Mete la fregona.

Mete la fregona.

Mete la fregona en el escurridor, la retuerce para que suelte agua, y da una última pasada por el suelo bajo los pies que la chica de las llamadas mantiene levantados, que si le friega los pies no se va a casar. De vuelta al cubo el agua está grisácea, ni se ve el mocho cuando lo sumerge, apenas queda una babilla blanca que recuerde al jabón, así que habrá que ir pensando en cambiar el agua porque esto ya no es limpiar sino llevar la suciedad de un lado a otro, pero con este suelo de cemento tampoco se puede hacer gran cosa. De todas formas ya ha terminado con los puestos, sólo le quedan el carnicero y el albañil, y para ésos tiene que esperar a que acaben y se vayan, sería una pérdida de tiempo fregarles el suelo para que sigan echando sangre y tripas el uno, arena y lascas de ladrillo el otro. Del albañil no se puede quejar mucho, porque antes de irse le pega él mismo un buen barrido con el cepillo de obra, y deja las herramientas relucientes y colocadas en su sitio. El carnicero es otra cosa, se piensa que con un chorro de manguera ya está limpio, y más de una tarde se las ha visto luego ella para quitar la sangre seca de la mesa, o ha tenido que desatascar el sumidero, que con tanto colgajo al final del día ya no filtra bien, y el carnicero se va a casa dejándole ahí el regalito, la rejilla del suelo cubierta por un charco rosado y espumoso, de modo que tiene que remangarse, desmontar la rejilla y meter medio brazo para sacar los trozos de carne reblandecida y tripa pegajosa que obturan el desagüe. Nada comparado a cómo se encuentra el baño cuando va a tirar el agua del cubo. Otra vez han entrado los drogadictos ésos que suelen dormitar tirados en el descampado más allá de las vías; aprovechan que el guardia de seguridad no está en la puerta para entrar y usar el baño, y ya podían hacer sus cosas allí mismo en la vía, total, todo el día tirados y comidos de mugre y luego necesitan un váter recién fregado cuando les da un apretón. Han sido ellos, sin duda, nadie más tiene una descomposición intestinal tan explosiva, y son ellos los que tiran medio rollo de papel dentro del váter para atascarlo. Deben de haber entrado hace ya una hora por lo menos, porque las salpicaduras de mierda están secas en las paredes del retrete y en el asiento, así que por mucho que tira de la cisterna y frota con la escobilla, otra vez le tocará ponerse los guantes y refregar con el estropajo de níquel. Toma todo lo necesario del carrito, que aparca en la puerta para que no entre nadie, y se arrodilla ante el sanitario para fregarlo sin más demora, pues cuanto más tarde más costará. Al hacerlo nota la humedad en las rodillas, que le traspasa el pantalón bajo la bata, y se incorpora todo lo rápido que sus huesos osteoporizados le permiten. Qué asco, suelta en voz alta. Hasta ahora se limitaban a evacuar sin cuidado en la taza y a atascar los lavabos, pero si ya empiezan a orinar en el suelo va a tener que hablar con el de seguridad para que esté más pendiente. Aunque puede haber sido cualquiera, lo de mear en el suelo junto al váter no es exclusivo de yonquis, lo ha visto en todas partes, estaciones de autobús, bares, centros comerciales, oficinas y hasta hospitales, es una forma de vandalismo que no entiende, pues no lo sufre el propietario sino quien, como ella, tiene luego que fregarlo siguiendo las huellas de quienes pisan y lo reparten por pasillos y escaleras. Va hacia el carrito para coger la fregona, y al levantar la vista sorprende a dos hombres detenidos junto a la puerta. No se puede pasar, estamos limpiando, dice ella, usando un plural que la incluye sólo a ella pero que utiliza a menudo, como si así se sintiera menos sola. Los hombres retroceden unos pasos y quedan en mitad del pasillo, sin apartarse del todo de la puerta, y la observan mientras coge la fregona, la sumerge en el agua turbia del cubo y la escurre. Mientras empapa el mocho en el charco de orín escucha a los otros dos que hablan a media voz a su espalda: que no es, que te digo yo que no es. Pues yo creo que sí, que ella también es. Anda ya, no ves que es la limpiadora, que está fregando el váter, qué te piensas, que es una actriz que hace como que friega. Igual tienes razón tú, es que como tampoco explican nada, yo qué sé. Venga, vamos a ver al carnicero, que empieza con el cerdo.

Mientras se seca el suelo se entretiene sacando las bolas de papel mojado que atascan los lavabos, y ya de paso les da un repaso con la bayeta. Los dos curiosos se han ido, oye sus risas al alejarse. Otras veces incluso le han preguntado: perdone, señora, quería saber si usted es también uno de ellos. En esos casos no sabe qué contestar, pues no tiene muy claro si ella etá ahí como los demás, para ser observada al trabajar, o si es sólo la limpiadora, como dijeron los de antes. Salvo una espectadora que le hizo una foto mientras barría la escalera, el resto, los pocos que se han detenido al verla pasar con el carrito, suelen concluir que no, que no lo es. Tampoco la incluyeron en el grupo los inspectores de trabajo que el viernes pasado entraron en la nave acompañados de una pareja de policías e invitaron a los espectadores a salir ordenadamente, mostrando como argumento los papeles que traían en mano. Hubo unos minutos de confusión pues los de la grada pensaban que aquello era un número preparado, con policías de mentira, y reían o aplaudían hasta que los agentes se pusieron más persuasivos y, tras un par de empujones a quienes se resistían a salir y encima les hacían fotos, consiguieron desalojar a todos. Los trabajadores se quedaron quietos en sus puestos, sin entender bien qué pasaba pues con los reflectores apenas veían el movimiento inusual de gente aunque sí escuchaban voces imperativas y gritos de protesta. Se miraban unos a otros, sin atreverse tampoco a abandonar sus puestos, cada uno congelado en el gesto que le define, el albañil con la paleta en la mano, el carnicero con el cuchillo recién descargado sobre un pollo, la teleoperadora callada pero sin dejar de sonreír, y así todos, como figuras de un belén, hasta que los inspectores les pidieron que se aproximaran al centro de la nave. Ella estaba en ese momento fregando el pasillo lateral de acceso a la grada, los inspectores y policías habían pasado junto a ella sin cuidado por el suelo recién fregado, y como el resto de trabajadores también ella se quedó inmóvil, agarrada al palo de la fregona. Esperó a que la llamasen también a ella, mientras los demás se acercaban al inspector que llevaba la voz cantante. Hicieron un corrillo en el centro, y el recién llegado les habló mostrando varios papeles que sacó de una carpeta. Alguno miró hacia ella, que no sólo no esperaba que la convocasen, sino que incluso pensaba que en cualquier momento le iban a reprochar que estuviera ahí parada mirando, en vez de seguir a lo suyo, limpiando. Sólo cuando salieron todos por la puerta del fondo, uno de los policías se acercó hasta ella y le dijo que tenía que marcharse, que la nave iba a quedar precintada hasta que se resolvieran unos trámites que tampoco le explicó, nadie da explicaciones a una limpiadora. Al día siguiente, tras media mañana dudando qué hacer, cogió el autobús y fue a la nave como cada día, y al llegar no sólo no había precinto en la puerta sino que todo funcionaba como si nunca hubieran estado los inspectores, se encontró la grada llena de espectadores, los trabajadores aplicados en su labor, ladrillos untados de cemento, hachazos para partir una ternera, dedos veloces en un teclado.

Por eso cuando la entrevistadora le preguntó si le importaba que la mirasen mientras fregaba, ella se rió y dijo que al contrario, que estaría encantada si la mirasen, eso sí que sería una novedad, porque para que la mirasen primero tendrían que vrla, lo que a menudo no sucede. Está acostumbrada a su invisibilidad, ha sido así en todos los sitios donde ha fregado, y son muchos en tantos años. Unas veces era invisible a los demás porque trabajaba sola, cuando todos se habían marchado a casa y se quedaba ella con toda una planta de oficinas para quitar el polvo, vaciar papeleras y ceniceros, fregar los suelos, pasar aspiradora a la moqueta y bayeta a las ventanas, limpiar los baños, para que al día siguiente los trabajadores encontrasen todo como si un fantasma hubiera devuelto al orden lo que ellos dejaron lleno de papeles, envoltorios de comida, ceniza y huellas pringosas en las mesas; o ni siquiera eso, porque un fantasma ya supondría pensar en que alguien lo ha hecho: como si se hubiese limpiado solo, como si fuese parte de un proceso natural, de noche las flores se cierran, el rocío empapa la hierba, los lobos aúllan, las papeleras se vacían, las pantallas pierden el polvo acumulado, los cuartos de baño secan el charco de orín que dejó el trabajador resentido, de manera que no hay de qué preocuparse el resto del día, no pasa nada si manchas algo porque todo vuelve a estar impoluto a la mañana siguiente. Lo mismo les pasaba a los clientes de los hoteles donde un verano hizo habitaciones: salían por la mañana dejando sábanas y toallas por el suelo, ropa tirada en la silla, pañuelos de papel moqueados sobre la cama, gotas de orina en el asiento del váter, el envoltorio de un preservativo en la mesilla de noche, pelos y grumos de dentífrico en el lavabo, y al regresar unas horas después encontraban la cama hecha, las toallas limpias, la ropa doblada en la silla, el váter y el lavabo brillantes, una chocolatina junto a la almohada, y era lo natural, pagaban para no preocuparse de si alguien recogía sus restos y recomponía su desorden o si era la propia habitación la que tenía un mecanismo fantástico que se activaba al cerrar la puerta para que todo volviese a su estado original. Podían creerlo así, pues muchos de esos trabajadores de oficina y clientes de hotel veían cómo sus propias casas también se limpiaban y ordenaban como por arte de magia: a cambio de unos pocos euros, salían una tarde, aprovechaban para ir al cine o de compras, y a la vuelta descubrían que en sus domicilios había ocurrido el mismo fenómeno natural que en sus oficinas, había pasado por allí el mismo fantasma del hotel: el baño olía a pino, los azulejos de la cocina espejeaban sin grasa, la alfombra no tenía una pelusa y la ropa estaba planchada y bien doblada sobre la cama. Como ya está el suelo seco se arrodilla de nuevo, se ajusta los guantes y echa un chorro de amoníaco por las paredes interiores del váter. Agarra con fuerza el estropajo de níquel y raspa hasta sacar los últimos goterones de mierda seca. Después repasa con la bayeta el asiento y los laterales, echa un buen chorro de limpiador de baño y tira de la cisterna. Listo, ya está limpio, ya pueden venir otra vez los desconsiderados defecadores a comprobar cómo una vez más se cumple el proceso, el fenómeno natural, el fantasma, cómo el váter que dejaron atascado y salpicado vuelve a ser blanco reluciente. Claro que la invisibilidad tampoco necesitaba de la soledad, del turno nocturno en la oficina ni de la habitación arreglada en las horas en que el turista está en el museo. Compartir el mismo espacio tampoco es una garantía de visibilidad, pues también ha limpiado oficinas en horario diurno y se ha encontrado con trabajadores que levantan los pies para que pase la fregona o apartan unas carpetas para la bayeta sin quitar la mirada de la pantalla del ordenador, o que caminan sobre el suelo que en ese momento está fregando. Tan invisible era que solían hablar delante de ella como si no estuviera: ocurría por ejemplo con dos trabajadores que estando ella presente decían maldades sobre un tercero que en ese momento acababa de salir a buscar un café de la máquina, y al que ella veía regresar después y le entraban ganas de contarle lo que acababa de oír, oye, aquí tus dos amigos que ahora te sonríen estaban diciendo que eres un puto pelota lameculos; pero también directivos que hablaban por teléfono sobre facturas falseadas, pagos en negro, trampas para pasar una inspección y hasta infidelidades conyugales sin importarles que ella estuviese a dos metros quitando el polvo a una mesa de reuniones, total, es una limpiadora, no entiende de estas cosas, lo suyo es fregar. Le recordaba a una historia que le contaron y que ya no es capaz de poner en pie, no sabe si es algo que ocurrió de verdad o salió en una película: la historia de un camarero, oficio que comparte la invisibilidad con el de limpiadora, un camarero que estaba sirviendo el café en una sala a un grupo de militares mientras planeaban un golpe de Estado, y cómo ese camarero al que los conjurados tomaron por un mueble o un animal sin entendimiento desbarató la conspiración con sólo llamar a las autoridades y contarles lo que los generales habían hablado delante de un simple lacayo. No ha terminado de pasar la fregona a la zona de los lavabos cuando entran dos jóvenes, que empujan a un lado el carro de limpieza y pisan el suelo mojado sin pedir permiso ni disculpas, riendo al hablar: tú estás como una puta cabra. Que ya verás como soy capaz. Que sí, que me creo que se lo vas a soltar así a tu jefe. Mañana mismo, ya verás. Ella se queda agarrada a la fregona, uno de ellos se abre la bragueta y se arrima al urinario de pared, y sólo en ese momento el otro parece darse cuenta de que no están solos, que hay una mujer, pues se queda con la mano quieta en la cremallera y la mira con una expresión que más que una disculpa parece una invitación a que salga y los deje orinar tranquilos, cosa que hace, empujando el carrito para ir al baño de mujeres. Esta vez la han visto, ya es algo, pues otras veces orinan con ella delante sin importarles, como si no estuviera, o como si no fuera mujer, sino del género limpiadora. No siempre es así, claro que no: hay muchos que sí la ven, que hablan con ella, que le dan los buenos días, le agradecen tras pasar el trapo a su mesa o comentan con ella el frío que hace este invierno. Hay buena gente, por supuesto, como esa chica de los auriculares, la de la sonrisa bonita, que es la única que aquí parece verla y ríe con ella cuando le dice que levante los pies para no quedarse soltera, y cuando viene al baño se para a hablar con ella y le pregunta qué tal lleva la mañana. Pero en esos casos, cuando la saludan, cuando le dan conversación, ella no puede evitar desconfiar, le sale sin querer y sabe que es injusta muchas veces, pero en ocasiones recela y, aunque le hablen con amabilidad, acaba desatendiendo lo que le dicen y fijándose a cambio en unos imaginarios subtítulos que parecen traducir lo que en realidad le están diciendo, que no es buenos días, ni qué tal estás, ni vaya día malo que ha salido con ese viento, sino algo peor, una doblez que no está ni en el tono ni en la expresión pero que ella traduce por: oye, ya ves que te estoy hablando, te veo, me dirijo a ti y hablo contigo, no tengo problema en hablar con la limpiadora, soy así de sencillo, te trato como a una igual, hablo contigo para que no creas que me siento por encima de ti sólo porque yo teclee en el ordenador y vaya a reuniones y comidas de trabajo y viaje en puente aéreo mientras tú estás con la fregona y la bayeta, ya ves que no, que te veo y hablo contigo y hasta te doy un poco de conversación para que no suene a simple cortesía, te hablo de cosas de las que sé que puedes hablar, no te voy a preguntar qué opinas de las medidas económicas aprobadas por el consejo de ministros, ni si has leído una novela que me ha encantado, pero te puedo hablar del tiempo, del calor y el frío y la lluvia, y poco más, no tenemos nada en común y tampoco esperarás que vayamos a intimar sólo porque me limpies la mesa y me vacíes la papelera todos los días. Se enoja, se siente mal en momentos así por ser tan desconfiada, por poner subtítulos crueles a quienes tal vez son amables sin más, pero es el efecto de las veces en que ha descubierto sorpresa, mudez, incredulidad y hasta decepción cuando alguien, por ejemplo al ser presentada por un amigo común, o al flirtear con un desconocido en un bar, le pregunta a qué se dedica, y ella contesta: soy limpiadora. Varias veces le ha pasado que el otro se quede sin palabras, o sonría con rigidez, o busque algo que decir en el fondo del vaso mientras menea los cubitos de hielo, o se lo tome a broma y le vuelva a preguntar, venga, en serio, en qué trabajas, o rebaje el nivel de conversación que hasta ese momento llevaban, o directamente se vaya. No toda la gente es así, claro que no; la mayoría no se sorprende ni enmudece ni se decepciona, o al menos lo disimulan, pero las veces en que ocurre, aunque sean pocas, duelen, vaya si duelen. Cuando era más joven, cuando la limpieza parecía todavía un trabajo ocasional, una forma de ganar dinero junto a su madre hasta que llegase el trabajo de verdad, aquél al que estaba destinada y que no podía ser fregar escaleras, se convencía a sí misma de que limpiar era un oficio como otro cualquiera, ni más ni menos digno, aunque contemplarlo como algo pasajero ya era una manera de menosprecio en el que ella misma tropezaba. Entonces todavía era descarada, y respondía con contundencia si alguien titubeaba al saber su profesión, incluso hacía bromas sobre su trabajo y la manera en que era visto por los demás. Así por ejemplo, cuando se unía a un grupo de amigos en un bar y los encontraba hablando de asuntos laborales, les pedía que no cambiasen de tema: seguid con lo que estabais, no dejéis de hablar sólo porque haya llegado yo, no penséis que porque yo friegue cuartos de baño ya no vais a poder quejaros delante de mí de vuestros cansancios y durezas laborales, como si dijerais pobrecita limpiadora, con lo que ella lleva encima y yo aquí quejándome por haber tenido que reescribir un informe entero; y hasta les contaba cosas de su día a día parodiando la forma en que ellos relataban sus miserias de oficina o sus intrigas de pasillo con los compañeros. Por no hablar de cuando conocía a alguien y, al ser preguntada por su ocupación, bastaba que percibiese una mínima vacilación en el otro para contestarle con descaro y dureza: soy limpiadora, sí, no pongas esa cara, limpiadora, chacha, fregona, limpio casas, oficinas, mierda ajena; y ante el estupor y la incomodidad de su interlocutor crecía su agresividad: qué pasa, a lo mejor es que tú tienes una en tu casa, que te limpia la mierda por cuatro perras, pues yo soy igual que ella, y te estarás preguntando qué haces ligando con una limpiadora, verdad. Y peor todavía, cuando alguien trataba de rebajar la tensión y probaba un acercamiento del tipo: bueno, es un trabajo como otro cualquiera; ella entonces mordía con saña: no me digas, de verdad piensas que es un trabajo como otro cualquiera, venga, pues cámbiamelo por el tuyo, te loregalo, todo para ti, a ver si tú te pondrías a fregar los váteres y a recoger los pelos de la gente, un día tras otro, ocho o nueve horas diarias. Pero todo aquello, esa sobreactuación con los amigos, esa agresividad con los desconocidos, no dejaba de ser una forma de asumir que las reacciones de los demás tenían fundamento, de reconocer que lo suyo no era un trabajo como los demás, y que merecía trato especial, compasión; todo aquello era un escudo con el que creía protegerse y que en realidad le hacía más dño.

Por lo menos el cuarto de baño reservado a los trabajadores, al fondo de la nave, está más limpio, nadie se orina en el suelo ni mete papel en los lavabos, así que se lo toma como un momento relajado, unos minutos sin tener que refregar ni aguantar el asco, sólo pasar la bayeta a los sanitarios y darle un repaso rápido al suelo, pero cierra la puerta para hacerlo sin prisa, para apoyarse en el lavabo y descansar unos minutos, se quita los zuecos para masajearse un poco los pies, cargados después de seis horas en las que ha barrido la nave de un extremo a otro, ha pasado el trapo por todas las barandillas y pasamanos, una bayeta húmeda por los asientos de plástico de la grada, ha limpiado tres veces los baños, y ha ido uno a uno por todos los puestos de trabajo para barrer y fregar el suelo, quitar el polvo, tirar papeles, envoltorios y residuos de todo tipo. Sólo le queda terminar este baño, y limpiar el puesto del carnicero y el del albañil en cuanto se vayan, darle un último repaso a la grada para recoger la basura que hayan dejado los espectadores, y luego podrá irse a casa. Mucha nave para ella sola, pagan mejor que lo que suele cobrar por horas, y además con contrato y seguridad social, pero es mucha nave para una sola limpiadora, es un no parar de barrer y fregar con tanto movimiento de gente entrando y saliendo desde la mañana a la tarde. Ella no tiene una hija que le ayude como ella ayudó a su madre cuando era pequeña, sus dos hijos son varones y no cogen una escoba ni para jugar, están en la edad difícil y sabe que se avergüenzan un poco de que su madre sea limpiadora, no le cuentan a sus amigos en qué trabaja, o mienten, dicen que es ama de casa, o cocinera, o dependienta o cualquier otra cosa antes que decir que su madre friega. Una vez le salió una casa para limpiar en el barrio, un par de tardes a la semana, una familia agradable y nada maniática, le ofrecían café al llegar y le daban conversación sin que al oírlos viese subtítulos malintencionados, estaba cómoda en aquella casa, hasta que una tarde llegó el hijo menor acompañado de un compañero de colegio con el que debía hacer un trabajo de clase por parejas. Ella estaba fregando la bañera, y oyó llegar al niño, cómo presentó al amigo a sus padres y luego se fueron a la habitación, pero al cruzar ella el pasillo camino de la cocina para buscar una bayeta limpia, pasó junto a la habitación y vio al amiguito: era su hijo mayor, que por supuesto no esperaba encontrar a su madre en casa de un compañero de clase, y mucho menos fregando la bañera, así que ella pasó deprisa, y estuvo durante una hora jugando al escondite, evitando a los niños para que no la vieran, no porque pensara que su hijo fuese a avergonzarse, a reprocharle que le humillase delante de un amigo, o que incluso pudiera fingir que no la conocía, que no era su madre; sino porque prefería no comprobarlo, por miedo a que sucediera. Luego, ya en casa, se sintió asqueada por haberse comportado así, por haber protegido a su hijo de algo que en realidad está en ella, por haber actuado exactamente igual a como su madre actuaba con ella cuando era pequeña, cuando le pedía que si en el colegio le preguntaban en qué trabajaba su mamá, dijera que era ama de casa. Al crecer, ya adolescente, se negó a continuar esa comedia, le dijo a su madre que no se avergonzaba de que fuese limpiadora, y que ella tampoco debía avergonzarse, le aseguró que todas sus amigas lo sabían, que no era algo que hubiera que esconder, y quiso convencerla de que su trabajo era tan digno como cualquier otro, que ella no era menos que nadie por limpiar váteres, y tan lejos llevó su empeño en lograr que su madre se quitase aquel complejo que arrastró toda su vida, a tanto llegó en querer convencerla de que ser limpiadora no era un fracaso ni una humillación, que un verano le dijo que quería ayudarla, que quería ir con ella a las casas mientras estuviera de vacaciones, para estar con ella y para ayudarla, ya que la veía muy cansada pues no tenía vacaciones porque no trabajar en agosto era no cobrar. La madre se negó, le pidió que sacase de su cabeza esa idea, que el verano era para pasarlo bien, ir a la piscina con sus amigas, levantarse tarde, pero también estudiar para los exámenes de septiembre, porque era fundamental que aprobase y siguiese estudiando para tener las oportunidades que ella no tuvo por tener que empezar a trabajar, a limpiar, cuando tenía su edad. Ella se encabezonó, y amenazó con no tocar un libro si no le dejaba acompañarla al menos dos veces por semana, le daba rabia que su madre se tuviera a sí misma en tan poca estima, y al final lo consiguió, pese a las advertencias de su madre que insistía en que ése era un camino que no debía empezar porque podía acabar dejando los estudios, logró ir con ella a las casas donde trabajaba; su madre le llevaba en una bolsa los libros, le pedía que se sentase a estudiar en una silla mientras ella limpiaba, pero al final ella agarraba la escoba o la bayeta y entre las dos terminaban la casa en seguida; fregaron juntas durante todo el verano, y fueron felices, se sentían más cercanas que nunca, hacer juntas un cuarto de baño era una forma nueva de intimidad, se contaban cosas, su madre le hablaba de cuando tenía su edad, ella le confesaba un desamor con un compañero de clase, reían juntas, al terminar se iban a merendar a una heladería, los dos días a la semana se convirtieron en tres y luego en cuatro, fue un verano feliz pero con un final amargo: suspendió las tres asignaturas que tenía para septiembre y tuvo que repetir curso, primer paso para que tres años después y tras dos cursos repetidos, dejase los estudios y empezase a limpiar casas ya por su cuenta, para disgusto de su madre, y bajo promesa de que se sacaría el bachillerato en el nocturno y luego iría a la universidad.

Entretenida con sus recuerdos lleva un rato pasando la bayeta por el mismo lavabo. Se ve en el espejo, bajo una luz fluorescente que la empalidece, que le marca las bolsas de los ojos, las grietas del maquillaje que a esta hora ya se viene abajo, y ella ahí con la bayeta como si masajease el lavabo. En el reflejo ve la puerta que se abre, y la cara amiga que se asoma. Hola, puedo pasar o está mojado el suelo. Pasa, pasa, que todavía no he empezado con la fregona, qué tal te va. Uf, harta de teléfono, tengo la cabeza que me va a reventar, y ya me han salido dos graciosos en lo que va de tarde, qué asco de gente, tú qué tal lo llevas. Pues aquí, limpia que te limpia, nada nuevo que contar, qué traes ahí. Mira, me lo ha pasado la chica de la máquina de coser, se ha acercado a mi mesa para dármelo, es del periódico de ayer, se ha acercado y no te creas que me ha dicho mucho más, me ha dicho toma, léelo que es divertido, y se ha vuelto a su puesto, ni que le fueran a decir algo por parar medio minuto y hablar con una compañera, eso sí, el carnicero nos ha echado una miradita que no veas, yo creo que él sí tiene trato con los jefes, a lo mejor es el que nos controla y luego se lo larga a los jefes, porque menudo rancio es. De qué jefes hablas. No lo sé, los jefes, algún jefe habrá, donde quiera que esté, alguien que nos paga la nómina y que mantiene abierta la nave. Y qué es lo que te ha dado. Ah, mira, salió en el periódico de ayer, y dice que somos artistas. Que somos artistas. Sí, artistas, es muy largo y tampoco lo he leído entero porque es un poco coñazo, pero dice que esto es una obra de arte. Una obra de arte. Sí, una obra de arte, si quieres llévate el recorte y lo lees luego, que te va a dar la risa con la cantidad de chorradas que dice sobre la estética del trabajo y la belleza del esfuerzo y no sé cuántas tonterías más, escucha, escucha, dónde he leído eso, aquí: la sinfonía del trabajo humano, has oído bien, la sinfonía del trabajo humano, qué te parece el poeta. Eso lo dirá por mí, que paso la fregona con mucho arte. Ríen las dos, aunque la risa de la teleoperadora parece impostada, como una risa dirigida a un cliente al que intenta vender un colchón en el centro comercial, ella misma ve su sonrisa de dientes en el espejo y se le acaba torciendo. No sé, yo oí en la tele que somos un experimento. Un experimento. Sí, lo contó un tipo, pero tampoco le hice mucho caso. Y tú qué crees. Que qué creo de qué. Qué crees que somos, una obra de arte, un experimento. O un teatro, que también lo he oído. Sí, a mí me dijeron un día a la salida que era muy buena actriz. Qué quieres que te diga, sea lo que sea yo trabajo como toda la vida, si soy una obra de arte o un conejillo de Indias no noto la diferencia cuando tengo que fregar el váter. Sí, a mí me pasa lo mismo, pero no tienes curiosidad por saber de qué va esto. No, no mucha, la verdad, y casi prefiero no saberlo, porque a lo mejor cuando se sepa ya se acaba, y tal como están las cosas, no vamos a estar mucho mejor por ahí. En eso te doy la razón, bueno, te dejo que tengo que volver a lo mío. Sí, no sea que te vean los jefes. Claro, los jefes. Hasta luego, artista. Chao, cobaya. Una artista, tiene gracia, lo que hay que oír. La artista de la fregona. A lo mejor así sus hijos estarían orgullosos de ella, y podrían contar en el colegio a qué se dedica su madre: mi mamá es artista, sale en la tele. O su madre, para que no se sintiera mal por haberle permitido dejar los estudios y empezar a fregar con ella: mira, mamá, no soy una fracasada, lo mío es arte, soy una artista. De la fregona, una artista de la fregona. Su madre tenía razón cuando se lo advertía: como empieces a limpiar y dejes los estudios te vas a pasar toda la vida limpiando. Y aquí está, casi treinta años después de aquella advertencia. Pero cuando empezó, aquel verano de los dieciséis, o cuando se hizo cargo de la escalera de varios edificios de su calle, no se veía toda la vida como su madre, era algo para un tiempo, sacarse un dinero mientras no encontrase otra cosa, unos años de respirar lejía y estropearse las manos hasta que apareciese su trabajo, el bueno, el definitivo. Fueron pasando los años y las escaleras vecinales le llevaron a limpiar varios comercios a la hora de cierre, luego los pasillos de un supermercado, unas oficinas, y cada vez que se hartaba e intentaba buscar otro trabajo acababa en lo mismo, no había ofertas para ella, todo lo que sabía hacer era barrer, pasar la mopa, borrar el polvo y las huellas de dedo de ventanas y escaparates, y así hasta hoy, nadie se hace una idea de todo lo que se puede limpiar en treinta años, oficinas, comercios, hoteles, pero también naves industriales llenas de grasa, viviendas cuyo nuevo propietario pide una limpieza a fondo tras años de dejadez por un inquilino que nunca fregó la hornilla ni los azulejos; hay tanto que limpiar, lo de ella y lo que otras como ella limpian a diario, viviendas, hospitales, colegios, centros comerciales, estaciones, allí donde haya una baldosa de suelo, un azulejo de pared, una encimera, un lavabo, hará falta alguien que lo friegue, la gente no se para nunca a pensar todo lo que hay que limpiar, el mundo es un sitio que se ensucia cada día y que necesita ser permanentemente barrido, lavado, desengrasado, encerado, abrillantado; la gente no se da cuenta de que alguien viene detrás limpiando lo que manchan, sólo se dan cuenta quienes tienen que hacerlo, ella misma, que va por el mundo pensando en quién fregará cada lugar por el que pasa, entra en los repugnantes baños de la estación de autobuses y se compadece de quien luego tendrá que pasar el estropajo y la fregona, ve los flamantes edificios de oficinas acristalados del suelo al techo y piensa en quienes tendrán que pasar la regleta por todos esos metros cuadrados de vidrio, baja al metro y sólo ve pasillos interminables y escaleras de varios pisos que no se friegan solas, que no tienen un botón al que aprietas y salen chorros de agua y jabón como en los túneles de lavado de coches, no, alguien tendrá que arrastrar el cubo y pasar el mocho durante horas por tantísimo suelo. Por no hablar de las casas, la de casas que ha fregado, sobre todo en los últimos diez años, porque al principio la veían muy joven, y la gente prefería limpiadoras de más edad, como su madre, porque saben que las veteranas frotan más a fondo, aguantan mejor el esfuerzo, están encallecidas, y sobre todo son más sumisas, llaman señor al señor y señora a la señora de la casa, y nunca dicen que no cuando les piden algo, siempre les piden algo más, siempre hay algo más que fregar, ordenar o planchar si les da tiempo, si les parece bien, si no les importa, pues así suelen pedirlo, educadamente aunque es una orden, si no le importa cuando acabe con el baño déle un repaso a los muebles de la cocina por dentro, que hace tiempo que no se limpian; si le da tiempo cuando acabe de planchar las sábanas las deja ya puestas en las camas; lleva años oyendo peticiones así, el que paga manda, el que paga para que le limpien la casa manda lo que quiere que le limpien, y que se lo hagan bien, a fondo, nadie se gasta dinero para que le hagan una limpieza como la que podría hacer él mismo, como la que hacía él mismo antes de pagar a una señora para que se lo haga, nadie friega todas las semanas los azulejos del baño ni las ventanas ni las puertas ni la nevera por dentro, son cosas que se hacen muy de vez en cuando, pero ya que pagas exiges que te lo hagan. Su madre ya se lo dijo, evita las casas, ganas más dinero pero trabajas más que en ninguna otra parte, y así fue, cuando necesitó más dinero se puso a hacer pisos, mañana y tarde, de lunes a sábado, y era verdad que trabajaba más que cuando fregaba tiendas o ambulatorios, porque en un supermercado tienes algún momento de relajo, de bajar el ritmo, de sentarte unos minutos, pero en una casa quien te paga por horas quiere que esas horas estén llenas de trabajo, que friegues todo lo que se pueda en esas dos o tres horas, y siempre hay mucho que limpiar pues quien no se hace cargo de su propia suciedad tiende pronto al descuido, cuando no tienes que recoger tú mismo tus pelos del lavabo, tu pringue de la cocina, tu ropa arrugada en la silla, prestas menos atención, te importa menos ensuciar, y luego llega a tu cuarto de baño quien ese mismo día ha fregado ya cinco cuartos de baño diferentes con sus cinco váteres con gotas de orina seca, sus cinco lavabos llenos de salpicaduras de jabón y dentífrico, sus cinco bañeras con pelos pegados; así se lo contaba ella a veces a quien le preguntaba por su trabajo, le ponía ese ejemplo: a que a ti no te gusta fregar el baño, a que te fastidia pasar el estropajo por la taza, tener que quitar los pelos que se quedan pegados a la bayeta, pues imagínate fregar cuatro o cinco baños cada día, más de veinte a la semana, y que además no son tuyos, no son tus pelos ni tus salpicaduras ni tu grasa ni tus restos corporales, te lo imaginas, pues ése es mi trabajo.

Se abre de nuevo la puerta, en el momento en que ella tira el agua sucia del cubo por el váter, y entra el carnicero, que ya se ha quitado delantal y guantes. No te preocupes, sólo voy a lavarme las manos, no hace falta que salgas. Mientras llena el cubo en la ducha mira en el reflejo cómo se lava las manos en el lavabo que ella acaba de limpiar: abre mucho el grifo, se agacha para mojarse los antebrazos, el agua le chorrea por los codos hasta el suelo ya fregado. Después se echa una dosis generosa de jabón y se refriega bien los dedos, las manos, las muñecas, los antebrazos, los codos, mientras canturrea algo, la espuma salpica el lavabo y gotea al suelo. Luego abre el grifo y se enjuaga con nuevas salpicaduras y goteos, hasta que termina y, como fin de fiesta, se sacude las manos enérgicamente camino del secador, y las gotas quedan en el espejo al que unos minutos antes había pasado la bayeta. Oye, yo ya he terminado con lo mío, ya puedes fregar el suelo por allí. Vale, gracias. Tras medio minuto de aire caliente vuelve a sacudir las manos para que las últimas gotas vayan a otras zonas del espejo, y cuando está a punto de salir se gira hacia ella: ah, por cierto, ya que te pillo aquí, quería comentarte una cosa, no sé si cuando te contrataron te detallaron lo que tenías que limpiar, no, me imagino que no todo, pues es que estaba pensando, sólo si no te importa y si te da tiempo, que a lo mejor podías hacerme la limpieza del puesto al final del día, no es nada, ya que pasas la fregona puedes hacer la gracia completa, que no es gran cosa, un buen chorro de manguera, un cpillado a los restos que quedan sueltos, un par de refregones con la bayeta a la mesa y a los cuchillos, un repasito al delantal, los guantes y las botas, y para de contar, no te quitará más de diez minutos, pon que quince como mucho, y a mí esos minutos me vendrán muy bien, porque ayer me llamaron y me dijeron que a partir del lunes me suben el número de piezas que tengo que trabajar, no sé por qué y tampoco me importa mucho, sólo sé que ahora en vez de veinte pollos serán treinta, y después del primer cordero me traerán otro cordero, así que tendré que hacer más despiece en el mismo tiempo, porque no puedo salir más tarde que luego tengo gimnasio, he echado cuentas y son esos quince minutos que pierdo en recoger el tajo al final del día los que necesito para cumplir con todo, aparte de apretarle al mozo para que me traiga más deprisa los bichos, y total, como se trata de limpiar he pensado que en realidad debería ser cosa tuya, que aquí cada uno tiene una tarea, la mía es cortar carne y la tuya limpiar, y estamos hablando de limpiar, verdad. El carnicero habla deprisa, no deja un segundo para réplica, y ella sin darse cuenta está asintiendo con la cabeza, lo que refuerza la cháchara del otro: ya te digo, si te parece mal me lo dices y ya pensamos cómo podemos arreglarlo, o hablamos con los jefes y preguntamos, pero yo creo que estoy diciendo algo razonable, no te parece, la carne para el carnicero y el fregado para la limpiadora, cada uno a su negociado, verdad, igual que el mozo me trae los animales porque es parte de su trabajo, pues si tú me limpias el tajo funcionaremos todos mejor, en realidad deberíamos haberlo hecho así desde el principio, pero qué íbamos a saber si nadie nos aclaró nada, todavía estamos a tiempo de organizarnos para que esto funcione bien y estemos todos mejor, la organización es algo fundamental en toda empresa, venga, no te entretengo más que todavía te queda fregado, gracias, de verdad te lo agradezco, hasta mañana.

Idiota. Lo dice en voz alta, frente al espejo. Idiota. Se lo dice a la otra, la que está frente a ella, la de las bolsas bajo los ojos y la mueca amarga: qué idiota eres, otra vez te lo han hecho. No sabe decir no, son muchos años obedeciendo, limpiando lo que le dicen que hay que limpiar, refregando más fuerte cuando alguna señora escrupulosa le señalaba que en la bañera había quedado un churrete. Señora, señora, señora, no puede evitar la palabrita, señora, la señora, el señor, por lo menos nunca lo dice en tercera persona como sabe que hacen algunas internas, quiere la señora que le ponga ya la cena, si a la señora le parece bien me retiro a mi habitación, ella no llega a tanto pero también se dirige a sus empleadoras como señoras, sin que haya reciprocidad, tuteada a menudo. Le daba rabia cuando lo hacía su madre, cuando incluso ya en casa de vuelta de trabajar le contaba algo del día y se refería a una mujer como la señora, a ella le parecía una forma de sometimiento, no se lo reprochaba a su madre porque no quería hacerla sentir peor. Hasta que ella lo hizo un día, llamó también señora a la propietaria de una vivienda donde fregaba dos tardes por semana. Señora, no queda papel higiénico, dijo, usando señora porque no sabía cómo dirigirse a ella, no iba a decirle jefa, ni dueña, ni tampoco sabía su nombre, así que le salió sin pensar, era lo fácil, señora, y sintió que desde ese momento estaba asumiendo una relación escalonada, la señora arriba, ella abajo, un desequilibrio, una señora que manda y una limpiadora que obedece. Se sintió mal, pero en vez de imponerse no volver a pronunciarlo, optó por lo contrario, por normalizarlo, se dijo que no era para tanto, que estaba exagerando, que era sólo una cuestión de educación, una fórmula de cortesía, llamar señora a una señora no tenía por qué implicar un sometimiento, había sido injusta con su madre durante tantos años por pensar que se humillaba al llamar señoras a quienes le pagaban por adecentar sus casas. Lo pensó durante varios días, y se convenció de que no podía seguir así, que si al final, como parecía, iba a pasarse la vida fregando, debía quitarse de encima todos esos complejos que de lo contrario le harían insoportable levantarse cada mañana, un día y otro, año tras año, pues de eso se trataba: complejos, estaba acomplejada y por eso sufría, por eso sentía rabia, y no era para tanto, se dijo, aquello era un trabajo como otro cualquiera, no tenía por qué ser menos digno; si lo reducía a lo que era, un empleo, un sueldo, unas horas de dedicación y esfuerzo, no era tan diferente limpiar baños de poner ladrillos o cortar filetes; vale, no era tan interesante como rodar películas o diseñar puentes o presentar programas de televisión, pero también los había peores, vaya si los había peores, bien lo sabía porque más de una vez, cuando se sentía desdichada por refregar una bañera que no era suya, pensaba en esos trabajos más penosos, más humillantes, menos reconocidos, peor pagados, tenía todo un catálogo de profesiones que le parecían peores, que le hacían preferir la fregona antes que pasar por ellas, así que no se podía decir que estuviera en lo más bajo de la escalera. Cuando apretaban las dudas se repetía a sí misma que el suyo era un trabajo y punto, una forma de merecer un sueldo como otros lo obtienen haciendo otras cosas, es mi profesión, con esto vivo, aquí está el dinero que lo justifica. El problema era, claro, reducir todo el trabajo a lo único que le daba sentido: el dinero obtenido a cambio de arrodillarse y meter las manos en el váter cada día. Porque el sueldo era escaso, el pago por horas era rácano y obligaba a muchas horas para completar un salario suficiente, y si al final ésa era la única medida de su valor al no contar con reconocimiento, prestigio ni ser una actividad interesante, entonces la operación daba un resultado demasiado bajo, y le conducía a un atasco en su razonamiento del que no sabía salir: concluía que lo que devaluaba su profesión no era en verdad su trato cotidiano con la suciedad, sino lo mal pagado que estaba; en consecuencia, bastaría un sueldo mejor para normalizarlo, para convertirlo en un trabajo como cualquiera, tan deseable o al menos tan aceptable como tantos otros; un sueldo mejor que además permitiese a una limpiadora resarcirse de tanto esfuerzo y tanto asco, curarse como se curan los demás: con comodidades, con satisfacciones, con descanso, con distracción, con escapadas de fin de semana para enterrar lo sucedido de lunes a viernes, con cenas en restaurantes para ser servido después de haber servido tanto, con vacaciones interesantes que salven un año entero, con hogares acogedores a los que regresar al final de la jornada, con placeres físicos pero también con placeres intelectuales, y con la educación necesaria para disfrutar estos últimos; es decir, todos esos calmantes que cuestan dinero, y que hacen que a muchos les salgan las cuentas, les compensen el esfuerzo, el cansancio, el malestar, el dolor incluso, a cambio de todo aquello y algo más: ahorros, cotizaciones, segundas viviendas e inversiones para asegurar una vejez de reposo y disfrute que haga admisibles cuarenta años de trabajo. El problema era que la cuenta en su caso no salía, los números no cuadraban, el sueldo era corto y obligaba a menudo a trabajar los fines de semana, no tenía vacaciones pagadas, vivía sin estrecheces pero tampoco holgada, y el futuro que veía por delante era el de su madre, con una pensión mínima tras tantos años sin cotizar, que le imponía seguir haciendo trabajos hasta donde su salud se lo permitiese. De modo que quedaba atrapada en su razonamiento, y concluía que su problema no era de dignidad sino de salario, lo que la reconciliaba en parte, desactivaba su acomplejamiento, pero al mismo tiempo la dejaba en el limbo de lo irresoluble. Así lleva años, dando vueltas a ese tipo de razonamientos, y aunque cree haber enfriado sus complejos y sus dudas, es algo que todavía hoy regresa a menudo, cuando por ejemplo va en el metro y frente a ella se sienta una mujer, y la reconoce, le ve las manos estropeadas, le ve la forma en que se masajea los hombros cansados, algo en la mirada que no sabe si es tristeza, amargura o sólo cansancio, hasta que sus ojos se encuentran y ella cree que se reconocen, como si les bastase un guiño, un asentimiento, para saberse limpiadoras, hermanadas en su profesión, y le gustaría abordarla, sentarse a su lado y preguntarle cómo se siente cuando trabaja, porque nunca tiene ocasión de hacerlo, no tiene amigas limpiadoras, siempre ha trabajado sola y no se relaciona con otras como ella, así que no puede preguntarles, no puede sentarlas a todas alrededor de un café y charlar durante una tarde sobre ellas, por qué se dedican a esto, si les gusta o les asquea, si comparten sus dudas.

Sólo una vez pudo hacerlo: la contrataron para arreglar una casa tras una fiesta, y no estaba sola, había otra limpiadora, algo mayor que ella, extranjera, de no recuerda qué país americano, y estuvieron fregando durante diez horas mano a mano.

Era una casa enorme, en una urbanización de lujo, una de esas viviendas que veían en las revistas de la peluquería, de tres plantas, con ascensor, una docena de dormitorios y baños, un enorme salón acristalado, y había acogido una fiesta que imaginaban multitudinaria pero también salvaje, pues por todas partes, hasta en el último rincón de la casa había vasos, botellas y ceniceros, pero también vidrios rotos, charcos pegajosos en el parqué, cojines destripados, colchones tirados por el suelo, cigarros apagados contra muebles, manchas de lo que parecía semen en los sofás y en la alfombra, y hasta salpicaduras de sangre en la pared de un dormitorio. Un guardia de seguridad les abrió la casa, donde no había nadie, y les señaló un cuarto donde se guardaban los útiles de limpieza, y no volvieron a verlo hasta diez horas después, cuando ya habían terminado y descansaban sentadas en unas butacas del porche. Trabajaron sin descanso durante todo el día, llenaron cinco sacos de basura, sacaron al jardín mobiliario y objetos decorativos que estaban demasiado dañados o directamente destrozados, frotaron hasta con las uñas para sacar algunas manchas resecas, fregaron dos veces el suelo con un producto para maderas hasta devolverle el brillo, y durante todo ese tiempo hablaron, estuvieron hablando sin parar durante las diez horas, al principio de cualquier cosa, conversaciones de ascensor, la primavera que se retrasa, el buen resultado que daba cierta marca de friegasuelos, un truco para las manchas de la tapicería; luego comentaron lo sospechoso de aquella casa, las huellas de la fiesta, hicieron bromas; pero según avanzaban la jornada y el cansancio fueron intimando, y eso que ella al principio recelaba por ser la otra extranjera. No se consideraba racista, ni mucho menos, pero tenía mala opinión de las inmigrantes que limpiaban casas, decía que aceptaban trabajar por cuatro perras y tiraban para abajo los sueldos de quienes como ella llevaban tiempo fregando, y además había oído a más de una señora quejarse de que no eran tan limpias como las españolas, que había que estar todo el día encima porque eran vagas por naturaleza, eran ladronas, tiraban el cubo del agua sucia por el patio y pegaban a los niños, no sabían cocinar más que cosas exóticas e incomestibles, por pura maldad escupían en los vasos limpios y pasaban los cepillos de dientes por la taza del váter, así al menos se lo aseguró una señora que decía estar segura, le aseguró que a ella no le había pasado pero la cuñada de una vecina conocía una casa donde pasó algo así. Pese a estos recelos, comprobó que la otra era simpática, trabajaba duro y ni mucho menos se escaqueaba dejándole a ella el fregado más difícil, así que pronto pasaron al terreno de las confesiones. Cada una contó de dónde era, dónde vivía, cuántos hijos tenía, cuántos años llevaba trabajando, cuáles habían sido los sitios más extraños que habían limpiado, sacaron el anecdotario que atesoraban tras tantos años. Ella habló de su madre, de cómo empezó a fregar junto a ella; la otra le contó su mala experiencia como interna en una casa como las de aquella urbanización, esclavizada por una familia tan adinerada como miserable, esa expresión utilizó, esclavizada, una vez que aceptabas vivir en la casa estabas perdida, quedabas a disposición de la señora y el señor a cualquier hora del día o la noche, si una mañana tenían que madrugar mucho para salir de viaje ella tenía que levantarse a ponerles el café, a prepararles un zumo, unos huevos revueltos y unas tostadas para que luego se fueran sin tocar nada; no podía retirarse a su habitación hasta que no terminasen de comer o cenar y ella recogiese la cocina, y a veces estiraban la sobremesa tanto que se quedaba sin descanso porque ya tenía que poner la merienda a los niños y empezar con la plancha, y lo mismo de noche, si tenían invitados ella no se acostaba hasta que todos se habían marchado y recogía la mesa y la cocina, era preferible a irse a su habitación y que, como había ocurrido alguna vez, la despertasen en mitad de la noche para pedirle que preparase una tortilla para los invitados, que el trasnoche da hambre; y encima la trataban con desconfianza, le preguntaban si había sido ella la que se había bebido lo que faltaba a una botella de coñac, le registraban los cajones de su dormitorio el día que tenía la tarde libre, lo sabía porque pegaba una tira fina de cinta adhesiva como precinto invisible cuando se iba y a la vuelta estaba rasgado; le reprochaban si una toalla estaba tiesa, si la comida estaba sosa o si tardaba en acudir cuando la llamaban; y lo peor de todo, le tendían trampas para probar su honestidad, dejaban sobre la mesa de la cocina una cartera con la punta de un billete asomando, o unos pendientes de oro sobre la mesa baja del salón como olvidados: empezó a volverse paranoica, pensó que tal vez le habían puesto una cámara oculta para vigilarla cuando estaba sola, y pese a todo era incapaz de salir de aquella casa, necesitaba el trabajo, sí, necesitaba el dinero, por supuesto, estaba peleada con su familia y no tenía donde volver, debía el préstamo con que pagó el billete de avión para venir desde su país, pero no era por eso que aguantaba allí, era una vuelta de tuerca en la dominación, la habían anulado de tal manera que pedía perdón ante reproches que sabía injustos, sufría al servir una comida por si no estaba en el punto deseado, aceptaba que le descontasen del escaso sueldo cuando por accidente rompía un florero, agachaba la cabeza cuando la humillaban, y para colmo ni siquiera se marchó por decisión propia: la echaron, la despidieron acusándola de haber estropeado una blusa de no recuerda qué modisto famoso y que mezcló al lavar con ropa de color oscuro y salió color de chochomona, cuando se lo contó mientras limpiaban el parqué por segunda vez se rió, rieron juntas, le entró la risa tonta al recordar cómo quedó aquella blusa que debía de costar lo que ganaba ella en dos meses. Nunca trabajes de interna, le dijo mientras cepillaban una butaca llena de un polvo que pensaron cocaína, es lo peor, tengo una amiga que ha tenido suerte y le ha tocado una buena familia, le pagan y le respetan las horas libres, se siente como en su casa, pero en la urbanización nos juntábamos a tomar café varias sirvientas en la tarde que teníamos libre, y nos contábamos las penas, y te aseguro que las había que estaban todavía peor que yo, trabajaban como burras, no paraban en todo el día, sólo las dos horas de descanso tras recoger la comida y algunos días ni eso, si llegaban tarde los señores a comer se les echaba encima la siguiente tarea, según pasaban las semanas iban haciendo cada vez más cosas, si un día por iniciativa propia decidían recoger algo que nunca habían recogido, en adelante tendrían que recogerlo siempre, y además los miembros de la familia iban dejando de hacer cosas que antes hacían por sí mismos pero que como ya estaba la sirvienta para qué molestarse, para qué doblar la ropa al quitártela si ya hay alguien que te la guarda en el armario, para qué llevar tu plato a la cocina cuando terminas si sabes que dejándolo en la mesa acabará en el lavavajillas, para qué poner cuidado en arreglar el cuarto de baño al terminar, si detrás venía quien recogía la ropa sucia y las toallas y quitaba los pelos del desagüe. Dado el derrotero de la conversación, ella aprovechó para plantearle sus viejas dudas sobre la dignidad del trabajo de limpiadora, discutieron sobre ello ya sentadas en el porche, mientras esperaban al vigilante fumando unos cigarrillos largos y perfumados que habían encontrado en un dormitorio y con los pies hinchados sobre una silla de madera; discutieron porque inicialmente partían de posturas enfrentadas: ella sostenía, siguiendo el razonamiento que había construido para su madre, que limpiar era algo tan digno como cualquier trabajo, que no tiene nada de degradante agarrar la fregona o apretar el estropajo, que es un trabajo socialmente necesario, que alguien tiene que hacerlo y que presta un servicio fundamental, porque gracias a ellas hay otros que al no tener que limpiar lo que ensucian pueden liberar tiempo y energía para otras tareas más reconocidas pero tanto o más necesarias que la limpieza, construir puentes, rodar películas, impartir clases en la universidad. Su compañera de aquel día le interrumpía, gritaba para rebatirla, se burlaba, la llamaba ingenua, eres una ingenua, no te lo crees ni tú todo eso que dices, tú limpias porque no puedes hacer otra cosa, pero sabes que es una mierda de trabajo, nadie lo elige, nadie tiene vocación para esto, nadie nace limpiadora, ninguna niña dice que de mayor quiere fregar escaleras y váteres como ningún padre desea para sus hijos un futuro de estropajo y amoníaco, y sí en cambio desean para ellos o cuando menos admiten un sinfín de profesiones. Ella se fue rindiendo ante sus argumentos, se sentía además muy cansada, la limpieza de la fiesta había sido una paliza, le dolía la espalda, así que calló y escuchó mientras la otra seguía dándole razones: cómo nadie les preguntaba nunca por su trabajo, ni sus amigos lo hacían, no porque pensasen que no había nada interesante que contar sino como si preguntar fuese una forma de hacer daño, de recordarles a qué se dedicaban; o cómo nadie les reconoce nunca lo que hacen, por muy bien que lo hagan, a la mayoría de trabajadores es fácil decirle felicidades, te ha quedado muy bien, un informe excelente, buen trabajo, a ellas nunca les van a decir buen trabajo, te ha quedado muy limpia esa bañera, admirable el brillo de esos azulejos, enhorabuena por ese barrido. Y todavía tenía más, pues no era la primera vez que discutía sobre ello: le preguntó si no se había fijado nunca en cómo hay revistas dedicadas a prácticamente todos los sectores y oficios, menos al suyo; le contó que un día, mientras fregaba el suelo de una biblioteca, al pasar por la hemeroteca se entretuvo viendo las revistas técnicas y profesionales y comprobó que había publicaciones sobre médicos, profesores, fabricantes y vendedores de todo tipo de productos, peluqueros, decoradores, informáticos, panaderos, agricultores, abogados, pero no había, ni podía imaginarse, una revista de limpiadoras; no una revista de empresas de limpieza, ni de fabricantes de productos de limpieza, que tal vez hubiera, sino una revista de limpiadoras, incluso se la imaginaba, bromeaba con ello: Doña Fregona, la revista de las profesionales de la limpieza, con secciones dedicadas a nuevos productos, una comparativa de cepillos, entrevista con veteranas, trucos y consejos para desengrasar bien una cocina o devolver el blanco original a los sanitarios, y así todo. Y quien dice revistas dice ferias y congresos, que también los hay de todo tipo de profesiones y sectores empresariales, pero no parece creíble un congreso nacional de limpiadoras ni una feria de la fregona. Por no hablar de un último argumento que le dolía especialmente, porque lo había sufrido: la manera en que, en una casa donde empezó echando horas y acabó de interna, los niños reproducían con ella la relación de dominio que habían aprendido en sus padres: una niña le ordenó que le hiciera la cama, no se lo pidió sino que se lo ordenó, oye, hazme la cama antes de que venga mi madre, que luego me riñe por no hacerla; o un mocoso que quiso probar hasta dónde llegaba el sometimiento y, tras tirar al suelo un vaso de zumo, fue a buscarla y le dijo: oye, se me ha caído el zumo, límpialo tú.

Sale del baño y coge del carro un par de trapos para darle un repaso a la grada. A esta hora sólo queda media docena de espectadores, mientras que abajo sólo está ya el muchacho ese extranjero que se pelea con unos hierros intentando ensamblarlos, y la teleoperadora que ya se pone el abrigo para salir. Mira el reloj y calcula: cuarenta minutos para terminar con la grada, limpiar el sitio del carnicero y el del albañil, pasar la fregona por la zona de entrada, y a casa. Al verla, la teleoperadora le sonríe y le hace un gesto con la mano para que se acerque, y cuando llega a ella le habla en voz baja: pensaba ir a decírtelo antes de salir, porque me imagino que los otros no te han dicho nada, verdad, hemos quedado en vernos todos a la salida, en una cafetería que está a la entrada del polígono, donde la parada de autobús, sabes cuál te digo. No sé si podré quedarme, tengo que volver pronto a casa que mi hermana está con los niños hasta que llego. Será poco tiempo, tienes que venir, vamos a hablar de los cambios. Cambios, qué cambios. A ti no te han dicho nada entonces, a mí me llamaron esta mañana, antes de venir, creo que era la misma que nos hizo la entrevista, no te ha llamado a ti, bueno, a lo mejor te lo dicen mañana, el caso es que me dijo que a partir del lunes me suben el mínimo de encuestas semanales, así sin más explicación, y qué quieres que te diga, para mí sigue siendo un número asequible, pero me mosquea que cambien las condiciones de un día para otro, y además lo comenté con la chica ésa que mete piezas en las cajas, y resulta que a ella no le han dicho nada, no la han llamado, pero ayer se encontró con que la torre de cajas por llenar era más alta, le habían metido veinte más sin avisar. Al carnicero también le han aumentado los pollos, y me ha dicho que no le da tiempo de limpiar. Ves lo que te digo, y el albañil también le han llamado para que incremente el ritmo de trabajo, con más paredes cada día; es que hemos quedado todos en vernos y hablarlo, anda, anímate y ven, así de paso nos conocemos, que llevamos aquí tres semanas y casi no hemos hablado entre nosotros.

Pasa el trapo por la barandilla de la grada, donde el vigilante de seguridad está pidiendo a los últimos espectadores que salgan, que es hora de cerrar. Recoge un par de latas del suelo, una bolsa de patatas, barre cáscaras de pipas, y luego empuja el carro hasta la zona de trabajo del albañil, que lo ha dejado todo muy recogido y sólo hay que barrer y fregar el suelo. Mira las herramientas, alineadas y brillantes, le llaman la atención porque no sabe bien para qué sirven todas, coge una espátula y la sopesa, se ve a sí misma levantando una pared y le hace gracia, estaría bien que de vez en cuando intercambiasen los trabajos, ella a levantar una pared y el albañil a fregar los baños, el carnicero a hacer llamadas y la chica a trocear terneras; también cuando limpiaba oficinas fantaseaba con esos trueques, cuando no quedaba nadie en el despacho, tras comprobar que no hubiese cámaras de seguridad, se sentaba en un sillón giratorio, colocaba las manos sobre el teclado del ordenador apagado, levantaba el teléfono como si recibiese una llamada importante, hasta que lamentaba su imprudencia, alguien podría notar que ha descolgado y pensar que pretendía hacer una llamada gratis, así que salía deprisa del despacho, no sin antes pasar el trapo concienzudamente al auricular y al teclado como el ladrón que borra las huellas. No sólo en las oficinas; también en las casas fantaseaba de vez en cuando. Lo comentó con su compañera de limpieza aquel día, cuando tras casi una hora hablando sin parar, a la espera del guardia que las sacase de allí, quedaron en silencio, sentadas en el porche, bebiendo agua en vasos anchos y pesados, con los pies sobre una silla, la vista perdida en el amplio jardín y la piscina iluminada, hasta que se miraron y les entró la risa porque las dos estaban pensando lo mismo: parecemos las señoras de la casa, aquí tomándonos el gin-tonic de antes de cenar y hablando de nuestras cosas. Rieron con una risa cansada, más bien esforzada, y les dio pie para una última confesión. Ambas reconocieron que alguna vez, en una casa donde se habían quedado solas para limpiar, jugaron a que la casa era suya, a que eran las señoras, se sentaron en un sillón del salón para ver cómo se veía todo desde su nuevo estatus, abrieron el armario para elegir un vestido que no llegaron a ponerse pues a tanto no llegaba su atrevimiento, curiosearon los estantes de baño para comprobar lo cuidada que tendrían la piel, caminaron por el pasillo hacia la cocina no como quien arrastra un cubo para cambiar el agua sino como quien recorre su casa y piensa en los preparativos de la cena, y de alguna manera se sentían audaces, aunque al final también ridículas. Y tú en esos momentos, siendo la señora, pensabas en contratar a una como nosotras para que te limpiase la casa. Anda, claro, y además yo iba a ser una señora cabrona, te ibas a enterar tú sí caías en mis manos.

Como se esperaba, el carnicero ha dejado todo sin recoger, tras su conversación en el baño ha dado por firmado el contrato de sus nuevas condiciones, y ha decidido no retirar ni siquiera los restos del último despiece, para que ella lo haga desde hoy mismo y ya no pueda arrepentirse, sabedora de que cuando una limpiadora hace algo un día, ya tendrá que hacerlo toda su vida, le pasó en alguna casa donde tuvo la iniciativa de recoger algo que no le habían pedido, y la primera vez se lo agradecieron, pero cuando días después no lo hizo se lo reprocharon, educadamente pero se lo reprocharon, y aquello que nadie le había pedido se convirtió en una obligación más. Retira con asco los restos húmedos y pegajosos de lo que parece un despiece de pollos, lo echa todo al saco de basura y humedece una bayeta para refregar la sangre de la tabla. Después aclara los cuchillos y los coloca en los huecos que la mesa tiene para alojarlos, y toma la fregona para empujar hacia el sumidero los charcos rosados y espumosos. Se remanga la bata y mete medio brazo en el desagüe para retirar los trozos de carne y piel que lo obstruyen, y con otro fregado ya con agua jabonosa termina. En la puerta se despide del vigilante, que todavía tiene que apagar los reflectores y hacer una última ronda antes de bajar la persiana. Qué, tú también vas a la reunión ésa, le pregunta al verla salir, con una sonrisa que no sabe cómo interpretar. No, es muy tarde para mí, responde ella, se despide hasta mañana y echa a andar por la zona de calle sin farolas, camino de la avenida iluminada al fondo. Ve al otro lado de la vía una hoguera y distingue tres, cuatro figuras sentadas alrededor. No le asustan, más bien al contrario, le entran ganas de acercarse y desde este lado de la vía reprocharles a gritos cómo le dejan el baño cada vez que entran. Podía haberle preguntado al guardia si él se iba ya, quizás la habría llevado en su coche al menos hasta la parada de autobús. No tiene miedo de caminar sola por el polígono, es el cansancio del día el que hace que la avenida parezca más larga. Deja atrás varios camiones aparcados, las cabinas con las cortinas cerradas. Da las buenas noches a una prostituta que no le devuelve el saludo porque está pendiente de abrirse la gabardina al paso de un automóvil que desacelera pero no llega a detenerse. Es el coche del vigilante, que en efecto podía haberla llevado hasta la parada, quién sabe si hasta su casa si viviese cerca, qué agotador tener que esperar el autobús, luego el cercanías y todavía un último autobús desde la estación hasta su casa, y los niños sin cenar y su hermana con prisa y el reproche preparado, búscate a alguien que te los cuide, que yo todas las tardes no puedo, bastante tengo con lo mío. Se sienta en el banco de la parada, estira las piernas, se masajea las rodillas. Al otro lado de la avenida está la cafetería, no ha olvidado la cita pero está demasiado cansada para quedarse, no se arriesga a perder el último tren y a una bronca con su hermana, y además a ella no la han llamado para cambiarle las condiciones, otro motivo más para dudar de si es parte de aquello, si ella es como el albañil o el mecánico o sólo es la limpiadora. Al fondo de la calle lateral ve aparecer el autobús, por lo que se reafirma en su propósito de no ir a la reunión. El semáforo debe de haber cambiado a rojo, porque el autobús se ha detenido. En ese momento se abre la puerta de la cafetería y aparecen el mecánico y la teleoperadora. Ella enciende un cigarrillo y le ofrece el mechero a él. Dan sendas caladas y comentan algo, desde la parada sólo oye la risa de ella, una carcajada teatral, tal vez de coqueteo, pero al echar la cabeza hacia el lado para dejar salir el humo la ve, mira hacia la parada y la ve allí sentada, pendiente del autobús que ha reanudado la marcha. La chica cruza a zancadas la avenida y llega antes que el transporte, justo cuando ella se levanta y busca el bono en el bolso. Oye, no te acuerdas de lo que te dije, estamos todos ahí, en la cafetería. Ya, pero no puedo, tengo que irme, que si no me quedo sin tren. Venga ya, tenemos que estar todos para hacer fuerza, olvídate del tren, él te acerca luego en su coche, verdad, dice señalando hacia el mecánico, que desde la otra acera asiente aunque no puede haber oído lo que le preguntaban. Como ella está distraída pensando en explicarle lo lejos que vive, los niños sin cenar, su hermana enfadada, no levanta la mano de aviso a tiempo y el autobús, que a esta hora y por esta zona circula deprisa, pasa de largo sin detenerse. Mira, se te ha escapado, ahora no te queda otro remedio, vente.

Es la primera vez que están todos juntos, y sin sus ropas de trabajo parecen otros, le cuesta reconocerlos a primera vista, se da cuenta de que hasta ahora los identificaba más por sus atributos, por sus oficios, que por sus rasgos faciales, el albañil con su casco y su chaleco reflectante, el carnicero con el delantal y los guantes, el mozo con el mono abierto, el mecánico con la ropa llena de grasa, ella misma sin la bata, irreconocible para los demás; aunque a los que no llevan uniforme tampoco los reconoce fuera de lugar, la administrativa sin la pantalla frente a ella, la costurera sin estar inclinada sobre la máquina, el otro chico que también trabaja con un ordenador sin que sepa bien a qué se dedica. Algo alejado de la mesa, sentado en un taburete alto y charlando con la chica que atiende la barra, reconoce al camarero que en la nave sirve cafés, refrescos y bocadillos en un kiosco al pie de la grada. No esperaba verlo aquí, y su presencia le hace creer que sí, que el camarero y ella también son parte de aquello aunque la gente no se haya dado cuenta y no les miren.

Anda, ponte aquí, a mi lado, le invita la teleoperadora, que acerca una silla. Se sienta en un extremo de la mesa, entre la chica de la sonrisa bonita y la administrativa. Los reunidos se han agrupado por sexos, supone que sin intención en ello: en uno de los lados se alinean la costurera, la chica que llena cajas, la administrativa, ella misma y la teleoperadora. A continuación vienen los hombres: el albañil, el mozo, el mecánico, el muchacho que nadie sabe a qué se dedica pero que trabaja con un ordenador, y el carnicero, que ocupa el lugar presidencial de la mesa y en ese momento habla levantando mucho la voz, pero al sentarse ella detiene su intervención y la mira con una expresión que parece de extrañeza, como si fuese a preguntarle qué hace aquí, aunque no sería la primera vez que malinterpreta un gesto o una palabra. La teleoperadora se adelanta y responde a la mirada del carnicero: es la compañera que limpia, no ha venido antes porque es la última en salir. El tratamiento de compañera la reconforta, aunque en seguida se deja llevar una vez más por el recelo y piensa si en realidad compañera que limpia no será una forma condescendiente de referirse a ella, como si decir limpiadora fuese denigrante, está acostumbrada a todo tipo de eufemismos cuando le preguntan por su trabajo, aunque está siendo injusta con la chica, que tanto ha insistido en incorporarla al grupo. El carnicero continúa hablando, la interrupción ha servido para que recomponga su tono, y ahora interviene con menos dureza: lo repito, y es lo último que digo, que tengo prisa y es muy tarde para estar aquí de conspiraciones, a mí me dan igual los cambios, no tengo problema en aumentar la carga de trabajo, porque estoy acostumbrado a un ritmo más fuerte que éste, y además esta tarde hablé con la limpiadora para organizarnos mejor entre los dos, verdad. La manera en que ha dicho limpiadora señalándola sí le suena a desprecio, y pese a todo ella asiente en silencio. La costurera apoya los codos en la mesa y adelanta el cuerpo para hablar: ya, pero no se trata de si puedes o no puedes trabajar más, sino de que nos cambian las condiciones por la cara, y si lo aceptamos nos las pueden cambiar cada vez que quieran. El carnicero la interrumpe poniéndose en pie, y habla mientras se viste el abrigo: pero tú qué me cuentas, chica, tú no decías que a ti no te habían cambiado nada, entonces qué más te da. Bueno, yo creo que tenemos que estar todos a una. Que sí, Fuenteovejuna, que ya me sé yo dónde acaban estos rollos, que ya los viví en el matadero, y terminamos como terminamos, así que conmigo no contéis, que yo estoy muy contento con esto y quiero que dure, a ver dónde habéis estado vosotros mejor que aquí, que hasta nos vamos a hacer famosos, y suelta un par de monedas en la mesa antes de salir de la cafetería. Tras cerrar la puerta quedan todos en silencio, se miran unos a otros esperando que alguien tome la palabra, sólo se oyen las risas del camarero y la chica de la barra, que se divierten desentendidos de lo que discuten los otros. Por fin el mecánico habla, y mientras lo hace mueve mucho las manos, los dedos con estrías negras de grasa incrustada: no sé, igual no es para tanto, total, sólo os han llamado a cuatro, a lo mejor porque tenían que ajustar vuestros puestos porque se han dado cuenta de que algo no funcionaba bien, yo qué sé, no creo que tengamos que dramatizar tanto, que esto tampoco es una empresa como otra cualquiera, estaremos de acuerdo en que es algo diferente. Ése es el problema, interrumpe la administrativa, que habla con una voz muy baja, silbante, que hace que todos adelanten el cuerpo y estiren el cuello hacia ella: ése es el problema, que no sabemos qué es esto, ni para quién trabajamos ni para qué. Yo incluso dudo de si estamos trabajando, comenta el albañil, no sé si podemos llamarlo trabajo o es otra cosa. Yo te aseguro que estoy igual, responde como un resorte la teleoperadora, en tono agrio, a mí este puto dolor de cabeza sólo me lo pone el trabajo. Me parece que eso es lo de menos, retoma la costurera, no vamos a entrar nosotros en si es un trabajo o es otra cosa, eso mejor lo dejamos para los espectadores y los que opinan en la tele, nosotros sabemos que no somos actores, ni artistas, ni conejillos de india, sino trabajadores, con contrato, sueldo, horario y unas condiciones de trabajo que nos han cambiado de un día para otro porque sí. A ti no, interrumpe el albañil. Vale, a mí no, pero como no quiero encontrarme con que dentro de unos días me metan más metros de tela, me preocupa que se lo hagan a otros. La limpiadora sigue el debate con sensación de que le falta información, que al llegar tarde no ha oído todo lo que han hablado antes, y además está cansada, le duelen los pies, mira el reloj una y otra vez, no sabe quién la va a llevar a casa, al último tren ya no llega, y debería llamar a su hermana, decide dar diez minutos más y cumplido el plazo preguntará si por favor alguien la puede acercar hasta su barrio o lo más cerca posible, pedir un taxi le costaría el sueldo de un día a la distancia que está de su casa. Se va desentendiendo de la conversación, se pierde en sus pensamientos cansados mientras le llegan frases sueltas a las que apenas atiende. Qué más te da quién esté detrás de esto, yo en la fábrica tampoco sabía bien quiénes eran los dueños ni quiénes estaban en los despachos de la sede central. Mira a los presentes, uno a uno, juega a adivinar si alguno de ellos tendrá en su casa una limpiadora que una o dos veces por semana les friegue los baños y los suelos y les planche la ropa. Léete bien el contrato antes de quejarte, que seguro que lo pone ahí pero no nos hemos dado cuenta. Varias veces ha trabajado por horas en casas que eran como la suya, de trabajadores que no debían de ganar mucho más que ella, dos sueldos y una hipoteca, finales de mes apretados, breves vacaciones y un capricho de vez en cuando, pero sin embargo la llamaban y le pagaban treinta euros en lugar de limpiarse ellos mismos la casa. A mí en el fondo me gusta esto, creo que estamos participando en algo importante, no sé qué pero algo importante, en todo caso estamos mejor de lo que estaríamos en cualquier empresa haciendo lo mismo, y tampoco están las cosas por ahí como para ponernos exquisitos. Casas de barrio humilde, pisos sin ascensor ni calefacción, electrodomésticos de marca blanca, muebles baratos, monos colgados en los tendederos, furgonetas de reparto aparcadas, y sin embargo tenían limpiadora, le recordaba a un cuento que le repetía su madre cuando era pequeña, érase una vez una familia muy pobre muy pobre, el padre era pobre, la madre era pobre, los hijos eran pobres, la criada era pobre; su madre se reía al contarlo y ella no le veía la gracia, y sin embargo ella también se lo ha contado a sus hijos, que tampoco entienden el chiste, y qué más, mamá, eso es todo, vaya cuento. Lo de que nos miren mientras trabajamos es lo de menos, pero a veces tengo la sensación de que estoy haciendo el imbécil, que se están riendo de mí, no sé si os pasa. Por qué no limpian ellos, de verdad no tienen tiempo, o es una forma de sentirse mejores, de sentirse menos pobres, una familia muy pobre donde hasta la criada era pobre, lo entiendes, hija, eran pobres pero tenían criada; ella no querría tener a nadie limpiando en su casa ni aunque pudiera pagarlo, ni aunque tuviera otro oficio, pero eso es hablar por hablar, porque si tuviera otro trabajo, si no fuese limpiadora, pensaría de otra forma, no sería ella, se le quitarían todos los complejos y vería su trabajo como lo que es, ni más ni menos, qué ganas de amargarse siempre dándole vueltas a lo mismo. Pues no hubieras aceptado, que nadie nos ha puesto una pistola para firmar el contrato, bien claro nos lo dijeron en la entrevista, por lo menos a mí, yo sabía dónde me metía. Alguna vez ha tenido la tentación de hacer la prueba, de llamar a un anuncio de ésos como el que ella misma coloca en los tablones de los supermercados, limpieza por horas, experiencia y referencias, fregar, planchar, cocinar, señora seria y responsable, española; llamar a un anuncio y pedir a una de esas señoras serias y responsables que viniese a su casa un día, probar qué se siente, quedarse las tres horas en un sofá mientras la otra va de un lado a otro con el cubo, la fregona y los botes, levantar los pies cuando se lo pidiera, incluso exigir, ordenar que le repasase bien los azulejos de la cocina, la nevera por dentro, el horno que lleva mucho tiempo acumulando salpicaduras, y luego dejar los treinta euros en la repisa de la entrada y hasta la semana que viene. Si nos vuelven a cambiar las condiciones entonces sí hacemos algo, llamamos y preguntamos, pero por ahora lo mejor sería dejarlo estar.