No le importa que le miren.
No le importa que le miren mientras trabaja. Así se lo dijo a la chica que le hizo la entrevista inicial, cuando con tono misterioso se apoyó en la mesa para hablarle más de cerca: tengo una última pregunta, que tal vez le suene un poco extraña: dígame si le importa que le miren mientras trabaja.
No le importaba, claro que no; no le importa que le miren ahora, mientras recoge del suelo con la pala y con un cepillo los restos de ladrillos fragmentados. Está acostumbrado a que le observen, no sólo los habituales mirones de obra que se apoyan en la valla para ver cómo avanza la zanja, que no le molestan y son hasta simpáticos, dan conversación para hacer más llevadera la faena; sino sobre todo esos encargados de obra que se te quedan mirando un rato no tanto para ver lo que haces sino para que lo hagas, no les basta con lo que aprieta el destajo ni con lo que empujan los compañeros de cuadrilla que no quieren comerse el trabajo del más lento. No, no le importa que le miren, así se lo dijo a la chica que le hizo la entrevista, y añadió que tampoco le parecía tan extraña la pregunta, teniendo en cuenta que todo allí era extraño. Lo era, en primer lugar, la forma de contratarlo, sin cuadrilla, sin pistolero que elige brazos fuertes en el aparcamiento de la estación, sin telefonazo de un conocido de otra obra, sino con un aviso en el periódico de anuncios por palabras, se necesita albañil, nada más, y un teléfono al que llamó para concertar una entrevista pensando que se trataba de alguna chapuza de fin de semana con la que sacarse un dinerillo. Extraño era por supuesto el trabajo ofrecido, las instrucciones detalladas para hacerlo y que al principio le sonaron a broma, todavía hoy le parece una broma, como si en cualquier momento fueran a apagarse los focos y al otro lado apareciesen sus amigos del pueblo, su familia, los compañeros de cuadrilla y un presentador de televisión con sonrisa blanquísima, todos compinchados para hacerle esta inocentada de la que él mismo se iba a reír un buen rato, ya me lo imaginaba, sois unos cabrones, qué risa, ya os la devolveré, cabronazos. Extraño era también el contrato que firmó, y que incluía cláusulas y condiciones que nada tenían que ver con lo que se entiende por un trabajo de albañil, pero que aceptó porque pagaban bien, incluso muy bien, sin destajo, sin horas de más, fines de semana libres, sueldo y cotizaciones, todo en regla, aunque aceptó también por curiosidad de ver qué salía de todo esto, así se lo confesó a la entrevistadora, tengo curiosidad de ver qué sale de todo esto. Al final, que le mirasen era lo de menos, y aun así parecía muy nervioso la primera vez que abrió la puerta y cruzó el recinto a paso ligero hasta llegar a donde estaban las herramientas y materiales; y todavía hoy, mientras empuja la carretilla hasta el contenedor y vuelca los escombros levantando una polvareda gris, no parece muy tranquilo, no se comporta con naturalidad, quizás sigue sospechando la broma que se destapará en cualquier momento, aunque cada día que pasa es más improbable, demasiados cómplices y mucho dinero gastado sólo para una broma.
Pega otro barrido para quitar las últimas lascas de ladrillo, y lo completa con un manguerazo que deja el terreno como lo encontró al llegar. Se agacha y coge las reglas maestras, que también cayeron con el mazazo. Pisa un extremo y agarra el otro con las dos manos tirando hacia él, para enderezarla un poco tras tantos derribos, y se queda pensativo antes de colocarlas de nuevo, tentado de tirarlas a un lado, olvidar mediciones, plomada, cordeles y marcas a lápiz, y hacer la pared de un tirón, a toda velocidad, sorprender a quienes miran con una de esas exhibiciones propias de concurso de albañilería, donde los participantes de la modalidad individual tenían que levantar una pared de tres metros de ancho por dos de alto, de aparejo simple, y con el silbato se lanzaban todos a abrir sacos de cemento, hacían la mezcla a la carrera y ponían ladrillos como quien reparte cartas en la mesa de juego, manos rápidas pero también precisas, pues las condiciones para hacerse con el trofeo eran que la pared se ajustase a las medidas, fuese sólida, pero también que estuviera derecha y bien rasada. Además del concurso de cuadrillas que ganó una vez con los suyos, en el individual él se llevó dos años seguidos el Ladrillo de Oro, del que cagó el moro, bromeaban los de su cuadrilla, y al tercer año perdió en el sprint final, así le gustaba contarlo: perdí en el sprint, casi hizo falta una photo-finish porque los dos pusimos el último ladrillo en el mismo movimiento, y yo me demoré un segundo por rebañar la mezcla sobrante y dejarlo más presentable, y ese gesto final me lo contaron y le pararon el reloj antes al otro, que había terminado, es verdad, pero su pared chorreaba mezcla por todas las llagas mientras la mía no tenía una lágrima, las normas no decían nada de limpieza y me quedé sin otro Ladrillo de Oro del que cagó el moro. Al año siguiente no hubo revancha, los compañeros esperaban que se repitiese el duelo pero él no pudo presentarse a la prueba individual, intentó participar en la de cuadrillas y acabó siendo un lastre, era cuando la hernia y no podía doblarse ni cargar peso, se agachaba en cuclillas para coger un ladrillo y se levantaba con la espalda muy tiesa, y aun así veía las estrellas; la hernia cabrona que lo tuvo cuatro meses de baja y que luego le hizo volver a la cuadrilla como si fuera un aprendiz, a sus años, dedicarse a tareas menos esforzadas, mojar palés, tomar medidas, limpiar las herramientas, porque en cuanto ponía unos pocos ladrillos o levantaba un balde le volvían los pinchazos en la cintura y le caía el sudor por la espalda sólo de pensar que volviera a quebrarse.
Hoy la hernia está controlada, el especialista le enseñó movimientos menos bruscos, cómo cargar, cómo agacharse y levantarse, reeducación postural lo llamó el fisio del seguro, y así consiguió volver a trabajar sin dolor y evitando recaídas, tres tardes por semana de gimnasia, estiramientos y ensayo de posturas supervisado por el médico que le iba corrigiendo y que le hizo repetir los movimientos hasta que le saliesen sin pensar, naturales. Un día, mientras le enseñaba cómo cargar un saco sin molestias, cuál era la manera de doblar las piernas y mantener la espalda para no resentirse, se le encendió la bombilla, así lo decía siempre, le gustaba esa imagen de tebeo de una bombilla iluminada sobre la cabeza, le pasaba a menudo mientras levantaba un tabique y se aburría, de repente tenía una ráfaga de lucidez, un pensamiento enladrillado como él los llamaba, y le daba por pensar en algo que creía importante, por ejemplo pensar en quienes colocaban las piedras de las pirámides, en la imposibilidad de sustituir ciertos trabajos penosos por máquinas, o en el coste de un edificio medido no en sueldos ni en materiales sino en dolores, lesiones, desgaste, vértebras castigadas, articulaciones condenadas a una vejez de achaques, dedos aplastados, hernias, traumatismos, escoliosis y de vez en cuando accidentes más graves que te podían dejar en una silla de ruedas o cubierto con una manta térmica hasta que llegase el juez. Uno de esos pensamientos, una de esas bombillas, se le encendió mientras el fisio le corregía la posición de las piernas antes de incorporarse con el saco, los mismos movimientos con los que ahora se agacha a dibujar la línea entre las reglas y que hace ya sin pensar en ello, una pierna más adelantada que la otra, la espalda recta; lo pensó aquel día y se lo preguntó directamente al fisio: doctor, tengo una pregunta, no se moleste: todo esto que me está enseñando es para curarme y que así viva mejor, o para que pueda seguir trabajando como un animal sin que el dolor me lo impida. El médico se quedó boquiabierto, no en sentido metafórico sino tal cual, con la boca abierta, hasta que sonrió y le dio una fuerte palmada en la espalda que se pretendía amistosa pero que a punto estuvo de echar por tierra todo el trabajo de recuperación: qué ocurrencias tienes, hombre, vaya preguntita, repitió riéndose, vaya preguntita.
Una vez medida y marcada la altura de cada hilada en las reglas, y tras colocar el cordel para la primera tanda de ladrillos, coge de la mesa el punzón y la maza pequeña y se arrodilla para picar levemente el espacio donde levantará la pared, la línea de suelo que conserva la picada de las veces anteriores y sobre la que simula unos golpecitos. Al terminar, antes de incorporarse, vuelve la vista hacia la grada: probablemente tras el telón deslumbrante de los focos se producen relevos entre los observadores, los que ya lo vieron se levantan y se desplazan para mirar a otro, los que acaban de llegar se acomodan en el asiento todavía caliente y le prestan la atención propia de toda primera vez. Él no los ve, cegado por los reflectores, y si quiere imaginarles rostro para hacerlos reales les acaba dando los rasgos, el cuerpo, la ropa de sus ex compañeros de cuadrilla, de tantos albañiles a los que ha conocido en años, de sus vecinos del pueblo que aunque no pongan ladrillos también forman cuadrillas que madrugan para la capital cada día, encofradores, yesistas, alicatadores, escayolistas, operadores de maquinaria pesada, ésos son los rostros conocidos que puede prestar a quienes intuye tras los focos, pero ésos no sirven, no es probable que haya albañiles entre el público, qué tontería, para qué querrían verle, esto sólo puede interesar a turistas del trabajo, así los llamó tras una de sus más recientes bombillas encendidas, turistas del trabajo, repite entre dientes mientras levanta el saco de cemento con un movimiento de piernas, brazos y espalda que expertos médicos dibujaron en sus manuales de cómo seguir trabajando como un animal sin que te duela la hernia cabrona; vuelca el cemento sobre la arena, coge la pala y lo remueve, lleva de un lado a otro arena y cemento para que se mezclen, una vez hacia acá, otra vez hacia allá, y una tercera de vuelta, los tres golpes que le enseñó su tío, nunca des menos de tres que no se mezclará bien, pero tampoco más de tres que no hace falta cansarse tan pronto, chaval.
Turistas del trabajo, repite mientras llena un par de cubos de agua con la manguera, turistas del trabajo, dice ahora en voz alta, tal vez no suficiente para que le oigan los aludidos pero sí para que la administrativa, que es la más próxima a él, deje de teclear un instante, aparte los ojos de la pantalla y le mire levantando las cejas como si fuesen palabras dirigidas a ella. Él mueve la cabeza con una sonrisa para tranquilizarla, nada, no es nada. Parece simpática la muchacha, la mira a menudo con disimulo mientras coloca ladrillos, la ve ensimismada ante la pantalla, tecleando, tal vez ella también con sus pensamientos, no enladrillados pero iguales que los suyos, pensamientos administrados suena fatal, qué más da, también se les puede llamar enladrillados, lo suyo con las teclas no deja de ser una forma de poner ladrillos. Las primeras veces le hacía una señal de advertencia antes de tirar el tabique, para no asustarla, pero con el paso de los días a veces no lo hace, por olvido o incluso por diversión, es gracioso el respingo que da la chica cuando descarga el mazazo. Turistas del trabajo, vuelve a decir con musiquilla, como el comienzo de una canción rumbera, y mientras moja los ladrillos y los va apilando junto a la artesa puede dedicarles un pensamiento enladrillado, uno ya viejo y recurrente, uno de sus favoritos, algo que se pregunta a menudo: si esa gente, los turistas, cuando están en sus casas, sentados en el sofá, o despiertos en la cama en la mañana perezosa del domingo, o cuando cuelgan un cuadro y al taladrar se llenan los dedos de polvo rojizo, si en uno de esos momentos pensarán en quienes hicieron esa casa, si alguna vez al mirar las paredes de su salón tendrán un recuerdo para los que las levantaron ladrillo a ladrillo, quienes las enlucieron, los que después las pintaron; si alguna vez al llegar desde la calle levantarán la vista y al ver el edificio se preguntarán cómo fue su construcción, cómo aguantaron el frío y la lluvia hombres subidos a un andamio para enfoscar la fachada; si alguna vez han dedicado un solo pensamiento por pequeño que sea a quienes se esforzaron, se fatigaron, sudaron, se dolieron y desgastaron sus cuerpos para hacer posible esas paredes, ese techo, esa escalera, ese hueco del ascensor por el que alguna vez cae un albañil que nunca será recordado con una placa de agradecimiento en la entrada a la casa; incluso si se les ha ocurrido pensar que ese edificio lo hicieron hombres, no se hizo solo, no fueron las máquinas ni trajeron módulos prefabricados, como esas parejas que se compran un piso y cada domingo van a ver cómo avanza la obra, y al no ser día de trabajo ven de una semana a otra que la casa va creciendo como si lo hiciera sola, o como esas películas montadas a partir de fotografías diarias que alguien toma desde el mismo punto mientras se construye un edificio, y que vistas a gran velocidad dan la impresión de que se levanta solo, que se hace a sí mismo, la estructura crece como si fuesen huesos, las paredes se extienden como vegetación, las cubiertas se despliegan solas, hasta rematar el último detalle. No, ellos no piensan cosas así, esos pensamientos son sólo suyos, propios de quien pone ladrillos, de la misma manera que cuando él se come un bocadillo de fiambre no piensa en panaderos amasando de madrugada ni en mujeres rellenando tripas de plástico en una fábrica de embutidos, de hecho ni siquiera sabe cómo se hacen esas cosas, cómo se fabrica la camisa que lleva puesta bajo el mono ni si alguien tiene los dedos llenos de pinchazos para que él pueda vestirse.
Abre con la pala el cráter en el montón de arena y cemento, y sacude la cabeza como diciendo no, no, la gente no se pregunta quién pone los ladrillos, no lo hacen con sus casas ni con un puente ni con esos museos cubiertos con placas de titanio que tanto admiran. Él sí, después de años de pensamientos enladrillados y bombillas encendidas ya no puede ir por la calle sin ver trabajo allá donde ponga los ojos, lo mismo un sencillo bloque de viviendas que un premiado palacio de congresos, él los mira y en su imaginación los desmonta, los devuelve al solar original y ve cómo se prepara el terreno, se afianzan los cimientos, se montan los encofrados, se mueven las máquinas cambiando de sitio montañas de arena y enormes piezas de hormigón; tras una fachada de cristal, que los entendidos consideran ligera, casi de aire, él ve lo pesado, lo duro, los pilares, el cemento, los tirantes, el juego de equilibrios y contrapesos que lo mantienen en pie y que alguien ha pensado y dibujado, pero un montón de hombres ha tenido que hacerlo posible a base de andamios, puntales, grúas y sobre todo manos, cuanto más sofisticado un edificio más invisible es el trabajo manual que lo levantó, más parece hecho a sí mismo, de la nada, con unas palabras mágicas o por una máquina prodigiosa. Él va por la calle y en cada fachada ve hombres trabajando, incluso en las más monumentales, o sobre todo en ésas, se detiene a mirar una balaustrada, una cornisa historiada, un chaflán original, y no puede evitar ver andamios, hierros, moldes en los que verter el hormigón, hombres levantando piedras con poleas cuando no había grúas. Y lo mismo si va a casa de un familiar o de un amigo, desde que entra por la puerta es como si viese fantasmas, los de los albañiles que levantaron aquellas paredes y que todavía estuvieran ahí paleta en mano.
Vierte un poco de agua en el volcán de cemento y arena, deja que se absorba y luego echa más. Toma de nuevo la pala y va empujando la mezcla dentro del cráter, removiéndola para que coja cuerpo, un barro gris, una pasta que espesa o diluye, y cuando logra la consistencia deseada coge la paleta y extiende la primera porción de mezcla por el suelo, siguiendo la línea dibujada, con los ladrillos ya humedecidos y en dos montones junto a él listos para ser colocados. Las casas que él ha hecho, por ejemplo. Durante años no pensó en ellas, terminaba una obra y se mudaba a otra, allá donde contratasen a su cuadrilla, y no volvía a saber de aquel edificio que ni siquiera veía acabado, pues al terminar ellos de tabicar todavía quedaba mucho por hacer y ya lo seguirían otros. Ni siquiera cuando se trasladaba a un edificio próximo, en el mismo barrio, al pasar junto a aquél en que había estado antes ni lo miraba, no es que lo evitase, es que ni siquiera lo veía, cada nueva obra olvidaba a las anteriores, y además al terminar la jornada se metía en la furgoneta y, salvo que le tocase conducir, se dormía a poco de arrancar, igual que por la mañana iba dormido desde que dejaban atrás el pueblo hasta que aparcaban una hora y media después en el barrizal junto a las excavadoras, los desplazamientos eran horas de sueño que había que recuperar tras robárselas a la cama, y no estaba uno para buscar por la ventanilla los edificios en los que había trabajado, ni tampoco para pensamientos enladrillados que en aquellos años apenas tenía, era joven y mientras trabajaba tarareaba las canciones que sonaban en la radio, o hablaba con algún compañero de cualquier cosa. Hasta un día, tras años de albañil, un domingo en que fue con su entonces novia a dar un paseo por la capital. A él le daba pereza ir hasta allí, déjate, chica, ya podemos pasear por aquí, bastante carretera me meto de lunes a viernes, pero ella quería dar una vuelta y ver los adornos de navidad, y acabó arrastrándole. Paseaban por una calle comercial, llena de compradores cargados de bolsas, aturdido por la multitud, cuando ella quiso entrar en unos grandes almacenes a comprar regalos para la familia. Él se detuvo en la puerta, justo antes de cruzarla. Ella le tiró de la mano, venga, no seas remolón, pero él levantó la vista hacia las ocho plantas acristaladas e iluminadas con motivos navideños. Espera, le pidió. Qué pasa, preguntó ella, no me digas lo de siempre, que me esperas ahí enfrente tomando una cerveza, pero él no dejaba de mirar hacia arriba. No, no es por eso, es que este edificio lo conozco. Ella se rió, claro que lo conoces, todo el mundo lo conoce. Lo hice yo, comentó sin levantar mucho la voz, inaudible entre el gentío y los villancicos de la megafonía callejera. Qué dices, preguntó ella. Que lo hice yo, el edificio este. Ella le miró con expresión divertida y él repitió con un punto infantil: lo hice yo, este edificio lo hice yo hace tres o cuatro años, a lo que ella cortó su entusiasmo cogiéndole de la mano y tirando de él hacia dentro, vale, pues si lo hiciste tú vamos a ver qué tal te quedó. Mientras subían en la escalera mecánica él le iba diciendo qué plantas le tocó hacer; mientras ella rebuscaba entre pantalones él le explicaba que tras el aspecto luminoso y limpio, tras los paneles de colores y los espejos, había un esqueleto feo y común a cualquier edificio, hecho de forjados, pilares de hormigón, paredes de ladrillo en bruto, y que él había puesto esos ladrillos. En esos momentos no era orgullo lo que sentía, nada de eso, era más bien sorpresa, no había entrado hasta entonces en un edificio en que previamente hubiera trabajado, y se sentía extraño allí dentro, entre tanta gente que mientras compraba ignoraba que él había sido necesario para levantar las paredes que ahora les cobijaban. Al salir de allí, mientras bajaban la avenida, le señaló a lo lejos una torre de oficinas en la que también había trabajado, yo levanté siete plantas, de la sexta hasta arriba, y ella le miró con una sonrisa que era más cariñosa que burlona y le preguntó: tú solito levantaste todas esas plantas, pero él lo pensó burla y se molestó, no seas tonta, claro que no, lo hicimos los de mi cuadrilla. Ella se apretó contra su brazo mientras caminaban, no te enfades, bobo, no me reía de ti, sólo me hizo gracia la forma en que lo decías, él se relajó y empezó a contarle lo que recordaba de aquella obra, el frío que pasaron, era invierno y las plantas sin tabicar hacían el efecto de un cañón por el que enfilaba el viento helado, él además siempre tuvo un poco de vértigo y no quería hacer las paredes exteriores, que iban acristaladas pero tenían sustentos de ladrillo, y aun así le tocó trabajar unos cuantos días a un metro del abismo, así lo llamó, el abismo, y aunque tenía el arnés enganchado a la línea de vida y un par de plantas más abajo había una red de seguridad, se daba mucha prisa en terminar para alejarse cuanto antes del abismo, y mientras lo contaba se le encendió una de sus bombillas: un pensamiento enladrillado sobre trabajadores sometidos a condiciones de trabajo muy incómodas y que acaban siendo más rápidos, más productivos que el resto; pero no lo compartió con su novia para no soportar más burlas, siguieron andando por la avenida y todavía vio a lo lejos un viaducto sobre el tráfico en el que también participó. Le propuso dar un paseo un día por uno de los barrios nuevos, le enseñaría edificios suyos, él había levantado casi todas las viviendas de una misma calle. Tú solito, repitió ella como un dardo, y en seguida le dio un beso en la cara fría para desactivar el enfado, un día me llevas y me lo enseñas, guapo. Nunca dieron aquel paseo, su novia dejó de serlo meses después, pero desde entonces estuvo mucho más atento a identificar los edificios donde él había puesto ladrillos. Años después, con su ya esposa, tentado estuvo de llevársela un día a dar ese paseo por sus obras, pero no llegó a hacerlo porque temió su burla o al menos su incomprensión. Sí lo hizo él, solo, un día que al salir de la obra despidió a sus compañeros, hoy no me voy con vosotros, tengo que hacer unas compras y luego cogeré el autobús, y se fue a pasear por ese barrio en el que había echado tantas jornadas en sus primeros años de albañil. Lo que él recordaba como una extensión urbanizada pero sin habitar, llena de edificios a medio hacer, solares, camiones, maquinaria y casetas de venta de viviendas, era hoy una calle viva, con ventanas iluminadas, coches aparcados, comercios, gente de vuelta del trabajo. Reconoció varios de los bloques en que había trabajado, y aunque se detuvo un rato a mirarlos, comprobó lo que ya se esperaba: que no le despertaban nada parecido al orgullo, no los percibía como suyos, haber levantado muchas de sus paredes no le hacía sentir ninguna forma de autoría, le eran ajenos por completo, y frente a ellos dedicó un par de cigarros a sus pensamientos, se supo prescindible, no encontraba las palabras adecuadas pero reconocía el malestar: yo puse esos ladrillos, pero si no los hubiera puesto yo los habría colocado cualquier otro, estos edificios existirían sin mí, exactamente iguales que ahora, con los mismos habitantes felices, lo imprescindible para hacerlos no fuimos los trabajadores sino nuestro trabajo; no supo avanzar más en ese pensamiento aunque intuyó que de insistir acabaría encendiendo una bombilla de las buenas, pero no hubo tiempo para ello, hacía frío para estar allí parado, y un portero se le acercó a preguntarle qué quería, tan sospechoso mirando las ventanas y vestido con unas ropas que no eran propias de aquel barrio, así que ni siquiera intentó una excusa y se marchó decepcionado.
Sin darse cuenta ha empezado ya la segunda hilada, se ha quitado doce ladrillos de una tacada, es lo bueno de los pensamientos enladrillados, que distraen, hacen más llevadera la jornada, las ocho horas pasan antes y él se olvida de todo, pone ladrillos sin pensar en ello, con el mismo automatismo con que seguía la autovía el día que le tocaba conducir la furgoneta de la cuadrilla: de repente, sin que nada alterase su conducción, sin que mediase un frenazo ni una maniobra brusca de otro vehículo, se daba cuenta de que llevaba diez, veinte, treinta kilómetros sin atender a la carretera; no se había dormido, no había dejado de mover el volante, cambiar las marchas o apretar los pedales, pero lo hacía sin pensar en ello, sin conciencia de tomar decisiones; habían pasado treinta kilómetros y era incapaz de recordar nada de esos kilómetros, si había adelantado mucho o poco, si de repente alguien le preguntara por dónde iban tendría que buscar una señal kilométrica o alguna referencia en los luminosos de los polígonos a ambos lados de la autovía. No te estarás durmiendo, le preguntaba el copiloto, pues temían más a la cabezada imprevista del conductor que a caer del andamio o ser aplastados por la excavadora; el trato era que los de atrás podían dormir y el copiloto debía darle conversación al conductor, pero también se dormía y de vez en cuando se despertaba sobresaltado y preguntaba cualquier cosa para demostrar que no estaba dormido aunque lo pareciera. Sólo una vez pasó, uno de los más jóvenes de la cuadrilla se durmió al volante. Luego reconoció que había salido de copas la noche antes y apenas había tenido un par de horas de sueño, todos habían sido jóvenes e inconscientes años atrás, también eran capaces entonces de ir a la obra sin dormir, no enganchaban el arnés para presumir de valientes, pasaban de un lado a otro de la planta saltando sobre el hueco de la escalera. No pasó nada grave ese día, apenas dio un cabezazo hacia delante y aflojó la presión sobre el volante, el copiloto tuvo tiempo de gritar y despertarlo, la reacción del asustado conductor fue pisar el freno de golpe y la furgoneta hizo un extraño, cambió de carril bruscamente varias veces, zigzagueó de un arcén a otro y acabó arrancando con el lateral un quitamiedos, aunque no se salió ni chocó contra otro coche y todo quedó en un susto y una reparación de chapa que tuvo que pagar el muchacho haciendo chapuzas los domingos. Conducir sin pensar, como un robot que repite una y otra vez la misma operación, lo mismo que colocar ladrillos como una máquina que sólo tiene unos pocos movimientos y los hace siempre con la misma frecuencia, coger mezcla, extender mezcla, colocar el ladrillo, apretarlo con la mano, dar unos golpecitos con el mango, rebañar el sobrante y vuelta a empezar, coger mezcla, extender mezcla, colocar el ladrillo, y ya estamos en la tercera hilada, como una máquina que sólo tiene unos pocos movimientos y los hace siempre con la misma frecuencia, mezcla, ladrillo, mezcla, ladrillo, mezcla, ladrillo, así había levantado cientos de paredes en su vida, sin pensar en lo que estaba haciendo, uno, dos, uno, dos, uno, dos, a veces más rápido, otras más lento, pero siempre los mismos gestos, abajo, arriba, izquierda, derecha, el movimiento tan aprendido por el cuerpo que ya no necesita órdenes del cerebro, obedece a su propia inercia, no hay nada que pensar porque todo es de una sencillez animal, mezcla, ladrillo, mezcla, ladrillo, e iniciamos la cuarta hilada, va a tal velocidad ahora que se olvida de subir el cordel que marca la altura de cada fila, cuando uno coge ritmo se olvida de todo, de dónde está, del abismo que tiene a su espalda a sólo medio metro, del compañero que está detrás de la excavadora y que a su vez se ha olvidado de que hay una excavadora y no hay más atropellos porque dios no lo quiere, ya que en toda obra llega un momento en que cada uno está encerrado en sus movimientos mecánicos, poniendo ladrillos, levantando encofrados, dirigiendo la manguera del hormigón, empujando tierra con la excavadora, y si no fuera porque alguno canta, grita al compañero o lanza una maldición nadie los diría humanos, por eso sus pensamientos enladrillados: no para distraerse, no para que las ocho horas pasen más deprisa, sino para no sentirse como un robot, para asegurarse de que es algo más que un par de brazos fuertes que colocan ladrillos y mueven la paleta, para escuchar el runrún de su cerebro, y para eso vale elaborar un pensamiento pero también sirve recordar: cuando está cansado o la inercia del gesto le incapacita hasta para los pensamientos enladrillados se dedica a recordar, a revisar momentos de su vida, a rescatar antiguas novias, amigos, jefes o profesores del colegio, a tararear canciones de cuando era niño, a repasar alineaciones de equipos de fútbol, ríos con sus afluentes, capitales del mundo, cualquier cosa que parezca una actividad mental porque de lo contrario el cerebro tiende a la inacción, al esfuerzo mínimo. Ahorro energético lo llama él, cuando el copiloto le preguntaba si se estaba durmiendo él decía que estaba en ahorro energético, como un ordenador que entra en pausa después de cinco minutos sin tocar una tecla; ha pasado días enteros en las obras poniendo ladrillos mientras su cabeza estaba en ahorro energético, sabe que desde el momento en que no tiene que razonar sus movimientos, pues son naturales tras años de repetición, tiene que obligarse a usar el cerebro porque de lo contrario no pensaría en nada, hay quien dice que no es posible no pensar en nada, la típica pregunta de novia, en qué piensas, en nada, no puede ser, algo estarás pensando, no se puede pensar en nada, pero él sabe que sí es posible: días enteros en que al salir del trabajo, si alguien le hubiera preguntado en qué había pensado durante esas ocho horas él podría responder eso: en nada, no he pensado en nada, no recuerdo un solo pensamiento de hoy, y de esa pregunta han derivado unas cuantas reflexiones enladrilladas: en qué pensamos cuando no pensamos en nada, cuando dentro de la cabeza sólo hay una canción repetida que ni siquiera recordaremos un instante después, o una idea que da vueltas sobre sí misma hasta morir, un recuerdo corto y repetitivo que no da para más.
Cuarta hilada, y a estas alturas tendrá que recurrir a la estrategia habitual contra el aburrimiento y contra el ahorro energético: dedicar cada hilada a un pensamiento enladrillado. Lo de las hiladas dedicadas es algo que viene de antiguo, de sus primeros años, cuando ya controlaba el oficio y no le valían la radio ni la conversación futbolera con el compañero, y empezó a dedicar hiladas para vencer al tedio y a la sensación de tiempo perdido. No siempre se sentía así, no siempre necesitaba ocupar la cabeza para saber que la seguía teniendo sobre los hombros, la mayoría de las veces ni se daba cuenta, eso es lo peor de la rutina y el automatismo, que no lo notas y tampoco te importa hasta que te paras y lo piensas, y es entonces cuando recurría a las hiladas dedicadas. Al principio las ofrendaba a su gente, como una forma de motivarse, sin más pensar: ésta va por mi novia, uno, dos, uno, dos, mezcla, ladrillo, mezcla, ladrillo, y así hasta el final; ésta por mi madre, uno, dos, uno, dos, y así hasta el techo. Luego empezó a dedicar cada hilada a un recuerdo, y se entretenía contándose a sí mismo sus propios recuerdos, momentos de su infancia, juergas memorables, cómo pidió salir a su novia, un incidente que tuvo con un jefe de obra, una avería en el coche y cómo la resolvió, una película que le gustó mucho y que se contaba a sí mismo desde el principio hasta el final, diálogos incluidos que si no los recordaba se los inventaba. Después llegaron los pensamientos enladrillados, que le ayudaban a sentirse más persona, más cerebro, menos animal, menos máquina. Así hoy, esta cuarta hilada que ya va por la mitad puede completarla con alguno de sus pensamientos más recurrentes: por ejemplo, hablando de máquinas, pensar en ellas, en cómo sería una máquina que levantase paredes, un robot albañil que hiciera lo que él hace. Ha jugado muchas veces a imaginarlo, lo ha dibujado incluso, con apariencia de invento de profesor chiflado: aquí tiene un tubo por el que sale la mezcla y la dirige a la superficie de la hilada, aquí lleva un brazo mecánico que termina en unas pinzas que cogen el ladrillo y lo colocan en su sitio, con un láser que sale por aquí hace las mediciones exactas gracias a una conexión vía satélite para calcular la posición y que quede todo a nivel, con este otro brazo terminado en paleta rebaña el sobrante y lo reutiliza para que no se pierda nada, con estas ruedas que giran en todas direcciones se desplaza a derecha e izquierda de la pared, y con un elevador hidráulico sube y baja para ajustar su posición a cada hilada. Parece muy sencillo pero sería carísimo, no sale a cuenta investigar y fabricar un cacharro así que encima necesitaría un operario para controlar que no se cayese al patio interior, siempre saldrá más barato un robot humano, un paleta como él. Empieza la quinta hilada y puede continuar con otro de sus pensamientos, que además prolonga el anterior: la imposibilidad de sustituir a todos los trabajadores por máquinas, los oficios en los que no cabe el robot, donde sería demasiado costoso y no conseguiría resultados mejores que una máquina de carne y hueso; un tren puede conducirse solo, un coche saldrá algún día de una cadena de montaje sin que le hayan puesto una mano encima, y aunque sabe que la maquinización es muchas veces un espejismo y que detrás de un producto hay más trabajo humano del que pensamos cuando vemos esas imágenes de fábricas llenas de máquinas, sabe que siempre habrá trabajos donde no cabe sustitución, siempre hará falta alguien que coloque ladrillos, como hará falta alguien que le limpie el culo a los enfermos en los asilos o que baje a la mina a picar en galerías demasiado angostas; la tecnología en casos así puede ayudar un poco, quitar penosidad, a él por ejemplo le vendría bien un dosificador de mezcla, lo ha pensado alguna vez, seguro que alguien lo ha inventado ya, una mochila con un tubito para repartir la cantidad justa, le ahorraría tener que agacharse todo el tiempo para meter la paleta en el capazo y luego rebañar lo que sobra; el minero también tiene a su alcance un taladro más cómodo que el pico, pero aun así no son sustituibles, alguien tendrá que hacerlo, y al iniciar la sexta hilada, tras echar más mezcla en el capazo y removerlo un poco para que no se solidifique, puede ampliar el mismo pensamiento con otro que sale de él como muñeca rusa: si siempre será necesario que lo haga una persona, la pregunta entonces es por qué siempre tiene que tocarles a los mismos, por qué no puede repartirse ese trabajo, por turnos, que a todos les tocase alguna vez en la vida poner ladrillos, limpiar culos o picar en la mina, o hacerlo todos juntos, levantar la casa entre todos sus futuros habitantes, como cuando en la asociación de vecinos se juntan para arreglar el local y no hace falta contratar a nadie, ellos mismos lo hacen, entre todos, cada uno según su habilidad, uno sabe de albañilería, otro de fontanería, aquél se maneja con la electricidad, éste limpia después; por qué no cabe un reparto así, no de todos los trabajos ya que hay muchos que requieren estudios y no es plan que el paleta se ponga hoy a operar una apendicitis y mañana a pilotar un avión, pero sí de los trabajos más elementales, los más duros, los de menos pensar, como éste, que cualquiera puede poner ladrillos, se aprende en un rato y ya es igual todo el tiempo.
Con pensamientos así avanza hilada a hilada, cada vez más deprisa: la séptima puede dedicársela a los compañeros que se construyen su propia casa, que los fines de semana no descansan y se lían a poner ladrillos para que nadie tenga que construir la casa donde un día vivirán con su mujer y sus hijos, y la duda que le entra de si eso es trabajo o es otra cosa. La octava hilada podría dedicarla a los espectadores, de los que a estas alturas ya se ha olvidado por completo, se pregunta si alguno habrá cogido en su vida una paleta, para una obra doméstica, para sacarse un dinero en verano, por relajarse, que siempre le hizo gracia lo de esos ejecutivos estresados que se quitan las tensiones haciendo cosas manuales, construyendo ellos mismos una estantería en el garaje, pintando paredes, barnizando muebles, o hasta empresas que llevan un fin de semana a sus empleados de convivencia a construir juntos algo con las manos, a poner ladrillos para reforzar el trabajo en equipo, le hace gracia porque se imagina el caso inverso, que los albañiles se quitasen la tensión haciendo en sus ratos libres el trabajo de esos ejecutivos, dedicando los domingos a hacer presupuestos, consultar cómo va la bolsa, preparar planes de ventas o lo que sea que hacen en sus despachos. En la novena hilada, si ya está fatigado, puede aparcar un rato los pensamientos y tirar de recuerdos: por ejemplo, acordarse de una temporada en que trabajó para una empresa de reformas que sólo tenía clientes selectos en lujosas urbanizaciones, gente de mucho nombre, directivos de grandes empresas, actores famosos, futbolistas; y cuando iban a las casas, enormes y especiales como las que veían en la tele o en las revistas, les insistían en no tocar nada, no manchar nada, no pisar con las botas sucias, prohibido entrar en cualquier zona de la casa salvo las de obra, y por supuesto no veían al futbolista ni al pez gordo de turno, recibían órdenes de sus asistentes, del personal doméstico, y siempre eran tratados como sospechosos, unos albañiles entrando en una urbanización de lujo son candidatos a romper algo sin querer, a meter el coche en los arriates, a mirar por entre los setos cómo se bañan las niñas en la piscina, a curiosear los cajones, a orinar y dejar la tapa salpicada, a sentarse en los sillones cubiertos por telas o incluso a robar, los vigilaban mientras trabajaban no fueran a llevarse una figurita de adorno que tal vez costaba el sueldo de un mes de cualquiera de ellos. La décima hilada puede ir en honor de los compañeros que se fueron a trabajar a un país árabe: le tentaron a él también, hay que trabajar como bestias, mucho más que aquí, pero pagan mucho, mucho, te matas allí seis meses y luego vives los otros seis como un señor, y total, el trabajo es el mismo, poner ladrillos, llenar encofrados, echar hormigón con la manguera, eso sí, en altura, rascacielos, no apto para los caguetas como él. La undécima fila de ladrillos, por asociación de ideas con lo anterior, debería ser para los obreros muertos, no desde la tristeza ni desde la denuncia social, que para eso ya tiene otros pensamientos enladrillados específicos, sino para recordar una historia que leyó en algún sitio sobre una leyenda en no recuerda qué país americano donde los trabajadores más miserables de la construcción se consuelan de las desgracias y conjuran el miedo a los accidentes practicando un peculiar culto a los compañeros muertos: aseguran que sus almas cuidan a los que quedan vivos y garantizan la solidez del edificio, cimentado sobre sus cadáveres, piensan incluso que es un pacto necesario, que toda gran obra exige uno, dos o más cuerpos para sostenerse, o de lo contrario se derrumbaría; una historia cuyo recuerdo siempre relaciona con algo que le relató una novia, ni siquiera novia, una chica de la capital con la que se lió una noche y que cuando supo que era albañil le contó que, siendo niña, vivía en un edificio de un barrio nuevo en el que había un patio con una zona de columpios, y entre los niños circulaba la leyenda de que en la construcción del bloque había muerto un albañil y lo habían enterrado allí mismo, en el arenero donde jugaban cada tarde y los más mayores asustaban a los pequeños jurándoles que una noche, desde su ventana, habían visto el fantasma del desgraciado vagando por el patio, y que vestía mono azul y casco amarillo sobre una calavera terrible, de forma que algunos temían que en cualquier momento asomase de entre la arena una mano podrida que les agarraría del pie para que no escapasen mientras de las profundidades emergía un cuerpo con la ropa hecha jirones y la carne cayéndose a pedazos, demasiadas películas de zombis para ser tan pequeños. Las dos siguientes hiladas, a la velocidad que está colocando los ladrillos ahora, es fácil que sean un especial grandes éxitos de sus canciones favoritas, no todo pueden ser pensamientos enladrillados o recuerdos, se cansa y los gasta, no tiene tantos como para las veces que todavía tendrá que levantar esta pared hoy, así que vale cantar, repasar discografías enteras, dedicar una hilada a un mismo artista, cantar todo lo que se sabe de él, y la siguiente hilada a un grupo del que tal vez no conoce tantas canciones pero se las inventa, las tararea y les pone letras divertidas, obscenas, bobas.
Y llegamos a la última hilada, que completa un poco más despacio que las anteriores, como si de repente fuese consciente que la prisa aquí es mala, que nunca se termina, y no sabe qué es peor, concluir o empezar. Se detiene ahora un poco más en cada pieza colocada, silba para acompañar el final de la pared, nota un pinchazo leve en la cintura al agacharse hasta el capazo, despacio, despacio; aunque también es cierto que le vendrá bien la pausa, así que al sexto ladrillo vuelve a coger velocidad, mejor terminar cuanto antes, pone los restantes de dos en dos, esparce la cantidad de mezcla total y los coloca juntos, y en un instante llega al último, el que completa la hilada, el que cierra la pared, y al tomarlo del suelo vuelven los murmullos, los avisos, atentos, que ya termina, y esta vez no hace esperar a los espectadores, no recoge primero las herramientas ni friega la artesa: suelta la paleta en cualquier sitio y busca la maza, el murmullo sube de volumen, ahí va, ahí va, arrastra la maza hasta la pared y, sin frenar la carrerilla sin colocarse en la postura recomendada por el fisioterapeuta, con la misma inercia de sus pasos, según llega levanta la maza con una mano, la agarra al vuelo con la otra y sin detener el gesto la lanza contra la pared, un golpe más débil que la vez anterior, pero el cemento está fresco y los ladrillos ceden sin esfuerzo, si bien caen menos, se mantienen en pie más de dos tercios de tabique, se oye algún murmullo que parece despectivo, un reproche por el golpe flojo, dale más fuerte, grita alguien, que no se diga, y aunque le molesta el comentario y tiene un primer impulso de detenerse y dejarlos con las ganas, abandonar la pared a medio tirar y marcharse a su pausa, al final el enfado cumple su función y agarra con fuerza la maza, golpea de nuevo, y una tercera vez, llevado por una rabia que parece incongruente con el hombre que sólo un minuto antes silbaba sonriente en los últimos ladrillos, pero ahora se siente furioso, esa furia que tantas veces se le despierta sin que sepa de dónde sale, sin que le haya dedicado todavía un pensamiento enladrillado como para ponerle nombre y que ahora le lleva a machacar las tres hiladas inferiores que no cayeron, en vez de sacudirlas hacia delante para que caigan las golpea en vertical, levanta la maza y la deja caer como un hachazo, los ladrillos quedan triturados, todavía machaca unos cuantos ya por el suelo, como si los persiguiera y no quisiera dejar uno vivo. Tanta saña ha puesto en tirar esta pared que los aplausos se demoran, como si temiesen molestarle con la celebración y en cualquier momento fuese a coger la maza y echar a correr hacia el público, más allá de los focos, saltar la valla y repartir mazazos, romper esa pared negra de la que sólo llegan murmullos, risas o, como ahora, aplausos, por fin, aplausos que más que felicitarle buscan apaciguarlo. Bravo.