recibe sus palabras apaciguadoras, su miedo creciente, y con él alimenta su agresividad, estímulo y respuesta, todo muy sencillo, ante lo que sólo puede cortar aquella situación cuanto antes, restablecer el orden, la relación esperable entre un niño y un adulto, entre un cuerpo pequeño y otro grande, la obediencia debida, la autoridad supuesta: mira, vale con que dejes en paz a Pablo, nos olvidamos del tema y punto, pero el niño vuelve la cabeza para mirar al instituto, y su gesto es muy diferente del de Carlos, donde éste busca testigos aquél espera invisibilidad, donde el adulto desea protección el niño sondea su impunidad, de manera que la relación de fuerzas, el desenlace, parecen depender de que un funcionario se levante de su silla y se asome por la ventana y además mire precisamente en esa dirección, y se tome el tiempo suficiente para salir al exterior y acercarse, o ni siquiera eso, abrir la ventana y gritar, bastaría eso, aunque a esa distancia sólo vería un niño y un adulto conversando, el niño de espaldas, nada extraño, nada preocupante.

El chico decide subir otro escalón, al ver que a cada tramo que avanza, su oponente retrocede uno más, así que comienza a intercalar insultos en sus amenazas, nada original en su capacidad de insultar, palabras malsonantes, comunes, muy gastadas pero que sin embargo en su boca, en su cuerpo pequeño, en esa calle desprotegida y con el recuerdo de la piel herida de Pablo, suenan diferentes, más gruesas, más llenas de significado, y como Carlos sólo puede ya balbucear llamamientos a la calma, el niño prueba a subir tres o cuatro escalones de una vez, de una zancada, y le empuja, adelanta los brazos y le empuja golpeándole con las palmas de las manos contra el pecho, uno de esos empujones camorristas que no buscan tirar ni tampoco desplazar al oponente, sino que forman parte de la representación previa que toda pelea necesita, cuando los contendientes se empujan mutuamente antes de levantar los puños. Empuja, y como todo lo que obtiene en respuesta es la resistencia floja de un cuerpo que retrocede un paso y no recupera la posición, vuelve a empujar, pero todo lo que Carlos sabe hacer es aprovechar el empujón para alejarse unos pasos, previo a su retirada, sin esperar ya ayuda alguna desde las ventanas mudas, aunque el niño a estas alturas parece decidido a llegar al final de la escalera y le lanza una patada a la pierna, con poca convicción, con más intención de advertencia que de causar dolor, una patada con la mínima fuerza como para que el pateado comprenda que pueden venir patadas más fuertes, más dañinas.

Carlos se aleja unos metros, buscando distancia, mientras pide, ruega al niño que se esté quieto, que se tranquilice. Piensa incluso salir corriendo pero no lo hace, por desconfiar de su velocidad frente a la agilidad de su perseguidor, pero además porque comprende que en aquel primer encuentro se está jugando mucho de cara al futuro. Por fin el anciano paseante llega hasta ellos, tras acelerar los últimos metros al ver las patadas que el niño tira al adulto, y ahora restablece lo que allí se había derrumbado, confía en la autoridad de su edad, exige al niño que deje en paz a Carlos y se largue. El chico manda a la mierda al viejo, pero obedece y se va, en dirección al instituto, aunque pasa de largo de la puerta y desaparece al girar la esquina. Mientras, el anciano pregunta a Carlos si está bien, y maldice con un par de frases cortas y trilladas a la juventud actual, la sociedad y el abandono del barrio. Carlos se propone recomponer lo perdido desde ese momento, con su respuesta al paseante, cargando de confianza sus palabras: no pasa nada, es sólo un niño, no puede hacerme nada.