Se acaba el hilo.
Se acaba el hilo, al soltarse da un latigazo y el carrete gira en el vacío unos segundos, pero ella no levanta todavía el pie del pedal. Le gusta dejar que durante cinco o seis segundos el prensatela siga subiendo y bajando sólo con la aguja y marque el recorrido en la tela, punteando en vacío, sin costura, agujereando un sendero en zigzag que parece un mensaje en morse. No pasa nada, no es una blusa que la supervisora tenga que marcar después con un esparadrapo para señalar la tara, el bordado sin hilo sobre el que ya no puedes volver a bordar sin taladrar dos veces la tela, y que acabará en un cajón de saldos, ropa con defecto de fábrica, a mitad de precio. No, aquí no hay un control tan estricto, aunque tendrá cuidado en repasar el pespunte cuando cambie el carrete para no dejar un tramo sin hilo, pues la administrativa le contó que en su nómina le habían descontado cinco euros por unas cuantas páginas que se saltó y no copió. Lo había hecho, según le contó, precisamente para comprobar si había algún tipo de control en su trabajo, si tenía sentido seguir escrupulosamente las instrucciones o si podía dedicarse a aporrear las teclas o a copiar mil veces una misma frase, si lo importante era que trabajase o sólo que pareciese que trabajaba, que se lo pareciese a los espectadores; pero al ver la anotación en la nómina comprobó que no vale con simular, hay que trabajar de verdad, si es que esto se puede llamar así. Desde ese día, desde que la administrativa se lo contó aprovechando un momento en que se encontraron cuando una salía del baño y la otra entraba, ella ponía más cuidado en su labor, en seguir bien los dibujos marcados en la tela y no dejar, como ahora, puntadas sin hilo. No es que hasta ese momento hubiera actuado de otra forma, con descuido o saltándose metros para acabar antes; ni tampoco era necesaria la amenaza de descuento en la nómina, que ya lo decía su madre, se tarda lo mismo en hacerlo bien que mal, así que mejor hacerlo bien, que por amargar a otro acaba una amargada. De hecho, las seis semanas que lleva aquí le han servido para confirmar lo que ya sabía: que trabaja bien sin que le obliguen, sin que le descuenten los fallos ni le recompensen los resultados ni tenga encima a una supervisora de taller vigilando que no queden hilos por fuera y el remallado no se tuerza. Aquí es la primera vez que trabaja sin que nadie la controle, y hasta que la administrativa le contó lo de su nómina ni siquiera sabía que hubiera algún tipo de supervisión. Y sin embargo ella estaba haciendo bien su trabajo, incluso pareciéndole tan absurdo como le parece estar bordando dibujos geométricos con hilo doble en metros de tela sin fin. Se sorprendió por ello cuando llevaba una semana: una mañana estaba concentrada en un trazo complicado, levantaba un poco el pie del pedal para refrenar el sube y baja de la aguja, y acercaba los ojos al prensatela para dibujar bien el final de una curva en espiral que se iba cerrando cada vez más. Tras dar la última puntada y mirar la obra concluida, la espiral bordada sin desviarse un milímetro, sintió una satisfacción que en seguida le incomodó. No había puesto tanto cuidado en aquella tarea porque hubiese nadie supervisando, ni porque pudieran descontarle de su sueldo un error, ni siquiera, en este caso, porque hubiese público pendiente de ella, si es que en verdad alguien atiende a una mujer que pasa ocho horas encorvada frente a una máquina de coser, pues desde la grada no cree que se puedan distinguir los trazos que hace. No, no era nada de eso. Lo había hecho así, bien, esforzándose, pisando o soltando pedal, moviendo la tela suavemente para acompañar la curva que se iba cerrando cada vez más; le había dedicado más tiempo del imprescindible para trazar una espiral, que podía haber hecho deprisa y con menos atención, y sin que por ello el hilo se desviase mucho; y todo porque quería hacerlo bien, y de hecho al terminar y ver el resultado sonrió. Pero la sonrisa se le congeló, no le gustó aquella satisfacción inicial, le devolvía a tantas veces en que, en un taller donde los controles de calidad eran poco exigentes pues fabricaban ropa barata, se había sorprendido a sí misma esforzándose más de lo que le exigían para hacer un remallado no ya suficiente para superar el laxo control, sino perfecto, y no por obligación, ni por ningún tipo de recompensa, ni siquiera por orgullo, sino porque en el fondo ella era como su madre, así se sentía en esas ocasiones: había mamado todo ese esmero que su madre le pedía cuando cosían juntas en casa, cuando ellas dos y su tía eran pieceras y trabajaban en negro para un taller que les llevaba prendas para rematar, abrir los ojales, coser los botones o la etiqueta, bordar un escudo; las tres cosían con sus máquinas en el salón, con la tele de fondo, y si ella se apresuraba para terminar antes y poder salir con sus amigas, la madre revisaba su parte y le obligaba a rehacer un botón que estaba más alto que otro, un escudo que había quedado ligeramente torcido, y le rpetía lo de siempre, se tarda lo mismo en hacerlo bien que mal, así que mejor hacerlo bien, además de la retahíla de refranes que su madre y su tía colaban en la conversación incluso aunque no viniesen a cuento, antes que acabes no te alabes, el que hace un cesto hace ciento, el buen cirujano opera temprano, la mejor herencia es trabajo y diligencia, de dios abajo cada cual a su trabajo. Años después, ya en un taller, conoció a una compañera que ponía en su labor la misma atención y cuidado que su madre y su tía, a diferencia del resto de trabajadoras a las que la supervisora reprochaba a diario el descuido con que confeccionaban y el dinero que le hacían perder por las prendas que el fabricante devolvía. Intimó con aquella chica, fuera del trabajo pues allí dentro era imposible hablar con nadie, todas dándose la espalda y con el ruido inagotable de veinte máquinas corriendo a la vez; intimó por curiosidad, por comprobar si se trataba de un ejemplar actualizado de la misma categoría de su madre y su tía, mujeres hacendosas que decían que el trabajo justo da provecho y gusto, y que eran capaces de bordar doscientas colchas con el mismo esmero con que preparaban el ajuar para sus hijas. Pero qué va, aquella chica no era como su madre o su tía, probablemente había tenido la misma educación que ella, habría aprendido junto a una madre sentenciosa y abnegada que identificaba la decencia con el trabajo bien hecho; pero no era eso. En su caso, según le explicó ante dos tazas de café, su aplicación al coser era más bien una forma de rebeldía íntima, rechazaba sentirse como lo que los fabricantes de ropa pretendían que fuesen: robots, prolongaciones carnosas de las máquinas de coser a la que parecían unidas como centauros, de las que sólo se esperaba que trabajasen rápido, muy rápido, medido en prendas por hora; así que aquella chica se resistía y trataba de humanizar su trabajo haciéndolo bien, poniendo interés en ello, dedicándole más atención de la exigida. Eso es una tontería, respondió ella, te van a pagar lo mismo y a lo mejor hasta te acaban echando cuando vean que tardas más. Pero es que yo no lo hago para ganar más, respondió la otra, no te das cuenta de que, si no lo hacemos así, si no le ponemos un poco de ganas nuestro trabajo es una mierda, ocho o nueve horas metidas en ese cuchitril, apretadas y rodeadas de montañas de ropa, escuchando todo el tiempo el mismo traqueteo, con la espalda doblada y los hombros cargados, y eso no lo compensa ganar más ni ascender a supervisora ni que te elijan trabajadora del mes y te regalen un bono para comprar ropa en las tiendas del fabricante, yo necesito sentirme de otra manera para aguantarlo. Tal vez tenía razón, algo así le pasó a ella en la primera semana aquí, cuando sonrió al terminar aquel bordado en espiral, y sin embargo la sonrisa se le torció y le vino a la boca un viejo amargor que no era de aquí, no tenía que ver con esta nave donde si ella se aplica más no hay nadie que se beneficie de un trabajo mejor hecho, sino que tenía que ver con los diez años que llevaba cosiendo y las muchas veces en que había sonreído y luego se había sentido mal.
Toma del cajón otro carrete para reemplazar el que se ha terminado, y mientras retira uno y coloca el otro en el portahilo para empezar a devanarlo, se gira y mira hacia el espacio del albañil, que sigue deshabitado: no hay pared a medio levantar, las herramientas permanecen en su sitio, los sacos de cemento y los palés de ladrillo apilados, nadie ha hecho la mezcla aún. Su mirada se cruza un instante con la de la administrativa, que le hace un gesto con la cabeza en dirección al sitio del albañil y se encoge de hombros apretando los labios y abriendo mucho los ojos. Ella asiente en respuesta, y vuelve a la máquina. Toma el extremo, hace girar el carrete, lo pasa dándole dos vueltas alrededor del tirahilo, y después lo engancha en la bobina sobre la devanadora. Bloquea el prensatela y da un pisotón al pedal para que el hilo corra unos segundos con un silbido, hasta que la canilla patina por no poder enrollar más, momento en que levanta el pie del pedal, lo corta con las tijeras de costura que lleva colgadas al cuello, retira la bobina de la devanadora y la coloca en el compartimento inferior, encajándola bien y pasando la hebra por la muesca. A continuación toma el extremo superior y tira de él, lo pasa bajo el prensatela, y sube y baja manualmente hasta que la aguja está enhebrada. No puede verlos por los reflectantes, pero sería normal que los espectadores estuviesen ahora pendientes de ella, de sus movimientos rápidos de manos sobre las máquinas, desde la distancia no se aprecia el hilo y puede parecer que mueve los dedos a capricho, apresando el aire, acariciando la máquina, no le importaría que le colocasen una cámara que ampliase la operación en una pantalla gigante, para que todos pudieran admirar la facilidad con que hace algo para lo que cualquiera sería torpe, que vengan y lo comprueben ellos mismos, que salga un voluntario, alguien que quiera probar a devanar el carrete y enhebrar la máquina, los demás espectadores reirían con su torpeza cuando apretase el pedal más de la cuenta, sin ajustar bien la canilla, y saliese la bobina disparada, o cuando se rindiese tras cinco o seis intentos frustrados de enhebrar manualmente. Ella en cambio podría hacerlo con los ojos cerrados, no es exageración, lo ha hecho muchas veces, no en el taller donde temía un reproche por perder tiempo, pero sí en casa, con los ojos cerrados completar toda la operación, en realidad cuando lo hacía en el taller era como si lo hiciera con los ojos cerrados, pues no pensaba en lo que estaba haciendo, perdida en sus pensamientos, distraída con la música en los auriculares, hasta que de repente se detenía y comprobaba que en efecto ya había colocado otro carrete sin darse cuenta. Y eso que la remalladora de cuatro hilos del taller era más complicada, nada que ver con esta máquina doméstica que le han asignado aquí, cuando llegó el primer día le pareció una broma, es cierto que para el bordado simple y continuo que tiene que hacer no necesita nada más sofisticado, pero después de tanto tiempo trabajando con máquinas industriales le dio risa ver este trasto de andar por casa, para esto que le hubiesen dado mejor una aguja y un dedal y a coser a mano, más entretenida estaría, y algunos espectadores lo apreciarían más, como eso que leyó en el periódico gratuito cuando venía en el metro, un artículo de un pijo que decía que el espectáculo del trabajo, así lo llamó, el espectáculo del trabajo sería más bello si introdujese un componente artesanal, una entrañable costurera de aguja y dedal, un humilde carpintero, un esforzado herrero, incluso un agricultor labrando la tierra. Lista la máquina, desbloquea el pie, sitúa de nuevo el paño bajo el prensatela, en el punto en que se acabó el hilo y quedaron las puntadas ciegas, coloca las dos manos como siempre, las palmas hacia abajo, los dedos estirados y juntos en ángulo para dirigir el avance, y pisa el pedal para reanudar el bordado. Su madre estaría de acuerdo con el pijo del periódico, seguro, mucho más bonito ver a una mujer cosiendo a mano, porque aunque ella no llegaba a la radicalidad de la abuela, que se negó siempre a usar la máquina de coser y decía que donde hubiera un buen bordado a mano que se quitase tanto chisme, sin llegar a eso su madre sí encontraba el componente artesanal en toda costura, eso que ella no veía por ningún lado cuando remataban prendas de fábrica en casa o arreglaban la ropa del vecindario; ese componente artesanal que sólo había conocido en los ratos libres en que su madre soltaba la máquina, dejaba de coser etiquetas, botones y escudos y descansaba cosiendo un rato a mano, así decía cuando ella le reprochaba que siguiera dándole al hilo de noche: hija, si yo descanso así, que la máquina me deja baldada y con la aguja y el dedal recupero el movimiento de los dedos, y así no pierdo habilidad; ese componente artesanal que ella apenas entrevió y del que se olvidó en cuanto pisó el primer taller y la pusieron a remallar el mismo modelo de camiseta durante ocho horas diarias; ese componente artesanal que llenaba la casa familiar de colchas, cortinas, tapetes, pañuelos con las iniciales bordadas, abecedarios de punto de cruz, bufandas y gorros tricotados, bolsitos de macramé, cubrecamas de patchwork, y hasta encajes de bolillos, pues su madre lo probaba todo, siempre tenía varios trabajos iniciados a la vez, soltaba el mundillo con los alfileres y agarraba las agujas de punto, sacaba patrones de revistas viejas, y al menos una vez a la semana visitaba una enorme mercería donde pasaba una hora debatiendo con el dependiente sobre calidades de hilos, para desesperación de ella cuando la acompañaba. Su madre, que cuando iba a una casa revisaba los bordes de las cortinas y la calidad de las toallas, para luego quejarse a la salida de lo poco que cuidaban los detalles en esa casa; su madre que cuando la veía con una blusa nueva lo primero que hacía era mirarle las costuras por dentro y comprobar los acabados para luego reprocharle que comprase esa ropa barata en vez de hacérsela ella en casa; su madre tal vez encontraría ese carácter artístico que algunos dicen ver aquí, en la nave, y que hace que después de seis semanas siga viniendo gente a verles, y sigan aplaudiendo y haciendo fotos, aunque cada vez con menos intensidad, hay que reconocerlo, pues se ha pasado la novedad de los primeros días, ya todo el que viene sabe lo que va a encontrarse, tal vez incluso lo ha visto antes en uno de esos vídeos que las televisiones graban sin permiso, pero además, según oyó hace unos días en la radio, les ha salido ya un imitador, no aquí sino en otro país, no recuerda si es en Francia o en Italia donde dicen que han copiado lo visto aquí, también con trabajadores en una nave y público para verlo, lo comentó ayer a la salida con la teleoperadora, que se lo tomó a broma: y verás, al final se va a poner esto de moda, pero digo yo que en vez de copiarlo nos podían llevar a nosotros de gira, no te parece, en plan circo, por todas las capitales, para que nadie se pierda el espectáculo del trabajo, el arte del trabajo, la danza del trabajo, la música del trabajo, todas las chorradas que hay que oír. La teleoperadora, en el camino hacia la parada del autobús, hablaba sin parar, como si no hubiese tenido bastante con las decenas de llamadas repetidas, tal vez era su forma de descansar igual que su madre descansaba de coser cosiendo otras cosas, hablaba deprisa, atropellada, le decía que lo que tenían que hacer ellas, si la cosa se ponía de moda, era montárselo por su cuenta, nos vamos de aquí y abrimos nuestro propio espectáculo, y cobramos entrada, ya que les gusta tanto vernos trabajar pues que se rasquen el bolsillo, o mejor todavía, hacemos pases privados, seguro que hay gilipollas con pelas que pagarían por tenernos trabajando en su casa, para ambientar las fiestas pijas, en vez de un grupo tocando música pones en el jardín una banda de curritos dándole al ladrillo, al cuchillo y a la tricotosa, y hasta habrá algún pervertido que se ponga cachondo viéndonos, a ése le podemos hacer un numerito especial, levantarle una pared o coserle veinte metros de tela en su dormitorio, sólo para él mientras se la menea. La teleoperadora soltó una carcajada, ay, perdona por tanta parida, chica, pero es que oigo cada tontería que prefiero tomármelo a cachondeo para no llorar, porque esto es mejor no pensarlo demasiado, que si no nos deprimimos, y encima ahora con los espontáneos, que ya es lo que nos faltaba, hay gente para todo, pero digo yo que si quieren trabajar y que les miren, que se pongan a hacerlo en la calle, como los mimos ésos que se disfrazan y se suben en una caja y hacen que son estatuas, pues lo mismo, te coges el saco de cemento y los ladrillos y te plantas en la plaza, a lo mejor hasta te echan monedas, yo cuando esto se acabe igual me lo pienso, me pongo una silla y una mesa en el metro y que me vean trabajar, cuando se acabe o cuando se me hinchen mucho las narices, que a la próxima que nos suban el ritmo yo me largo, no me gusta que jueguen conmigo y eso es lo que está haciendo quien quiera que esté detrás de esto, jugar con nosotros, no te parece.
Levanta el pie del pedal y gira la cabeza hacia la izquierda para buscar a la teleoperadora, que en este momento habla por teléfono con su habitual sonrisa mientras busca algo en su bolso, hasta que levanta los ojos y sus miradas se cruzan, sin dejar de hablar ni sonreír le guiña un ojo, y luego mueve el pulgar hacia el sitio del albañil, donde sigue sin haber nadie. Están jugando con nosotros, repite la teleoperadora cada vez que se cruza con alguien en el camino del baño, están jugando con nosotros y no me gusta ser la muñeca de nadie; lo expresó una vez más hace dos días, cuando estaban ya todos sentados alrededor de la mesa para una nueva reunión en la cafetería del polígono. Y ahora qué hacemos, preguntó la administrativa, con su susurro silbante, mientras daba vueltas a la cucharilla en su taza de té. Qué vamos a hacer, saltó el carnicero, que ni siquiera se había sentado, apoyado en un taburete en la barra para dejar claro que no tenía intención de alargar la reunión: qué vamos a hacer, pues nada, seguir trabajando, no te parece. Claro, qué listo, como a ti no te han aumentado esta vez la cantidad de trabajo, intervino el albañil. Bueno, y qué, respondió el carnicero en tono altivo, ya me lo subieron la otra vez y no me quejé, joder, que no es para tanto, y si me lo suben la semana que viene pues aprieto los dientes y a seguir, que ya os dije que yo no tengo ganas de joder esto, y tampoco voy a permitir que vosotros me lo jodáis. Mucho defiendes tú esto, atacó el albañil, y qué casualidad que seas el único al que no han apretado las clavijas esta vez. Qué estás insinuando, saltó el carnicero. Yo no insinúo nada, respondió el albañil con calma antes de dar un sorbo a su cerveza. Lo que tengas que decir, me lo dices a la cara, le increpó el carnicero, que ya había tenido un par de encontronazos en los últimos días con él, después de que el albañil le reprochase los malos modos con que exigía al mozo que se diese más prisa en traerle los animales. Yo creo que están jugando con nosotros, intervino la teleoperadora, y no me gusta ser la muñeca de nadie. Pues nada, le respondió sonriente el carnicero, llama al teléfono de atención al cliente y te quejas, no te digo. Gilipollas, susurró la chica de las piezas geométricas, en voz baja aunque no lo suficiente como para que no la oyese el otro: sí, el gilipollas soy yo, no te jode, más bien los gilipollas sois vosotros, que firmasteis un contrato sabiendo que esto no era una empresa como las demás, que no era un trabajo como los otros, y ahora os lleváis las manos a la cabeza cuando os piden que curréis en serio tras más de un mes haciendo el paripé. Nadie te ha obligado a venir a la reunión, le interrumpió el mecánico, y tampoco tenemos por qué aguantar ese tono. Vale, vale, señor tuercas, dijo burlón el carnicero, que empezó a ponerse el abrigo, que sí, que ya me largo, pero si organizáis una manifestación o una huelga, me avisáis, eh, que tengo ganas de reírme un rato. Tras dejar un par de monedas en la barra, abrió la puerta y, ya desde la calle, les gritó: hasta mañana, héroes de la clase obrera. Ojito con éste, murmuró el albañil, rompiendo el silencio en que habían quedado: ojito con éste que es un chivato, éste sabe más que nosotros, y me juego el cuello a que habla con la empresa y les larga todo. Yo creo que es un gilipollas sin más, respondió la chica de las piezas, para qué iban a necesitar un chivato. Pues para saber si cumplimos los nuevos objetivos, por ejemplo. Sí, claro, como no nos ve nadie mientras trabajamos, intervino en voz baja la administrativa. Ya veréis, ya veréis, siguió el albañil, si no a ver por qué nos han metido más carga a todos menos a él, qué pasa, que es el niño bonito. Vamos a olvidarnos del carnicero, propuso ella, y vamos a decidir qué hacemos, que digo yo que algo habrá que hacer. No sé yo si podemos hacer mucho, respondió el chico que trabaja con un ordenador, y del que ella todavía no sabe bien a qué se dedica: el otro día me leí bien mi contrato, que me imagino es igual que el vuestro, y tiene una cláusula que habla de eventuales modificaciones en las condiciones de trabajo o algo así. Tendrá todas las cláusulas que quieras, le interrumpió la teleoperadora, pero ya te digo yo que ese contrato no es legal, no puede serlo con tanta cláusula y tantas condiciones raras, no es normal. Vale, retomó el muchacho, pero es que aquí nada es normal, que yo sepa en las empresas normales no tienes a doscientos tíos mirándote y haciéndote fotos. Entonces a ti te da lo mismo que te metan más caña, preguntó el albañil, y el muchacho pareció encogerse un poco al responder, bajó la voz y agachó la cabeza: no, no me da lo mismo, pero he trabajado en sitios mucho peores, y esto me parece bastante soportable hasta ahora. Todos hemos trabajado en sitios peores, apuntó ella, pero no se trata de eso, sino de si pueden cambiarnos las condiciones así por las buenas. Y sobre todo, susurró la administrativa, al margen de si tenemos que trabajar más o menos, seguimos sin saber de qué va todo esto, cuál es el objetivo, a dónde nos llevan. Aquí parece que siempre hablamos los mismos, le cortó la chica de las piezas geométricas, a mí me gustaría saber qué piensan los demás. Todos miraron hacia los que no habían abierto la boca: la limpiadora, el mozo y el camarero, que se encogieron de hombros casi al mismo tiempo. Habló primero el mozo: yo estoy bien, no trabajo más que en otros sitios, y pagan un poco mejor, no problema. A continuación, el camarero: a mí es que ni me mira la gente, yo hago lo mío como siempre, poner cafés y demás, me han dicho que tengo que abrir el kiosco media hora antes pero aun así echo menos horas que en cualquier bar, y también es verdad que pagan bien. Y por último la limpiadora, que rechazó intervenir pero que ante la insistencia de los demás acabó opinando, sin levantar mucho la voz: no sé, yo estoy de acuerdo con lo que digáis, lo mío es limpiar y lo hago aquí igual que en cualquier sitio. A continuación, el tono asambleario se descompuso en varios diálogos simultáneos, el mecánico con la chica de las piezas geométricas, la administrativa con el albañil, el camarero con el mozo, hasta que la teleoperadora reclamó atención, y acompañó su ruego con unos golpecitos de la cucharilla al vaso vacío para que todos quedasen en silencio: mirad, no sé vosotros pero yo estoy deseando irme a casa, me duele un montón la cabeza, así que vamos a dejar la tertulia y a resolver por la vía rápida, yo propongo que votemos, y acabamos antes. Y qué vamos a votar, preguntó ella, si no hemos decidido todavía qué se puede hacer. Pues para empezar podemos votar si estamos de acuerdo en que hay que hacer algo: a ver, que levanten la mano los que creen que deberíamos actuar. Cinco brazos se alzaron: el albañil, la administrativa, la chica de las piezas geométricas, la propia teleoperadora y ella, la costurera. Ahora, que levanten la mano los que prefieren no hacer nada. Otras cinco manos al aire: el mozo, el camarero, el mecánico, la limpiadora y el chico del ordenador. Pues estamos buenos, empate. No es empate, atajó el camarero, no es empate porque el carnicero no está, y habría votado que no. Sabéis lo que os digo, avanzó el albañil, que se puso en pie y cogió su abrigo: vosotros haced lo que queráis, pero yo no pienso seguir las nuevas órdenes, no voy a aumentar el ritmo, no voy a hacer más paredes al día, pienso trabajar como me parezca, en plan tranquilo, porque para no producir nada, para levantar paredes que luego acaban en el suelo, no voy a deslomarme. No me parece buena idea, le interrumpió la teleoperadora, si se hace algo tiene que ser entre todos, para que no haya represalias. Qué represalias ni que ocho cuartos, le respondió el albañil mientras contaba monedas en la mano: a ver qué te crees que nos van a hacer, ya veréis como no pasa nada porque yo trabaje a mi ritmo, no me van a echar, antes me largo yo, que ya me empiezo a aburrir de este jueguito.
Sin aflojar el pedal ni dejar de impulsar la tela, mientras prosigue a ciegas el bordado gira la cabeza y comprueba que el albañil sigue sin venir. Como prometió en la reunión de hace dos días, ayer pasó la jornada trabajando como le dio la gana, sin preocuparse por alcanzar el mínimo de paredes diarias que le acababan de aumentar. Todos estuvieron pendientes de él mientras hacían sus tareas, ellos sí cumpliendo con las nuevas exigencias, pero en todo momento con un ojo puesto en el albañil, inquietos, como si en cualquier momento fuesen a llevárselo detenido o se fuera a abrir una compuerta bajo sus pies que lo arrojase a un pozo con cocodrilos, pero no ocurrió nada, él levantó varias paredes con más lentitud que nunca, haciendo pausas frecuentes, tomándose su tiempo para remover la mezcla o alinear ladrillos en el suelo antes de colocarlos, incluso canturreando en un tono más elevado que de costumbre, como una provocación hacia no sabían quién, no hacia la empresa, cuyos representantes siguen siendo desconocidos; no hacia los espectadores, a los que no parecía importar el número de paredes y aplaudieron como cualquier día los mazazos; tampoco hacia ellos, que no estaban molestos por la manera en que parecía presumir de su libertad, excepto el carnicero que sí le reprochó a media mañana su comportamiento: dejó un cordero a medio pelar, y sin soltar el cuchillo dio unos pasos hacia la zona de obra y le habló en un tono de voz que buscaba ser oído por los demás pero no por los espectadores: tú qué pasa, te estás cachondeando de nosotros, quieres joder el invento o qué. El albañil se encaró con él, sin soltar la paleta pero sin tampoco perder la sonrisa: tranquilo, eh, tranquilo, que yo no me meto en lo tuyo, no te metas tú en lo mío, que corra el aire y así no tendremos problemas. Es que me estás jodiendo, y nos estás jodiendo a todos. Y qué vas a hacer, chivarte a la empresa. Quedaron unos segundos detenidos, frente a frente y en silencio, sosteniéndose la mirada y cada uno con su herramienta en la mano, el cuchillo corto en el puño crispado del carnicero, la paleta en la mano relajada del albañil, como si en cualquier momento fuesen a iniciar un duelo de espadachines con paleta y cuchillo. Por fin el mecánico se acercó a intermediar, venga, cada uno a su sitio que estamos dando el espectáculo, y logró separarlos mientras en efecto se acrecentaban los murmullos de los espectadores que no sabían si aquello era un número nuevo, tensiones entre trabajadores. El carnicero reanudó su tarea, aunque el resto del día sus cuchilladas sobre la madera sonaban furiosas, y pareció que destrozaba más los animales, sin el cuidado con que otras veces separa costillas y cintas de lomo; mientras que el albañil continuó su comedia de trabajo lento, pausas y canturreo. A tanto llegó su rebeldía que se marchó antes de su hora de salida: tras derribar una pared, decidió que ya era suficiente, recogió sin prisa escombros y herramientas, y salió, no sin antes despedirse uno por uno de los demás trabajadores, y sacudir una mano de adiós a los espectadores mientras caminaba hacia la puerta.
Oye, tú qué crees, que lo han echado o que se ha despedido él mismo, le pregunta de sopetón la teleoperadora, que se ha acercado hasta su puesto de costura por primera vez en seis semanas, y le habla en voz baja, con prisa, como si fuese a venir un supervisor a reprocharle que haya abandonado su mesa: yo estoy mosqueada, porque si estaba harto y ha decidido no volver, pues vale, muy bien, pero si lo han despedido deberíamos saberlo, por lo que nos pueda pasar a los demás, no crees. Sin esperar respuesta, la teleoperadora vuelve deprisa a su sitio, y ella se ha sorprendido tanto con la interrupción que no ha quitado el pie del pedal y la aguja ha seguido bordando en línea recta en vez de seguir el dibujo, en este caso un arabesco, que ahora ve recorrido por una cicatriz vertical. Detiene la máquina y mira el destrozo, pequeño pero evidente en comparación con lo cuidadoso del resto de la labor hasta ahora. Duda unos segundos: si saca el hilo con la tijera quedarán los agujeros, menos visibles que el bordado, pero tampoco sabe si merece la pena perder el tiempo. No está aquí su madre para pedirle que lo repita, buena era ella para las costuras torcidas o si un botón estaba más alto que otro, que se tarda lo mismo en hacerlo bien que mal, así que mejor hacerlo bien. Aquí querría verla, ocho horas bordando decenas de metros de tela continua, a ver si tenía algún refrán que sirviera para la ocasión. Los primeros días pensó invitar a su madre a que viniera, pero lo descartó porque bastante tiene la pobre con cuidar a su padre y a la tía, que ni tiempo tiene ya para coser, aunque en realidad era una forma de no reconocer la inseguridad que le provoca imaginar que su madre se sentase en la grada, entre el público, y la viera aquí, como un mono en la jaula, encorvada sobre la máquina y dedicada a una tarea sin fin y sin sentido. Quién sabe, quizás se sintiese orgullosa, quizás haya visto en la tele alguna de esas tertulias donde gente con títulos, como ella los llama, especula sobre la naturaleza de lo que hacen aquí en la nave, y lo consideran una instalación de arte singular y sospechan la autoría en la sombra de un conocido artista conceptual. Quizás entonces su madre la miraría con admiración, mi hija la artista, aunque también es probable que a la salida le pusiese todo tipo de reparos, con ese humor que se le ha ido amargando según avanzaban las enfermedades paralelas de su marido y su cuñada, y le corrigiese la postura ante la máquina, le reprochase un destrozo como el que acaba de hacer en la tela por descuido; o peor todavía, que se avergonzase, que encontrase humillante ver a su hija parte de este circo, ella siempre tan defensora del trabajo como fuente de dignidad, la gente decente que trabaja frente a los inmorales vagos, quizás sintiese la misma repugnancia que algunos espectadores confiesan en cartas a los periódicos, llamadas a las radios, comentarios en los foros de internet y una pancarta que de vez en cuando intentan colar en la nave, esto es intolerable, una burla a los trabajadores, una apología de la explotación; esos mismos que extienden teorías conspirativas que ven detrás un oscuro experimento de ingeniería social, una campaña encubierta de la patronal para naturalizar la explotación, o incluso una empresa que busca notoriedad para luego presentar sus productos. No espera que su madre llegase a una crítica tan elaborada, pero tal vez sentiría esa repugnancia, aunque no tuviera palabras para expresarla, su analfabetismo emocional no le ahorra el dolor, la tristeza o la ira aunque normalmente opte por callar por pudor ante su incapacidad para nombrar lo que siente. No tendría que decirle nada, le bastaría ver su cara, la imaginaría si no pudiera verla en la grada tras los reflectores, el labio inferior ligeramente montado sobre el superior y un imperceptible temblor en la mandíbula, los ojos vidriosos, hasta que no aguantase más y saliese de la nave, y mascase su amargor toda la tarde, como una bola que crece y se endurece en la boca y que le escupiría a la noche, cuando la llamase por teléfono: qué te ha parecido, mamá. Es asqueroso, hija, asqueroso, eso no es trabajar, eso es indecente; y ella aguantaría su lamento y sus apelaciones a la dignidad del trabajador adornadas con refranes, como tantas veces en que le afeó que se despidiese de un taller donde se sentía humillada y su madre le pedía que aguantase, que el trabajo es duro pero es trabajo, y más vale que sobre que no que falte, que no hay mayor desgracia que estar sin trabajo, con todo el paro que hay. Ella siempre le seguía la corriente, incluso le pedía perdón por su comportamiento, por despedirse del taller, por participar en este circo, y se aguantaba las ganas de responderle, las ganas acumuladas durante años de decirle: escúchame, mamá, estoy harta de tus refranes, y sobre todo estoy harta de tu viejo cuento de la dignidad del trabajo, la decencia del trabajo, la felicidad del trabajo, porque yo no he conocido nada de eso, y no creo que tú lo hayas conocido después de cincuenta años trabajando como una burra, qué dignidad es ésa, toneladas de dignidad tendrías que tener tú ya acumuladas, no me cuentes más historias, yo no quiero engañarme como tú, no me sirven tus principios, no me alcanzan para soportar cuarenta años atada a una máquina de coser, como tampoco me vale esa ética de andar por casa que te dieron tus padres, y a ellos tus abuelos, y así durante generaciones de costureras y porteros y camioneros y peones, podría poner en pie un árbol genealógico de trabajadores decentes y dignos, todos repitiéndose unos a otros, el trabajo que no falte, se tarda lo mismo en hacerlo bien que mal, el que hace un cesto hace ciento y tantos refranes que encima usas mal, que no sabes lo que significan de verdad, todos como hormiguitas responsables, creyendo que cumplís con vuestro deber, que tabajar mucho y bien es de gente decente, de buenos cristianos, que la pereza es mala, un vicio que hay que combatir con madrugones y esfuerzo.
Lo del árbol genealógico es algo que piensa a menudo, y aunque varias veces preguntó a su madre, y a su padre antes de que perdiese la cabeza, le cuesta poner en pie sus raíces. Es evidente que un linaje de obreros no deja tanto rastro como una familia de grandes propietarios, pero aun así lo intenta de vez en cuando, le entretiene en los momentos más aburridos de la máquina, cuando borda sin pensar. Por parte de su madre el camino hacia atrás es tan sencillo como limitado, no llega muy lejos: gente de campo, generaciones de labradores atados a la misma tierra sin que cambiase nada, ni las familias terratenientes, ni los cultivos, ni casi las técnicas de labranza, que evolucionaban con una lentitud de siglos. Su abuela, la madre de su madre, fue la primera de los Valverde que no trabajó la tierra, aunque hablar de los Valverde es mucho hablar pues tampoco está segura de que haya mucha continuidad en el apellido, ella misma ya no es Valverde, y probablemente dos o tres saltos hacia atrás se encontraría con un García, un Fernández o incluso un Expósito, no es el suyo precisamente un linaje de esos donde el apellido se salva con independencia de hijos o hijas, fijándolo con partícula. Su abuela fue la que hizo la transición del campo, que no abandonó del todo pues mantuvo las tareas reservadas a las mujeres, a la industria, de la que todavía participó marginalmente, cosiendo en casa la ropa que le servía el primer fabricante que abrió taller en el pueblo, y convirtiendo la costura, que hasta entonces era una labor doméstica y complementaria a las faenas del campo y el cuidado de los animales, en una labor productiva y retribuida. Si tiraba más atrás del hilo su madre no sabía darle demasiados detalles, resumía sus antepasados en una misma definición: hasta donde yo sé, hija, todos trabajaban la tierra. De modo que si ella intentara seguir el rastro no llegaría muy lejos, podría intentarlo en el registro civil, en los archivos parroquiales donde se registraban los bautizos y las defunciones, pero apenas reuniría nombres, apellidos y fechas poco firmes, nada de sus ocupaciones, que es lo que le interesa, ya que se trata de levantar un árbol genealógico laboral, seguir el rastro no de los apellidos, matrimonios e hijos muertos nada más nacer, sino la estirpe de oficios, dibujar un árbol donde pudiera ver a qué se dedicaron sus antepasados, qué camino han recorrido desde las cavernas hasta esta máquina de coser donde ella borda; lo de las cavernas siempre le hizo gracia, imaginar a sus tatarabuelos de milenios ya trabajando la tierra, pero se conformaría con llegar hasta un par de siglos atrás, tarea que encuentra imposible pues los trabajadores no dejan herencia ni escudos ni retratos de pintor de cámara ni diarios personales ni placas ni estatuas ni calles con su nombre, los agricultores no dejan huella de su esfuerzo, una cosecha borra la anterior, pero tampoco los albañiles marcan el mundo con su trabajo, nada de ellos cuentan las casas que construyeron ni los puentes que sobreviven milenios, por no hablar de las costureras, las ropas que no llevan el nombre de quien la cosió y que se desintegrarán tras haber cumplido el ciclo de vida de toda prenda: ropa de calle, después de trabajo, luego para estar por casa, y finalmente destrozada para hacer trapos o quizás enviada en un saco a un país pobre donde algún miserable reanude el ciclo. Por parte de su padre tampoco era precisamente una alcurnia que hubiese marcado la región, no eran labradores, no al menos en las generaciones inmediatas, reconocibles, probablemente sí más atrás; no eran gente de campo pero eso tampoco los hizo más perdurables, no eran ni siquiera artesanos que transmitiesen de padres a hijos una sabiduría manual, aunque en los primeros escalones más inmediatos de su familia paterna sí hubo una continuidad, lo más parecido a una herencia: su padre era portero del edificio donde ellos vivían ocupando el piso que estaba precisamente identificado con la placa de Portería para distinguirlos del resto de vecinos que no eran porteros; su padre había heredado el puesto de su progenitor, que también se ocupaba del cuidado y la limpieza del bloque, y que además se casó con la hija de otro portero del barrio, de modo que de ese hilo saldría incluso otra generación de cuidadores de fincas. Antes de caer enfermo su padre se lo contó así una vez que ella se lo preguntó: yo soy portero, mi padre también lo era, y mi abuelo por parte de madre, porque estos trabajos son así, pasan de padres a hijos muchas veces, el niño según crece va haciéndose cargo de cada vez más tareas, sacar los cubos de basura, pegar un manguerazo al patio, y aprende las pequeñas reparaciones, cómo cambiar la goma a un grifo que gotea, cómo reponer un fusible, hasta que llega un día en que sustituye a su padre cuando está enfermo, y los vecinos lo asumen ya como el nuevo portero, de modo que cuando toque relevo no habrá que buscar fuera, ya tenemos a este chico bien plantado y hacendoso, que puede aprovechar el mismo uniforme, el mono azul para la mañana y el traje con corbata para la tarde, que ha aprendido de su padre a hablar de usted a los vecinos que le responden con tuteo y a atender todas sus peticiones por ajenas que sean a sus obligaciones, mira a ver si puedes echarle un vistazo a mi cisterna que pierde agua, si no te importa podías ayudarme a cambiar de sitio un armario, te dejo la llave por si vienen a traer la lavadora, perdona que te moleste un domingo pero un perro se ha meado en el ascensor y alguien tendrá que recogerlo, un joven portero con energía renovada, que desde niño ha mamado en casa la servidumbre necesaria para el puesto, y al que además, si hace falta, si enferma o se coge las vacaciones, siempre podrá sustituirle su padre, el anterior portero ya jubilado, que se aburre en su ociosidad y siempre está deseando que le pidan un favor así, no le importa, verdad, serán sólo unos días hasta que su hijo se reincorpore, para no tener la portería desatendida, claro que no le importará, al contrario, seguro que estará encantado de vestirse de nuevo el mono matutino y el traje oscuro de la tarde, volver a ser el rey de la portería, recordar a los vecinos lo diligente que era, cómo por contraste su hijo ha perdido tensión en el puesto, no se da tanta prisa como él en fregar el portal, destroza el rosal del jardincito cuando lo recorta, no mantiene a raya a los repartidores de publicidad, vendedores a domicilio y pedigüeños con la contundencia con que él lo hacía, se ve que la raza de porteros va declinando en cada relevo. Ms allá del abuelo portero y la abuela hija de portero se abría un territorio vago, de trabajos más que de trabajadores, pues su padre era capaz de citar unos cuantos oficios familiares pero sin estar seguro de quiénes los ejercieron, sabe que en su familia hubo un conductor, pero unas veces decía que era por parte de padre y otras de madre y tampoco acertaba a concretar qué tipo de vehículos conducía; aseguraba también que había habido un policía, pero a veces lo convertía en guardia civil y otras incluso en militar, y en ese caso la herencia de uniforme y autoridad se habría perdido por falta de descendencia masculina.
Se gira una vez más hacia el sitio del albañil, donde no hay nadie, son ya más de las doce y no ha llegado. Ya que se ha girado mira unos segundos a sus compañeros, todos ahora concentrados en sus tareas, cuáles serán sus árboles genealógicos laborales, de qué oficios serán hijos y nietos, las limpiadoras suelen ser hijas de limpiadoras, el mecánico probablemente aprendió de un padre manitas con los dedos siempre llenos de grasa, y los demás tal vez no han heredado la profesión pero no deben de tener un linaje muy diferente al suyo, no tienen aspecto de llevar apellidos compuestos ni de volver en navidad a una gran mansión familiar, estaría bien preguntarles un día a la salida, con la teleoperadora ya tiene confianza para hacerlo, en su caso no parece probable que sea nieta ni menos bisnieta de chicas que sonreían al teléfono. Abandona sus ensoñaciones cuando ve, a su espalda, los dos rollos de tela que todavía le quedan, y de un vistazo al reloj confirma el retraso que lleva hoy, así que pisa el pedal, dobla la espalda, fija la vista en la aguja y acelera, pierde algo de precisión pero logra que la tela avance a velocidad de taller, a velocidad de camión esperando en la puerta para llevarse el pedido, deprisa chicas, que nos pilla el toro, cuando hacía falta metían el turbo, así lo decía aquella compañera que se montó su propio taller, meted el turbo que nos pilla el toro, era una muchacha como ella, un par de años más joven, y un día las citó a ella y a otras seis costureras a la salida del trabajo y les dio la noticia: he decidido montar mi propio taller, sí, no me miréis así, pensé que sería muy difícil pero he tenido suerte, mi padre me ha prestado el dinero para las máquinas, usaré el garaje de casa para ahorrarme local, y tengo apalabrado con el fabricante que me va a desviar una parte de los pedidos porque le he prometido que se lo haré más barato y más rápido que aquí, ya sé que os parece una locura pero yo ya estoy harta de aguantar lo que estamos aguantando, yo no quiero pasarme la vida remallando camisetas, quiero prosperar, si las cosas me van bien y ahorro un día podré tener mi propia marca de confección, pero mientras tanto habrá que aguantar el tirón para salir adelante, y aquí es donde entráis vosotras, por eso os lo cuento, porque quiero que os vengáis conmigo, sé que estáis igual de quemadas que yo, y aunque no puedo garantizaros nada tengo un pálpito, sé que me va a ir bien, que nos va a ir bien si estamos juntas. Todas escucharon en silencio, la chica hablaba atropelladamente, volvía atrás, perdía el hilo, retomaba algo que había dejado a medias, estuvo hablando sin parar más de treinta minutos, les dijo que ella corría con la inversión y con los riesgos, pero que si querían sumarse, si aportaban su trabajo a la empresa común, tendrían un porcentaje de participación en los beneficios, que al principio por supuesto no habría, pero con el tiempo ella sabía que se podía ganar mucho, sólo había que trabajar duro, más o menos lo que ya hacían en el taller pero con la diferencia de que no tendrían encima a la supervisora, y además estarían construyendo su propio trabajo, y con el tiempo ganarían más dinero, quizás ellas mismas podrían montar sus propios talleres más adelante, y si a ella le iba como esperaba les haría encargos, se lo prometía desde ese mismo momento. Completó un cuento de la lechera que no era demasiado convincente pero que bastó para cinco de ellas, que en efecto estaban hartas y querían cambiar. Por supuesto para su madre fue un drama que dejase el taller y se fuese a coser al garaje de una amiga, más vale trabajo en mano que dinero volando, de promesas está empedrado el infierno, cuando no tenía un refrán a mano adaptaba otros o se los inventaba con tal de no perder ese tono sentencioso con que creía ganar autoridad sobre su hija, pero ella no le hizo caso, se despidió del taller y se trasladó al garaje. Al principio todo fue como les había prometido: tenían máquinas de coser de segunda mano pero que no fallaban mucho, en el garaje estaban apretadas pero no más que en otros talleres, el fabricante cumplió su palabra y empezó a mandarles camiones con cajones de ropa para rematar, y el ambiente era en efecto mejor que en el taller, eran amigas, no había jefa o al menos la propietaria se cuidaba de no ejercer como tal, y no había supervisora marcando el ritmo ni falta que hacía, pues ya procuraban ellas mismas trabajar deprisa, no hacer pausas más largas de lo imprescindible para ir al baño, echar más horas cuando hacía falta, todo con tal de cumplir con los pedidos que iban creciendo según el fabricante se daba cuenta de que le salía más barato y que además se lo tenían a tiempo cuando lo necesitaba, sin importar domingos ni festivos si una semana había que surtir las tiendas en plena temporada de rebajas. Pero después de tres meses llegó la primera baja, una de las chicas anunció que se iba, que la habían cogido para el nuevo turno que abría la fábrica, y así cumplía la aspiración de todas, pasar del taller auxiliar a la fábrica principal, salir de los garajes, salones domésticos y locales sin ventilación y entrar en la gran nave, pero sobre todo dijo que no aguantaba más el ritmo, que estaba agotada y no veía por ninguna parte el reparto de beneficios prometido. Que no cunda el pánico, pidió sonriente la titular del taller, vamos a pisar el turbo que nos pilla el toro, cortó toda posibilidad de debate para evitar nuevas deserciones, que sin embargo no tardaron en llegar toda vez que la baja no fue cubierta y pasaron a hacer el mismo trabajo pero con una costurera menos, lo que incrementó las horas de trabajo, el cansancio y el dolor de espalda, pero también las tensiones entre ellas, que acabaron estallando tras meses de contención cuando una de las chicas se echó a llorar después de que la jefa, la que decía que no era jefa pero cada vez ejercía más, le reprochó que no llevase el mismo ritmo que las otras y que hubiera retrasado la salida del camión, que por su culpa el fabricante le hubiera amenazado con buscar otro taller; la acusada se echó a llorar, sin levantar el pie del pedal, con la aguja pegando puntadas sobre el mismo agujero de un pantalón; se echó a llorar y su llanto detuvo las máquinas, una a una todas fueron aflojando los pedales, se giraron en sus sillas, observaron en silencio a la que se había desmoronado, luego se miraron unas a otras sin hablar, y finalmente volvieron los ojos hacia la dueña del taller, que estalló en cólera sin que nadie hubiese llegado a abrir la boca: qué os pasa, ya sé, no es lo que os prometí pero yo qué culpa tengo, aquí la que está jugándosela soy yo, y mi padre que ha tenido que pedir otro crédito, si esto no da más dinero es culpa vuestra tanto o más que mía, porque os habéis ido relajando, habéis perdido las ganas de trabajar de los primeros días, a ver si os creéis que no me he dado cuenta, joder, que parece que si no tenéis una supervisora encima os tocáis la barriga a las primeras de cambio. Sí, venga, largaos, largaos, dijo al ver que todas se levantaban y cogían sus abrigos, largaos a ver si encontráis un taller donde os vigilen y os aprieten, qué decepción, yo pensaba que erais más valientes, que ibais a pelear por ser independientes, por construir vosotras mismas vuestro trabajo, pero ya veo que no, joder, pero esperad, no me podéis hacer esto, no os podéis largar así, hicimos un trato, no me jodáis ahora, hala, venga, las ratas que abandonan el barco.
Por fin, se abre la puerta al fondo de la nave, y el chirrido de las bisagras es como una señal para que todos detengan su trabajo y vuelvan la cabeza hacia allí, congelados en el último gesto, el cuchillo en alto, los dedos sobre el teclado, la sonrisa petrificada, la fregona a medio escurrir en el cubo, las piezas triangulares y rectangulares en las manos, la tuerca sin aflojar, se diría que el público también participa de la expectación, pues se ha hecho el silencio al abrirse la puerta, sobre cuyo fondo de luz exterior se recorta oscura la silueta del hombre que duda unos segundos, como abrumado por tantas miradas, hasta que por fin da un primerpaso y camina a buen ritmo hacia la zona de herramientas, sacos y palés. A esa distancia y fuera del alcance de los focos apenas distinguen el color acerado del mono, hasta que entra en la zona iluminada y es entonces, cuando se coloca el casco amarillo y los guantes, cuando todos logran verlo bien, con tal sorpresa que no pueden reanudar el trabajo donde lo dejaron. Anda, y éste qué hace aquí, exclama la teleoperadora, que no grita pero su voz resuena en la nave por el silencio general, poniendo voz al pensamiento de todos, y que se levanta de un salto y avanza con tanto ímpetu que olvida quitarse los auriculares, y acaba tirando al suelo el teléfono. Se desprende de los cascos, se olvida de la llamada que ha dejado a medias, y se acerca a la zona de obras, mientras los demás también se levantan y se aproximan, aunque quedan en segundo plano, dejándole a ella la iniciativa: oye, qué pasa, qué haces tú de albañil, pregunta la teleoperadora. El mozo, el que con el casco y los guantes puestos ya no es mozo, la mira sorprendido por su agresividad, y responde en voz baja: hago mi trabajo. Pero por qué tú, si tú no eres el albañil. Yo sí soy albañil, he trabajado en obras muchas veces. No digo que no, pero tú no eres el albañil aquí, tú eras el mozo, el albañil era otro, qué le ha pasado, dónde está. No lo sé, pregúntale a él, yo ahora soy el albañil. Y quién te ha dicho que seas el albañil, te han llamado de la empresa para pedírtelo. El hasta ayer mozo, ya albañil, asiente y le da la espalda para buscar las herramientas y empezar a medir el espacio para la pared que se dispone a levantar. Todos quedan en silencio, la teleoperadora a su espalda, los demás un par de metros detrás, en semicírculo, olvidados incluso del público, que ahora murmura pues no debe de entender lo que está pasando, desde la grada tampoco apreciarán la diferencia. El ex mozo, el nuevo albañil, se arrodilla y clava las reglas maestras, prescindiendo de las mediciones que hacía su predecesor, dando por buenas las marcas del suelo. Desde un rincón de la nave donde estaba montando una vez más una estructura metálica con forma de carpa, llega el otro mozo, con el que el ahora albañil se daba el relevo cada día ya que el puesto lo cubrían ellos dos en turnos de media jornada. El mozo, el que de repente es único mozo, se acerca a su compatriota y le pregunta algo en rumano. El albañil, desde el suelo, le contesta en un tono que parece jocoso y el mozo abre los ojos y la boca con expresión caricaturesca de asombro. Después, el albañil dice algo señalando hacia ellos, hacia los trabajadores que siguen paralizados a pocos metros, comenta algo moviendo el pulgar en dirección hacia ellos, y ambos ríen con carcajadas exageradas, amplificadas por el alto techo y el silencio ambiental. Después, se dan la mano y el mozo, el que sigue siendo mozo, se marcha hacia el fondo, hacia la puerta de salida. El albañil dibuja la línea entre reglas, sin medir antes, siguiendo la raya que permanece marcada desde el primer día. Cuando se incorpora y se acerca a la mesa para buscar el cordel, los demás dan un paso al frente, todos a una, y hablan varios a la vez: qué está pasando. Qué habéis hablado ése y tú. Por qué se va tu compañero. Por qué te han cambiado de puesto. El albañil, con gesto de fastidio, elige contestar sólo a una de las preguntas: mi compañero se va porque ha terminado su turno, como todos los días. Cuando se da la vuelta para volver a donde dejó las reglas clavadas, el carnicero le toma del brazo: oye, espera, que esto hay que aclararlo, explícame qué coño pasa, tú eres el albañil sólo hoy o ya para siempre. Yo trabajo en lo que me dicen, y ahora me dicen albañil, así que albañil. Ya, pero y tu compañero, qué pasa con él, va a seguir él siendo mozo o también será albañil. No lo sé, pregúntaselo a él cuando vuelva, y ahora por favor dejadme, que tengo mucho trabajo, como vosotros. Se arrodilla para atar el cordel a la altura de siempre sin molestarse en medir las marcas de las hiladas, y los demás dan por terminada la conversación y regresan a sus puestos, con pasos lentos que buscan expresar estupor, ella también, que se sienta y reanuda sin perder más tiempo la costura, bastante retrasada va hoy y tal vez tenga que quedarse un rato más para terminar el último rollo de tela.
Oye, tú no tendrás el teléfono del albañil, le interrumpe de nuevo la teleoperadora, que viene acompañada de la administrativa, las dos únicas que no están todavía en su puesto. Yo no, qué va, contesta ella. Teníamos que habernos dado los teléfonos, ahora no tenemos manera de hablar con él para que nos cuente qué ha pasado. A lo mejor viene, susurra la administradora, igual está entre el público. Las tres vuelven la mirada hacia la grada, arrugan los ojos deslumbradas por los focos, sólo perciben los comentarios de quienes están allí sentados, que todavía no entienden qué está pasando aquí abajo, hasta que alguien grita: menos cháchara y más trabajar, y el resto de espectadores estalla en una carcajada colectiva, acompañada a continuación de palmas y silbidos para celebrar la broma. Yo me voy a mi sitio, dice la teleoperadora, no sea que acabe como el albañil, y añade mientras se aleja: igual mañana llegáis y os encontráis al otro mozo con los auriculares puestos, haciendo llamadas. No, responde riendo ella, te sustituiré yo, me lo pido. Cuando quieras te lo cambio, propone ya desde su mesa la teleoperadora, me dejas coser un rato y tú haces las encuestas. Se cuelga los cascos, teclea y recupera la sonrisa para dar los buenos días al primero que atienda el teléfono. La administrativa se sienta también en su silla giratoria, recoloca un libro en el atril y empieza a teclear. Los demás ya han recuperado el ritmo anterior a la interrupción, las cuchilladas sobre la madera, el tintineo de las piezas metálicas al encajar, el golpe de la chapa del capó del coche al soltarlo en el suelo, y el chorro de agua que el albañil ya está echando sobre la arena y el cemento, trabaja deprisa, sin tanta ceremonia como su predecesor, lo remueve con la pala, sus movimientos son veloces, y en seguida está listo para colocar el primer ladrillo. Cuando quieras te lo cambio, dijo la teleoperadora: estaría bien, haría más entretenido el espectáculo o experimento o lo que sea esto, que fueran rotando en los trabajos, que un día le tocase a ella atender llamadas, otro teclear en el ordenador, poner ladrillos, cortar costillas o fregar el suelo, aquí no hay mucha ciencia en lo que hacen, a poner ladrillos o despiezar pollos se aprende en un rato, y tampoco habría que preocuparse por los resultados pues aquí no hay producción que valga, si la pared sale torcida no se va a caer ninguna casa, incluso su puesto de costurera sería intercambiable, cualquiera aprendería en un rato cómo enhebrar la máquina y cómo acompañar la tela con las manos regulando el pedal, no lo harían ni tan bien ni tan rápido como ella pero podrían hacerlo, pensándolo bien no se puede descartar que un día de éstos les llamen de la empresa y en vez de pedirles como las dos últimas veces que aumenten el ritmo, que hagan más paredes, más pollos, más llamadas o más metros de tela, les pidan que intercambien sus puestos, igual que al mozo ahora le toca ser albañil, que mañana a la administrativa le tocase llenar cajas con piezas cuadradas, redondas, triangulares y rectangulares, que la limpiadora descansase un poco y se sentase a teclear en el ordenador, que la teleoperadora agarrase el cuchillo y venciese el asco de sacar las tripas a un cerdo, que ella misma se colocase los auriculares y tratase de convencer a los telefoneados para que le contestasen a una sencilla encuesta, incluso abrir la posibilidad de que participe el público, no es descartable que un día suceda si decae el interés de los espectadores, si viene menos gente, podrían convertirlo en algo participativo, un parque de atracciones laborales, como ése para niños que abrieron hace unos años, cómo se llamaba, se lo contó una compañera que había llevado a su hijo, una ciudad en miniatura donde los niños juegan a ser mayores, recorren la ciudad y eligen en qué trabajar, un rato de médico, otro de cajero de banco, luego de reponedor en el supermercado, más tarde bombero, como cuando ellas jugaban de pequeñas a los oficios, aunque elegían ser médicos y profesores, nunca se pedían costureras, albañiles ni limpiadoras. Su compañera llevó a su hijo a aquel parque de atracciones y volvió indignada: los niños se lo pasan muy bien, sí, pero yo veía a mi hijo y me daba la sensación de que me lo estaban domando ya de pequeño, educándolo como currante para que sepa cómo funciona el mundo, iba y se ponía a la cola del supermercado con otros niños hasta que quedase una plaza libre para cajero o reponedor, a él le divertía pero yo veía algo de crueldad, una versión naif del mundo real para que los niños vayan aprendiendo cómo son las cosas, cómo hay dueños del trabajo y gente que hace cola para que le contraten, después de trabajar un rato le daban dinero de mentira y usaba ese sueldo para pagar un cursillo de enfermería en el hospital y poder emplearse después en él, ya te digo, real como la vida misma, pero divertido, para que piensen que en el fondo trabajar es como jugar pero con dinero de verdad y jefes de verdad, esa ilusión que todas traemos de cuando de pequeñas jugábamos a los oficios, y que cuando creces y empiezas a trabajar todavía te dura un tiempo porque ganas dinero de verdad y te puedes comprar cosas y te vas de casa y tienes tu primer coche, y piensas que no es mal trato entregar lo mejor de ti de lunes a viernes para a cambio disfrutar los fines de semana, salir con los amigos, ir de tiendas, hacer viajes, y el resto de la historia no hace falta que te la cuente, aquí estamos.
Pisa el pedal a fondo y ahora sí, el brazo mecánico sube y baja a tal velocidad que no puede distinguir la aguja, y empuja con más ímpetu la tela, las dos manos sobre él, con los dedos extendidos y juntos, van acompañando el lienzo hacia delante hasta que estira los brazos y entonces devuelve las manos hacia atrás, a la posición inicial, sostiene el rollo sobre sus piernas y desde ahí se va desenrollando y cae por detrás de la máquina, la tela avanza a tal velocidad ahora que parece una carretera cuyo asfalto fuese desapareciendo bajo el coche, una carretera sinuosa, pues a la vez que empuja va girando la tela según el recorrido de los dibujos que debe bordar, el hilo va trazando espirales, arabescos, flores abiertas, cenefas, círculos, triángulos, volutas, y si no tuviese que detener la máquina para cambiar el carrete de hilo cuando se acabe o el rollo de tela cuando llegue a su fin podría estar así las ocho horas, sin parar, el pie a fondo en el pedal, la espalda doblada, los ojos fijos en la labor, los brazos avanzando y retrocediendo, no cabe máquina más perfecta que ella misma, ella es la pieza decisiva, en menos de una hora sería capaz de recuperar el retraso que lleva hoy si no fuese por una nueva interrupción, un intercambio de gritos a su espalda que le hace levantar otra vez el pie, soltar la tela y girar la cabeza. La teleoperadora, el mecánico, la administrativa y la chica de las piezas se han levantado y juntos forman una barrera que le impide ver bien lo que ocurre en el puesto del albañil, así que, animada por el murmullo cada vez más alto del público, ella también se levanta y se acerca. Al llegar están ya todos los trabajadores, formando de nuevo un semicírculo, esta vez alrededor del nuevo albañil y del carnicero, que en este momento habla hacia ellos, como un actor que en el teatro se dirige enfático al público: qué decís vosotros, tengo o no tengo razón, pues explicádselo a él, que se ve que como es rumano no me entiende bien. Entiendo muy bien, replica el otro, gesticulando con la paleta en la mano, entiendo muy bien, pero no tienes razón. Pero vamos a ver, insiste el carnicero, si a ti no te han dicho nada, por qué vas a dejar de hacerlo. Ya te lo he dicho, no soy el mozo, ahora soy el albañil, y los albañiles no cargan animales, eso lo hacen los mozos. Claro, y tú eres el mozo. No soy el mozo, soy el albañil. A ver si te crees que te han ascendido por ponerte un casco y darte una paleta, aquí todos tenemos unas instrucciones, y las tuyas son que me tienes que traer los animales cuando te los pida. Ésas eran las instrucciones del mozo, las del albañil son otras. Que me dejes ya con tu rollo y me traigas los animales de una puta vez, que ya me estoy hartando del jueguecito del albañil y el mozo, eres tú, eres el mismo que ayer y antes de ayer y desde hace un mes me trae los pollos y los cerdos y las terneras, así que me da igual que te hayas disfrazado de albañil, es como si mañana vengo yo y me pongo los auriculares de ésta y digo que ahora me pido atender las llamadas, y que corte otro la carne. A mí me lo han dicho ellos, me han mandado que ahora sea el albañil. Ellos, qué ellos, quiénes son ellos. No lo sé, a mí me han llamado de la empresa de trabajo temporal, igual que cada día me llamaban para decirme lo que tenía que hacer y a qué hora debía venir. Pero a que ningún día te recordaban que me tenías que traer los animales, claro que no, porque eso era todos los días, independientemente de que estuvieses montando un tenderete o ensobrando. Sí, pero eso lo hace el mozo, no el albañil. Y dale con lo mismo, vale, y qué pasa con tu colega, el otro rumano, cuando venga mañana será mozo o albañil. No lo sé, pregúntaselo a él cuando venga, él hará lo que le manden. Vale, vale, vamos a llevarnos bien, no nos pongamos nerviosos, mira, hacemos un trato, tú me traes hoy los animales y mañana hablo con tu colega, o llamo a la empresa y me entero de qué pasa, te parece. No me parece, yo no te llevo más animales, soy albañil. El carnicero exagera sus gestos de desesperación y furia, como si los teatralizase para quienes le miran, no para los trabajadores sino para los espectadores que en la grada parecen estar pasándolo mejor que nunca, algunos aplauden las réplicas del rumano, otros chiflan, se suceden las carcajadas, un gracioso grita que él se ofrece voluntario para traer los animales y los demás celebran con risas su ocurrencia. El carnicero parece resentido por las risas y aplausos, pues el público ha tomado partido por el albañil. El mecánico se adelanta e intercede en voz baja: bueno, yo creo que ya hemos dado bastante el show, dejadlo ya que os van a acabar sacando a hombros. Tú no te metas, responde con desprecio el carnicero, déjame que esto tenemos que arreglarlo aquí y ahora. No lo estás arreglando, lo estás jodiendo más, murmura el mecánico. No, mira, replica el carnicero, es que ya no es sólo que me traiga o me deje de traer los animales, es que me parece que este cabrón se está cachondeando de mí, y por ahí sí que no paso. Yo no te he insultado a ti, salta el albañil, que se había agachado para seguir con su pared y que ahora se ha incorporado de golpe. Pues deja de tocarme las pelotas y haz tu trabajo, le grita el carnicero, lo que es respondido por abucheos en la grada, a los que responde él mostrando el dedo corazón extendido de la mano derecha en dirección al público, que amplifica el abucheo. Ya vale de bronca, interviene el vigilante de seguridad, que ha llegado a la carrera desde la puerta. Por fin llegó la autoridad, bromea el carnicero, a ver si tú haces entrar en razón a este menda, que no quiere hacer su trabajo. Estoy haciendo mi trabajo, responde el albañil sin mirarle, mientras coloca un ladrillo, y eso es lo que tenías que hacer tú, trabajar en vez de molestar a los que trabajamos. Esta última intervención es aplaudida con etusiasmo por el público, para mayor irritación del carnicero, que adelanta cuatro pasos y, con la misma carrerilla que lleva, retrasa la pierna derecha y la levanta con fuerza para dar una patada a la pared a medio construir, derriba tres hiladas de ladrillos con estrépito y el albañil pierde el equilibrio por el susto y cae de culo al suelo, aunque se levanta de un salto y a punto está de golpear al carnicero con la paleta si no llega a ser porque el guardia se interpone entre ambos y, abriendo los brazos en cruz, pone una mano en el pecho de cada uno y detiene el inminente choque. Después, entre el mecánico y el camarero sujetan al carnicero, mientras que el vigilante obliga a retroceder al albañil con dos empujones, ambos contendientes se gritan amenazas e insultos, uno en rumano y el otro en español, pero ninguno se entiende pues son inaudibles bajo el abucheo, los silbidos y el pataleo con que la grada parece censurar el incidente, aunque también podría ser que estuviesen quejándose por que el vigilante no haya permitido el espectáculo de una pelea, otra vez será.