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No consiguen que Pablo cuente nada. A ratos llora, a ratos se queda callado, y sólo niega con monosílabos o frases cortas. Sara abraza al niño, y Carlos, acuclillado junto a ellos, intenta con trampas discursivas vencer su resistencia y obtener algo de información, ya que las preguntas directas no funcionan, pero cuando insiste demasiado su mujer le reprende con la mirada, y tiene que volver al tono susurrante: queremos ayudarte, Pablo, pero tienes que contarnos qué pasa, puedes confiar en nosotros, no tengas miedo. Sara intenta desabrochar el pantalón del niño para ponerle el pijama pero él se revuelve y pide hacerlo solo, que se vayan y le dejen vestirse solo, y ese arranque de locuacidad repentina tras tanto mutismo, y esa violenta resistencia tan distinta del pudor simpático y preadolescente con que últimamente pide que le dejen ducharse solo y no entren en la habitación cuando está cambiándose de ropa, ahora le delatan. Patalea y chilla, y Carlos tiene que inmovilizarlo sobre la cama, apretándole con fuerza las muñecas contra el colchón mientras la madre le baja los pantalones. En las nalgas encuentran señales de pinchazos superficiales, un par de hematomas circulares en los muslos y algunos arañazos y costras en las rodillas, si bien es difícil distinguir si se deben a una agresión o a alguna caída deportiva, toda vez que el niño, forcejeando, asegura que todas las heridas se las ha hecho él solo, y enumera tropiezos, golpes, juegos de patio. Sara le levanta la camiseta y encuentra más picotazos, pequeños lunares morados repartidos por el vientre y los costados, de distribución aleatoria, y que parecen causados por un objeto punzante que alguien usó con poca fuerza, o cuya punta roma no permitía causar más daño que ése. Le ponen el pijama, ya vencida la resistencia del niño, agotado y lloroso, y lo arropan en la cama.

Se van al salón y hablan en voz baja, si bien cada réplica levanta unos decibelios el tono, imperceptible en su progresión, pero suficiente para que, tras un par de minutos, estén ya gritando. Sara opina que hay que ir a la policía, poner una denuncia. Carlos discrepa: primero hay que hablar con el director y los profesores. Sara insiste en ir a la comisaría a la mañana siguiente. Carlos anuncia su propósito de ir al instituto, y que Pablo se quede en casa, lo excusarán por enfermedad. Sara repite mi niño, mi niño, mi niño, aunque su cansancio le impide enfatizar. Carlos promete que se enterará de lo sucedido. Sara le pregunta qué más necesitaba saber, está todo muy claro. Carlos responde que no saben mucho, sólo tienen sospechas. Sara muestra estupor y opina que todo es más que evidente, el niño está aterrorizado y además él mismo ha sido testigo y sabe quién es el agresor, vio cómo lo extorsionaba a la salida del instituto. Carlos muestra su esperanza en que el tema se resuelva en el propio centro escolar, pues la vía policial sería más traumática para Pablo. Sara dice no esperar nada del director ni de esa mierda de instituto, y para decir esto último reúne fuerzas y aliento suficientes, así como desprecio. Carlos le pide que se tranquilice. Sara repite hasta tres veces mierda de instituto, y añade: mira lo que le han hecho a mi niño, mientras recuerda otros episodios recientes que ahora toman otro cariz: un día que llegó con un párpado amoratado y lo explicó por un pelotazo, otro día con una uña negra que dijo haberse pillado con una puerta por descuido. Carlos razona que la culpa no es de ese instituto, que le podía haber pasado en cualquier otro. Entonces ella recupera una controversia familiar de meses atrás, que ya creían superada, y que ahora se demuestra cerrada en falso. Recuerda las discrepancias entre ambos por la elección del centro de estudios, la reticencia de Sara por la fama de conflictivo que tenía el más cercano a su casa, la defensa del modelo público de educación que hizo Carlos, y cómo habían discutido durante semanas sobre si debían prevalecer los principios o el bienestar del niño, o lo que es lo mismo, si el coste de defender unos principios era poner en peligro a su hijo. Entonces Carlos se esforzó en minimizar los posibles riesgos, visitaron el instituto, se entrevistaron con el equipo del mismo, conocieron a otros padres, y tras varios pulsos ella acabó cediendo, aunque ahora, meses después, parece cobrarse su revancha y, ya a gritos, recupera incluso momentos muy anteriores, el nacimiento de Pablo, su embarazo, tensiones conyugales en torno a la preferencia militante de Carlos por la sanidad pública, sustos y nervios por la inoperancia de un obstetra al borde de la jubilación, alivio al final pero una herida en la confianza que ahora volvía, sangrante y pestilente. Sara anuncia su determinación de que el niño no vuelva nunca más a ese centro. Carlos, que a estas alturas mide sus palabras para cerrar esas grietas por las que él mismo se ve y escucha meses atrás, le pide paciencia, confianza en que las cosas se resolverán. Sara le pregunta si él ha visto bien las piernas, el culo y la barriga del niño. De mi niño, dice, mira lo que le han hecho a mi niño, usando un posesivo excluyente que traza una línea divisoria en la casa y que siempre irrita a Carlos.