No, no le importaba.

No, no le importaba.

No, no le importaba que la mirasen mientras trabajaba, respondió a la entrevistadora sin siquiera pedirle más aclaraciones como sí hicieron otros, extrañados por la pregunta. No es que la pregunta le pareciese normal, nada en aquella oferta de trabajo lo era, pero estaba acostumbrada a ser observada. No como aquí, no así, esto es otra cosa, pero sí por sus jefes, ya fuera mediante cámaras de seguridad de las que nunca estaba segura de si al otro lado habría alguien mirando pero su sola presencia ya bastaba para sentirte vigilada y actuar como si en efecto la viesen en una pantalla; o directamente, por el director desde su despacho elevado que tenía un ventanal con uno de esos espejos que permiten ver sin ser visto, cuyo efecto era idéntico al de la cámara: no importaba si estaba al otro lado del espejo mirando, lo importante es que podía estarlo; como otras veces se apoyaba en la barandilla de la planta alta o paseaba entre los puestos de montaje y a veces se detenía unos segundos junto a una trabajadora, que nunca le preguntaba qué miras, por qué me miras, pues estaba aceptado que entre las obligaciones del trabajo estaban las de poder ser observadas por el director, por los ejecutivos de la casa matriz de visita y ataviados con batas y cascos, o por ingenieros que tomaban notas mientras te veían trabajar y te hacían preguntas sobre la forma en que cogías una pieza con una mano y sujetabas la parte a ensamblar con la otra mano, el tiempo empleado en cada secuencia, el total conseguido en una hora, en una jornada, en una semana, tanta pregunta que te distraía y acababas haciendo lo que tratabas de evitar en esos momentos de observación: bajar el ritmo, confundirte, dejar caer una pieza al suelo, bloquear la máquina, parar la cadena.

Aquí es diferente, se sabe observada pero de otra manera, no tiene claro para qué la observan pero no es el mismo tipo de supervisión. Si por ejemplo confunde la próxima secuencia, y en vez de dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y dos rectangulares coloca sólo una de cada y deja la caja a la mitad, no pasará nada, nadie va a venir después de observarla para decirle que ha cometido un error, que está entorpeciendo la cadena, que se está quedando atrás, que ha bajado el ritmo, que habla demasiado con la compañera, o que las normas prohíben los auriculares con música por razones de seguridad, para evitar accidentes; nadie va a venir a reñirle, así lo llamaba ella sin ironía, reñir, como en el colegio: la mayoría eran muy jóvenes, veinteañeras con sólo el graduado escolar, y las trataban como si todavía estuvieran en el colegio, te estás distrayendo, hablas mucho, has bajado de trescientas en la última hora y estás retrasando a las demás, la cadena entera, la fábrica entera, la planta de montaje final, la producción, la distribución y la venta final retrasadas porque te has relajado, porque estabas hablando con una compañera, porque te duelen las muñecas y hoy no puedes hacerlo tan rápido. No se equivoca y coloca las ocho piezas en la caja, cada una en su hueco correspondiente: dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y dos rectangulares. Se gira en la silla y con sólo estirar los brazos posa la caja con las piezas encima de las anteriores, formando una torre, y con otro leve giro coge una vacía de otra torre que está a continuación de la primera y que decrece a la vez que la otra crece. Vuelve a la posición inicial, sitúa la caja sobre la mesa de montaje y empieza de nuevo la secuencia: con la mano derecha coge de los contenedores situados a ese lado, sin siquiera girar el cuerpo, dos piezas redondas que coloca en sus huecos correspondientes, al mismo tiempo con la mano izquierda ha agarrado dos piezas cuadradas de otro contenedor y mientras las encaja en sus espacios la mano derecha ya ha tomado las siguientes dos unidades triangulares, la izquierda vuelve atrás para terminar la secuencia agarrando dos rectangulares, y una vez cada pieza ha encajado en su hueco, dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y dos rectangulares, levanta la caja, se gira en la silla, la coloca en la torre de cajas llenas y se vuelve ligeramente para tomar otra vacía y vuelta a empezar, caja en la mesa, mano derecha al contenedor de piezas redondas, mano izquierda al de las triangulares. Las coge de dos en dos, al principio las tomaba de una en una, lo que obligaba a ocho movimientos por caja, y decidió reducirlos a la mitad agarrándolas a pares. Nadie le ha pedido que lo haga así, aquí no hay un director de planta marcando la cadencia, diciéndote cuándo hay que acelerar y cuándo frenar, bajamos a trescientas que los camiones se retrasan un poco, subimos a quinientas que desde la planta de montaje nos están apretando y no llegamos; aquí no, aquí nadie le ha pedido que aumente el número de cajas por hora, no hay un plan de producción diseñado por esos ingenieros encorbatados que la miraban y tomaban notas y hacían preguntas que distraían, y luego planificaban ritmos, secuencias, volúmenes horarios, diarios y mensuales sin tener ni idea de lo que significaban en la práctica; el primer día hacían el paripé de colocarse en su puesto y completar unas cuantas secuencias, se quitaban la chaqueta, se remangaban la camisa y empezaban a coger piezas y a montarlas, fijándose bien en los movimientos, en el recorrido de los brazos, si era mejor de pie o sentado, cómo organizar el espacio para que lo encontrase todo a mano y no necesitase levantarse, y así no tuviera que dar unos pasos para acercar el siguiente contenedor o empujar un nuevo palé, esos paseos improductivos que distraen al que los da y a los que están próximos, siempre hay quien aprovecha el paseo hasta el contenedor para estirar los brazos y el cuello, para echar un minuto de charla con el vecino, mientras que si lo tienen cerca, si basta estirar una mano, empujar medio metro la silla de ruedas hacia atrás para alcanzar todo lo necesario y que sean otros operarios los que aproximen y alejen contenedores y palés, el volumen de piezas por hora, por día, por mes aumenta sensiblemente. Era el tipo de cosas que anotaban en sus cuadernos, en sus agendas electrónicas, los ingenieros que pensaban que con veinte minutos ensamblando ya sabían de qué iba el trabajo, como si ellas fueran máquinas que funcionan igual en los primeros veinte minutos que cinco horas más tarde, que después de cuatro días seguidos, de ocho meses, de tres años; en sus cálculos tal vez consideraban la fatiga acumulada pero no el aburrimiento, ni la frustración, o tal vez sí entraban en sus cálculos como variables positivas: está comprobado que el trabajador feliz aumenta su productividad sólo en las primeras horas, la curva va subiendo cada vez menos y pronto desciende, mientras que el trabajador triste, el trabajador hastiado, el trabajador furioso, mantienen un esfuerzo más constante durante más tiempo, sólo alterado por picos de rabia o de frustración en los que consiguen incluso incrementar el ritmo, como le explicó un ingeniero joven con el que salió un par de noches hasta que se aburrió de su cháchara sobre modos de producción. No, aquí no hay un plan como tampoco hay primas por alcanzar objetivos, no hay premio al trabajador que más piezas monte cada semana, y por eso el cambio en la rutina lo decidió ella sin que se lo enseñase ningún ingeniero en un curso de dos horas, fue ella quien eligió que en vez de coger una pieza tomaría dos a la vez, le caben en una mano y sólo de vez en cuando se le resbala una, aunque ahora se arrepiente y cree que debería volver atrás, a cogerlas de una en una como al principio, el tamaño de las piezas le obliga a estirar los dedos para que le quepan en la mano y al cabo de un par de horas ya le duelen los tendones, y total qué prisa tiene, para qué quiere terminar, ya sabe lo que le espera cuando acabe.

Dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y dos rectangulares; decide aguantar un poco más cogiéndolas de dos en dos, el dolor de tendones es todavía leve, y lo mejor será cambiar de método cada cien cajas, o cada doscientas, o cada torre completa, esas pequeñas variaciones con las que intenta que sea menos tedioso, aquí no hay compañeras próximas con las que hablar sin mirarlas, sin levantar la cabeza y apenas moviendo los labios como hacía en la planta: cuando el ruido de las carretillas elevadoras llevando palés de un lado a otro se lo permitía podía hablar con la compañera más cercana, desarrollaron la habilidad de hablar sin apenas mover los labios para no ser reprendidas, de aquí salimos ventrílocuas, decían riendo, y la risa acababa atrayendo al jefe de sección, la risa en esos casos siempre es sospechosa, uno no se ríe cuando lleva cuatro o cinco horas repitiendo los mismos movimientos, ocho horas al día, cinco días a la semana, cuarenta y ocho semanas al año, menos risas que os estáis quedando atrás, no podía decirles mucho más, aunque las riñera como a escolares en ningún sitio ponía que estuviera prohibido hablar o reír, por eso las reprimendas siempre eran indirectas, no les decían cállate, no les decían está prohibido hablar, no las iban a despedir por hablar, lo reprochaban de otras formas: con tanto hablar estáis perdiendo ritmo, menos marujeo que no llegamos al objetivo de hoy, ya os reiréis cuando el director vea que los camiones se tienen que ir a media carga; y sólo las que menos miedo tenían de quedarse sin trabajo, le respondían, se encaraban, métete en tus asuntos, qué te importa que me ría, a ver si te crees que encima voy a estar amargada. Ella no, ella no respondía, se sonreía ante el arrojo de las respondonas, le recordaban a ella misma tiempo atrás, al principio, cuando la repetición, el aburrimiento, la sensación de ser una máquina de carne todavía le provocaba rabia, pero luego, como también les ocurría a esas muchachas respondonas, se impondría la sensación de que han pasado dos meses, seis meses, un año y estás en el mismo sitio que el primer día, en la misma postura, haciendo el mismo gesto trescientas, cuatrocientas, quinientas veces por hora, y la rabia se va apagando, al principio sustituida por tristeza, luego ni eso.

Dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y una de éstas se resbala y cae al suelo. Como la pieza es metálica y el suelo bajo la mesa de montaje está cubierto por una chapa el golpe es estrepitoso, el mecánico se gira de golpe para ver qué pasa, el albañil da un respingo mientras extiende la mezcla, y hasta alguien ha chillado más allá de los focos, chillido que ha provocado risas una vez comprobado que no pasaba nada. Se agacha, coge el triángulo y al incorporarse hace un gesto de disculpa que no sabe a quién dirigir, a la pared negra más allá de los reflectores, al mecánico que le sonríe simpático y levanta un pulgar mientras con las cejas parece preguntarle si todo va bien. Sigue todavía un rato cogiendo piezas de dos en dos, dentro de media hora tendrá que cambiar los contenedores vacíos por otros llenos y entonces podrá hacer una pausa y tal vez modificar el ritmo. Coloca las dos triangulares y pone la caja en su sitio, toma una nueva y la sitúa al frente, empieza de nuevo, dos redondas, dos cuadradas, dos triangulares y dos rectangulares, mano derecha, mano izquierda, mano derecha, mano izquierda, y al volverse para dejarla sobre las otras cajas apiladas observa que la caja anterior se quedó sin completar, con la distracción por la pieza caída olvidó añadir las rectangulares, y ahora duda si recuperarla y completarla. No pasaría nada si no lo hiciera, aquí no va a venir un mozo con una carretilla elevadora para llevarse el palé al camión y no va a haber un operario que en la planta de montaje eche de menos esas dos piezas rectangulares cuando las busque a ciegas en el contenedor a su derecha, el gesto automático aprendido a fuerza de repeticiones, la mano que busca y sólo encuentra un hueco, y entonces todo se para, faltan dos piezas, la mano toca el fondo de plástico del contenedor, el operario tiene que girar la cabeza y mirar para comprobar que en efecto no están las dos piezas, no puede completar el montaje del coche que tiene frente a él, pulsa el botón de aviso, la cadena se detiene porque no puede avanzar si un coche va sin manijas o sin retrovisores, es en ese punto de la cadena donde hay que montarlo y más adelante no habrá nadie que pueda hacerlo, tampoco vale coger la pieza ausente de otro contenedor, siempre quedaría uno sin montar y además no tiene por qué coincidir, las piezas vienen colocadas en la secuencia prevista, las triangulares para los huecos triangulares, las cuadradas para las cuadradas, los retrovisores Rojo Lucifer para el coche Rojo Lucifer, no se le pueden poner los del Negro Obsidian que viene detrás y que a su vez se quedaría sin ellos, la cadena se detiene unos minutos hasta que se pueda identificar y marcar el fallo para que al final de la cadena se aparte el vehículo incompleto, lo que obligará a que al menos un camión circule ese día con un hueco en la carga, un espacio vacío que alguien en un despacho podrá calcular en euros perdidos pues en la fábrica todo estaba medido al céntimo, al segundo, al centímetro. Mira la caja a medio completar, con los huecos rectangulares, y piensa que da igual, que aquí no habrá un parte de incidencias desde la planta de montaje hasta la nave auxiliar avisando de que en el camión número ocho, en el palé con código siete cuatro eme, en el contenedor con número de orden dos cinco nueve falta un par de retrovisores Rojo Lucifer, una incidencia que tiene un coste en euros y céntimos por los minutos en que la cadena estuvo detenida, por el camión que tuvo que partir sin completar el espacio disponible, un coste que será descontado junto al resto de incidencias del pago final por las piezas servidas ese día, y que por supuesto será tenido en cuenta a la hora de renovar el contrato de suministro a final de año, la competencia es grande, hay otras empresas que lo hacen más barato y que causan menos incidencias, de modo que alguien tendrá que llamar la atención a esa muchacha que se ríe y habla entre dientes con la compañera y al final se equivoca y no pone las piezas en su sitio. Al final lo resuelve con un movimiento rápido: mientras con la mano derecha sostiene la caja que acaba de completar, con la izquierda, sin girarse, toma los dos rectángulos metálicos que quedaron de más en el contenedor y los coloca en su sitio, problema terminado.

No, aquí no pasa nada por olvidar dos piezas, y en la fábrica tampoco te echaban por dos retrovisores despistados, aunque por supuesto venía el jefe de sección y te lo señalaba, y si la incidencia era algo mayor o no era la primera vez que te equivocabas, te pedía que en la pausa de media mañana pasases por el despacho del director, tras el espejo desde donde podrías ver a tus compañeras, tu propio puesto vacío, mientras el director te leía el parte de incidencias enviado por la planta de montaje. Por dos retrovisores no te echaban, ni por cuatro, pero una torre de palés entera ya eran palabras mayores, un contenedor tenía cuarenta retrovisores, un palé sumaba cuatro contenedores con ciento sesenta retrovisores, una torre sumaba cinco palés con veinte contenedores y ochocientos retrovisores, todos ordenados con su número de secuencia, por modelos y colores, listos para ser ensamblados por un operario que en la planta de montaje final estiraba el brazo a la derecha sin mirar porque confiaba en la secuencia informatizada, si ahora toca Verde Normandía no puede ser que al acercarlo a la carrocería descubra en su mano un retrovisor Azul Oriental, pero vale, una vez puede pasar, se toca el botón de aviso, se detiene la cadena y se marca la incidencia, el problema es cuando el siguiente coche en la línea es Bronce Persan y el retrovisor que tienes en la mano no sólo es Gris Aluminio metalizado sino que además es manual y no eléctrico como correspondía al modelo, dos incidencias seguidas son señal de un fallo más grave, y así hasta ochocientos retrovisores confundidos, desordenados, sin correspondencia con el número de secuencia, la cadena entera detenida durante horas, cuando se rompe un eslabón todo se congestiona, un día entero de producción echado a perder, ochocientos vehículos que no subirán a los camiones que se irán de vacío y no llegarán a concesionarios que por tanto no podrán venderlos, es fácil calcular las pérdidas, estaban detalladas en el informe de incidencias que el director de producción de la planta de montaje llevó en mano a la fábrica auxiliar y entregó al nervioso director en su despacho al otro lado del espejo.

Tras llenar otra caja, los contenedores de los que toma las piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares quedan vacíos y tiene que parar un instante para apartarlos y colocar en su lugar otros, que le permitirán seguir llenando cajas hasta completar la torre; todo está calculado para que se vacíe el último contenedor al completar la caja que culmina la torre. Hace el cambio deprisa, porque siempre ha trabajado así, presionada para no perder un segundo, aunque aquí no hay nadie que le apriete, sí hay un objetivo que cumplir, un número mínimo de cajas diarias, pero no hay nadie que esté pendiente de ella y le diga que se dé esta prisa en cambiar los contenedores, nadie que la llame al despacho si baja mucho el ritmo o se equivoca, nadie que la haga llorar como aquel día, cuando el incidente por los retrovisores. Lloró entonces, pero no porque la despidieran, no por los gritos del director delante de las compañeras, ni porque fuera un despido disciplinario y se marchase sin indemnización; lloró por otra cosa que todavía hoy no sabe explicar, no encuentra las palabras, es algo profundo que tiene que ver con todo lo que había en aquella fábrica, las horas idénticas, los movimientos mecánicos, el dolor de muñecas y de cervicales, el disimulo para hablar sin mover los labios, el tono despectivo con que le hablaba el jefe de sección, el espejo desde el que miraba el director, lo que le costaba salir de la cama cada mañana, hay que vivir todo eso para entender de dónde venía ese llanto que no era rabia ni frustración ni miedo, era otra cosa. Ella juró entre sollozos que no lo había hecho queriendo, que había sido un error, que se había limitado a hacer lo de siempre, seguir las etiquetas con la secuencia establecida. El director la acusó de sabotaje y ella pidió que comprobasen si había ocurrido un error informático, o tal vez un fallo humano, empleó esa expresión que oía a menudo en las noticias, un fallo humano del técnico responsable de programar la secuencia en la planta de montaje final, o incluso un sabotaje, sí, pero no de ella, un sabotaje desde la empresa matriz, donde había rumores de una próxima huelga a cuenta del convenio; pero ella no, por qué la acusaba, ella había hecho lo de todos los días, coger el papel con la secuencia y cumplirla, dos eléctricos Rojo Lucifer, dos eléctricos Verde Normandía, dos manuales Gris Aluminio metalizado, dos eléctricos Azul Oriental, lo que ponía en el papel que ya no conservaba porque siempre tiraba su copia al terminar un palé, pero podían comprobar que decía la verdad, bastaba pedir a la planta la secuencia original, tendrían copia en el ordenador. No hubo manera, no atendieron su protesta. Si había sido un fallo de origen, el fabricante no lo reconocería para no asumir el coste, y tampoco el director tenía intención de investigarlo, pues la acusación de sabotaje le facilitaba otros despidos, quitarse de encima a varios revoltosos, la posibilidad de un acto intencionado encajaba bien en el momento que vivían, en pleno conflicto ellos también, tras varias asambleas, pancartas en la valla de entrada y una amenaza de huelga si no mejoraban las condiciones laborales y se negociaba un convenio propio, el contexto perfecto para una acusación de sabotaje. Ella no descartaba que el director fuese sincero en su convicción, que de verdad creyese que ella y otras compañeras habían echado a perder la producción de todo un día para presionar a la dirección y lograr que se sentase a negociar. Habían vivido días intensos, emocionantes incluso, reunidos en asamblea en el local de un sindicato, se sentían capaces, planeaban una huelga, un encierro, algo fuerte. Un día se atrevieron a abandonar sus puestos e improvisaron una concentración en mitad de la nave, cruzados de brazos, hasta que el director, que seguramente los miraba desde el otro lado del espejo y ya había identificado a los cabecillas que corrieron la voz de puesto en puesto, salió de su despacho en la planta alta y se acodó en la barandilla: qué pasa, volved a vuestros puestos, de qué vais, así no se hacen las cosas, si queréis hacer huelga tenéis que hacerla como dios manda, con preaviso y por supuesto perdiendo un día de sueldo, dónde os creéis que estáis. Pero ellos aguantaron y sólo aceptaron volver a sus puestos si él accedía a reunirse con una representación de los trabajadores. El director se balanceó apoyado en la baranda, mordiéndose los labios, y por fin dijo, venga, dónde está esa representación, que suba a mi despacho ahora mismo y lo resolvemos, aquí os espero. Se miraron unos a otros, no esperaban una respuesta afirmativa, no tenían organizado nada que se pudiese considerar una representación de los trabajadores, sólo había uno que parecía con más iniciativa y sólo era porque había conseguido el local para la asamblea, quitando eso no había ningún líder visible, la estrategia la marcaban desde el sindicato pero no eran trabajadores de la empresa. Al final varios se designaron a sí mismos delegados y dieron un paso al frente, o tal vez fueron los demás los que dieron pasos atrás y volvieron a sus puestos dejando solos en mitad de la nave y a la vista del director a los seis que desde ese día se convirtieron en representación de los trabajadores. Ella estaba entre esos seis, más bien por despiste a la hora de ser rápida y volver a su puesto, pero no intentó desmarcarse, acompañó a los otros cinco al despacho del director, que los invitó a sentarse aunque sólo había dos sillas frente a su mesa. Y bien, contadme, cuáles son vuestras reivindicaciones, a lo que siguió un silencio de varios segundos en que se miraron unos a otros hasta que una chica, de las que se enfrentaba con el jefe de sección cuando le reprochaba la risa, respondió: queremos mejorar las condiciones de trabajo, y los demás asintieron. Ah, muy bien, sonrió el director repanchingándose en su sillón, y cómo habéis pensado mejorar las condiciones, tenéis un plan para presentarme. Los trabajadores se miraron de nuevo entre ellos, no porque no tuvieran respuesta, pues se habían asesorado en el sindicato y contaban con un borrador de reivindicaciones, sino porque no sabían quién llevaba encima ese papel, pero el director aprovechó esos segundos de duda para responderse a sí mismo: ya veo, no tenéis nada, y cuando uno intentó decir que sí, que tenían una lista de propuestas, el director adelantó una mano y levantó la voz para imponerse: ya veo, protestáis y no traéis nada constructivo, no tenéis un plan mejor, ya me lo imaginaba, no os gustan las condiciones de trabajo, seguramente estáis cansados y aburridos, os sentís mal pagados, os gustaría hacer las cosas de otra manera pero no sabéis cómo, y no lo vais a tener fácil, porque debéis saber que esta organización del trabajo no es un capricho mío ni de los propietarios de la empresa, no funcionamos así por casualidad, debéis saber que detrás de este sistema hay estudios, hay planificación, hay cálculos, hay ingenieros, hay un esfuerzo de racionalización, todo es científico, la forma en que estáis distribuidos por la planta, el ritmo al que trabajáis, todo responde a una planificación, así que digo yo que si no os gusta y queréis cambiarla, lo mínimo es que me presentéis una planificación alternativa, una tan rigurosa como la que tenemos, que mejore lo presente, o que por lo menos lo iguale, y estoy hablando de productividad, de volumen de unidades servidas cada día, porque está muy bien mejorar vuestras condiciones, trabajar menos horas o más despacio, tener más descansos, pero el nivel de producción hay que mantenerlo, porque si no la planta se va a tomar por culo, nos vamos todos a tomar por culo, vosotros y yo, el fabricante se busca otro proveedor, en este mismo polígono o en Marruecos, y nos quedamos con cara de tontos, con mejores condiciones de trabajo pero sin pedidos, sin trabajo, kaputt, a la mierda, entendéis lo que os digo. Hizo una pausa, con la tranquilidad de que ahora nadie le interrumpiría, todos abrumados por su verborrea, y después continuó, más sosegado: así que escuchadme, me parece muy legítimo que queráis mejorar vuestras condiciones, pero para eso me tenéis que presentar una organización que mantenga la producción de la fábrica, no sé si me explico, me da igual que trabajéis sentados o tumbados, que tengáis seis meses de vacaciones o turnos de dos horas, que vengáis en pijama o pongáis un televisor en cada puesto de trabajo, siempre que no suponga ni un solo céntimo de gasto adicional, y lo más importante, que mantenga el nivel de producción actual y lo mejore en la misma línea de incremento que llevamos cada año. Hizo una nueva pausa, se levantó de su sillón y caminó hacia el ventanal, donde siguió hablando dándoles la espalda, vuelto hacia la planta, como si se dirigiese a los que estaban en sus puestos: ya os lo he explicado, pero lo repetiré, la organización del trabajo que aplicamos aquí es la que consideramos mejor, la más eficiente, la más productiva, la más científica, si vosotros sabéis hacerlo de otra forma sin alterar los resultados, estoy dispuesto a escucharos, pero no me vengáis con palabrería sindical, que ya me la conozco, quiero datos, números, cálculos, un estudio que demuestre que se podría hacer así o asá y conseguir lo que ahora conseguimos, con los mismos costes, claro, aunque ya os adelanto que no lo lograréis, os daréis cuenta de que, os guste o no, ésta es la mejor, la única manera posible, y si aun así no os gusta, adiós muy buenas, siempre habrá quien lo haga en vuestro lugar, veis esa carpeta sobre mi mesa, son solicitudes de trabajo, todos los días recibo decenas de currículums de gente que quiere trabajar aquí, con estas condiciones que no os gustan. Salieron en silencio del despacho y volvieron a sus puestos, donde ese día, empujados por lo vivido allí arriba, batieron sus récords personales de producción horaria. A la salida de la planta se encontraron en la parada de autobús y quedaron en pensar el tema, volver a reunirse, hablar con los del sindicato, poner las cosas por escrito, pedir documentación, e intentar preparar una propuesta seria, pero al tomar cada uno asiento en el autobús no volvieron a hablar, y no hubo posibilidad de retomarlo, pues dos días después sucedió el incidente de los retrovisores y cuatro de los seis que habían subido al despacho fueron despedidos bajo la acusación de sabotaje.

Aprovecha el cambio de contenedor para volver al sistema inicial, una pieza en cada mano: redonda con la derecha, cuadrada con la izquierda, redonda, cuadrada, triangular, rectangular, triangular, rectangular, derecha, izquierda, derecha, izquierda, hasta completar la caja y colocarla en la torre y vuelta a empezar, aquí no hay quien lo estudie, pero en la fábrica no faltaría un ingeniero que demostrase que aunque no lo parezca así se produce más, de una en una en vez de coger dos piezas en cada mano, en la primera hora se llenan menos cajas pero luego se mantiene el ritmo durante más tiempo, mientras que de dos en dos se empieza más fuerte pero va decayendo la cadencia según avanza el día, las manos se agarrotan, duelen los tendones, se cargan más los brazos porque dos piezas pesan el doble, y pasadas tres horas el rendimiento con un sistema y con el otro se han igualado, las curvas de productividad se tocan, se cruzan y una sigue arriba mientras la otra continúa bajando. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, triangular, rectangular, triangular, rectangular, mira el reloj para ver cuántos segundos tarda en tomar una caja, llenarla y ponerla en su sitio, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, triangular, rectangular, triangular, rectangular, a la torre y vuelta con una nueva caja vacía, catorce segundos, mejor redondear en quince, porque aunque los ingenieros usan décimas de segundo debe tener en cuenta que hay cajas de catorce, de quince y de dieciséis segundos, hay veces en que la pieza no encaja a la primera, sobre todo con las triangulares si las coge torcidas, además cuando las torres están muy avanzadas tarda más en soltar la caja llena, debe incluso ponerse de pie para colocarla arriba, y luego agacharse a coger la vacía del otro lado; quince segundos son cuatro cajas por minuto, doscientos cuarenta por hora, calcula mentalmente cuántas son en toda la jornada, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, doscientas cuarenta por siete, triangular, rectangular, siete por cuatro veintiocho y me llevo dos, triangular, rectangular, salen mil seiscientas ochenta cajas al día, pero hay que descontar el tiempo de las dos pausas, y que seguramente el ritmo será más lento al final de la jornada, además el vaciado es más lento que el llenado, vaciar una caja tal vez sean dieciocho, incluso veinte segundos, acaba redondeando porque se pierde con las cuentas, lo deja en mil quinientas cajas por día. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, hizo cuentas como ésas durante años, en la fábrica de retrovisores primero, en la planta de chapa después, como el salario tenía una parte fija y otra variable ligada al número de piezas producidas, y a ello se sumaban incentivos por alcanzar unos máximos y se restaban penalizaciones por no llegar a los mínimos, pasaba muchas horas sumando, restando, multiplicando, triangular, rectangular, triangular, rectangular, calculaba en cuánto quedaría su sueldo ese mes, hacía una estimación al comienzo del día y lo recalculaba al final del mismo, normalmente a la baja, y al llegar a casa lo apuntaba todo en una libreta pequeña aunque luego nunca lo comprobaba al recibir la nómina, en realidad no le preocupaba demasiado el salario, su insistencia en calcular se deba más a su incapacidad para otros pensamientos, había comprobado tras años de fábrica que en esa actividad, con esa exigencia de movimientos mecánicos y esa velocidad de trabajo, los únicos pensamientos hábiles eran los numéricos, contar piezas, contar bandejas, contar palés y camiones, multiplicar por horas, días, meses, a veces iniciaba un cálculo y lo dejaba a medias, era parte de la rutina, contar, sumar, multiplicar, como ahora, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, era una forma de pasar el tiempo, como el que cuenta ovejas para dormir, un trabajo así no deja pensar, los que no lo han experimentado piensan que es lo contrario, que uno desarrolla automatismos y sus brazos y sus manos funcionan sin emplear una sola neurona, gestos aprendidos a fuerza de repetidos y que el cuerpo hace solos, eso se decía ella cuando entró en la fábrica el primer día, qué bien, un trabajo en el que no hay que pensar, todo fácil, y en parte es cierto, no hay que pensar, uno no piensa que ahora tiene que coger la triangular, ahora la rectangular, ahora la triangular, ahora la rectangular y llevamos la caja a la torre, no lo piensa con conciencia de estar pensándolo, es cierto que se desarrolla una rutina de movimientos mecánicos, pero eso no significa que desocupes la cabeza para pensar en tus cosas, todo lo contrario, la atención requerida es la mínima para una tarea elemental, pero la velocidad, la cadencia, el cuidado para no cometer errores, hacen que estés pendiente sin pensar en ello, no sabe cómo explicarlo, lo ha intentado alguna vez con una amiga ajena a la fábrica, es difícil de entender, no estás pensando cada movimiento pero sí estás pendiente de ello, lo justo para no poder pensar en otras cosas, además hay que atender el pedido, el papel con las instrucciones, el orden a seguir, y es verdad que la secuencia programada es simple, como escoger una triangular, una rectangular y luego la que ponga en el papel, eso acaba siendo automático también, más complejo pero automático, las combinaciones no son tantas y uno acaba leyendo sin enterarse de lo que lee, ve los códigos numéricos y la mano va sola al contenedor donde está el retrovisor correspondiente, la pieza cuadrada que toca ahora; pero incluso aunque no tuviese que leer, aunque no tuviese que decidir, escoger, aunque todas las piezas fueran cuadradas y no hubiera posibilidad de error, todo fuese un solo gesto repetido una y otra vez sin variación, tampoco entonces podría pensar con facilidad. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada. Lo comprobó cuando fue despedida y encontró trabajo en otra planta, un par de escalones por debajo en la cadena de empresas que en el polígono proveían a la factoría. Triangular, rectangular, triangular, rectangular. Era una fábrica que se ocupaba de piezas de chapa destinadas a tapas de depósito, alerones y otras partes pequeñas, pero sólo en el nivel más básico, cortar la chapa, darle forma y taladrarla para que luego, en otra nave próxima, le encajasen piezas más complejas antes de llegar a la planta final de montaje, así que el trabajo era más sencillo incluso que con los retrovisores, y por supuesto cobraba menos. Se situaba de pie, frente a una máquina cortadora protegida por una vitrina para no recibir el impacto de una viruta, con una abertura por la que metía la mano derecha para sujetar un trozo de chapa mientras con la izquierda apretaba un botón para que la máquina lo taladrase. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada. Eso era todo, coger la pieza de un contenedor, pasarla por la ventanita, sujetarla firme sobre la máquina en el lugar marcado, y apretar el botón para que la perforase, sin moverla un milímetro para que el agujero estuviese en el sitio exacto, era la única dificultad, si temblaba o no la colocaba bien salía desviado y tenía que desecharla para que no entrase en la cadena, a final de mes contaban cuántas había echado a perder, y si alguna defectuosa acababa en el contenedor camino de la nave de ensamblaje le caía una buena bronca. Triangular, rectangular, triangular, rectangular. No tenía por tanto que decidir, que pensar, no había que elegir entre colores y modelos, retrovisores manuales o eléctricos, piezas redondas o cuadradas, no había secuencia que seguir, sólo coger una chapa, aproximarla, situarla, darle al botón, esperar el golpe del taladro y soltarla en otro contenedor, cinco o seis segundos en total, diez o doce por minuto, seiscientas por hora y acababa el cálculo, porque después de una hora cambiaba de máquina y cogía chapas de otro tamaño que llevaban el taladro de otra manera, y dos horas y media después volvía a la máquina primera para seguir otra hora, y luego otras dos horas y media en la otra, con una pausa a mitad de jornada. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, cualquiera pensaría que en esas circunstancias, con un trabajo de pura repetición, sin exigencia de actividad mental, sin tener que elegir entre piezas diferentes o leer una secuencia, el cuerpo funciona solo, el gesto se repite sin pensarlo y tienes la cabeza libre para tus cosas, las que sean, pero tampoco: la velocidad de los brazos es más rápida que el pensamiento, no puedes despistarte porque la pieza tiene que encajar bien en su marca, y acabas pensando sólo en el gesto, en hacerlo bien, en repetirlo, nunca llegas a un automatismo total. Ella se obligaba a pensar, porque le asustaba la mente en blanco, sabía que no existía tal, que siempre se piensa algo, aunque sea la secuencia, triángulo, rectángulo, triángulo, rectángulo, pero le deprimía cuando después de siete horas y media llegaba a su casa y, en la ducha, intentaba recordar en qué había pensado ese día, trataba de recuperar un solo pensamiento y no era capaz, había estado un día entero sin pensar, concentrada en el gesto, tomar la chapa, ponerla en la máquina, apretar el botón, taladrar, echar al contenedor, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, por eso se obligaba a pensar mientras trabajaba, planeaba lo que iba a hacer al salir de la fábrica, pensaba en el fin de semana, organizaba tareas domésticas, repasaba la lista de la compra, o recordaba, se empeñaba en hacer memoria, lo mismo recuerdos importantes que banales, repasaba momentos de su vida, se obligaba a pensar y recordar porque aquello tenía mucho de obligado, de forzado, de decirse a sí misma voy a pensar en esto o aquello, de lo contrario no pensaba, o sólo pensaba el movimiento, coger, aproximar, sujetar, taladrar, triangular, rectangular, triangular, rectangular, y aunque se obligaba, el pensamiento se iba debilitando, se disipaba o se volvía repetitivo, se quedaba atascada en un mismo pensamiento circular, sin avanzar. Era como nadar en la piscina: hubo un tiempo en que iba dos días por semana, le venía bien para la espalda, siempre amenazada de ciática por la postura en el trabajo: era una piscina pequeña, de veinticinco metros, hacía cuarenta, cincuenta, sesenta largos, y mientras daba brazadas se daba cuenta de que su cabeza funcionaba como en la fábrica, nadar era el mismo tipo de automatismo que taladrar piezas de chapa, brazo derecho avanza, brazo izquierdo avanza mientras brazo derecho vuelve atrás, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada; uno no piensa los movimientos mientras nada, no dice ahora voy a adelantar el brazo derecho, ahora el izquierdo, el cuerpo nadaba solo y la cabeza se desentendía, acababa también calculando, contando largos, multiplicando para saber cuántos metros nadaba y en cuánto tiempo lo hacía, a qué velocidad, qué distancia habría recorrido en un mes, en un año, porque pensar bajo el agua era como pensar mientras trabajaba, si cantaba se quedaba atascada en el estribillo, planificaba algo que tenía que hacer y no avanzaba tampoco, triangular, rectangular, triangular, rectangular. Alguna vez se lo preguntó a un compañero, a la salida, el único momento para hablar ya que las pausas en la fábrica estaban programadas para que los trabajadores no coincidieran, no pudieran hablar entre sí, los ingenieros explicaban que era la forma de que no se parase la producción, que las máquinas sufren por apagarlas y encenderlas y tampoco se pueden dejar tanto tiempo en marcha sin actividad, pero ella sospechaba que en realidad era para evitar que compartiesen quejas y acabasen organizando asambleas, secciones sindicales y huelgas. Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada. En el autobús de camino a casa se lo preguntó a un compañero, en qué piensas mientras trabajas, y el otro sonrió, dudó, no entendía la pregunta, en qué pienso, me preguntas en qué pienso. Sí, qué tienes en la cabeza mientras estás ahí, repitiendo los mismos movimientos una y otra vez, te acuerdas de algo o de alguien, piensas en las cosas que vas a hacer cuando salgas, cantas, echas cuentas de lo que has producido, te cagas en los muertos de la dirección, o simplemente te concentras en lo que estás haciendo, dime; pero el otro, sin quitarse una sonrisa que le dejaba cara de atontado se salvó porque llegó su parada, y si no la era se escapó igualmente, hasta mañana. Triangular, rectangular, triangular, rectangular. Otra compañera, que hacía lo mismo que ella pero secuenciando manijas de puerta y tapas de depósito en vez de retrovisores, le contó a la salida que ella no pensaba en nada, que simplemente hacía su tarea, pero que no le importaba no pensar, ella sabía que aquello era un trabajo y que tenía que hacerlo para ganar dinero, pero no dejaba que le amargase la vida, fuera de allí tenía formas de entretenerse, de curarse el cansancio y el aburrimiento, era feliz con su novio, lo pasaba bien los fines de semana, veía muchas películas y además estaba estudiando a distancia, puericultura, le encantaban los niños, así que no le importaba echar siete u ocho horas ahí dentro, no era infeliz, no se comía la cabeza, así lo dijo, yo no me como la cabeza, es un trabajo y punto, y además no le gustaba hablar de ello, no estaba dispuesta a dedicarle un minuto de su tiempo fuera de la fábrica, sabía que había gente que llegaba a casa y contaba cómo le había ido, lo que había hecho en el día, los problemas que habían surgido, pero era porque tenían cosas interesantes que contar, trabajaban en cosas más interesantes que ésta, como su novio, por ejemplo, que era comercial y siempre tenía algo que contar, pero ella no, no tenía nada que responder si su novio le preguntaba cómo le había ido el día, como siempre, igual que ayer y que mañana, cada jornada era idéntica a la anterior y nunca había novedades, así que para qué hablar, la fábrica no se merecía que ella le dedicase ni un segundo de su vida, ni un gramo de preocupación dentro o fuera de allí. Se despidieron, y ella no le dijo lo que le parecía, para no molestarla, pero le habría gustado explicarle que lo suyo era una tragedia, que su embrutecimiento era absoluto y que era la máquina perfecta, la máquina de carne que la empresa buscaba.

Aquí ocurre lo mismo en cuanto a los descansos. Redonda, cuadrada, el ritmo, redonda, cuadrada, ha decaído, triángulo, va más lenta, rectángulo, se ensimisma y relaja la cadencia, triángulo, rectángulo. Aquí pasa lo mismo que en la fábrica en cuanto a los horarios, cada uno tiene la pausa en un momento diferente, y además empiezan y acaban la jornada a distintas horas, así que no coinciden entre ellos, en las dos semanas que lleva aquí no ha cruzado muchas palabras, ni con el albañil, ni con el carnicero, apenas con el mecánico simpático que le sonríe y le pregunta si está bien cuando se le cae una pieza; no sabe cuál es el motivo de que funcione así, aquí no hay producción que mantener, ni una fábrica que te aprieta con los pedidos, ni tampoco cree que haya temor a que los trabajadores se organicen y protesten, ella no se ha quejado hasta ahora de nada, el trabajo no es ni más ni menos repetitivo o cansado de lo que eran las fábricas del polígono de automoción, tampoco tiene un jefe pendiente de si llena más o menos cajas por hora, y el sueldo es algo mejor que en su último trabajo, lo cual no es mucho decir pero no está mal. En realidad, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, no cree que haya fábricas mejores que esto, y en cambio las hay peores, mucho peores: mientras taladraba chapas, en los momentos de cansancio, lumbalgia o tristeza, se decía que siempre había cosas peores, y pensaba por ejemplo en las trabajadoras de las conserveras de pescado. Triangular, rectangular, triangular, rectangular. Nunca había estado en una, sólo había visto fotos, decenas de mujeres alineadas, cada una en su puesto, en un taburete frente a un mostrador con cajas de pescados a los que debían quitar la piel, la cabeza, las vísceras, las espinas, y desmigarlos, cubiertas con delantales de hule, guantes hasta los codos y un gorro de plástico; se imaginaba ocho horas manipulando pescado en vez de taladrando chapas y le parecía horrible; quizás exageraba, era cierto que a ella le asqueaba el olor del pescado crudo y no soportaba su viscosidad, y tal vez por eso lo veía tan horrible, como le parece horrible cuando el carnicero hunde los brazos en el estómago abierto de una vaca y tiene que contenerse una arcada para no vomitar sobre las cajas y las piezas redondas y cuadradas; pero a menudo pensaba en las mujeres de las conserveras, imaginaba ocho horas así, con esa humedad y ese olor que no se te iría del cuerpo en todo el día por mucho que te lavases y te perfumases, ocho horas tirando de la piel, metiendo los dedos en las tripas, clavándote espinas, llenándote la cara al rascarte, salpicada de escamas y migas de pescado, un día y otro, un mes y otro, un año y otro.

Redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, triangular, rectangular, triangular, rectangular, y al colocarla en lo alto de la torre ya no quedan cajas vacías para llenar, tampoco piezas en los contenedores. Es el momento de hacer una pausa, diez minutos. Al pasar camino del baño quiere saludar al mecánico pero está agachado forcejeando con una rueda y no la ve. Diez minutos no dan para mucho: va al baño, se come una manzana, echa un cigarrillo en la puerta, hace una llamada y ya está de vuelta a su puesto. Agarra la caja que está en lo alto de la torre, la última que llenó antes de la pausa, y la pone sobre la mesa frente a ella, como un estuche que contuviera ocho bombones brillantes, dos redondos, dos cuadrados, dos triangulares y dos rectangulares. Decide seguir cogiéndolas de una en una hasta el siguiente cambio, le parece además más fácil el vaciado pues las piezas quedan tan encajadas que no podría extraer dos a la vez. Así empieza el nuevo ciclo: saca la pieza redonda con la mano derecha y la devuelve al contenedor de la derecha, toma la pieza cuadrada con la izquierda y la deja en el contenedor de la izquierda, después saca la otra redonda con la derecha y la otra cuadrada con la izquierda, las pone en sus respectivos contenedores, y luego una triangular, una rectangular, una triangular y la última rectangular. Una vez ha vaciado la caja se gira para dejarla en el suelo, donde encontró al comienzo de la mañana la columna de cajas vacías que con esta primera vuelve a levantarse. Toma de la torre alta otra caja llena, la coloca en la mesa y vuelta a empezar, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada, el mismo movimiento que ha hecho en la hora anterior pero ahora al revés, desandar lo andado, desmontar lo montado, vaciar lo lleno, triangular, rectangular, triangular, rectangular, hasta que dentro de una hora las torres se hayan invertido de nuevo y, como si hubiera viajado atrás en el tiempo se encuentre como al llegar, con una pila de cajas vacías y los contenedores repletos de piezas para empezar de nuevo con otro cambio de sentido, otra vez a llenar cajas. En este momento, en el de la inversión, cuando en vez de llevarse las cajas llenas a un almacén y traer más cajas vacías para seguir llenándolas, como sería previsible para cualquier observador, cuando en vez de eso empieza a vaciar las cajas llenas invirtiendo todo el proceso previo, desandando lo andado, se oye el rumor entre los que están más allá de los focos, hasta se pueden entender algunos comentarios, de qué va esto, es alucinante, a qué juega, has visto lo que hace, está vaciando las cajas, es absurdo. Tal vez sea absurdo para quienes miran, pero lo importante para ella, el descubrimiento de estas dos semanas, es que para ella no lo es, o al menos no es más absurdo que trabajos anteriores, no le resulta más inútil ni más extraño llenar cajas con piezas metálicas de formas geométricas que no tienen ninguna utilidad ni destino, y luego tener que vaciarlas de nuevo en un ciclo sin fin, no más extraño que llenar bandejas con retrovisores siguiendo una secuencia facilitada por un ordenador, o colocar una pieza de chapa en una máquina para que la taladre. Tal vez cambie cuando lleve más tiempo, si es que esto dura mucho más, pero por ahora no siente nada diferente, algo de curiosidad, claro, por saber a dónde lleva todo esto, pero nada de extrañeza ante lo producido, no ve raro llenar y vaciar cajas como si fuera un juego, en vez de figuras geométricas podían ser bombones, o tuercas, o piezas de ajedrez destinadas a jugueterías, y no por eso lo haría con más interés, no por eso le gustaría más el trabajo, si algo aprendió durante años de repetir movimientos es que lo de menos era lo que hubiera en el palé cuando se lo llevase el camión, no sentía que construyera nada, no se sentía parte de ningún resultado, de ninguna obra final, no se conmovía con los coches cuando los veía por la calle pues no los sentía propios, ella no los había fabricado, ella sólo ordenó retrovisores o agujereó chapas como podía haber llenado cajas con triángulos y rectángulos. Es diferente para otros, claro, lo es para el dueño de la fábrica, para el comprador del coche, para el responsable de esto que todavía no sabe cómo llamar, pero para ella no es diferente, para ella, lo ha comprendido en estas dos semanas, es lo mismo ordenar retrovisores que llenar cajas que luego tiene que vaciar y después llenarlas de nuevo, todo es trabajo, esfuerzo, cansancio, atención y un sueldo necesario para vivir.

Es como aquello que oyó alguna vez de poner a los obreros a abrir hoyos y luego cerrarlos de nuevo, para tenerlos ocupados y poder justificar el sueldo que se les paga; pues aquí igual: no hay producción contabilizada al final del día o del mes, no hay objetivos que alcanzar, el único objetivo es el sueldo que cobrará y del que entregará una parte a su madre para el alquiler y la comida, y se quedará el resto para sus necesidades y sus placeres hasta donde llegue, basta con que cumpla los mínimos que le dijeron en la entrevista inicial, tantas cajas al día, y si hace más cobrará un extra. Siempre fue así, también en otros trabajos, todo se reducía al sueldo, no había nada más, no le motivaban las arengas que de vez en cuando intentaba el director, ni las charlas de los ingenieros, no se sentía parte de una cadena, de un proceso, de una obra colectiva, sabía que si no lo hacía ella ya lo haría otra, el director tenía una carpeta llena de solicitudes, aquello era sólo trabajo y esto también lo es, redonda, cuadrada, redonda, cuadrada. Por eso le hizo gracia cuando hace dos noches, en una tertulia televisiva, varios invitados discutían sobre si lo que hacen aquí es trabajo o es otra cosa. Ella lo vio en el salón, junto a su madre, temiendo que en cualquier momento salieran imágenes y la reconociese, ya que no le ha contado en qué consiste su nuevo empleo, le ha dicho que es una fábrica de piezas metálicas sin más explicaciones, por fortuna no dejan entrar a las cámaras y no había imágenes que mostrar, aunque ya ha visto en internet algunos vídeos grabados con teléfonos, si bien de mala calidad y nadie la reconocería a esa distancia. Le hizo gracia la manera en que discutían aquellos tipos de la tele sobre si esto es o no trabajo: uno decía que no, que no hay producción y por tanto esto no es trabajo sino otra cosa que no sabía cmo llamar aunque usó varias veces la palabra teatro, es puro teatro, repitió varias veces, y mencionó como prueba más evidente su caso, la puso de ejemplo, una chica que llena cajas y luego las vacía, por eso se mostró convencido de que ella y los demás no están trabajando sino haciendo como que trabajan, a lo que ella desde el sofá respondió con una carcajada despectiva, idiota, habría dicho de no estar su madre delante, idiota, ya te quería ver a ti llenando y vaciando cajas durante siete horas para que luego me contases si estás trabajando o haces como que trabajabas; otro tertuliano en cambio decía que sí había producción, porque lo que producían era su propio trabajo, y enumeró ejemplos de empleos improductivos cuya única razón de ser era el trabajo mismo. No aguantó más el programa cuando intervino un sindicalista, que protestaba y decía que aquello era inaceptable, y usaba palabras que pronunciaba con solemnidad, explotación, dignidad, jurando que denunciaría el caso ante la inspección de trabajo, a lo que otro le respondió hablando de libertad de empresa, y en ese punto decidió irse a la cama, hasta mañana, mamá.