Su llegada es la que.
Su llegada es la que más expectación levanta, de eso está seguro: no sólo los espectadores, tanto los nuevos que se sobresaltan como los reincidentes que lo celebran; también los trabajadores detienen su actividad cuando él entra, aunque sólo sea por el ruido que provoca y por la curiosidad de ver qué modelo toca hoy. Abre el portalón del fondo de la nave, que comunica con una zona que en su día debió ser muelle de descarga. Al arrastrarlo por el raíl levanta un chirrido metálico que reclama la atención hacia la oscuridad al otro lado. Entonces se oye el carraspeo del motor al arrancar, los acelerones para que no se cale, se encienden los dos faros como ojos monstruosos de repente abiertos, y lentamente entra en la nave, para sorpresa de los que vienen por primera vez y satisfacción de los repetidores, que cuentan esta parte entre las favoritas, la que más aplausos recibe, la que más comentarios ha provocado en la prensa en estas cuatro semanas. Como además son modelos viejos, de no menos de veinte años, añaden un toque entrañable que agradecen los espectadores. Es fácil imaginar los comentarios que acaba de provocar en la grada: mira, un R-12, hacía años que no veía uno. Yo tuve uno igual, qué buenos recuerdos. Debería estar en un museo, pobre coche, por qué le hacen esto. Si, como hoy, los espectadores se arrancan a aplaudir, él no puede esconder una sonrisa boba, entre avergonzado y encantado, pues no le disgusta el recibimiento pero al mismo tiempo se siente como una azafata de aquellos concursos de televisión donde de repente, tras contestar bien una pregunta o resolver un acertijo, se abría una parte del decorado y aparecía el premio gordo, el coche, con las luces encendidas y la intermitencia lanzando guiños al público que aplaudía como ahora. Claro que no siempre tiene una entrada tan festiva, pues le ha pasado ya varias veces que el automóvil no arranque y, tras girar varias veces la llave de contacto, acabe empujándolo, con la puerta abierta y una mano en el volante, para acercarlo hasta el área de trabajo, perdiendo mucho del encanto, pero es algo normal siendo coches que vienen del desguace. Avanza despacio hasta la zona central que tiene reservada, y maniobra con cuidado para dejarlo bien colocado, con las ruedas alineadas sobre las plataformas paralelas del elevador. Apaga el contacto, y al bajarse es incapaz de mirar hacia la grada, más allá de los reflectores, evita el saludo que siempre piensa que debería dedicar a quienes hasta hace unos segundos le aplaudían. Da unos pasos hasta el carro de herramientas, y lo empuja hasta dejarlo a medio metro de la parte delantera del coche. Se coloca las gafas protectoras, abre el cajón superior y revisa que no falte nada: el juego completo de destornilladores con todas las cabezas posibles, plana, estrella, Philips, Torx, Pozidriv, así como llaves de todos los tamaños y formas, de tubo, de carraca, de vaso, en cruz, Allen, y también botadores, granetes, sacagrapas y un montón de herramientas que nunca necesitará aquí. El primer día le sorprendió encontrar un carro tan completo, con todo lo que tenía en el taller pero también herramientas de chapa que nunca había usado y que recordaba vagamente de cuando la FP, los martillos de carrocero, de lima, sufrideras, caladoras, despuntadoras y otras cuyo nombre ha olvidado; un carro de cinco cajones llenos, un regalo para alguien como él, que siempre ha disfrutado desmontando todo lo que se dejase, sacando tornillos y levantando placas de cualquier aparato que agotase su vida útil, por no hablar de su propio coche, al que lleva años cambiando pieza por pieza para hacerlo singular, a su gusto. Un carro lleno como no ha visto nunca; lo encontró el primer día sin estrenar, con todas las herramientas ordenadas en los cajones, clasificadas, brillantes, algo más propio de una ferretería que de un taller donde todo está siempre grasiento y mezclado. Al levantar el capó todavía se sabe centro de todas las miradas, las de la grada pero también las de sus compañeros, que poco a poco van regresando a sus tareas: mientras él desconecta los bornes de la batería, el albañil coloca otro ladrillo, el carnicero da un golpe de cuchillo contra un costillar sobre la madera, la administrativa reanuda el tecleo en el ordenador, la chica de las cajas reinicia la secuencia de piezas geométricas, el mozo dobla un folio y lo corta por la mitad antes de meterlo en un sobre, la costurera enciende otra vez la máquina, la teleoperadora mueve los labios al hablar, el muchacho del otro ordenador mueve el ratón sin apartar la vista de la pantalla; y mientras él afloja los cuatro tornillos que unen el capó al resto de la carrocería, los demás van aumentando la velocidad de sus movimientos, recuperando el ritmo que interrumpió la entrada del coche, se oye el ris-ras-ris-ras de la paleta del albañil al raspar el cemento sobrante, el tomp-tomp de las cuchilladas sobre la tabla, el tac-tac-tac de las teclas golpeadas con furia, el clin-clin de las piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares, el risssss del folio al rasgarse, el treq-treq-treq-treq de la máquina de coser, el susurro sshh-sshh de la sonrisa telefónica, el clic-clic del ratón activado con nervio, el planc del capó al soltarlo en el suelo. Como si una mano en la sombra girase una rueda, el conjunto va gradualmente cogiendo velocidad, risras, ris-ras, ris-ras, tomp —tomp-tomp, tac-tac-tac-tac-tac, clin-clin-clin-clin, risssss, risssss, treq-treq-treq-treq-treq, sshh-sshh, sshh-sshh, clic-clic-clic, y si alguien, él mismo mientras desencaja los limpiaparabrisas, cierra los ojos unos segundos y se concentra en escuchar, comprobará que no se pueden aislar los sonidos, que todos forman parte de un mismo tema, ris-ras-tomp-tac-tac-risssssclin-clin-tomp-treq-treq — ris-ras-sshh-sshh-tac-tac-tactreq-treq-tomp-treq-treq-clic-clic-ris-ras-tac-tac, percibe que cada vez se acoplan mejor unos con otros, como instrumentos que entran a su tiempo según lo marcado en la partitura hasta sonar como uno solo. Le gusta esa metáfora musical, la escuchó en la tele hace un par de noches, en un programa nocturno donde un catedrático decía, tras visitar la nave, que se había emocionado, ésa fue la palabra que usó, emocionado, y comparó lo aquí visto con un concierto, donde cada instrumentista toca su parte pero todos se armonizan en un mismo tema; insistió en la tesis, aunque cada vez tiene menos defensores, de que todo es una representación, que hay una voluntad artística, que los trabajadores son en realidad actores, o músicos, dijo, pues tienen un notable sentido del ritmo, de la armonía, basta sentarse en la grada y observarlos durante unos minutos, mejor que observarlos escucharlos, con los ojos cerrados como el catedrático confesó que había hecho en su visita, escuchar primero por separado, aislándolos, el risras-ris-ras, el tomp-tomp, el tac-tac-tac, el clin-clin, el risssss, el treq-treq-treq-treq, el sshh-sshh, el clic —clic, el planc, y después dejar que cada uno encaje en su sitio y todos suenen a la vez, ris-ras-tomp-tac-tac-risssss-clinclin-tomp — treq-treq-ris-ras-sshh-sshh-tac-tac-tac-treqtreq-tomp-treq-treq-clic —clic-ris-ras-tac-tac. Me pareció un capullo, le dijo anoche la chica de las piezas geométricas mientras tomaban una cerveza en la cafetería del polígono, yo también lo vi al catedrático ése, menudo capullo, no ha trabajado en su puta vida, mira que decir que hacemos música. Él pidió otras dos cervezas y no se atrevió a llevarle la contraria, no quería discutir con ella ni parecerle él también un capullo como el catedrático; le gusta, llevan una semana intercambiando sonrisas y bromas, ella desde su mesa llena de cajas y piezas, él forcejeando con las tuercas, y la cita de ayer a la salida le hizo albergar esperanzas de algo más, así que no le dijo que él, aunque no ha llegado a emocionarse, sí encuentra algo de belleza en lo que hacen en la nave; él no tiene oído para la música pero entiende lo que explicó el catedrático, de hecho le gusta sentirse como un concertista, girar la llave como quien maneja el arco del violín; o cmo un bailarín, pues el tipo, el capullo como lo llamó la chica, también habló de baile, aseguró que visualmente el espectáculo tiene mucha fuerza, que hay un elemento coreográfico, que no puede ser casualidad la forma en que se mueven unos y otros, cómo parecen sincronizar algunos movimientos, el carnicero levanta el cuchillo y el albañil mueve la paleta a la vez mientras la chica se gira a colocar la caja, la administrativa vuelve una página, la costurera se agacha para soltar otro metro de tela, y es cierto que no ocurre siempre así, que a veces el carnicero está tironeando el pellejo de una ternera mientras el albañil abre un palé de ladrillos, la costurera enhebra el hilo en la máquina y la administrativa arruga los ojos ante la pantalla para revisar si se ha confundido, pero esos momentos en que todos parecen responder a un mismo latido, eso dijo el catedrático, eso dijo el capullo, un mismo latido, cuando toda la nave es una sístole-diástole o una marea que avanza y retrocede marcando el ritmo, fíjate qué capullo, sístole-diástole, marea, ritmo; esos momentos contienen mucha belleza, dijo el catedrático, dijo el capullo, emocionado. Ris-ras-tomp-tac-tac — risssssclin-clin-tomp-treq-treq-sshh-ris-ras-tac-tac-tac-treqtreq —tomp-treq-sshh-treq-clic-clic-ris-ras-tomp-tac-tacrisssss-clin-clin —tomp-treq-treq-ris-ras-tac-tac-tac-sshtreq-treq-tomp-treq-treq-clic —clic.
Consigue soltar los tornillos del parachoques delantero, lo hace tumbado en el suelo, todavía no ha accionado el elevador y cuesta meter el destornillador por el hueco para encontrar a ciegas la pieza, cuando por fin lo suelta lo sostiene con una mano para que no le aplaste el brazo, y al apartarse lo deja caer, lo hace a posta, un golpe inesperado, como una percusión en medio de la sinfonía, un violento golpe de timbal que no detiene a los músicos sino que los acelera más aún, salvo a la chica de las piezas geométricas que se sobresalta con el ruido, y en su respingo y su chillido él sospecha algo teatral, una forma de coquetería, tan intencionada como dejar caer el parachoques, sólo ella ha respondido a su timbal, y después una sonrisa y un movimiento de cabeza reprochando los sustos que le da, hay que ver qué susto. Anoche no pasó nada, tras las cervezas la acompañó hasta el metro y se despidieron con dos besos que nunca se habían dado, lo que unido a la sonrisa de hoy al llegar y al sobresalto fingido al caer el parachoques, le dan esperanzas, tal vez debería invitarla a otra cerveza hoy a la salida, o dejar pasar un par de días para no correr demasiado no sea que la agobie, ni siquiera sabe si ella tiene novio, por no saber no sabe ni su nombre, fue idiota por no preguntárselo al principio, cuando le dijo si quería tomar una cerveza a la salida, y ahora ya le da vergüenza hacerlo a destiempo. Ella se reincorpora a la orquesta con su xilófono, el clinclin que faltó unos segundos, y él, mientras extrae los faros delanteros, observa a los demás intentando sorprender ese momento de belleza de que hablaba el capullo, el catedrático; no llega a apreciar la sincronización, la armonía, pero sí ve el ritmo, la velocidad de movimientos común a todos, acelerados desde que hace tres días la costurera, la administrativa y él mismo recibieron también la llamada que les comunicaba el cambio, las nuevas condiciones, los nuevos objetivos de trabajo, de forma que se unían a los que una semana antes ya habían sido avisados para incrementar el ritmo diario. En su caso no le han pedido que se haga otro coche, pues con uno al día ya tiene bastante, pero sí le solicitaron, de forma muy educada y citando una cláusula del contrato, que por favor a partir de ahora desmonte también las piezas menores, especialmente las del motor, que no se limite a sacarlo con la carretilla mecánica sino que lo desguace hasta el último tornillo, cosa que no le importó demasiado, al contrario, es su momento favorito, cuando coloca el motor en el suelo y se sienta frente a él, lo abraza con las piernas, acerca el carrito para tener todas las herramientas a mano, y tornillo a tornillo, tuerca a tuerca, va separando cada parte, la tapa, el árbol de levas, las correas, cilindros, cojinetes, poleas, el cárter, el cigüeñal, la junta, el eje, la culata con las válvulas, los va colocando alineados en el suelo y en ese momento suele mirar al carnicero, le gusta pensar que ambos están despiezando un animal, aquél un cerdo, él un motor al que también saca filetes y costillas. De hecho, lo que hace ahora se parece a despellejarlo: tras separar el parachoques trasero, se viste el cinturón de herramientas, lo arma con destornilladores de varios tamaños, y da vueltas alrededor del coche dándole pellizcos para sacarle el pellejo: retrovisores, antena, faldones, embellecedores, molduras, el anagrama de la marca, las manetas de las puertas, va desmontando todas las partes pequeñas y las va colocando en el suelo, un par de metros a la derecha del coche, para conseguir un efecto visual que nadie le ha pedido pero que le encanta y que cree que contribuye a la belleza, a la orquesta: sitúa las piezas en la misma posición en que estaban en su emplazamiento original, pero separadas entre sí varios centímetros, para acabar reproduciendo esas fotos que siempre admira en las revistas de automoción, donde un coche entero ha sido despiezado hasta el último tornillo y yace en el suelo siguiendo la disposición de sus componentes, el capó al frente con los faros unos centímetros por delante, las puertas tumbadas a ambos lados de los asientos y escoltadas por las redas, el portón del maletero detrás, la matrícula en el suelo, y al lado el motor y los elementos mecánicos igualmente formando un diagrama, como si fuese un fósil aplanado.
A la chica se le resbala una pieza metálica y ahora es él quien se sobresalta cuando golpea el suelo, da un respingo teatral, ella se ríe y él le devuelve la sonrisa con un guiño, tienen varios momentos así a lo largo del día, han desarrollado esa complicidad de sobresaltos, él deja caer un parachoques y ella da un gritito, a ella se le escapa un triángulo y él salta, momentos cada vez más frecuentes pues a ella se le caen las piezas más que antes, desde que le han aumentado el ritmo, el número de cajas a completar cada día, tiene que hacerlo todo más deprisa, coge las piezas de dos en dos y al girarse para tomar una caja nueva ya está agarrando nuevas piezas con la mano libre, es normal que alguna se escurra, de la misma manera que la administrativa lanza un bufido cada vez que escribe algo mal por las prisas y tiene que volver atrás, o el albañil se queja llevándose la mano a la zona lumbar porque se ha incorporado sin cuidado; todos cometen errores con más frecuencia desde que tienen que completar más paredes, más documentos copiados, más cajas llenas, salvo el carnicero, al que la chica no quiere mirar, así se lo contó ayer: no quiero mirarlo porque me pone mala, a la velocidad que mueve el cuchillo, cualquier día se va a llevar un dedo, además cuando lo miro me sostiene la mirada sin dejar de cortar, sigue troceando a ciegas, incluso me sonríe, yo creo que para ponerme nerviosa. La chica le dijo que por ahora no lleva mal el aumento de ritmo, que está acostumbrada a trabajar incluso más deprisa, pero que le duelen las manos al final del día por tener que cogerlas siempre de dos en dos, y le mostró las manos extendidas, ligeramente hinchadas, lo que aprovechó él para tocarlas, posó apenas los dedos en sus nudillos para comprobar lo endurecidos que estaban, y le recorrió un calambre el estómago al hacerlo. También ha oído quejarse a la administrativa, dice que ella tiene pulsaciones como para eso y más, pero que el problema es estar todo el día haciendo lo mismo, todo el día tecleando, copiando textos sin sentido, que le duele la cabeza tras tantas horas pendiente de la pantalla, porque en otros trabajos tenía momentos en que cambiaba de actividad, atendía el teléfono, llevaba unas carpetas a otro departamento, servía café a los reunidos, pero aquí no, y empieza a plantearse si merece la pena seguir, cualquier día lo deja y se busca otra cosa, un trabajo de los de toda la vida. Los únicos que no se han quejado todavía del cambio en las condiciones de trabajo, de la mayor exigencia, son el carnicero y él, aunque por motivos diferentes. El carnicero, porque presume de poder despiezar a ritmos incluso más elevados, y hasta dice que menos mal que le han metido un poco más de caña, que ya empezaba a aburrirse. La chica no soporta al carnicero, se lo contó anoche mientras pedían otra ronda, le parece un chulo, le molesta la forma que tiene de mirarla, y las exhibiciones que hace con el cuchillo, cuando termina de cortar una pieza y lo tira hacia arriba para que dé un par de vueltas en el aire antes de cogerlo por el mango, se cree además el centro de atención, así lo dijo la chica: cree que es el centro de atención, qe todo el mundo está pendiente de él, no sólo los espectadores sino nosotros mismos, y es verdad que llama mucho la atención, que lo de los animales es muy impresionante y verle a él mover el cuchillo como lo hace provoca espanto y atracción al mismo tiempo, pero tiene tal afán de protagonismo que estoy segura de que sería capaz de hacerse un corte en un dedo para que todos corriéramos a socorrerlo y la gente se estremeciera en la grada.
A él no le cae ni bien ni mal el carnicero, aunque asiente a todas las críticas de la chica sólo por caerle simpático. Él tampoco se ha quejado por los cambios, aunque en su caso no es por ese afán de protagonismo ni por chulería, sino porque le gusta lo que hace, disfruta soltando los tornillos del motor, metiendo medio cuerpo en el capó para aflojar la transmisión o, como ahora, accionando los mandos del elevador para que el coche suba un metro y medio y así poder sacar las ruedas. En realidad nunca se ha quejado de su trabajo, como le dijo ayer a la chica él se considera un privilegiado, trabaja en lo que le gusta, desde niño le fascinaron los coches, le encantaba cuando su padre le abría el capó y le enseñaba las tripas, se colaba en el desguace con su pandilla y desmontaba todo lo que se ponía a su alcance, y no dudó al elegir por dónde seguiría los estudios: se hizo técnico de automoción, le costó terminar el ciclo porque se le atragantaba la parte teórica, pero antes de tener el título ya estaba de aprendiz en un taller de su barrio, y así hasta hoy, ha pasado por tres talleres diferentes hasta que el último cerró al jubilarse el dueño, y luego le salió este trabajo que es como un sueño cumplido, cobrar por pasarse ocho horas a solas con un coche, todo para él solo, hurgar en todos sus rincones, forcejear con sus tuercas, manejar una herramienta en cada mano, y además con modelos viejos, sin toda esa electrónica para la que tenía que actualizarse cada poco tiempo con cursillos. En el primer taller donde trabajó le llamaban el niño feliz, ahí viene el niño feliz, eso déjalo para el niño feliz, échame una mano niño feliz, se burlaban de él y se aprovechaban, le dejaban los peores encargos, pero no le importaba demasiado y aceptaba el mote porque en efecto era feliz, entraba el primero y muchas tardes se iba el último, no salía hasta que no conseguía arreglar una caja de cambios que se resistía, y todavía le quedaban ganas los fines de semana para dedicarse al coche que se compró en cuanto ahorró lo suficiente, y que fue transformando a su gusto, cambiando piezas hasta que apenas le quedaba poco más que el chasis del vehículo original. Leía revistas especializadas y en internet se hizo adicto a varios foros de apasionados del motor, donde junto a otros como él pasaba horas hablando de coches, de potencias, de recambios, de arreglos, de trucos. En los otros dos talleres donde trabajó no le llamaron ya el niño feliz, pero porque no había ningún gracioso al que se le ocurriera, ya que él no era menos dichoso. Entiende a quienes no han tenido su suerte y se quejan por ello, entiende a la chica cuando le dice que este trabajo es la misma mierda que los trabajos que ha tenido antes, comprende que no se disfruta igual llenando cajas con retrovisores o con piezas metálicas que destripando un motor cuando además es tu pasión, pero qué le vamos a hacer, los hay con suerte, gente que como él trabaja en lo que le gusta, no todo van a ser actores, cantantes o futbolistas, también puede haber mecánicos que estén contentos con trabajar en un taller, como puede haber carniceros felices, albañiles felices y quién sabe si trabajadoras de fábrica felices o por lo menos no tan infelices como esta chica. En ocasiones piensa que lo haría hasta sin cobrar. Total, esto mismo lo ha hecho otras veces por puro gusto, con un colega de la FP: ambos compartían afición y cuando en el taller había un coche que no tenía arreglo y que el dueño abandonaba para el desguace, se citaban un domingo y lo desmontaban entero, pero con cronómetro, para batir su propio récord, los dos a toda velocidad sacando puertas, ruedas, asientos, salpicadero, tornillos, cables, tubos; una vez lo grabaron y lo colgaron en el foro y fue un éxito, no tardaron en aparecer otros como ellos que competían por hacerlo más rápido. Sólo le falta tener aquí a su colega para que este trabajo sea perfecto, pero ya sería pedir demasiado, está bien así, y además su compañero le echaba mucha cara a la vida y seguro que le levantaba a la chica nada más llegar. Es verdad que en el taller no todo era felicidad, y los demás se quejaban por las horas que echaban, el sueldo ecaso, las reprimendas del jefe cuando una reparación se demoraba o se encarecía más de lo previsto y el cliente protestaba, y en el último taller había mal ambiente entre los compañeros, no faltaba quien se aprovechaba de su buena disposición para dejarle a él siempre los trabajos más complicados e ingratos; pero con todo él seguía disfrutando de su trabajo, y lo de ahora ya es la gloria, parece pensado a medida para él, un regalo.
Saca la última rueda, y aprovecha que lo tiene en alto para desmontar el tubo de escape, una pieza de museo, ya no se hacen tubos así, pena que los espectadores no lo aprecien, le entran ganas de volverse hacia ellos y explicarles, coger un micrófono y contarles que este tubo, como el resto del coche, tiene casi cuarenta años, que no entiende cómo hay quien deja una criatura así en un desguace, pero claro, tampoco hay un museo para estas cosas, lo ha pensado alguna vez, no montarlo él pero sí comentarlo en el foro, un buen museo para conservar estas piezas que en nada envidian a las que hay en los museos de cosas romanas o egipcias, imagina que dentro de mil años un arqueólogo desenterrará un R-12 como éste, se arrodillará y empleará un cepillito de los que usan para no dañar los restos de civilizaciones antiguas o los huesos de los cadáveres en las fosas comunes, se arrodillará y cepillará este mismo tubo de escape para quitarle la tierra y sacarlo intacto. Como si acabase de rescatarlo de un yacimiento, lo posa en el suelo con cuidado, esta vez no lo deja caer para sobresaltar a la chica, que sin embargo parece pendiente, esperando la broma, e intercambian otra sonrisa. Antes de devolver el coche al suelo extrae los frenos y algunas piezas de la amortiguación, y en esa posición, con el hueco de la rueda a la altura de su pecho y él metiendo los brazos, es inevitable acordarse de los trabajadores de las fábricas de automóviles, que en esa misma postura y con ese mismo gesto montaron esos mismos frenos en cien, mil, diez mil coches que iban circulando por la cadena y ellos repetían el movimiento en cada coche, uno le colocaba los frenos, otro el tubo de escape, otro las ruedas. En momentos así se imagina una fábrica a la inversa, donde los desmontasen como antes los montaron, pasando por la cadena para que cada operario quite una parte; incluso mejor aún, una cadena en marcha atrás, rebobinando el proceso, el coche que llegó al final con todas sus piezas y listo para salir andando vuelve hacia atrás por el mismo recorrido y ahora le van quitando lo que antes le colocaron, hasta dejarlo en el chasis al inicio de la línea. Cuando estaba en la FP los llevaron un día de visita a una fábrica de coches, a la planta de montaje final, y tras pasear durante tres horas por la cadena y escuchar las explicaciones del ingeniero, quedó fascinado, aquello sí que era un espectáculo, allí sí que tendrían que poner gradas como éstas para que la gente se sentase a verlo, pocas cosas tan hermosas como la fabricación de un coche: al principio de la línea es un chasis mondo y al final de la nave te encuentras con un ejemplar acabado hasta el último detalle. Quedó deslumbrado por cómo estaba allí todo organizado, la perfección con que funcionaba todo, la exactitud con que los operarios iban colocando las piezas sin que la cadena se detuviese, todo medido y cronometrado sin distorsión alguna, el coche llegaba a un puesto y el trabajador ya tenía preparada su pieza, que colocaba sin que le faltase ni le sobrase un segundo, a veces el operario acompañaba al coche con pasos cortos mientras avanzaba suavemente suspendido de los raíles, le iba apretando las tuercas hasta que, terminada su parte, lo dejaba seguir camino hacia la siguiente estación y el operario deshacía lo andado, volvía al punto de partida donde ya había otro coche esperándole, como el carro de las antiguas máquinas de escribir que llegaba al tope y volvía al comienzo con un movimiento rápido para reiniciar su avance. En otros puestos había dos, tres o cuatro trabajadores que coordinaban sus gestos, uno sujetaba, otro colocaba las tuercas y un tercero las apretaba; muchos además trabajaban con robots, un brazo mecánico les aproximaba una puerta y ellos sólo tenían que empujarla sin esfuerzo para colocarla en su sitio; había también quien revisaba, quien tras varias estaciones de montaje comprobaba que todo estaba en su sitio, y al final de la cadena había técnicos que abrían y cerraban las puertas, el capó, tironeaban piezas para asegurarse de que no se había quedado nada sin apretar, se sentaban dentro y movían el volante, giraban mandos, y lo hacían todo con suavidad, con guantes, parecía que acariciaban el coche cuando examinaban la pintura exterior en busca de alguna imperfección, una pelusa que se coló en el túnel, un arañazo de un trabajador poco cuidadoso. Alrededor de la cadena revoloteaban muchos otros operarios, con carretillas mecánicas, elevadores, camionetas, llevando y trayendo piezas, componentes, ruedas, puertas, retrovisores que a su vez llegaban puntualmente en camiones desde otras fábricas del polígono, un perfecto mecanismo, nada disonaba, podrían funcionar con los ojos vendados si quisieran, cuando la carretilla elevadora llegaba al muelle ya estaban los componentes que el transportista acababa de descargar del camión, cuando a su vez los llevaba a la cadena ya había un operario que en ese mismo momento había terminado con la entrega de piezas anterior y que sólo necesitaba girarse y estirar el brazo para encontrar el nuevo palé que el mozo de la carretilla dejaba en el sitio exacto, ni un centímetro más hacia allá o hacia acá. Ya le gustaría haber visto al catedrático ése, al capullo ése que decía la chica, de visita en la fábrica: si aquí, que son cuatro gatos y cada uno a lo suyo, dice que ha visto música, danza y belleza, qué habría dicho en la planta de montaje, cómo se habría extasiado ante aquellos bailarines de la cadena.
Sabe que exagera, que idealizó aquella fábrica. Descuelga la primera puerta, a la que ahora sacará las cantoneras para extraer el bombín de la cerradura y el cristal de la ventana, y mira a la muchacha, ve su expresión de concentración y de fatiga mientras coloca las piezas a toda velocidad, redonda, cuadrada, triangular, rectangular, y en seguida una nueva caja. Claro que idealizó la fábrica, lo sabe sin necesidad de que se lo diga la chica, de hecho ayer, cuando después de que ella le contase que había trabajado en la industria auxiliar de una planta de montaje, él le dijo que una vez había visitado una fábrica de coches pero no le habló de música ni de bailarines, al contrario, le confesó divertido que entonces idealizaba el trabajo en cadena, que le había parecido hasta bonito, y la chica rió y le contó cómo lo veía ella, aunque fue amargando su discurso según avanzaba: visto desde fuera, en una excursión de instituto, es bonito, sí, fascinante, tanta gente y tantos robots y esos coches avanzando despacito por la línea y cómo los van vistiendo hasta que salen guapos al final de la cadena; pero tú sabes que no es así, que para el operario no es tan bonito, porque cuando estás allí no te sientes precisamente una bailarina, como mucho una bailarina de cajita de música, condenada a repetir los mismos pasos una y otra vez con una música invariable, adelante y atrás, arriba y abajo, izquierda y derecha, y vuelta a empezar, porque además sólo sabes esos pocos pasos, ignoras el resto de la partitura, te dicen que fabricas un coche pero qué sabes tú cómo se hace un coche, tú sólo entiendes de secuenciar retrovisores, o taladrar chapas, o colocar embellecedores en la cadena principal; bailarines de caja de música a los que según avanza el día se les va agotando la cuerda y se mueven cada vez más lentos, cada vez más fatigados; en mi caso ni siquiera me permitían esos pasitos, estaba sentada ante una cinta mecánica y no me levantaba para buscar piezas cuando se acababa un palé, ya había otro trabajador que me las acercaba para no perder tiempo, y sí, todo muy sincronizado, muy armonizado, muy de coreografía como decía el capullo catedrático ése, yo creo que se llama cadena porque estamos encadenados, y eso que tú conociste la parte bonita, la planta de montaje final, donde de verdad ves el coche y donde además las condiciones de trabajo son bastante mejores, pero tenías que haber entrado en las otras naves del polígono, al lado mismo de aquélla, haber visto dónde se hacían esas puertas, esos asientos, esos retrovisores que los camiones descargaban en los muelles para que las carretillas los acercasen a la cadena, deberías haber tirado del hilo hacia atrás, lo mismo que haces aquí cuando desmontas el coche hasta reducirlo a un montón de piezas sueltas, podrías haberlo hecho en el polígono, seguir la cadena hacia atrás, entrar por la puerta de salida, por el aparcamiento donde se alineaban miles de coches listos para ser llevados a los concesionarios, entrar y remontar la cadena a contracorriente, o darle a un botón de rebobinado para invertir todo el proceso, lo mismo que tú haces aquí pero a toda velocidad y con cientos de operarios cada uno en su estación haciendo una cosa, meter marcha atrás el coche completo, acabado, y que le fuesen quitando en la cadena los asientos, las ruedas, el volante, el salpicadero, los faros, parachoques y embellecedores, el motor, las lunas, las puertas; que luego lo despintasen esos mismos brazos robóticos que disparaban chorros de color, y luego le fuesen sacando una a una las piezas de chapa, que deshiciesen lo soldado hasta retirar la carrocería entera y lo dejasen en el chasis, en los huesos; pero así no bastaría, habría que tirar de otros hilos, seguir otros caminos marcha atrás, los de cada uno de los componentes, colocar los retrovisores de nuevo en su contenedor, ordenados por su secuencia, apilarlos en palés y llevarlos en la carretilla elevadora al camión, y el camión los devolvería a la fábrica auxiliar donde otro carretillero los tomaría para traérmelos hasta mi puesto y allí yo vaciaría los contenedores, colocaría los retrovisores otra vez en las bandejas donde me los trajeron ordenados por modelos y colores, y no creas que ahí terminaría el rebobinado, qué va, todavía habría que coger las bandejas y apilarlas en otro palé para que otro mozo con la carretilla los acercase de vuelta a la operaria que había montado la carcasa con el espejo y con los componentes, unos metros más allá de mi puesto, y cuando ésta los hubiese desguazado, separado otra vez la carcasa del resto, otro mozo con carretilla tendría que retirar las partes y llevarlas al muelle de entrada para que un camión rehiciese el camino marcha atrás hasta las fábricas donde hicieron la carcasa, donde una operaria pone un trozo de chapa en una máquina y aprieta un botón para que la taladre, y que ahora tendría que hacer lo contrario, cerrar el agujero, aplanar la chapa para quitarle la forma que le dieron, volver a integrar el trozo en la lámina de la que fue cortada por otro trabajador, y ya ahí me pierdo, pero imagino que podríamos seguir rebobinando, bajando escalones en la cadena para ir a las naves donde prensan la chapa, y desde ahí retroceder incluso al proveedor de la chapa, que no sé cómo se hace ni me importa, pero sí sé que igual que había una resplandeciente planta de montaje para que la visitaseis los estudiantes y para que los periodistas grabasen esas imágenes de operarios que siempre pasan en el telediario, había también otras fábricas en la sombra donde secuenciábamos retrovisores, manijas y tapas de depósito, y otras donde taladrábamos chapas, y cada escalón que bajabas en la cadena significaba peores condiciones, menos sueldo, más cansancio, y si seguías bajando hacia el infierno te podías encontrar al final hasta con casas particulares, en otra provincia o incluso en otro país, donde cuatro o cinco mujeres recubren cables con aislante o hacen cualquier otra labor manual que ni nos imaginamos cuando subimos a un coche, porque no sé tú, pero yo cuando me monto veo cada parte y pienso en cómo se ha fabricado, en la cantidad de manos por las que ha pasado, en todo el trabajo que hay contenido en un simple asiento, lo sé porque me lo contó uno del sindicato una vez que tuvimos movida en el polígono y estábamos a punto de ponernos en huelga toda la industria auxiliar, tú a lo mejor te crees que el asiento ha salido de esa fábrica tan bonita donde estuviste de visita, pero qué va, allí sólo lo montaron, lo colocaron en su sitio y le apretaron las tuercas, pero si mañana cuando saques los asientos del coche tienes ganas, puedes dedicarte a desmontarlos hasta la última pieza, y te juro que cada una ha salido de un sitio, la funda, la espuma de relleno, los apoyabrazos, el armazón, el apoyacabezas, las piezas plásticas, es alucinante pero cada una de esas partes se ha hecho en una fábrica distinta, incluso en otros países, y yo veo ese asiento y me acuerdo de cuando estaba en la fábrica, de las veces que repetí los mismos movimientos para que miles de coches lleven su retrovisor, y por eso pienso en los que han metido la espuma de relleno en los asientos, en los que han cosido las fundas, en los que han dado forma al armazón, pero también en los que han conducido los camiones donde cada parte viajó de un lugar a otro, la cantidad de gente que ha tenido que poner su trabajo para que tú te puedas sentar en el asiento de tu coche, la cantidad de fatiga y dolores y lesiones que nunca vemos, que creemos que no existe, que todo es fácil y lo hacen las máquinas porque sólo nos enseñan la galáctica cadena de montaje con sus robots y sus trabajadores con gafas y auriculares protectores que parecen más científicos que obreros; y lo mismo cuando ves un teléfono, y sólo ves tecnología increíble, y te crees que lo han hecho unos cuantos investigadores con bata en un laboratorio, y no ves de dónde ha salido la carcasa de plástico, o de qué mina ha salido eso con lo que hacen las baterías y que no me acuerdo cómo se llama pero por lo visto lo sacan unos negros miserables en un país de África y se mueren y matan por conseguirlo; y lo más alucinante de todo, más que esa velocidad y esa coordinación que tanto te impresionaron cuando visitaste la fábrica, lo más alucinante es que luego un coche, un teléfono o unos zapatos cuesten tan poco con la cantidad de gente que ha sido necesaria para terminarlos, y cada uno de esos trabajadores, como me pasaba a mí en la fábrica, no siente que está haciendo un coche, un teléfono o unos zapatos, sólo sabe que hace trozos de plástico, de chapa, de tela, que no sabe de dónde vienen ni a dónde van, ni para qué.
Le gusta esa chica, sí. Ya le parecía atractiva, pero ayer además comprobó que se parecen mucho, porque aunque él apenas abrió la boca, por timidez y porque ella hablaba sin parar, la próxima vez que salgan juntos podrá decirle que él también piensa esas cosas, que también se ha preguntado muchas veces cómo se hace un teléfono o incluso qué es lo que hace posible que al descolgar el aparato haya alguien al otro lado, aunque en su caso ha de reconocer que no se lo pregunta con la rabia que vio ayer en la chica, lo suyo es más bien una forma de asombro, de admiración incluso, la que siente ante tantas cosas que le rodean y que le parecen milagrosas, no ya la telefonía sin hilos, el vuelo de los aviones o la película que ve en su ordenador, y que le pasman más bien por ignorancia; sino con manifestaciones incluso más sencillas, no necesariamente tecnológicas. Le fascinó la fábrica de coches porque le parecía increíble que tantas voluntades se pusieran de acuerdo para dar como resultado una máquina tan perfecta, de la misma forma que, antes que preguntarse cómo es posible que un cacharro de cuatrocientas toneladas levante el vuelo con doscientas personas a bordo, le parece más inexplicable el propio aeropuerto, que miles de personas trabajen cada una en lo suyo pero al final funcionen como un solo cuerpo y un solo cerebro para hacer posible despegues y aterrizajes consecutivos, cintas repartiendo maletas, camiones de queroseno acudiendo al repostaje, monitores asignando puertas de embarque a miles de pasajeros que se cruzan por los pasillos, taxis esperando en la puerta, y además mecánicos, azafatas, vigilantes de seguridad, limpiadoras, todos a una y así veinticuatro horas al día, trescientos sesenta y cinco días al año. Lo mismo con el teléfono: no se interroga por el invento en sí, por las leyes físicas que explican que el sonido se transmita, se codifique, se reproduzca, sino que al descolgar piensa en hombres clavando postes de telefonía, y piensa en millones de kilómetros de cable recorriendo el mundo, cruzando países, reptando por el lecho de los océanos, trepando por las casas para entrar en los salones. Y lo mismo podría decir de un gran hospital, un rascacielos en construcción, un satélite orbitando, una red de metro, un polígono industrial lleno de naves y cada una de ellas fabricando algo, un edificio de oficinas que desde fuera se ve transparente e iluminado con cientos de personas que tal vez están conectadas a otros trabajadores en la otra esquina del mundo, o una calle bulliciosa con coches, personas, semáforos, farolas que se encienden y se apagan a su hora exacta, autobuses que cumplen horarios, y comercios que abren, cierran, venden y reciben mercancías cuando las necesitan. Tal vez la chica no lo entendería, o se burlaría de él, porque además debería poder explicar algo que normalmente siente pero no pone por palabras, una inquietud que le hace pensar, que le hace escuchar el traqueteo de su cerebro funcionando pero que al final no produce un pensamiento redondo, nada que pueda agarrar con ambas manos y decir esto es, esto es lo que pienso de todo lo que en este mundo me parece milagroso. Pero él no tiene palabras, sólo ha estudiado mecánica de automoción, sólo lee revistas de motor, tendría que ser un catedrático, un capullo, quien encontrase las palabras, quien dijera si todo esto, el planeta entero, es una sinfonía, una danza o un reloj.
Ya sin puertas es más fácil trabajar dentro, es la parte más entretenida aunque también la menos vistosa para los espectadores, que sólo ven las piezas cuando van saliendo. Coge varias herramientas del carro, y se arrodilla para empezar con los asientos, que suelta de la corredera con facilidad. Después retira las alfombrillas, desmonta la palanca de cambios y todo su revestimiento plástico. A continuación, se tumba en el suelo del vehículo para aflojar los tornillos más escondidos, bajo el salpicadero, hasta que después de varios minutos suelta toda la parte derecha del frontal, y después se dedica a la zona de conducción, que está llena de piezas que, una vez fuera, nadie sabría identificar para poner de nuevo en su sitio, pero no importa porque tras despiezarlo del todo llamará al mozo para que lo cargue todo en la carretilla y lo lleve al contenedor que recogerá el del desguace mañana cuando traiga otro coche. Ya despejado el interior, tras desmontar las salidas de aire y los paneles del techo, suelo y laterales hasta dejar la carrocería a la vista, saca a toda velocidad las partes que dificultan el acceso al motor, retira el radiador, un par de depósitos, la batería, los tubos de la bomba de inyección y la última chapa del frontal, y entonces avisa al mozo para que le ayude a extraer el motor con la carretilla mecánica. Mientras aquél va a buscarla al almacén, descansa unos minutos, pasea entre las piezas que yacen en el suelo y que por separado no son nada, acero, plástico, cobre, pero que unidas hacen una máquina perfecta, más o menos como el aeropuerto o el hospital que tanto le asombran, un montón de piezas humanas que encajan unas con otras hasta formar una máquina. Se sonríe, satisfecho de su reflexión, esto ya se parece un poco más a ese pensamiento redondo y duro que podría agarrar con las dos manos y enseñárselo a la chica, mira, esto es lo que pienso. Se agacha y coge una pieza, un trozo de chapa alargado y redondeado en los extremos, e intenta recordar de dónde ha salido. Lo sopesa en la mano, lo gira, lo mira por los dos lados, pero no logra averiguar si es del interior o de dentro del capó, qué será. Menos mal que sólo se trata de desmontar, si luego tuviera que montarlo de nuevo sería otra historia, habría que marcar cada pieza con números o letras, y apuntar en un cuaderno las referencias, aparte de tener a mano un buen manual de reparaciones como los que había en el taller, pero aun así no conseguiría volver a montar más que unas pocas partes, pues otras sólo se pueden ensamblar en la fábrica, imposible aquí con las herramientas que tiene. Pero sería divertido, llegar hasta el final, dejar el coche reducido al chasis, la carrocería y varios kilos de chatarra, y luego empezar de nuevo, ir colocando cada cosa en su sitio, rebobinar el trabajo hecho como la chica decía que había que remontar la fabricación del coche para llegar a su origen. Montarlo sería difícil una vez desmontado, pero no sabe si sería más sencillo o más complicado hacer un coche él solo, no en una fábrica, no entre cientos de operarios y varias industrias auxiliares, sino una sola persona, encerrarse en una nave con todas las piezas y componentes e ir construyendo el coche, a la manera de un artesano, un carpintero, incluso sin contar con la ayuda de proveedores, coger una gran lámina de chapa e ir tallándola, cortarla, darle forma, soldarla, hacer los huecos a medida para ensamblar y atornillar; y más difícil todavía, ni siquiera recibir los tornillos, las tuercas, los tubos, las válvulas, hacerlas uno mismo, fundir el acero, moldear el metal, cuánto tiempo tardaría en hacer un coche, cuántas horas de trabajo, y cuánto costaría. Qué tontería, precisamente por eso los coches se han hecho siempre en fábricas.
El mozo ya le ha dejado el motor a un lado, y se aleja con la carretilla, así que ahora tendrá más de media hora para entretenerse con su parte favorita, sentado en el suelo, con el carrito de herramientas a mano: destripar válvulas, inyectores, abrazaderas, correas, poleas, hasta dejar el motor reducido a un reguero de acero y grasa. Pero cuando sólo ha quitado dos tornillos de la tapa del árbol de levas, oye voces en la grada, un murmullo creciente, incluso algún chillido, y pasos que se acercan. Se gira y ve a un joven, alto y muy delgado, que viste un mono parecido al suyo, y que llega a la carrera y se agacha a su lado. Hola, le dice en voz baja, me dejas que te ayude, lo hacemos entre los dos, vale. Algunos espectadores silban, y el recién llegado insiste: sólo quiero participar, ser uno de vosotros, un ratito y luego me voy; no tiene tiempo de añadir más porque ya aparece el guardia de seguridad, que lo agarra por un brazo y lo levanta de un violento tirón: a montar jaleo a la calle, que aquí estamos trabajando. Eh, déjame, que no estoy haciendo nada malo, sólo quería trabajar, pero el vigilante se lo lleva a empujones hacia la puerta del fondo, entre aplausos, silbidos y la expresión asombrada de los trabajadores que se han quedado congelados en su último movimiento, el cuchillo levantado, la paleta sobre el ladrillo, las manos en el teclado, hasta que sale y cierra de un portazo, y poco a poco vuelven al trabajo, primero despacio, ris —ras, tomp, tac-tac, clin-clin, tomp, tac-tac, treq-treq, sshh-sshh, y luego van cogiendo velocidad, ris-ras-tomp-tac-tac-risssssclin-clin —tomp-treq-treq-sshh-sshh-ris-ras-tac-tac-tactreq-treq-tomp-treqtreq-sshh-sshh-clic-clic-ris-rastomp-tac-tac-risssss-clin-clin-tomp —treq-treq-sshhsshh-ris-ras-tac-tac-tac-treq-treq-tomp-treq-treq —clicclic—sshh.