Cierra el grifo.

Cierra el grifo.

Cierra el grifo de la manguera, y mientras los últimos restos de sangre, carne, cartílago y pellejo se escurren por el sumidero, hace una señal al mozo, que al verle suelta los tablones con los que lleva un rato peleándose y corre a la cámara frigorífica al fondo de la nave. Lo tiene todo calculado, y el tiempo que el muchacho tarda en ir, cargarla en el carro y traerla hasta aquí, es exactamente el que él necesita para pasar el cepillo por el suelo, barrer el agua restante hacia el sumidero, fregar los cuchillos y dejarlos que escurran, pasar por el chorro los guantes, el delantal y las botas para quitarles las salpicaduras que todavía no se han secado. Se ajusta de nuevo los guantes ya limpios, mete los cuchillos pequeños en las vainas del cinturón, se coloca el gorro, y al girarse se encuentra al mozo que acaba de llegar con el carro, y si no está no será porque él haya limpiado más rápido sino porque el chico se ha retrasado, en cualquier caso sabe cuándo se acerca por los murmullos alborotados de los que siempre se impresionan al ver al animal. Almas sensibles, susurra mientras ayuda al mozo a enganchar la cadena a una de las patas traseras, almas sensibles, se asombran por ver una ternera muerta, incluso habrá quien se tape los ojos o salga fuera de la nave durante los primeros cortes, y no volverán hasta que el animal, ya sin cuero, ni cabeza, ni pezuñas ni vísceras deja de ser para ellos un animal, entonces se olvidan de la vaquita simpática que pasta tranquila en el prado y sólo ven un trozo de carne, no una criatura con músculos, tendones, arterias, corazón y hasta cerebro, sino un montón de filetes, chuletas y costillas encajados unos con otros a la espera de ser separados y empaquetados. Pero al verla así, tumbada sobre el carro, con los ojos abiertos e hinchados, la lengua colgando y varios hilos de sangre cruzados en la garganta abierta, esas almas sensibles prefieren darse la vuelta, mirar un rato al albañil o al mecánico, salir fuera a tomar aire. Qué tontería, se sonríe mientras ayuda al muchacho a tirar de la polea para levantar la ternera, qué tontería, si aquí ya apenas queda sangre, el animal viene seco del matadero, casi rígido los días en que el camión se retrasa y entonces cuesta más descuartizarlo; ya querría él ver a todos esos espíritus delicados si el proceso fuera completo, si la vaca entrase por su propio pie, si el mozo y él tuviesen que tirar de la cuerda atada al cuello, la agarrasen de los cuernos, la aguijonearan para que avanzase; hay animales que se resisten, que se tumban y hay que arrastrarlos, las almas sensibles creen que la bestia adivina su suerte, que ha oído los chillidos de quienes le precedieron, que huele la sangre y hasta la muerte y por eso se tira al suelo y se niega a dar un paso, que lucha por su vida, qué idiotas, cabecea mientras asegura la cadena en el enganche y hace una señal con la mano al chico para que se lleve el carro y vuelva a lo suyo, qué idiotas, si lo que les pasa a los animales es que no pueden con su alma, no es que se aferren a la vida sino que no se aguantan en pie, después de horas de hacinamiento en el camión y luego en el cajón, tras dos días sin comer para que tengan los intestinos vacíos y no contaminen con su mierda los filetitos que luego se comerán esas mismas almas sensibles que ahora levantan la voz y sueltan algún gritito de espanto cuando ven a la ternera colgada de una pata como un péndulo de doscientos kilos de carne, huesos y órganos; ya querría él oír lo que dirían si la trajesen viva y aquí mismo la aturdiese con la pistola perforadora y la ternera cayese al suelo desplomada, con algún espasmo en las patas traseras; cómo gritarían horrorizadas esas almas sensibles si con ayuda del muchacho izase al animal vivo, colgado de la pata trasera y, sin perder tiempo, le metiese el cuchillo en la garganta, hundiese el puño en el cuello para seccionar bien la carótida; ya se imagina cómo huirían algunos al ver los diez o doce litros de sangre caer con fuerza y con estruendo al suelo, salpicar sus botas, sus pantalones, dejar un charco enorme que tardaría un par de minutos en desaparecer por el sumidero mezclado con el chorro de baba, moco, bilis y otros humores que cae por el hocico mientras el animal, que a menudo se recupera del aturdimiento antes de terminar de desangrarse, lanza una coz hacia arriba, agita las patas delanteras, mueve la cabeza y acaba girando espasmódicamente; ya se imagina cómo gritarían algunos, mira, está viva todavía, no la había matado antes, la está desangrando viva, qué horror, pobrecita. Almas sensibles, repite entre dientes mientras coloca sobre el mármol los cuchillos que todavía tienen gotas de agua y cuyo brillo hipnotiza a quienes han quedado en silencio, demasiadas películas d dibujos animados con animales que cantan y ríen y lloran y sufren, mucha pena por el perrito abandonado pero nunca se les ocurre pensar, cuando se comen un filete o un muslo de pollo de dónde ha salido eso, cómo ha llegado hasta su plato, acaso se piensan que a las bestias las duermen dulcemente o les dan una pastillita para que no sufran, no lo piensan, claro que no, pero tampoco quieren saberlo.

Se acerca a la ternera y adelanta una mano, la sujeta para que deje de balancearse, parece incluso acariciar el cuero, se sabe centro de todas las miradas en ese momento, ya puede el albañil tirar su tapia o el mecánico dejar caer de golpe el tubo de escape que nadie los mirará, todos pendientes del carnicero, de la hoja de acero, del cuero al rasgarse. Apenas cae sangre cuando mete el cuchillo pero él disfruta esos segundos, la mezcla de decepción y alivio de quienes esperaban un surtidor. Hay sangre, sí, pero poca, la justa para impresionar a los que nunca visitarían un matadero porque prefieren no saber, prefieren pensar que todo es limpio, indoloro, humano, esa palabra le hace mucha gracia, dar un trato humano a los animales, claro que sí, cómo se encuentra, señora vaca, ha tenido un viaje agradable en el camión, cierre un momento los ojos que esto no le va a gustar. Agarra una pezuña delantera y de una cuchillada limpia la secciona, se oyen varias exclamaciones, agarra la otra pezuña y repite la acción, un corte certero y las arroja a un cubo cercano, después gira al animal, agarra la cola y le mete un tajo, pero esto son sólo tanteos antes del plato fuerte, el que están temiendo los más impresionables, el momento en que toma de la mesa una pequeña hacha, agarra la cabeza sujetándola por un cuerno, y con tres golpes le arranca la cornamenta, que tira junto al cubo, inmediatamente después toma un cuchillo pequeño pero de filo devastador y le corta las orejas y la careta, le arranca toda la piel de la cabeza hasta dejar a la vista las mandíbulas, el cráneo, los ojos fuera de sus órbitas y la enorme lengua colgando en lo que parece más un ensañamiento que una labor de carnicería, y mientras escucha los lamentos mezclados con las risas de quienes hacen burla de los sensibles tal vez se pregunta como tantas veces qué proceso mental elabora quien siente espanto al ver cómo destrozan la cabeza de una vaca muerta o le cortan las patas, y sin embargo luego mete el tenedor en la costilla o la desgarra a dentelladas sin acordarse del animal de donde fue arrancada, de qué manera somos capaces de pensar por separado esa costilla como si saliese de una fábrica, como si no tuviese origen animal, como si no hubiera sido arrancada de la misma ternera a la que no soportaríamos ver degollada y lanzando patadas al aire mientras se desangra viva.

Coge otro cuchillo y lo hunde en el pecho, le hace un corte longitudinal y después mete los brazos, casi encaja su cara de tanto como penetra en el animal, y empieza a sacar vísceras, todas enormes, cuelgan pesadas, tripas, intestinos, el hígado, que va dejando en el cubo, y ahora las exclamaciones de espanto se han convertido en expresiones de asco, qué distintos esos órganos húmedos, pringosos, ensangrentados y resbaladizos, qué distintos de los que luego se churruscan en la sartén. Recupera el cuchillo y alarga el corte hacia abajo, hace palanca para quebrar el esternón y luego extrae el corazón y los pulmones, llega hasta la garganta para sajar del todo la lengua, y con el mismo cuchillo, con unos pocos movimientos rápidos, termina de arrancar la cabeza. Las voces van perdiendo fuerza, la canal se parece ya más a un pedazo de carne comestible, a lo que vemos habitualmente en el mercado; sin cabeza, pezuñas ni órganos poco queda del animal que provocaba sentimientos en los espectadores, aunque todavía se oye a alguien protestar como si se lo estuviera haciendo a un niño o al mismo espectador quejumbroso, como si fuese su piel y le doliese ese cuero que el carnicero está ahora arrancando a tirones y cuchilladas, éstos no aguantarían una visita a un matadero, se desmayarían, gritarían, vomitarían, llorarían y luego por supuesto montarían una manifestación a la puerta y pondrían una denuncia, qué horror, hacen sufrir a los animales, los desangran vivos, maltrato, tortura, qué poca humanidad, se sonríe mientras raspa los últimos restos de cuero que se quedan pegados a la carne. Pero él no es un sádico, que nadie se confunda, él no disfruta degollando corderos ni pollos, lo que le pasa es que tiene claro cómo funcionan las cosas, cómo hay que hacerlo para que todo salga bien, para que haya filetes en una bandeja en el supermercado y se los preparen a la plancha los quejicas cuando lleguen esta noche a casa. Y eso que él tampoco sabía bien cómo funcionaba el matadero cuando llegó el primer día, no es que él pensara que los dormían o les daban una pastillita, era muy joven pero no tonto, aunque sí creía que los mataban del todo antes de hacerles nada, no por humanidad sino por comodidad, para hacer más fácil el trabajo; y resultó que no, que como le explicaron aquel primer día que le tocó empezar desde abajo, en la zona de sacrificio y desangrado, para que el matadero funcione y salgan varios cientos de terneros, corderos, cerdos y conejos todos los días camino del mercado hay una forma de hacer las cosas bien, y para eso hay que desangrar vivo al animal, para que la carne tenga la calidad que el alma sensible exige cuando la compra en el mercado es fundamental que el corazón siga bombeando mientras se desangra, es decir, que esté vivo en el momento de cortarle la garganta, tan sólo aturdido, desmayado, y no para ahorrarle sufrimiento y que no vea el cuchillo y le duela menos, sino para facilitar su manipulación, para que se deje hacer, que aunque las bestias están agotadas y son muy sumisas no hay quien cuelgue de la cadena a un cordero si no se le atonta antes, y no digamos una ternera. Lo comprobó el día que le tocó encargarse del aturdimiento, y al principio no acertaba en el sitio exacto con la pistola percutora porque el bicho no se estaba quieto y entonces no lo desmayaba del todo y había que encadenarle la pata y levantarlo mientras se retorcía de dolor. Más fácil era la electrocución con los cerdos y los corderos, aunque también se le escapaban muchos medio despiertos y tampoco podía entretenerse en darles otra descarga, que la cadena no paraba y detrás había cola de animales esperando a ser aturdidos. Antes de eso, antes de usar la pistola o las pinzas eléctricas le tocó todavía más abajo, el primer escalón, ser el mozo que saca a los animales del encierro y los trae para que empiece el proceso, y ahí se las veía con las vacas a las que había que dar patadas y pinchar por detrás para que avanzasen, hasta que alguna doblaba las patas exhausta y tocaba tirar entre varios del rabo y las orejas; aunque los peores eran los cerdos, los que más se resistían a entrar en el cercado de sacrificio, les tiraba de las orejas y se le escurrían, se resbalaba en los orines y los animales le pasaban por encima, incluso se llevó un mordisco hasta que aprendió cómo tratarlos, que en el matadero todo tiene su técnica.

Coge el hacha grande, lo que consigue recuperar parte de la atención que había ido decayendo a medida que el animal perdía su expresión, y empieza a abrirlo en canal a hachazos. Es la parte que menos le gusta aquí, echa de menos la sierra eléctrica del matadero, te subías en la plataforma e ibas descendiendo mientras la hoja dentada cortaba la carne sin esfuerzo, como una sábana rasgada, sólo había que sujetarla para no desviar el corte, mientras que aquí hay que darle al hacha, hacen falta cuatro o cinco golpes decididos para separar las dos partes, es más trabajoso pero también más entretenido, te haces tú solo el animal entero, salvo el aturdimiento y el desangrado haces todo lo demás, lo completas de principio a fin, desde que llega de una pieza hasta que sale en filetes, mientras que en el matadero te tocaba sólo hacer una cosa y era lo único que hacías las ocho horas, los cinco días de la semana, si era despelleje todo el día arrancando pieles, si eran vísceras todo el día sacando tripas, con ese calor y ese vapor que soltaban los bichos al abrirlos; si era corte, ahí te veías cortando cuartos traseros o lo que sea que te tocase, y aunque él pasó por todos los puestos del matadero, cada vez que llegaba a uno nuevo se podía tirar ahí dos o tres meses cuando menos. Aquí es más entretenido, más trabajoso pero más entretenido. Se viste el peto de malla, se enfunda el guante de acero y agarra un cuchillo pequeño y estrecho. Empieza el despiece, hunde la hoja agarrándola como un puñal, y va rajando pedazos de carne, las que salen más fácilmente, la aleta, la falda, con la mano libre agarra la parte desprendida y hace fuerza, tira hacia abajo, va arrancando mientras con el cuchillo corta lo que se resiste, como si estuviera despegándolo más que despiezándolo. Cada parte liberada cuelga en su mano unos segundos, como si la calibrase, y luego la suelta en un cajón sobre la mesa. Para quienes le observan puede parecer una sucesión de cortes al azar, no distinguen entre la masa de músculos las partes que luego verán alineadas en el expositor de la carnicería, todo es carne rojiza o rosada en las zonas con más grasa, si a cualquiera nos dieran el cuchillo no sabríamos qué hacer; para comprobarlo bastaría con que él se girase hacia la grada, que apagasen un instante los grandes reflectores para no deslumbrarle y así pudiera ver a la gente y decir, señalando: necesito un voluntario, venga, es que nadie se atreve a salir, tú, sí, tú, el de la camisa verde, no mires hacia abajo que sabes que te ha tocado; el elegido, disimulando su azoramiento con una sonrisa hacia su pareja que prepara la cámara de fotos para inmortalizar el momento, bajaría por la escalera central, saltaría la barandilla y llegaría hasta la mesa de carnicero, donde un ayudante, el mozo a falta de una bella azafata, le vestiría el delantal y los guantes; el tipo ya disfrazado saludaría hacia el público, a su novia que dispararía una foto tras otra, y después miraría al carnicero con temor, como al mago que en el circo te saca a la pista y sabes que te hará una broma antes de convertirte en conejo de su chistera, hipnotizarte para que te comportes como un bebé llorón o meterte en la caja mágica para separarte las piernas del tronco; si así fuera, le ofrecería el cuchillo y le señalaría la media ternera colgada, ahí la tienes, toda tuya, y el aficionado se acercaría tímidamente, la rodearía sin saber por dónde atacarla; venga ya, que no te va a morder, le diría a la vez que le empujaría hasta hacerlo chocar con la canal, provocando la risa de los espectadores y una multiplicación de flashes; hala, ahí la tienes, ya puedes empezar a cortarla, y el obligado voluntario, sosteniendo el cuchillo con la mano floja, imitaría lo ya visto, se esforzaría hundiendo la hoja pero no lograría más que arrancar jirones, destrozar el cuarto trasero hasta que el carnicero, entre las carcajadas del público, le dijera venga, déjalo ya, vuelve a tu sitio que la pobre vaca no te ha hecho nada para que la maltrates así, un aplauso para el valiente.

Él sí sabe hacerlo; él, que en un instante ha dejado limpio el cuarto delantero y ha amontonado en la mesa la aguja, el morrillo, el pecho, el morcillo, todos esos nombres que algunos conocen por la carta del restaurante o la recomendación del carnicero y que después de tantos años él identifica como si fuesen sus propios músculos, podría coger ahora mismo ua pizarra, dibujar una ternera de perfil y señalar cada parte de su anatomía, a la manera de esos mapas animales que cuelgan en las carnicerías y que demarcan costillares, solomillos y redondos como si fuesen provincias, separados por líneas de puntos. Con un cuchillo algo mayor desprende con facilidad toda la falda, una pieza pesada que tiene que aguantar con dos manos, y a continuación separa el costillar y el lomo, y los coloca en la mesa para trabajarlos más cómodamente. Primero levanta una capa de grasa blanda y rosada, y aparece el preciado solomillo, que salva con unos pocos cortes con cuidado de no desperdiciar un centímetro de la carne más valiosa, precaución innecesaria aquí pues en la entrevista del primer día le explicaron que sólo le traerían animales enfermos, reses apartadas del ganado por estar infectadas de brucelosis, lengua azul o cualquier otro virus, desviadas de la cadena del consumo humano y condenadas a la fosa o la incineradora, y que ahora acabarían aquí, para ser inútilmente despiezadas hasta reducirlas a filetes que irán al contenedor de basura sin remedio. Agarra un cuchillo de hoja larga y ancha y va separando las chuletas, aserrando con un balanceo hasta que queda la unión al hueso y entonces lo descarga con fuerza desde medio metro de altura, un golpe seco contra la tabla que sobresalta a la chica que llena y vacía cajas con piezas metálicas, se le cae una de éstas al suelo, y al agacharse a recogerla mira hacia la mesa de despiece y el carnicero le manda un guiño. Una a una va separando las chuletas, que amontona en una bandeja, y adivina que a estas alturas los comentarios entre los observadores ya no son de espanto ni de asco, sino de apetito, fíjate qué pinta tienen esas chuletitas, quién le hincara el diente a ese solomillo, vámonos que me está entrando hambre. Qué diferente esta forma de trabajar, este coger la ternera o el cerdo enteros y recorrer cada estación hasta dejarlos troceados y deshuesados, qué diferente al matadero industrial donde pasó siete años antes de quedarse fuera por un expediente de regulación; aquí se siente como si estuviera en un taller, un pequeño taller, el carpintero que hace un armario desde que busca en el almacén las planchas de madera y tiene que cortarlas, cepillarlas, lijarlas, barnizarlas, ajustarlas al diseño, colocarle bisagras, pomos, hasta tener el armario completo; así él aquí, desmontando la ternera pieza a pieza como un artesano, qué diferente de la fábrica, él la llamaba así, fábrica, esto no es un matadero, es una fábrica, aquí se hacen filetes y pechugas como en otros sitios del polígono sillas, coches o lámparas, si no fuera por la sangre y el hedor cualquiera pensaría que estamos produciendo otra cosa, zapatos o colchones. El primer matadero donde trabajó era más pequeño y estaba poco mecanizado, pero el otro, en el que pasó más años, la fábrica de carne, era una enorme nave con dos pisos recorridos por raíles y cintas transportadoras, por todas partes había plataformas elevadoras, brazos hidráulicos, cadenas, engranajes, luces intermitentes, sirenas marcando los tiempos de producción, chorros de vapor silbantes; los operarios vestían delantal y guantes pero también casco y gafas protectoras, las piezas de carne circulaban solas, suspendidas en raíles, y eran las terneras, los cerdos y las ovejas las que llegaban hasta los trabajadores, que no se movían de su metro cuadrado de puesto y se limitaban a repetir los mismos movimientos diez, veinte, doscientas veces, ya fuera hundir el cuchillo en la garganta, cortar pezuñas y rabos, abrir el cuero para engancharlo a la desolladora mecánica, separar los cuartos traseros, o ya en la sala deshuesar y cortar, los carniceros colocados en línea a ambos lados de la cinta por la que iban pasando trozos enormes de carne que cada uno cogía, colocaba en su mesa y despiezaba para luego dejarlo en otra cinta a su espalda, partir costillas, limpiar chuletas, separar muslos y pechugas como quien pone tornillos, como la chica que mete piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares en cajas, y que se ha sobresaltado otra vez al pegar la cuchillada con la que termina el costillar.

Se vuelve hacia el cuarto trasero que quedó suspendido en el gancho y, sin descolgarlo, de pie, lo trabaja a toda velocidad, separa la cadera, la babilla y la contra, y luego posa la pieza en la mesa para trabajar las partes más delicadas, el redondo, el jarrete, en pocos minutos ha terminado la primera mitad de la canal. Ataca la otra mitad, repitiendo la misma secuencia de antes, primero el cuarto delantero, luego el costillar, el lomo, para terminar con el cuarto trasero, pero ahora más deprisa, mucho más deprisa que antes, ha mirado el reloj y ha comprobado lo relajado que estaba, el retraso que lleva para acabar y pasar al siguiente animal, así que coge ritmo, no llega a la velocidad de la cadena en la fábrica, en el matadero industrial, porque aquí tampoco hace falta tanto, pero sí lo hace con una cadencia de cortes, desgarros y cuchilladas que más de uno teme que en cualquier momento se lleve por delante un dedo por esa manera de manejar el cuchillo; pero él no, él nunca ha metido la hoja por accidente en su propia carne, ni un cortecito en tantos años. Otros sí, otros han tenido menos suerte, ha visto compañeros perder un dedo de una cuchillada, la mano entera después de que el guante se enganchara en el rodillo de la desolladora y se la triturase hasta medio antebrazo, y porque alguien estuvo rápido en parar la máquina, que si no lo tritura entero; otro que se partió la columna al caer de la plataforma elevada, demasiadas horas seguidas de pie, con calor animal, las gafas empañadas por el vapor de la carne, no era extraño que perdiese pie y cayese de espaldas sobre el raíl inferior; lo raro era que no pasase más veces, se decían unos a otros, lo raro es que no haya más accidentes, sobre todo cuando la sirena que marcaba la entrada de cada res en la cadena ganaba en frecuencia, cuando aumentaba el ritmo del matadero porque ese día había que sacar doscientas terneras en vez de las ciento ochenta habituales, trescientos cincuenta cerdos frente a los trescientos de costumbre, y entonces todos trabajaban más deprisa, los animales llegaban antes a cada puesto y había que abrir los cueros sin perder un instante, sacar las tripas antes de que la ternera llegase a la siguiente estación y sin dejar nada dentro, separar el costillar con cuchilladas más seguidas para no dejar pasar la siguiente pieza que te tocaba, todos concentrados en no fallar para no bajar, porque el matadero era una escalera donde los más productivos subían y los que rendían menos descendían, entrabas en lo más bajo, que era lo más sucio y esforzado, e ibas subiendo con la esperanza de llegar a puestos de control de procesos, responsable de higiene, jefe de sección, supervisor de máquinas, un puesto que no exigiera delantal y guantes, que no te salpicase la cara de sangre y baba; pero si no cumplías los ritmos ibas hacia atrás, hacia abajo, hacia lo más sucio, como un juego donde avanzabas o retrocedías casillas al tirar el dado. Hace una señal al mozo, que sigue peleado con los tableros de lo que parece un mueble, y que suelta el destornillador para traerle el siguiente animal, que ahora será un cerdo, para seguir la secuencia diaria. Mientras llega, limpia bien los cuchillos, los guantes, el delantal, y después con la manguera quita los restos de sangre, vísceras y grasa de la mesa y del suelo, y deja a un lado los cajones con la carne despiezada y los cubos con vísceras, pezuñas y cabeza, para que el chico se los lleve fuera. Ya debe de haber salido de la cámara con el cochino tumbado en el carro, no hace falta que se gire para comprobarlo porque oye los comentarios: atención, mira, ahora un cerdo, estará muerto o sólo atontado, como esté vivo me voy que yo no aguanto los chillidos. Ayuda al muchacho a enganchar la pata a la cadena e izar el animal, al que una vez colgado pega un manotazo en el lomo que lo hace balancearse con tal violencia que por un momento parece que las patas se contraen en espasmos y la cabeza se sacude, ay, mira, yo creo que sí que está vivo, pobre bicho, anda ya, está muerto, no lo ves.

Enciende el soplete, regula la llama y se acerca al animal, cuyo pellejo va socarrando, y toda la nave recibe el hedor del pelo chamuscado, el olor de los escalones más bajos del matadero, a donde nadie quería regresar tras haber pasado por allí al entrar en la empresa. Y eso que en la fábrica no había soplete, el cerdo se escaldaba en un tanque de agua caliente y después desfilaba por un estrecho pasillo de llamas, pero en el último momento había que raspar también a mano, con el cuchillo, para quitar los colgajos de pelo y piel quemados que se resistían a salir. Si no funcionabas bien caías por la escalera, retrocedías varias casillas como en el juego de la oca, volvías al desollado, o más abajo, a la cuchillada en la garganta o a sacar las bestias del cajón, y por fortuna ahí terminaba la bajada, no se podía caer más, lo que no significaba que en el proceso industrial no hubiera una estación aún más baja, que él conoció pero sólo de visita, una vez que fue con varios compañeros por curiosidad: las granjas de donde venían los animales. Un día le preguntaron al transportista si podían ir a ver la granja de los cochinos, y el hombre se encogió de hombros, lo que bastó para que al terminar la jornada se subieran con él al camión y fuesen a la explotación, una nave a las afueras de un pueblo cercano a la capital. Allí querría ver a las almas sensibles, no en el matadero sino en la granja; allí querría ver a los comedores de salchichas que creen que antes de morir el animal lleva una vida tranquila, comer y dormir, comer y dormir. La granja apestaba varios kilómetros alrededor, y desde la carretera, al coger el desvío, se oían los chillidos que no cesaban de día ni de noche. Él, que no era precisamente un alma sensible, quedó conmocionado por aquella visita. El transportista, que estaba acostumbrado a aquello pues todos los días venía a cargar el camión, hizo de guía, y se reía al ver sus caras de asco o de horror. En una enorme nave cerrada, de techo bajo, sin ventanas, oscura, irrespirable, cientos de cerdos se apretaban en corrales, sin espacio para tumbarse más que unos sobre otros, aplastando y asfixiando lechones y animales enfermos, y de éstos había muchos, cerdos que no podían comer, en los huesos algunos, llenos de heridas infectadas, úlceras, tumores abultados, abscesos de pus, hernias, ciegos unos, mutilados otros, devorados los caídos pese a estar todos desdentados, pues el transportista les explicó que les cortaban los dientes igual que les cortaban el rabo y les arrancaban los testículos, y hasta les hizo una demostración práctica pese a que insistieron en que no era necesario: el hombre, que antes de conductor había sido mozo en la granja y que había avanzado casillas en su propio juego hasta llegar al camión, agarró a un cochinillo al que separó de la teta de su madre, lo levantó por las patas traseras y el animal se sacudía y chillaba, nada que ver con este cerdo chamuscado al que ya está terminando de pelar. Con unas tijeras de podar le cortó el rabo, y al tirarlo al suelo vieron que el piso arenoso estaba lleno de pequeños muñones como ése. Es para que no se lo muerdan unos a otros y luego se infecte, aclaró el improvisado cirujano. Después colocó al animal entre sus rodillas y lo inmovilizó boca abajo, sacó un cúter del bolsillo y tras abrirlo de patas le rajó el escroto, mientras el cerdo chillaba y se retorcía. Con los dedos le apretó la bolsa hasta que asomaron los pequeños testículos, y con la misma cuchilla los arrancó de un tajo. El cerdo se sacudía sin parar, y su chillido se había vuelto ronco y constante, aunque recuperó intensidad cuando le echó un chorro de desinfectante en las heridas. Lo dejó en el suelo, y el animal intentó volver a su lugar cojeando, pero el transportista lo agarró de nuevo por una pata trasera y lo arrastró consigo hasta un lateral de la nave, donde había un mueble entre cuyos cajones buscó hasta encontrar unos pequeños alicates. Levantó al lechón con una mano, tomándolo por el cuello y apretándole para que mantuviera abierta la boca, y con los alicates lo fue desdentando, aunque aclaró a los horrorizados observadores: no se los arranco, qué va, sólo se los corto, es para que no se coman unos a otros, y ni por ésas.

Ya despellejado, al cerdo lo despacha deprisa, con gestos decididos: con un cuchillo lo abre en canal y mete la mano libre en su barriga para sacar de un tirón tripas, vísceras y órganos, que echa en el cubo. Le corta las pezuñas y toma el hacha: le bastan tres golpes rápidos y seguidos para partirlo en dos a lo largo. Después empuja la mesa hasta situarla bajo el animal, y con un cuchillo largo separa los cuartos traseros, los jamones, que quedan colgados de la polea, mientras el tronco del animal con la cabeza y las patas delanteras cae sobre la mesa. Cambia de cuchillo y, con una velocidad que asusta por el tamaño y el filo de los aceros que maneja, va trabajando la pieza, levanta el costillar y aparta varias capas, primero la grasa, luego la carne, algunas zonas las rebana, otras las trocea, las hay que salen del cuerpo como láminas despegadas, corta la careta, las manitas, la papada, el codillo, la cinta, la aguja, las chuletas, el secreto, la presa, en pocos minutos el cerdo ha quedado reducido a dos jamones colgados y tres bandejas llenas de filetes, trozos y huesos, y él silba al mozo, que apenas acababa de regresar a las tablas y tornillos y ya tiene que salir a por el carro y traerle el siguiente animal, un cordero ahora, que llegará cuando ya el agua sanguinolenta haya terminado de escurrir por el desagüe y los cuchillos estén todos brillantes y colocados en sus sitios, pues ya no baja el ritmo, ha cogido velocidad y al cordero lo despachará con la misma prontitud, tiene cronometrado que en diecisiete minutos se hace un cordero entero: le quita la lana a tirones y cuchilladas, cortando articulaciones y rajando a lo largo en varios puntos hasta sacarle la piel entera, que se resiste en las patas como si le quitase unos pantalones muy ajustados; después secciona los órganos sexuales y de un solo tajo arranca la cabeza; cambia de cuchillo y le abre el pecho al animal, y sin perder un instante saca los intestinos y todo órgano que encuentra a ciegas dentro del animal.

En poco tiempo tiene la mesa llena de chuletas y cortes de distinto tamaño, y de la oveja no queda más que la cabeza y la lana en un cubo que el muchacho retira con cara de asco antes de traerle un cajón con una veintena de pollos que confía en decapitar, despellejar y trocear en menos de dieciocho minutos, ése era el ritmo marcado en el matadero, un hombre debía preparar la canal de una oveja en quince minutos, y de la fábrica salían treinta terneras en una hora, cien ovejas u ochenta cerdos, pero para eso era importante que todos los tiempos se ajustasen, que cada tramo de la cadena cumpliese con el ritmo que se le había marcado, para que no hubiera desajustes y no se acumulasen los animales en una estación mientras por delante había trabajadores cruzados de brazos; el ritmo lo marcaban las sirenas y la velocidad de los raíles en suspensión y de las cintas transportadoras, que no siempre era la misma, se aceleraba o ralentizaba para acomodarlos a la demanda en el mercado y a la llegada de los camiones; de la misma forma que estaban cronometrados al segundo los tiempos de entrada y salida, los descansos, los cambios de turno y los trabajos de limpieza. Sólo así era posible mantener la fábrica a pleno rendimiento catorce horas diarias, no puede ser de otra manera, todos queremos comer carne fresca y barata, y para eso hacen falta hombres que, como él, resuelvan un pollo en menos de dos minutos y sean capaces de mantener ese ritmo durante cuarenta o cincuenta pollos seguidos antes de hacer una pausa que llega justo en el momento en que la productividad empezaría a decrecer. Aunque le agotaban, también le fascinaban los cambios de ritmo, cuando el ingeniero reprogramaba la velocidad de la maquinaria y de repente los animales colgados pasaban menos tiempo en cada estación, los trabajadores estaban avisados por una doble sirena y sabían que desde ese momento y durante no menos de una hora tendrían que incrementar la cadencia de sus movimientos y la fuerza con que cortaban, para que donde hasta ese momento hacían falta tres tajos ahora se resolviera con dos, menos cuchilladas pero más productivas; le fascinaba la manera en que todo estaba organizado, cómo habían estudiado el proceso total para que llegado el momento cada trabajador funcionase como una pieza más del engranaje y así incrementar el número de terneras por hora, cerdos por hora, corderos por hora.

Al principio, recién llegado al matadero, no lo entendía así, le fastidiaban los tiempos ajustados, los incrementos repentinos de ritmo, la presión de los jefes de sección para evitar pausas y retrasos, y se quejaba como los demás, incluso participaba de sus pequeños sabotajes, un cuchillo que se te cae desde lo alto de la plataforma y tienes que bajar y cogerlo, un operario que resbala en un charco y se duele en el suelo durante un par de minutos con la misma técnica dilatoria del futbolista entrado en falta al final del partido, un animal que ha llegado hasta la sierra sin desollar y hay que parar, descolgarlo del raíl y devolverlo atrás; no apreciaba las técnicas de organización que le explicaron en el cursillo de formación inicial, donde un tipo trajeado y con pinta de no haber recibido una salpicadura de sangre o baba en su vida exponía a los recién contratados el funcionamiento de la fábrica de carne, dibujaba en una pizarra las distintas secciones, las estaciones, los raíles que comunicaban unas con otras, las flechas marcaban el sentido de la marcha, y anotaba tiempos de paso, calculados en segundos, mientras les insistía en la importancia de cumplir los tiempos, de alcanzar los objetivos parciales de cada jornada, tantas terneras por hora, tantos cerdos, tantos corderos, y cómo las sirenas marcaban los ritmos. Él al principio también se quejaba, se sentía un robot programado para trabajar a un ritmo constante, cronometrado, hasta que un compañero le dijo, en la pausa de media mañana, que él no lo veía tan mal, que era una forma de organización inteligente, que ya que tenían que trabajar que por lo menos lo hicieran con orden, era mucho más fácil para todos, no tenían que preocuparse de nada más que de hacer lo que les tocase en cada puesto y a cada momento; le contó que él había estado en otro matadero donde no había ese orden y no tenía buen recuerdo: al final pringabas más que aquí, y encima te comías los marrones de otros, porque como cada uno iba según podía o quería, si uno se retrasaba en su parte te tenía un rato cruzado de brazos y luego se te acumulaba el trabajo sin tiempo para hacerlo bien, mucho mejor esto, dónde va a parar, a mí me ponen un ritmo, un tiempo, un objetivo de tantos bichos por hora, y yo cumplo con lo mío, me despreocupo de lo que hacen o dejan de hacer otros, pero también siento que me canso menos, es mejor ir así, a ritmo constante, fuerte pero sin altibajos, no estar parando a cada poco y luego tener que correr, eso sí que es estrés y cansa más. Tanto le convenció su compañero que poco después, una vez comprobó que en efecto no era tan malo funcionar con los tiempos medidos y las frecuencias estudiadas, empezó a aplicar métodos similares fuera de la fábrica, en su vida. Le agobiaba lo poco que le cundía el resto del día desde que salía del matadero hasta que se iba a la cama, porque en aquella época tenía un segundo trabajo por las tardes, iba un par de horas a una carnicería del barrio y así se sacaba un sobresueldo que le dejaba ahorrar para el piso que un día se compraría; y además acudía dos días al gimnasio y tres a una academia para intentar sacarse el bachillerato, de forma que tenía muy poco tiempo para tantas cosas y lo hacía todo deprisa y mal. Así que pensó que no sería mala idea organizar su vida con un método similar al del matadero. Primero estudió los tiempos, calculó cuánto necesitaba para cada tarea, tomó por separado los intervalos de desplazamiento entre actividades, fijó en seis las horas de sueño, y empezó a limitar las horas dedicadas a tareas improductivas tales como ver la tele, comer o asearse, cosas que no iba a dejar de hacer pero a las que en adelante no dedicaría más tiempo del imprescindible. Aunque no tenía claro si el rato que echaba con su novia a última hora de la tarde era una actividad productiva o improductiva, también la cronometró y acotó. Con todo se hizo un calendario semanal y diario que recordaba a los cronogramas con que los directivos explicaban el sistema productivo del matadero y dividían la tarea, los animales, las fases. Así, en una hoja cuadriculada dibujó una tabla: en la fila superior puso los días de la semana, en la columna de la izquierda hizo una división horaria en intervalos de treinta minutos, y después lo rellenó con todas las actividades de su vida. Por ejemplo, un lunes: levantarse a las seis, aseo y desayuno de seis a seis y media, transporte de seis y media a siete, matadero de siete de la mañana a tres de la tarde, transporte de tres a tres y media, comida de tres y media a cuatro, descanso de cuatro a cuatro y media, transporte de cuatro y media a cinco menos cuarto, carnicería de cinco menos cuarto a siete menos cuarto, transporte de siete menos cuarto a siete, academia de siete a nueve, transporte de nueve a nueve y cuarto, novia de nueve y cuarto a diez, transporte de diez a diez y cuarto, cena de diez y cuarto a diez cuarenta y cinco, televisión de diez cuarenta y cinco a doce, y a la cama a las doce. Sobre el papel parecía perfecto, pero luego era difícil de llevar a la práctica, exigía mucha atención, mucha constancia, y la colaboración de los demás, que no hubiera demasiado tráfico y no se retrasase el autobús, que su novia no le hiciera esperar ni luego quisiera prolongar la despedida, que la cena estuviera en la mesa al llegar a casa, pero acabó desarrollando una habilidad para ajustar lo desajustado, para recalcular tiempos sobre la marcha, recuperando lo perdido y añadiendo lo ganado. Pronto se dio cuenta de que le ayudaba a cumplir con el horario el ritmo que llevaba en el cuerpo al salir del matadero, esa misma tensión y velocidad que en los primeros tiempos le fastidiaba cuando salía de trabajar y seguía conduciéndose con la misma prisa y agresividad con que había estado cortando costillas o despellejando corderos, pero que con su nueva organización vio como una ventaja, una inercia que le hacía salir a la calle activo, con la tensión necesaria para cumplir el horario hasta el final sin perder tiempo en lo que dependiera de él. Con el paso de los meses comprobó que no sólo era capaz de hacer sin mucho problema todo lo que antes le costaba un esfuerzo y un agobio permanente, sino que incluso podía añadir más actividades, a partir de pequeños ajustes horarios. Así, como hizo muy buenas migas con otros estudiantes de la academia, cogieron por costumbre tomarse una caña a la salida, y él, que antes sería incapaz a esas horas, pudo disfrutar de su cerveza lunes, miércoles y viernes con sólo adaptar los horarios de ese último tramo del día: retrasó la cita diaria con su novia hasta las nueve y cuarenta, retrasó igualmente la cena hasta las diez y cuarenta, y recuperó los minutos de tele al cenar en el salón, frente al televisor. Por supuesto no contempló la opción de recortar el tiempo con su novia, que ya bastante mosqueada estaba con sus manías horarias, y que no entendió la nueva hora de cita: qué tontería es ésa de las nueve y cuarenta, le dijo, o quedamos a y media o a menos cuarto, pero lo de las nueve y cuarenta parece de broma, ni que yo fuera el cercanías. Ella acabó aceptando sus horarios como una manía más, él intentó convencerla de lo útil que era fijar un cronograma diario, de cómo le cundían más las horas y eliminaba tiempos muertos, y hasta le propuso que ella hiciera lo mismo, ya que estaba siempre quejándose del poco tiempo que tenía y lo cansada que estaba de trabajar y de cuidar a su madre enferma, pero ella se negó. Cuando se casaron, él lo intentó de nuevo, invitó a su mujer a elaborar juntos un horario para que la casa funcionase, estableciendo cuáles eran las horas semanales dedicadas a tareas domésticas, y acompañándolo de un preciso calendario de turnos basado en el reparto de obligaciones, al que él estaba dispuesto pero dentro de un orden. Llegó a presentarle un borrador, que ella se tomó a broma para no reconocer que le parecía horrible, ya que además de repartir la limpieza de la casa, la compra o el planchado, incluía actividades tales como «quedar con amigos» (sábados a partir de las siete de la tarde), «ir al cine» (lunes, de ocho a diez), «comer con la familia» (domingos, entre la una del mediodía y las cinco de la tarde), y hasta «tiempo de pareja» (de lunes a viernes, desde las diez y media hasta la hora fijada para dormir, que eran las doce en punto). Qué pasa, que también vas a cronometrar los polvos que echemos, le soltó ella con una risa que ocultaba inquietud y enojo, ante lo que él desistió de convencerla de las virtudes de la organización del tiempo, la dejó que siguiera con sus agobios, despistes y prisas, y siguió fijándose horarios para él, para su trabajo, su tiempo de aseo o de alimentación, y también su tiempo de pareja, cosa que ella sospechaba pero prefería no preguntar, y que ha funcionado hasta hoy razonablemente aunque con frecuencia discutan cuando él le reprocha a ella que la comida no esté a su hora en la mesa, o que ocupe el baño durante su tiempo de aseo.

Listo, veinte pollos limpios y troceados, momento en que puede hacer una pausa de cinco minutos para ir al baño o echar un cigarro. Da un manguerazo apresurado, los pollos no manchan tanto como los cerdos o los corderos; luego se quita guantes, delantal y gorro, y hace una señal al mozo, le muestra la mano abierta, los cinco dedos para que entienda que en cinco minutos vuelve y que entonces espera ver aquí ya el carro con la ternera preparada para empezar la siguiente secuencia de despiece. Y el muchacho sabe que cinco minutos son cinco minutos, ni cuatro ni seis.