Al girar la esquina.
Al girar la esquina al final de la calle, cuando ve la nave al fondo, junto a las vías, se pone las gafas de sol y la gorra, un disfraz absurdo y que le hace más sospechoso, le impide pasar desapercibido si es lo que pretende. No lo hace porque esté cometiendo ninguna infracción, claro que no, en ninguna parte está escrito ni nadie le ha dicho que no pueda ir en su día libre, que no pueda entrar hoy por la puerta principal y sentarse en la grada como un espectador más. Tampoco lo hace por sus compañeros, y llamarlos compañeros ya es mucho decir, duda de que le reconociesen si lo viesen por la calle sin el mono azul y tampoco han tenido apenas contacto entre ellos, él menos que nadie, pues alguna vez ha visto al mecánico y a la chica que llena cajas con piezas geométricas intercambiar alguna frase, caminar unos pasos hacia la zona de separación entre actividades y saludarse o reír alguna broma; pero con él no, nadie le ha preguntado hasta ahora cómo se llama, cómo está; si se dirigen a él es para darle una orden, tráeme un cordero, tráeme los pollos, en cinco minutos estoy de vuelta y quiero ver aquí la ternera con la cadena enganchada a la pata, sin palabras, tan sólo con una señal, una mirada, una mano levantada con los cinco dedos extendidos o un silbido. No, no toma precauciones por ellos, que tampoco lo distinguirían tras los focos. Si se oculta con unas gafas de sol y una gorra deportiva que consiguen lo contrario, atraer más miradas como si sospechasen en él un actor popular o un futbolista que quiere pasar desapercibido para no firmar autógrafos; si se disfraza así es para no ser reconocido por los espectadores, los que venían en el mismo autobús que él, los que están ahora aparcando en los alrededores de la nave y colocan la barra antirrobo preocupados por dejar el coche en una zona tan abandonada, lejos de las últimas naves que en el polígono todavía conservan actividad, al final de una calle cruzada de socavones y grietas, entre la vía del tren y un nudo de autopista, escoltada por edificios tapiados y con los cristales rotos; se pone gafas y gorra para no ser reconocido por los que se cruza ahora, que vienen de vuelta ya, y que le dejan al pasar fragmentos de conversación: a mí me ha gustado, yo no entiendo de qué va esto, a mí me parece que no trabajan de verdad, deben de ser actores, vaya tomadura de pelo, venir hasta aquí para esto, no te quejes que por lo menos no cobran entrada, sólo faltaría. Así es: teme ser reconocido por quienes ayer mismo, o cualquier otro día, pueden haberle visto al otro lado, en la zona iluminada, con su mono azul y el cinturón lumbar ajustado, arrastrando la carretilla, amontonando sacos o encajando los hierros de alguna estructura; y que ahora podrían verlo e identificarlo, mira, ése no es el muchacho del mono, cuál, ése, sí, el que sacaba los animales ayer, el que doblaba una montaña de ropa hace dos días, el que envolvía paquetes el lunes pasado, el que montaba y desmontaba un armario la semana pasada; que le reconozcan y quieran hablar con él, preguntarle, cuéntanos, de qué va esto, eres de verdad o eres un actor, la duda de tantos espectadores ante la que él podría jugar con ellos: sí, soy un actor, no crean nada de lo que ven ahí dentro; ya lo decía yo, tu cara me sonaba mucho, yo creo que te he visto en alguna serie; puede ser, puede ser; pues lo haces muy bien, parece que te esfuerzas de verdad, y esa expresión de cabreo, ese apretar los dientes como si estuvieras de verdad enfadado con tu jefe o te sintieses explotado, es que lo clavas, qué bueno.
No, nadie le para, nadie le pregunta, en realidad no cree que nadie fuera a reconocerle incluso sin gafas ni gorra, eso supondría que recordasen su cara, que le hubieran mirado a él, no lo que hace sino a él. Así que llega a la puerta principal, la fachada desconchada y con ventanas tapiadas, sin ningún cartel ni aviso de lo que ocurre en el interior de una nave que cualquiera diría abandonada de no ser por las decenas de personas que en ese momento entran o salen, echan un cigarro a la puerta mientras ríen, o contestan a las preguntas de un periodista frustrado porque no le dejan entrar con el cámara. Pero hoy, en vez de seguir andando hasta la esquina y girar para buscar la puerta lateral como todos los días, se detiene ante la entrada de espectadores, vacila un instante al ver al guardia de seguridad hasta comprobar que éste ni le mira, sólo preocupado por mantener a raya a los dos equipos de televisión que permanecen aparcados frente a la nave, y por fin entra, cuza por primera vez la puerta, llevaba una semana pensando en hacerlo, aprovechar cualquiera de sus horas libres entre trabajo y trabajo, mientras no le llamasen, para acercarse, entrar y sentarse en la grada a mirar, a mirar él también, no a ser mirado.
Tras la puerta, que no es más que el espacio libre bajo una sucia persiana a medio levantar y que exige agachar la cabeza al pasar, se encuentra un recinto pequeño, a modo de cochera donde cabrían tres o cuatro furgonetas en los tiempos en que la nave era de verdad una fábrica de algo y venían los repartidores a recoger la mercancía, con el suelo de cemento rugoso y las paredes de ladrillo. En un lateral hay una puerta sin marco ni hoja por la que en ese momento sale una pareja hablando en voz baja como si dejasen un cine en medio de la función, qué pasada, qué locura, cómo mola, ya te lo dije. Cruza la puerta y ahora sí está dentro de la nave diáfana, cuyo frío y humedad reconoce al instante. Mira hacia arriba y comprueba que está bajo la grada portátil, la misma que le tocó montar en su primer día aquí, cuando aún no sabía de qué iba esto pues no se diferenciaba de tantos otros trabajos: una llamada de la empresa de trabajo temporal, una dirección y una fecha y hora para presentarse, y al llegar otro trabajador como él, enviado por la misma empresa, y un camión cargado de hierros, tuercas y asientos de plástico para montar en una mañana, todavía sin nadie que les mirase. Camina hacia un lateral de la nave, rodea la grada para buscar la escalera, y al hacerlo evita mirar hacia el otro lado, se lo encuentra de frente pero prefiere no verlo todavía, no quiere una impresión parcial, desde abajo sólo vería a los que están más cerca y en primer plano, y así ya los conoce, de modo que prefiere esperar a sentarse en la parte alta para tener una visión de conjunto. Sube la escalera y se fija en la grada que no había vuelto a ver desde el día que la montó, oculta por el deslumbramiento de los reflectores todo este tiempo, y que no recordaba tan grande: calcula multiplicando filas por asientos y redondea en ciento ochenta localidades, de las que deben de estar ocupadas unas ciento cuarenta, aunque la rotación de espectadores es constante, unos salen y otros entran sin cesar. Sube hasta más arriba de la mitad, y obliga a varias personas a levantarse para avanzar por la fila y ocupar un asiento vacío. Al sentarse, mirando al suelo todavía como demorando el momento, se da cuenta de que no se ha quitado todavía las gafas y la gorra, cosa que ahora hace, mete las gafas dentro de la gorra, la coloca en el suelo entre sus zapatos y por fin, lentamente se incorpora con los ojos cerrados, y tras unos segundos de expectación los abre, y lo ve. Aquí está.
Teatro, circo, arte, experimento, broma. Coincide con esas primeras impresiones pero no son suyas, son palabras que le llegan de quienes le rodean, que hablan en voz baja y apenas callan, comentan, preguntan, ríen, protestan, señalan hacia abajo, hacen fotos con el teléfono. Es verdad, reconoce: hay algo de teatro, mucho de circo, bastante de sensación de estar presenciando una broma, un leve aire de experimento y, en opinión de un profesor que vio anoche en la tele, hay también arte. Pero él, de primera impresión, añade otra: zoológico. Así vistos, cada uno en su espacio, ocupados en su actividad repetitiva e interminable, con expresiones aburridas, desentendidos ya de la presencia de quienes miran, inofensivos como animales salvajes sometidos a la rutina y el encierro del zoológico. Desde abajo, desde el otro lado, no lo había pensado, no lo había sentido así hasta ahora, le resultaba todo extraño, se preguntaba por las intenciones, por la finalidad, por la duración, pero no se había sentido como el tigre que repite una y otra vez el mismo paseo en la distancia que permite su cercado, hacia un lado, hacia el otro, y de vez en cuando bosteza para que los visitantes puedan ver que pese a su aspecto manso y derrotado todavía tiene colmillos temibles. Esto es un zoo, oye decir a alguien en la fila de atrás, y asume su poca originalidad, no es el primero que lo piensa. Nada de zoo, responde el acompañante, esto es el circo de Buffalo Bill, indios disfrazados de indios y haciendo lo que se espera que haga un indio, montar a caballo, lanzar flechas, tallar dioses de madera y aullar para que los espectadores sientan que están viendo un pedacito del salvaje oeste. Aprovecha un movimiento de espectadores y se muda tres filas más abajo, con intención de atrapar otros fragmentos de conversación: es precioso, a mí me parece precioso, se ve una voluntad de coreografía, tiene algo de baile, no te parece que incluso están armonizados, que no hacen sus movimientos al azar sino siguiendo una secuencia, algo tal vez ensayado muchas veces. Y la acompañante, burlona: siempre dices lo mismo, tú ves belleza y baile en cualquier cosa, lo mismo en los pájaros que cruzan el cielo que en los coches pasando por la autopista o la gente saliendo del metro, qué pesadito eres. Desde atrás le llega otra pareja: me aburro, vámonos, no le veo la gracia, me parece humillante. Y el otro, disputando: qué tontería, no entiendes nada, hay que tener un poco de sensibilidad para apreciarlo. Y de vuelta: ya, claro, habló míster sensible, si me vas a soltar otra de tus teorías déjalo para otro día, te espero fuera que ya he visto bastante. Un nuevo desplazamiento, ahora hasta la última fila de arriba, para capturar otros comentarios: papá, por qué hacen eso.
Y el padre: hijo, para que veamos cómo trabajan, para que veamos qué es el trabajo. Pero el niño no se contagia del interés: pues vaya rollo, como si no pudiéramos ver gente trabajando sin venir aquí. Y en la fila delantera: a mí el que me gusta es el del mono azul, por lo menos hace cosas diferentes cada vez, yo creo que es el que mejor se lo pasa. Sigue la línea del dedo que señala y se ve a sí mismo, encarnado en el otro, en su igual, su doble, el que cubre las horas en que él no está en la nave. Visto desde aquí, a esta distancia, con el mono azul, nadie pondría la atención necesaria para diferenciarle a él de ese otro muchacho, cabe pensar que los otros trabajadores tampoco los distingan, que no se hayan dado cuenta de que son dos muchachos diferentes que se van turnando según les llaman de la empresa, y crean que es el mismo, total, los dos son de estatura y complexión parecidas, rubios con el pelo corto, y aunque no conoce al otro da por hecho que es compatriota, así que por qué habrían de distinguirlos, eso exigiría mirarles bien a la cara, fijarse en ellos, recordar cómo son cuando no están, y eso es mucho esperar de quienes hasta ahora no han tenido para él ni para su sustituto una frase que no fuese una petición o una orden, tráeme los pollos, acércame más sacos de cemento. Así que mirar al muchacho de azul es como verse a sí mismo, consigue el efecto buscado de ser al mismo tiempo observador y observado.
Dedica un rato a mirar bien al muchacho del mono azul, al mozo de almacén, como lo llaman los espectadores amantes de las categorías laborales, y el espejismo es perfecto: desde lejos, sin verle bien la cara, es él, se está viendo pero no como lo veían otros ayer, o la semana pasada, sino como lo habrían visto durante estos últimos años si le hubieran mirado, haciendo lo mismo que hace aquí. El mozo, el otro, está ahora montando muebles, algo que a él le tocó hace tres o cuatro días también. A su espalda se amontonan varias cajas delgadas de cartón, tantas como muebles tendrá que montar hoy. Una está abierta en el suelo, y en un par de metros de suelo se despliegan tablones, listones, una hoja de instrucciones y una bolsa de tuercas y tornillos junto a la caja de herramientas. Agachado, el muchacho gira una llave para ensamblar dos piezas de lo que parece un sofá cama, y que seguramente será lo más sencillo que tenga que hacer hoy, lo previsible es que después le esperen una estantería, una cómoda, un armario y hasta una litera. Mirándolo se ve a sí mismo no hace tres días sino hace año y medio, cuando estuvo varias semanas trabajando para una empresa de transporte y montaje de esos mismos muebles. No sería capaz de calcular cuántos sofás, armarios y estanterías pudo montar en el mes y medio que pasó allí hasta que los de trabajo temporal le cambiaron a otra empresa, pero terminó odiando al fabricante, al diseñador, a los compradores y a la moda de entregar los productos desmontados para el hágaselo usted mismo, que acaba siendo un hágaselo usted mismo salvo que pague para que se lo hagan. Y en efecto muchos pagaban para que alguien, él, por poco dinero, se pelease con las enrevesadas instrucciones y se buscase la vida para resolver los frecuentes errores de fabricación, la pieza que falta, el lateral que no encaja donde debería, el hueco demasiado pequeño para el tornillo. Llegaba al almacén muy temprano, cargaba todos los bultos en un camión y se ponía en marcha junto al conductor y otros tres montadores. El proceso siempre era el mismo: llegaban a una dirección, se bajaba uno de ellos, en este caso él, llamaba al telefonillo para comprobar que había alguien, descargaba la caja que tocase y el camión se marchaba para seguir la ruta. Subía al piso y, sin perder un minuto, abría las cajas, sacaba tableros y tuercas y montaba el mueble a una velocidad que los clientes siempre admiraban: hay que ver, lo que tú haces en cuarenta minutos me habría llevado a mí una tarde entera y además acabaría cabreándome con mi mujer y mandando los tableros y tuercas a hacer puñetas, cómo se nota que llevas mucho tiempo montando los mismos muebles. No, no era experiencia sino prisa, pues al terminar de montar el armario o el sofá cama salía corriendo a buscar la parada de metro o de autobús más cercana para llegar a la hora acordada al punto de encuentro que habían fijado al salir del almacén, donde subía al camión de nuevo para que lo soltasen con otro mueble en una nueva dirección, paracaidista los llamaba el conductor, llegaba a un portal y decía así, que salte el siguiente paracaidista. De forma que debía montar deprisa, y rezar para que el transporte público no tuviera retraso, pues el camión no esperaba y perdía turno hasta el siguiente punto de encuentro, lo que significaba menos sueldo, ya que cobraba un fijo escaso del que además la empresa de trabajo temporal se llevaba una parte, y una comisión por cada montaje, que era el verdadero sueldo.
Fíjate cómo monta ese chaval los muebles, anda que es como yo, que me tiro el fin de semana para una estantería, dice alguien sentado a su espalda, como si le estuviera leyendo el pensamiento. Cambia de nuevo de asiento, para acercar la oreja a una pareja que discute: te digo yo que esto es una campaña publicitaria de algo, no sé de qué pero algo nos acabarán vendiendo. Anda ya, van a liar todo esto para un anuncio. Que sí, es de esas campañas que te tienen unas semanas con el misterio, y luego lo anuncian, ya verás, alguna tienda de bricolaje, o una empresa de servicios de ésas que te hacen lo mismo un trabajo de albañilería que te mandan una niñera. Ya, claro, y qué me dices del carnicero, también te mandan un carnicero a casa. Yo qué sé, pues será una empresa de trabajo temporal y quiere presentarse a lo grande, ya me darás la razón cuando se desvele dentro de poco. Se levanta y baja hasta la primera fila, donde hay un grupo de estudiantes escuchando a quien parece ser su profesor: esto es lo que os espera si no seguís estudiando, está bien que lo tengáis presente. Qué nos espera, profesor, trabajar aquí con público. No seas gracioso, sabes a lo que me refiero, esto es una muestra del tipo de trabajo ingrato y mal pagado al que estáis destinados los que os quedéis por el camino. Eh, que mi padre trabaja en un taller como el mecánico ése de ahí y no es ningún fracasado, y seguro que gana más que usted. Un nuevo desplazamiento en la grada, esta vez lateral, para acomodarse junto a dos ancianos: no entiendo, qué gracia tiene verlos trabajar. Pues a la gente le gusta, fíjate todos los que vienen, y a tu hija le encantó. Claro, mi hija es como todos los que están aquí, trabajan con ordenador, viajan en avión y tienen comidas de trabajo, y de repente un día se enteran de que hay gente que trabaja con las manos y que suda, y son capaces de pasarse una hora mirándolos y haciendo fotos como si fuesen las vacas que ven el día que salen al campo. Vaya cómo te pones, qué cascarrabias, pues no hubieras venido. Decide quedarse un rato ahí, sin cambiar de asiento, porque ha visto que el carnicero está a punto de terminar con la ternera y de un momento a otro pedirá que le traiga el cerdo, y quiere ver cómo se maneja el otro mozo con los animales. Por ahora el muchacho forcejea con dos listones para que se ajusten a un marco que salió de fábrica con algún centímetro de menos. Le divierte ver cómo se contiene para no dar una patada al mueble, sólo porque hay mucha gente mirando, igual que él se contenía de encajar una pieza a patadas cuando estaba cerca el cliente, que solía asomarse a la habitación cada pocos minutos, para ver cómo iba y ofrecerle un vaso de agua, aunque él siempre lo veía como un gesto de vigilancia, de desconfianza hacia un trabajador y además extranjero. El muchacho parece desesperado, se le caen los listones cuando intenta apretarlos con la mano, necesitado de esa patada que siempre pone cada pieza en su sitio. No puede reanudar la operación porque en ese momento el carnicero silba y le hace una señal con la mano, de forma que el chico suelta las herramientas y se dirige a la puerta al fondo de la nave, junto a la que está aparcado el carro para llevar los animales. Nadie le advirtió, el primer día que le llamaron para venir a la nave, que debía estar al servicio de los demás, sólo le preguntaron si no le importaba que le mirasen mientras trabajaba, pero no le indicaron que debiera obedecer a los demás cuando le pidiesen una ternera o unos sacos de cemento, y empieza a sospechar, por el aire de suficiencia que muestra el carnicero, si en realidad alguien dijo a los otros que podían recurrir al mozo para lo que necesitasen, o si fueron ellos mismos los que concluyeron que ya que había un chico con mono azul era lógico que estuviese para eso, y que igual que amontonaba cajas o montaba una estructura metálica, tenía que cargar con lo que le pidieran. En realidad no le explicaron nada, le llamaron de la empresa de trabajo temporal con la que llevaba tiempo haciendo todo tipo de encargos, y sólo le dijeron que era un cliente un poco peculiar, y que debía firmar un consentimiento para ser observado, pero no le dijeron que iba a montar muebles para luego desmontarlos, ni a llevar cajas pesadas de un extremo a otro de la nave y vuelta, ni a envolver en papel de regalo doscientas cajitas iguales o ensobrar mil folios en blanco. No le dieron más información y tampoco él preguntó, nunca hacía falta, todo es trabajo, él no se dedica a esto o aquello, él simplemente trabaja, su profesión es trabajador, sin más, a lo que en sus momentos de frustración puede añadir el epíteto que mejor se ajuste con su humor, trabajador basura, trabajador de usar y tirar, o trabajador de mierda, según tenga el día y según quién se lo pregunte. Un día, gracias a un malentendido, inventó otra categoría que le definía mejor aún. Llevaba poco tiempo en España, y todavía se confundía con algunas palabras, así que cuando una camarera le preguntó qué era, él entendió que le preguntaba de dónde era y respondió que era rumano. Ése es tu trabajo, preguntó la chica, eres rumano, y él rió la confusión, pero a continuación tuvo un momento de lucidez y dijo que sí, que ésa era su profesión, rumano. Aquello quedó como una broma, pero cuando otro día un vecino le preguntó en qué trabajaba, y él respondió soy rumano, el vecino dio por buena la respuesta, no mostró extrañeza, pues la nacionalidad era una categoría laboral, indefinida pero reconocible, que se cumplía en muchos compatriotas y que incluía toda una lista de trabajos temporales y duros, diferentes pero ligeramente relacionados, lo mismo cargar y descargar camiones de mudanzas que hacer el inventario de un almacén, desescombrar un edificio en reforma, vestir durante horas un asfixiante disfraz de goma espuma para una promoción en un centro comercial, envolver regalos de empresa en navidad o montar la carpa del circo cuando llega a la ciudad.
De ahí que ahora le entren ganas de decirles a quienes le rodean, a los demás espectadores, que aquel chico del mono azul no es un mozo de almacén, que no se refieran a él diciendo mozo, ni montador, ni operario o cosa parecida, que es un rumano, que está ahí como tal, igual que hay un albañil, un carnicero o una administrativa hay también un rumano, sospecha que así lo pedían las empresas cuando se dirigían a los suministradores de trabajadores temporales en momentos de temporada alta o de incrementos de producción, mándame un rumano, o dos o tres, los que hicieran falta para aguantar el tirón, para dar salida a un pico de producción, para la campaña navideña, para cubrir las vacaciones o la baja de un empleado habitual, para realizar una faena puntual que nadie quería hacer voluntariamente; y ahí iban él y otros como él, preparados para trabajar duro, siempre trabajar duro, siempre trabajar deprisa y con intensidad, pues si te llaman para reforzar, suplir o resolver no puedes esperar otra cosa, sabes que tendrás que ganarte cada céntimo que pagan por ti pues de otra forma no lo harían, y para ti siempre es el primer día, siempre eres el novato que tiene que esforzarse más que los consolidados, y soportar las órdenes del jefe pero también del resto de empleados que no sólo te ven inferior, extraño, sino que además te perciben como una amenaza, aquél que trabaja más que ellos y por menos dinero, el que acabará dejándolos en la calle cuando el jefe compruebe que le sale más rentable tener unos cuantos así que una plantilla ya falta de tensión y proclive a la pereza y el escaqueo. Por eso para él todo trabajo era igual, intenso, al límite, sobrecargado, sin tiempos muertos, sin descanso, sin momentos de distracción, sin aburrimiento, sin días tranquilos y temporada baja. Aquí es algo mejor, aquí hace lo mismo pero, salvo las órdenes malhumoradas del carnicero, no tiene que soportar otras presiones, sabe que tiene que montar todos esos muebles en las horas acordadas con la empresa pues todo el tiempo de más que dedique no lo cobrará, pero no tiene nada que ver, esto es otra cosa. Es cierto que hace los mismos trabajos, idénticos, los que ha hecho siempre, incluso tiene la sospecha de que quien sea que esté detrás de esto pidió a la empresa de trabajo temporal que le enviase por escrito una relación de todas las actividades que había cubierto en estos dos años, para luego reproducirlas aquí. De forma que las jornadas, medias jornadas y horas sueltas que pasa en esta nave son como una recreación de su hoja de servicios, de su currículum, cada vez que llega se encuentra con una tarea por la que ya ha pasado antes alguna vez en estos años: ensamblar muebles, levantar una estructura metálica, cargar y descargar cajas, ensobrar, doblar ropa, montar un stand de feria o contar piezas de ferretería, todo aquello que ya ha hecho antes y que aquí vuelve a hacer pero de otra manera, como una parodia de su vida laboral: envolver cajas de zapatos vacías en lugar de los regalos navideños que recubrió de papel florido en unos grandes almacenes durante la semana previa a los reyes magos; ensobrar folios blancos en vez de las cartas comerciales que más de una vez tuvo que preparar para envíos masivos; cargar cajas y llevarlas al otro extremo de la nave para luego volver a empezar en sentido inverso, como un espejo deformante de los muchos días en que tuvo que reforzar una mudanza o vaciar un almacén embargado. Incluso piensa que en algún momento le llamarán para sustituir a cualquiera de los otros trabajadores si un día falta, no tendría mucho problema en llenar y vaciar cajas como la chica de los triángulos y rectángulos, o en desmontar piezas del coche como hace el mecánico pues en su país estudió precisamente automoción a un nivel muy superior del que seguramente tenga ése que ahora forcejea para sacar el asiento delantero; incluso podría reemplazar al carnicero, no parece muy difícil trinchar una ternera, cosas más complicadas ha hecho en su vida y con poco aprendizaje previo. Por no hablar del albañil, al que sustituiría ahora mismo si se lo pidieran, anda que no puso ladrillos cuando llegó a España, y se habría quedado de albañil de no ser por aquel accidente que le metió el miedo en el cuerpo. Ocurrió cuando llevaba cuatro meses trabajando en una empresa que era habitual en las subcontratas de obras, tanto públicas como privadas, y le tocaba hacer de todo, lo mismo levantar paredes que asfaltar una autopista, descolgarse por una fachada en reparación o desescombrar casas que iban a ser reconstruidas. No le disgustaba, no se hizo ilusiones cuando llegó a España y ya sabía por amigos y familiares cómo estaban aquí las cosas; trabajaba seis días a la semana, a veces diez horas diarias, incluso empalmando un turno de noche con el siguiente de mañana, pero ganaba mucho y podía enviar buenas cantidades a sus padres, y así habría seguido hasta el día en que murió un compañero, un chico ecuatoriano que quedó aplastado por una excavadora mientras colocaban un tubo colector. La zanja no estaba bien asegurada, había prisa por cerrar aquello cuanto antes porque las lluvias habían retrasado la obra varios días, y la empresa concesionaria apretaba los plazos. El ecuatoriano y él colocaban el tubo mientras la excavadora abría el terreno un par de metros por delante de ellos, hasta que el desmonte de la zanja cedió, la tierra se vino abajo, la máquina perdió rueda y volcó. Él pudo saltar hacia un lado y sólo se llevó un golpe fuerte en la pierna, pero el otro muchacho ni se enteró y quedó atrapado de cintura para arriba entre la excavadora volcada y el tubo de hormigón. Las piernas quedaron al aire, sin pataleo alguno. Su primera reacción fue tirar de una pierna con una mano mientras con la otra empujaba la máquina como si pudiera moverla. Cuando seis horas después consiguieron levantar la excavadora con una grúa, vio cómo había quedado el ecuatoriano: las piernas estaban intactas, los brazos colgaban enteros a ambos lados del tubo, pero el tronco y la cabeza eran una lámina de carne planchada, una mezcla de ropa, músculos, sangre, vísceras y cerebro chorreante. Le echaron rápidamente una manta por encima, apenas lo vio seis o siete segundos, pero aquel cuerpo aplastado le impresionó de tal manera que no pudo volver a trabajar en una obra, porque sabía que aquello no era una fatalidad sino pura estadística, el obrero muerto del día, para cumplir los datos de siniestralidad, y cualquier día le tocaría a él, su trayectoria laboral apuntaba a ello tras varios meses obedeciendo las órdenes que otros trabajadores, menos necesitados del sueldo, más conscientes de sus derechos, más respaldados, podían rechazar: súbete allí, baja a ese pozo, desengancha el arnés si no puedes trabajar bien con la cuerda, empieza ya que no pasa nada si no tienes guantes, cruza por ahí que no hay peligro, acaso te da miedo o qué.
De repente, unos gritos le devuelven desde el recuerdo a la nave, a la grada donde sigue sentado. Dos jóvenes han saltado la barandilla, han corrido al centro de la nave, se han situado entre el mecánico y la administrativa, y están desenrollando una tela mientras gritan algo que no entiende. No le da tiempo de leer lo que pone en la pancarta porque el guardia de seguridad llega a la carrera y se la arranca de un tirón. Los muchachos forcejean agarrando un extremo de la sábana, pero el guardia tira con la suficiente fuerza para arrastrarlos con él hasta un lateral, donde aprovecha para sacarlos a empujones por la puerta por la que suelen entrar los trabajadores. La escena ha durado apenas un minuto, y los espectadores casi no han reaccionado: la mayoría ha visto el incidente como parte del espectáculo, algo que ya estuviera preparado, y unos pocos han iniciado un aplauso que ha muerto al no encontrar quien lo secunde. Unos cuantos, situados en la parte baja de la grada, tal vez acompañantes de los dos espontáneos, silban y gritan, a lo que se han unido los estudiantes, sin que el profesor se esfuerce por tranquilizarlos. Hay otro sector del público que también abuchea, pero a los alborotadores, como reprochándoles que les hayan estropeado la función. Y allí abajo los trabajadores quedan unos segundos detenidos sin saber qué ha pasado, oyen los abucheos y se miran unos a otros preguntándose si van dirigidos a alguno de ellos por haber hecho algo mal, hasta que tras varios encogimientos de hombros, el albañil sigue con su hilera de ladrillos, y los demás le imitan, el carnicero da varias cuchilladas sobre la tabla que suenan como una señal rítmica para que los demás vuelvan a su rutina, la chica con las piezas, círculo, triángulo, cuadrado, rectángulo; el mecánico con el segundo asiento que está desatornillando, la administrativa al tecleo monótono, la costurera al soniquete de su máquina, y por supuesto el rumano al sofá cama al que, aprovechando la confusión, ha dado una patada para que encaje bien el respaldo con el asiento.