Suelta el candado.
Suelta el candado, la agarra por el extremo inferior con ambas manos, acuclillado, y tira hacia arriba hasta donde llegan sus fuerzas, lo justo para pasar agachado, pues cada mañana la persiana levanta unos centímetros menos y a este paso acabará arrastrando la barriga por el suelo para entrar. Hace un último intento, concentra toda su energía en un solo tirón pero no logra auparla más, y al deslizarse por debajo y rasparse la espalda con el filo confirma que en efecto hoy ha subido menos que ayer, así que cabe esperar que mañana quede aún más baja, y al día siguiente todavía más próxima al suelo, como si su progresiva oxidación y la forma en que va acortando su recorrido fuesen una representación del final, un telón que en poco tiempo acabará por caer del todo para no alzarse más. Le preocupa más la salida, que un día de éstos entre por la mañana pero no consiga levantarla a la noche, y tenga que trepar a una de las ventanas rotas para salir. Le fastidia además que habiendo dos puertas más cómodas en la zona trasera de la nave sólo le hayan dado la llave de la entrada principal, la que libera el candado de la maltrecha persiana. Ha llamado ya un par de veces para pedir que por favor le den el juego de llaves completo, pero sigue esperando, cada día más cerca de tener que pasar a rastras.
Los primeros días tras la marcha de los trabajadores no le preocupó mucho, pues no entraba, se quedaba en su coche aparcado frente a la fachada principal, entretenido con la radio y alguna revista, y sólo se bajaba para disuadir con su presencia cuando se acercaba un periodista remolón o un yonqui de los del otro lado de la vía que todavía no se había enterado del cierre y acaso esperaba seguir usando el baño. Tal vez por eso se acabó de estropear la persiana, que hasta entonces se levantaba con dificultad pero a altura suficiente para que el público entrase de pie, agachando la cabeza un poco; quizás la semana que pasó sin que nadie la subiese, con él vigilando desde el coche, terminó por atascarla y ahora ya es irreversible su deterioro. Tampoco pensó que hubiese necesidad de entrar más, creyó que bastaba vigilar desde fuera, como tantas veces que le ordenaron custodiar una finca, un pabellón o una vivienda, e incluso renunció a rondar por las aceras laterales, no porque no tuviese en cuenta las puertas traseras y las ventanas rotas, sino porque no consideraba la posibilidad de que nadie fuese a colarse a escondidas sólo para llevarse una máquina de coser, unos cuchillos usados o un palé de ladrillos. Lo esperaría de los vecinos drogadictos, que son capaces de todo por cualquier mercancía que puedan malvender para pagarse unos gramos, lo sabía porque le habían dado más de un susto en otros trabajos, pero desde el coche los tenía controlados y si cruzaban la vía no los perdía de vista. Así que pasó una semana aburrido, con la sola visita de un despistado que todavía esperaba encontrar la nave en funcionamiento, y esperando a que por fin llegase el camión con los operarios que deberían cargar los últimos trastos y desmontar la grada. Su rutina sólo se vio alterada hace cuatro días, cuando escuchó el ruido mientras orinaba contra la pared exterior en un lateral del edificio.
No es que éste sea un lugar silencioso, pues el paso de trenes, la cercana autovía y los camiones que saltan en los baches del polígono garantizan un fondo sonoro casi continuo. Tampoco es que al instante situase con precisión el origen de aquel ruido, aunque era evidente que sólo podía venir del interior. Lo que le aceleró el corazón, lo que le provocó una escalofrío mientras orinaba, fue la familiaridad del sonido, que no era uno solo sino la suma de varios: un ris-ras-ris —ras, un tomp-tomp-tomp, un clin-clinclin, un treq-trea-treq, junto a otros menores que apenas se distinguían desde allí fuera pero que también reconocía. Por un momento creyó sufrir algún tipo de alucinación auditiva, un desajuste cerebral fruto del cansancio, ya que muchas mañanas llega a la nave sin dormir tras haber tenido turno de puerta en la discoteca. Además, en ese momento cruzó la vía un mercancías que lo tapó todo con su chirrido, y él tuvo unos segundos para negar lo que acababa de oír y para confiar en que tras el tren no se repetiría, y todo quedase en un espejismo. Pero no fue así: cuando se alejó el último vagón pudo escuchar con más nitidez que la primera vez: ris-ras-tomp-tomp-ris-rasclin —tomp-tomp-treq-treq. Cerró los ojos, se apretó los párpados con los dedos, estaba tan agotado, de no dormir y de una pelea con un par de borrachos que montaron bronca en la discoteca y que le hizo perder tres horas en la comisaría, que todavía creía posible un desajuste sensorial, un eco desfasado que rebotase en sus tímpanos, pero tras varios segundos de atención y después de pellizcarse con fuerza un brazo tuvo que reconocer que el ruido seguía ahí, inconfundible: ris-ras-tomp-tomp-ris-rasclin-clin-tomp —tomp—treq-treq-treq. Todavía con el pene en la mano tras las últimas gotas, tuvo un primer recuerdo para un compañero con el que años atrás había compartido turnos de noche en una empresa que tenía por sede un antiguo convento rehabilitado, y que aseguraba ver sombras y oír lamentos cuando hacía la ronda por los pasillos. Él no le creía, aunque el otro juraba que eran sollozos de niño y que había luces que se encendían y apagaban, y ascensores que entraban en funcionamiento sin que nadie apretase un botón, y colocaba cámaras y grabadoras con la esperanza de capturar un fantasma y poder enviarlo a alguno de los programas televisivos de fenómenos paranormales de los que era espectador fiel. El otro le contaba que en aquel convento hubo un cementerio clandestino de prostitutas recogidas por las monjas, le exponía sus teorías sobre espectros y almas en pena, y le relataba otros casos asombrosos que él mismo había vivido estando de guardia nocturna en un histórico palacio convertido en centro cultural, y en un museo que ocupaba una antigua cárcel; pero él se burlaba de sus experiencias sobrenaturales, y le preguntaba por qué sólo le ocurría en conventos, palacios y cárceles, y no le pasaba nunca en viejas fábricas, silos o centrales eléctricas también reformadas para albergar teatros o centros comerciales, que si sólo las monjas, los marqueses y los presidiarios arrastraban cadenas y en cambio los obreros muertos descansaban en paz. Lo decía porque él no había visto nunca espíritus ni oído llantos de madrugada, ni creía en cuentos paranormales, pero sí había sentido otras presencias cuando le tocó vigilar instalaciones industriales abandonadas. Deambulando por naves como ésta, entre la maquinaria antigua todavía pendiente de retirar y que acabaría en un chatarrero o adornando bares de moda, al ver las taquillas oxidadas en los vestuarios, los pósters de mujeres desnudas con que alegraban sus mañanas los operarios, los archivadores de las oficinas con fichas personales mohosas, las herramientas y piezas desperdigadas por el suelo, unos guantes o unas botas de faena desparejadas, se preguntaba por otros fantasmas, cuyas cacofonías nadie persigue y que no protagonizan leyendas ni asustan vigilantes, puesto que no vivieron historias fabulosas ni sufrieron hechizos ni condenas eternas, aunque él sintiese sus huellas en aquellos espacios más que las de los fantasmas palaciegos o conventuales, y sobre todo le conmovieran con más fuerza. Fue lo primero que le vino a la cabeza cuando, en la pared recién orinada, identificó sin duda los ruidos, los mismos que durante semanas escuchó a diario entre estas paredes. Descartada la presencia de fantasmas, pues ni creía en ellos ni había pasado tiempo suficiente como para que los últimos inquilinos de la nave se convirtiesen en espectros, la opción más lógica es que fuesen ellos mismos: que sin haberle avisado la empresa hubiese decidido reanudar la actividad, o más probable aún: que ellos mismos, los trabajadores, hubiesen regresado por su cuenta para continuar sus tareas donde las dejaron el último día, la pared a medio terminar, la ternera sin filetear, las cajas por llenar con piezas redondas, cuadradas, triangulares y rectangulares, el rollo de tela que nadie acabó de bordar. Mientras caminaba deprisa hacia la puerta trasera estimaba verosímil ese regreso, teniendo en cuenta la manera en que los últimos se resistieron a abandonar: el día que descubrieron que no había nadie en la grada, que ningún espectador los contemplaba ya, continuaron cada uno en su puesto hasta el final de la jornada, con extrañeza, con varios amagos de abandono, pero al mismo tiempo esperanzados en que sólo fuese una ausencia momentánea, explicable por la coincidencia con un partido de fútbol televisado y una tarde lluviosa, y de hecho se despidieron con un hasta mañana, confiados en que habría espectadores, aunque fuesen pocos. Al día siguiente faltó el informático, de modo que el albañil, el carnicero y el mecánico quedaron como últimos concursantes de un juego de eliminación. Pero la grada siguió vacía toda la mañana, y los únicos que entraron fueron dos drogadictos que aprovecharon un momento en que él descuidó la puerta, aunque los atrapó y los puso de vuelta en la calle antes de que se aliviasen en el baño. A primera hora de la tarde el mecánico flaqueó, tiró de mala manera un destornillador y dijo que se iba, que no tenía sentido continuar aquella comedia si no tenían espectadores, y confesó que, por extraño que pareciese, se sentía más ridículo trabajando a solas que ante decenas de ojos. El carnicero le pidió que aguantase, y le convenció con el argumento de que ellos tenían un contrato que cumplir, y que mientras nadie les comunicase otra cosa allí debían seguir. El mecánico aceptó, y pasó la tarde desmontando un coche pero más despacio que nunca, con reiteradas pausas e insistentes paseos más allá de los focos para comprobar que no había nadie. Al día siguiente no se presentó, y quedaron solos el albañil y el carnicero, aparte de él que levantó la persiana a la hora habitual, pues como había dicho el otro, seguía teniendo un contrato que cumplir, y en su caso tampoco veía relevante que hubiese o no espectadores, ya que de todas formas a él no le miraba nadie, nunca le hicieron fotos ni mereció comentarios en la televisión o los periódicos, no le consideraban uno más, era sólo el guardia de seguridad, el antipático que registraba bolsos para impedir la entrada de cámaras y sacaba a empujones a los espontáneos y a los revoltosos. El albañil reanudó su obra, levantó las paredes comprometidas, pero el carnicero se encontró sin animales que descuartizar, pues el camión del matadero no había llegado aquella mañana con su carga diaria. Se tranquilizó comentando que probablemente era un retraso sin importancia, un atasco de tráfico, una rueda pinchada, y se dedicó a afilar cuchillos y fregar a fondo su puesto, canturreando para que nadie lo creyese nervioso. De vez en cuando daba un paseo hasta la puerta trasera, se asomaba al muelle o salía a la calle para ver venir al camión. A última hora de la tarde pareció resignarse y se despidió con gravedad de los otros dos; les dijo que lamentaba el comportamiento de aquellos trabajadores que no habían estado a la altura y que habían acabado por hundir una experiencia tan interesante. Les agradeció que hubiesen aguantado hasta el final, y se marchó no sin antes echar una última mirada melancólica a la nave y acariciar la madera y los cuchillos con una congoja que a él le pareció impostada, destinada a un público que ya no existía, a una posteridad que nadie estaba grabando. Él en cambio acudió ala mañana siguiente, se vistió el uniforme, la guerrera azul y el pantalón a juego, se anudó la corbata, se colocó el cinturón con la defensa y las esposas, y abrió la persiana como pensaba seguir haciendo cada día mientras no le ordenasen otra cosa.
Al entrar se encontró con el albañil, que a solas en el centro de la nave, bajo los focos, continuaba levantando una pared. Al verlo llegar detuvo un momento la paleta, le saludó y le explicó que había decidido continuar trabajando, pues así esperaba seguir cobrando su sueldo, y que tan sin sentido era poner ladrillos antes como ahora, con público o sin él. Desde la grada vio cómo alzaba y derribaba cuatro paredes en varias horas, hasta que a mitad de la penúltima hilada se quedó sin mezcla, no pudo rebañar más la artesa, de la que había raspado los grumos resecos. No quedaban ya sacos de cemento, sólo dos de arena, y no había recibido suministros desde una semana antes. El albañil se incorporó, dio varios pasos adelante y atrás, miró hacia la grada, cegado por los focos, tomó la maza y amagó con golpear el tabique inconcluso pero no lo hizo, soltó la herramienta, hizo un gesto despectivo con la mano y marchó por la puerta del fondo.
La pared sigue tal como la dejó aquel día; lo comprueba hoy al encender los reflectores: todo, los puestos, las herramientas, los materiales, permanecen detenidos en el instante en que fueron abandonados por cada uno, y el resultado es similar al de esos lugares que han sufrido una desgracia repentina, una guerra, una erupción volcánica, una deportación en masa, y que quedan congelados para siempre en una apariencia de vida fósil: camas deshechas y con la forma del cuerpo en las sábanas, platos de comida a medias sobre la mesa, un televisor encendido, una bañera llena, un libro en la mesilla de noche, o en este caso una pared sin rematar, una caja a la que faltan dos rectángulos, un libro sobre el atril en la misma página en que cesó su transcripción, una tela bajo la aguja de la máquina con un bordado inconcluso, herramientas por el suelo junto a restos de un motor. Cada mañana, al girar el interruptor que enciende los focos, tiene un pellizco en el estómago como si al hacerse la luz fuesen a aparecer todos de nuevo, cada uno en su puesto, esperándole a él, único espectador, y tal posibilidad le parece más aterradora que los fantasmas de pacotilla que emocionaban a aquel compañero. Así esperaba encontrarlos aquel día, cuando por sorpresa escuchó de nuevo la canción de las herramientas desde la calle, mientras orinaba contra el muro; pensó que habían vuelto, que sin avisarle se habían puesto de acuerdo para venir todos juntos, acaso como una última vez, un fin de fiesta, una función de despedida, como aquellos obreros que él veía regresar a sus fábricas meses después de haber sido despedidos: a menudo vigilaba instalaciones que estaban pendientes de una liquidación judicial tras el cierre, y de vez en cuando aparecía un trabajador, que se acercaba con timidez, se detenía en la puerta, o incluso le pedía permiso para entrar sólo unos minutos; él les permitía el acceso, y los acompañaba no por vigilar que no robasen ni destrozasen nada, sino porque le resultaba fascinante ver la manera en que paseaban por el que había sido su centro de trabajo, cómo se detenían en sus puestos, con qué pesadumbre contemplaban el abandono de las instalaciones, las máquinas cubiertas con lonas, los últimos palés sin entregar, la fiambrera que alguien olvidó en la taquilla, como supervivientes de un volcán o una guerra que vuelven décadas después, o como el anciano que visita la casa de su niñez. Así esperaba encontrarlos la mañana en que escuchó desde el exterior el raspar de la paleta, el tintineo de las piezas metálicas, el ronroneo continuo de la máquina de coser, las cuchilladas sobre la madera; pero se topó con la puerta del fondo cerrada, el candado en su sitio. Buscó la entrada de mercancías, pero la encontró igual, con la llave echada. Descartó el acceso principal, pues había permanecido en el coche toda la mañana salvo ese momento en que había ido a la esquina para orinar, y no les habría dado tiempo de romper la cerradura, levantar la ruidosa persiana, entrar y poner en marcha todo. Así que se fijó en los ventanucos de la zona trasera, la mayoría con el cristal roto, y vio que bajo uno de ellos había un barril como los que se amontonaban en el descampado junto a las vías a modo de vertedero. Era fácil que hubieran trepado por ahí para descolgarse hacia dentro, aunque le costaba imaginar a todos los trabajadores colándose de esa manera. Regresó a la fachada principal, sin dejar de oír el redoble de las herramientas mientras recorría la acera lateral. Soltó el candado y alzó la persiana con mucho esfuerzo, atascada tras tantos días inmóvil. Se agachó para pasar y caminó hacia dentro, deprisa pero con prudencia, amortiguando sus pisadas, mientras rozaba con los dedos la defensa y el aerosol de pimienta que suele llevar en un bolsillo. Al pasar bajo la grada comprobó que habían conectado la iluminación, y al alcanzar el lateral pudo ver la escena. Como en un sueño, en el centro de la nave estaban varios de ellos, no todos: el albañil, el carnicero, la chica de las cajas, la teleoperadora, la administrativa, la costurera y la limpiadora, cada uno concentrado en su tarea. Había algo que alteraba el retrato de grupo, y que identificó en seguida: estaban vestidos de calle, no llevaban mono, delantal, bata, guantes ni casco, sino ropa de calle. Se acercó unos pasos, invisible para ellos al seguir al otro lado de los focos, por lo que podía observarlos el tiempo que quisiera sin que lo supieran. Al fijarse bien empezó a reconocer anomalías: el albañil colocó un ladrillo sin añadir mezcla, pese a hacer el movimiento habitual con la paleta; el carnicero estaba dando cuchilladas al aire, cortaba sobre la tabla sin nada entre las manos; y la administrativa no sólo tecleaba en el tablero de la mesa al no haber ya ordenador, sino que además era un hombre, en vez de la chica habitual. Qué está pasando aquí, murmuró al comprobar que los demás tampoco eran los hombres y mujeres que él había visto durante semanas, sino otros, más jóvenes la mayoría, y que además no estaban trabajando sino que hacían como que trabajaban, simulaban poner ladrillos, cortar filetes o teclear, aunque no todos fingían, pues la costurera sí estaba empujando tela bajo la máquina en marcha, la nueva chica de las cajas colocaba piezas si bien a un ritmo muy inferior al de la anterior, la limpiadora pasaba una fregona de verdad por el suelo, y la teleoperadora sonreía y hablaba con los auriculares puestos, aunque no podía asegurar que estuviese atendiendo una llamada real. Recuperó la conciencia de su obligación, y decidió que no podía consentir aquello, fuese lo que fuese. Así que adelantó varios pasos hasta entrar en la zona iluminada, y levantó la voz: qué estáis haciendo. Los muchachos se detuvieron, todos a una, congelados en el gesto característico de su oficio, la paleta sobre el ladrillo, el cuchillo levantado, la pieza rectangular a medio camino hacia su hueco en la caja. Él repitió la pregunta: qué estáis haciendo. Los inesperados visitantes se miraron unos a otros, y sin decir palabra echaron a correr hacia el fondo y desaparecieron por la puerta que separaba el espacio principal de la zona de carga. Él los siguió, pero sin correr demasiado, como dándoles tiempo a lo que en efecto hicieron: salir por la misma ventana por la que habían entrado, y al cruzar la puerta sólo pudo ver a la última muchacha que en el momento de descolgarse hacia fuera le sonrió y le lanzó un beso.
No pudo averiguar qué era aquello, si una travesura, un juego adolescente o un intento clandestino por reanudar el trabajo en la nave, pero desde ese día decidió no permanecer en el coche frente a la puerta y guardar el recinto desde dentro, levantar cada mañana la persiana y, como hoy, pasar la jornada en su interior para evitar nuevos visitantes, que pueden limitarse como aquéllos a simular que trabajan, pero también podrían traer peores intenciones y aprovechar la facilidad de acceso por la ventana para llevarse lo que pudieran, los cuchillos, las herramientas del albañil y del mecánico, los auriculares, el material de limpieza o las piezas geométricas, que no sirven para nada pero la gente roba cualquier cosa, todo es aprovechable, como ha comprobado tantas veces con los ladrones que en fincas y naves intentaban hurtar cables de cobre, tapas de alcantarillado, tiradores de las puertas, enchufes y cualquier cosa que pueda venderse al peso. Si algo así ocurriera aquí, él sería el responsable, así que más vale vigilar bien. Tras el incidente con aquellos muchachos pensó avisar a la empresa, podía sugerirles la conveniencia de un turno nocturno, ya que la nave pasa demasiadas horas desprotegida; él mismo se ofrecería para cubrirlo, las horas de noche se pagan mucho mejor que las diurnas, y así tal vez podría dejar la discoteca. No es que así fuese a descansar más, pues coger un turno nocturno aquí le dejaría libre las mañanas y acabaría buscando otra ocupación, otro trabajo de guardia en otro sitio, funciones de escolta o cualquier cosa que le saliese, y si no pediría a su cuñado que le pasase parte de su cartera de clientes para vender con él productos de droguería como había hecho cuando no encontraba un segundo empleo compatible en horarios.
Deambula entre los puestos, y elige el de la chica de las piezas. Se sienta en su silla, observa las dos torres, la de las cajas vacías y la de las llenas, estudia la disposición de las piezas en los contenedores a ambos lados, y al final se decide: toma una caja, la coloca frente a él, agarra con la mano derecha una redonda y la coloca en el hueco correspondiente, después coge una cuadrada con la mano izquierda y hace el mismo recorrido, luego busca una triangular, aunque duda de si debería tomar primero la otra redonda que falta. No es difícil, cualquier lo podría hacer con un poco de práctica, en un par de días desarrollaría buen ritmo. Debe de haber muchas chicas como aquélla, que estén sin trabajo y que aceptarían sin pensárselo un empleo como éste; sin pensárselo y sin tantos escrúpulos como tenían algunos aquí, él no entendía a qué venía tanta reunión y tanto quejarse, tal vez tiene razón el carnicero y fueron ellos mismos los que se cargaron el invento, y total para qué, lo más probable es que hoy no se encuentren mejor: el albañil estará en cualquier obra, con más frío que aquí y a destajo; la chica de las piezas metálicas tal vez acabe desmigando atún entre decenas de mujeres salpicadas de escamas y con ese olor a pescado que no se va de las manos por mucho que froten; el carnicero se habrá integrado en la cadena de un matadero, respirando más sangre y cortando a mayor velocidad; la teleoperadora echará de menos las encuestas mientras pelea por vender algo a unos clientes cada vez más prevenidos contra estafas; y así todos, además sin aplausos ni fotos ni comentarios elogiosos de catedráticos ni programas especiales de televisión, y eso en el caso de que hayan encontrado otro empleo. A él ni siquiera le invitaban a las reuniones a la salida de la nave, no lo consideraban uno de ellos, o tal vez no se fiaban de él, los trabajadores no suelen fiarse de los vigilantes en las empresas, aunque los saluden y hasta intercambien comentarios sobre el fútbol o el tiempo, mantienen la distancia, los ven como perros leales al dueño, a los que a veces toca hacer el trabajo sucio, entregar la carta de despido, impedir el paso a la fábrica a los despedidos, apartar a empujones a los miembros del piquete que bloquean la salida de mercancías durante las huelgas; pero él lo prefiere así, no habría soportado unirse a ellos para lloriquear juntos, para hablar de dignidad y de derechos y para fantasear con las intenciones de quien los había contratado; mejor que no le invitasen, porque no habría podido contenerse, se le habría calentado la boca y habría acabado soltándoles lo que pensaba, lo que se callaba cuando los veía cuchichear junto al baño o de un puesto a otro, lo que alguien tenía que haberles dicho y ninguno de ellos fue capaz de pronunciar en más de dos meses: qué importaba lo que hubiese detrás de esto, qué más daba si era un experimento, una obra de arte, un circo o un negocio; por qué se engañaban creyendo que aguantaban aquí, que soportaban tareas absurdas y aumentos de ritmo no sólo porque necesitaban el trabajo, porque cobraban sus sueldos en fecha o porque ahí fuera hace mucho frío, sino también porque pensaban que había algo especial en todo esto, algo diferente, que eran parte de un experimento, de una obra de arte o de un ballet; y todavía esperaban averiguarlo en los últimos días, cuando estaban agotados y se sentían humillados todavía confiaban en descubrirlo, que apareciese de repente un misterioso personaje para desvelarles el secreto, que saliese alguien de la tarta y cayese el telón entre aplausos. A menudo, cuando hacía la ronda por el interior de la nave y los veía trabajar, cada uno concentrado en su tarea, sus movimientos fatigados, le entraban ganas de reunirlos y largarles todo eso que le bullía en la cabeza después de tantas semanas observándolos.
No sólo a ellos: también a los espectadores; habría estado bien que se situase en el centro del escenario, bajo los focos, reclamase un momento de atención y lanzase su discurso, que sería una acumulación desordenada y furiosa de todo lo que había visto, oído y leído en todas estas semanas, todo aquello que oía comentar a algunos espectadores mientras fumaban en la puerta, lo mismo que denunciaban los tertulianos que menos gritaban en los programas de televisión, lo que leía en las octavillas que requisaba a quienes repartían a la entrada de la nave, lo que gritaban por el megáfono los cuatro pesados que cada semana se manifestaban a la puerta y con los que llegó a simpatizar a base de jugar al ratón y el gato cuando intentaban colar su pancarta; le hacía gracia imaginar que, después de tanto forcejear con ellos, acabase por convertirse en espontáneo portavoz de su protesta, que cogiese el megáfono y desde el centro de la nave, bajo los focos, gritase su alegato para pasmo de los espectadores: qué hacéis ahí aplaudiendo, riendo, silbando y comentando; por qué hacéis fotos, por qué os parece especial esto que veis, por qué esperáis una explicación, que aparezca alguien, un cerebro en la sombra, un invitado sorpresa, un artista, un coreógrafo, un investigador, un agitador político que os suelte un mitin de despedida para que os vayáis a casa más tranquilos, con una explicación que comentar durante la cena. A los espectadores, pero también podría dirigirse a los periodistas y tertulianos que durante semanas teorizaron, especularon, se escandalizaron o celebraron; y a los sindicatos que presentaron denuncias y dieron ruedas de prensa llenas de indignación y hasta un par de veces acudieron a la nave y habrían entrado con sus banderas y silbatos si él no lo hubiese impedido; y a los gobernantes que con expresión afectada prometieron investigar y llegar al final del asunto, y que revisaron leyes y reglamentos para comprobar si se estaba cometiendo alguna infracción; a todos ellos les lanzaría las mismas preguntas, se imagina a la salida, rodeado de micrófonos y cámaras, o sentado en la silla del conferenciante, dando a su voz un tono sermoneador: decidme todos, qué es lo que os sorprendía, qué os parecía tan extraordinario, por qué os habéis tranquilizado con el cierre de la nave, por qué recordaréis esto como una anécdota.
Pero no lo hizo, no dio ninguna conferencia ni pronunció un mitin bajo los focos, ni convocó a los medios ni acudió a uno de esos programas televisivos, y bien que lamenta esto último, porque sabe que pagan bien. En realidad no lo ha descartado, esperará a terminar el trabajo, cuando recojan los trastos de la nave y le digan que está despedido, tal vez entonces explore las posibilidades que durante semanas ha pensado para sacar dinero de todo esto, pues no entiende que se desperdicie así, y si nadie quiere hacer caja al cerrar, ya se ocupará él. Para empezar, él lo habría montado de otra manera desde el primer día, le irrita la manera en que se ha desaprovechado el potencial de algo tan grande. Él, por ejemplo, habría cobrado entrada, y no cree que hubiera venido menos gente, al contrario, pagar por entrar lo habría convertido en algo más valioso a ojos de los visitantes. También piensa que habría sido sencillo alcanzar tratos sustanciosos con las televisiones, que tras varias semanas de negativa a dejarles entrar estaban a punto de caramelo para pasar por cualquier aro que les pusieran delante; él habría negociado con varias cadenas a la vez, habría subastado la exclusividad, habría vendido los derechos a buen precio, y habría registrado un nuevo formato con trabajadores como éstos pero televisado en directo. Una vez colocado el producto, y con la atención y la demanda existentes, él veía otras formas posibles de negocio: pases privados, visitas organizadas y explicadas, ofrecer a quien quisiera la posibilidad de convertirse en uno de los trabajadores por unas horas, y de esa manera integrar la albañilería o la costura como una experiencia más para los consumidores necesitados de nuevas emociones, ahora lo llaman así, experiencias, compras en el supermercado una cajita de colores y con ella regalas a tu marido una experiencia, por supuesto inolvidable, un balneario donde te untan el cuerpo con chocolate, un vuelo en parapente, saltar de un puente, o sentirse por un día albañil, carnicero o costurera, pasar una semana poniendo ladrillos o llenando cajas con piezas geométricas, igual que hay quien se va a una granja para que le enseñen a ordeñar o a roturar la tierra, está seguro de que habría gente dispuesta a pagar por vivir esas experiencias y luego poder contarlas a sus amigos mientras les muestran el reportaje fotográfico que por supuesto ofertaría en el mismo paquete. Hay muchas posibilidades, y todas suenan a lo mismo, dinero, a veces fácil, otras no tanto, pero está ahí, sólo hay que quererlo y buscarlo, no entiende la pasividad de quienes esperan encontrarlo todo hecho, llegar y tener ahí esperando el saco, la paleta y los ladrillos; los animales colgados de un gancho y el cuchillo afilado en la mano; las piezas redondas a la derecha y las cuadradas a la izquierda; es lo que les pasaba a éstos, él los veía sin iniciativa, incapaces de montarse su propio espectáculo una vez que la empresa ha cerrado, se marchan a casa y esperan encontrar otro trabajo, otro lugar donde poner ladrillos o coser camisetas, en vez de buscarse la vida ellos mismos, como lleva él haciendo años, montando sus propios negocios, que no siempre son fáciles, que a veces salen mal, bien lo sabe después de haber abierto y cerrado un bar de copas, una inmobiliaria y un servicio de porteros de discoteca, además de llevar la representación comercial de varias marcas, él lo sigue intentando aunque tropiece, aunque pierda dinero, aunque se enemiste con clientes, amigos, trabajadores y proveedores, y ahora por ejemplo ya está pensando en cómo ahorrar para embarcarse en su próxima aventura: una agencia de cobro de deudas. No necesita mucho, algo de caja para ir tirando mientras llegan los primeros encargos, una infraestructura básica, sin oficina, unos cuantos teléfonos, tarjetas de visita, quizás unos disfraces llamativos para acosar a los morosos y avergonzarlos delante de sus vecinos, lo tiene todo pensado, cree que ésta será la buena, la que le retirará de las guardias nocturnas y las puertas de las discotecas. Por ahora sólo tiene que seguir una temporada doblando turnos para ahorrar, o buscar algo como lo que le comentó otro portero hace un par de noches: una empresa que busca agentes de seguridad para embarcarse en pesqueros que faenan en zonas conflictivas, no suena mal: varias semanas fuera de casa y mucho dinero, ganaría en un mes lo que aquí cobra por medio año chupándose noches en fincas y obras en construcción. Tiene su peligro, claro, y tendría que prepararse bien antes, hacer el cursillo que piden, aprender a usar armas de mayor calibre, pero si le fuese bien, si volviese sin mucho susto en el cuerpo, podría intentar el triple salto mortal: irse de contratista a una de las guerras en las que actúan empresas de seguridad privada. El riesgo es mucho mayor, claro, no es lo mismo guardar naves abandonadas y agacharte cada mañana para pasar la persiana que custodiar convoyes con suministros, escoltar altos cargos o vigilar recintos militares; el riesgo es mucho mayor pero el pago va en correspondencia, y si lo aguanta, si sale ileso, regresa a casa con una fortuna, la oportunidad de invertir para otro negocio de más altos vuelos, o si lo prefiere puede vivir un año con lo ganado allí, vivir un año o tal vez más sin trabajar, cumplir así un viejo sueño, probar a qué sabe.
De pequeño siempre tuvo dos fantasías: la primera, común a muchos de sus amigos, era quedarse encerrado en un supermercado, en un centro comercial o en un parque de atracciones, tener toda la noche para hacer todo aquello que por el día estaba prohibido o costaba dinero: se imaginaba recorriendo los pasillos y comiendo a capricho, abriendo latas de refresco y paquetes de chocolate, probándose ropa, jugando con todo aquello que nunca tendría, incluso malgastando, por puro capricho, por hacer daño, derribando las torres de conservas y arrojando al suelo televisores y vajillas, expresión de un resentimiento infantil que luego ha seguido creciendo con él, la frustración por todo lo que no era para él, lo inalcanzable, lo que tenía un precio que podía calcular usando su sueldo como referencia, un juguete que costaba ocho pagas semanales, una moto que exigía cuatro veranos en el campo recogiendo fruta, y todavía hoy, cuando valora todo, lo mismo un coche que una casa que una cena en un restaurante de moda, aplicando la misma regla, cuántos salarios le costaría, una manera de hacer evidente que le ha tocado nacer en el lado malo, y esto enlaza con su segunda fantasía, de origen infantil pero que ha crecido con él, se ha agudizado con el paso de los años, sobre todo con el paso de los años laborales: vivir sin trabajar. Y cuando dice sin trabajar, quiere decir sin trabajar, no con un empleo diferente, más atractivo y mejor pagado, no se trata de ser futbolista ni cantante de éxito ni presidente de una multinacional ni especulador financiero, eso siguen siendo formas de ocupar el tiempo, de ganarse el sueldo, y él tiene claro que lo contrario de trabajar no es trabajar mejor, ni trabajar por más, ni siquiera trabajar menos o trabajar lo mínimo, sino no trabajar. Sabe que su fantasía no es muy original, alguna vez lo ha hablado con un compañero y éste le confesó que soñaba lo mismo: vivir sin ocupación, sin jornada laboral, sin despertador, sin resultados pendientes, sin servidumbres, sin cumplir la regla que establece que para vivir es condición ineludible trabajar, que para comer, para tener un techo y ropa, y no digamos para viajar por el mundo, tener una casa en la playa o cenar en restaurantes, hay que ganárselo. Porque claro, se trata de vivir sin trabajar pero vivir bien, incluso muy bien, no de vivir sin más, que para eso bastaría con hacerse mendigo, tener por hogar la calle y confiar en la caridad ajena; pero no, eso no sería una fantasía sino una rebeldía que no entra en sus planes. Su ideal no es el vagabundo que recorre el planeta libre, sin equipaje ni ataduras, durmiendo cuando tiene sueño y comiendo lo que encuentra por el camino; tampoco es el hombre atárquico que se retira al campo y come lo que la naturaleza le entrega sin esfuerzo; nada de eso, sus sueños tienen más que ver con el billete de lotería premiado, la herencia recibida de un familiar inesperado, o el sueldo de por vida que se esconde bajo la tapa de un yogur, todas esas promesas de prosperidad basadas en la suerte y que para muchos trabajadores son la única esperanza de alterar el estado de cosas, de cambiar el lado de la vida en que les ha tocado nacer, el improbable milagro que saben que existe porque le ocurre a otros, a los que dan saltos y abren botellas de cava tras el sorteo de navidad, y que tal vez un día les llegue a ellos, sean alcanzados por la fortuna, toda vez que otras puertas parecen cerradas.
Él sabe que la vida está llena de placeres pero la mayoría tiene precio, en dinero o en tiempo libre, que al final también es dinero; ve el mundo como ese centro comercial o ese parque de atracciones donde sólo tienes monedas para un par de latas de refresco o dos vueltas a la noria, pero donde también hay otros afortunados que pueden recorrer los pasillos llenando el carro sin mirar el precio, y subirse a la montaña rusa hasta aburrirse, de ahí sus sueños infantiles. El primero lo ha cumplido en parte, sin esperarlo, y no por una casualidad o un error, sino trabajando: ha tenido turno de noche más de una vez en unos grandes almacenes, y ha recorrido las plantas decepcionado, sin emoción alguna y sin sentir que estaba consiguiendo un sueño, pues además de saber que no podía probarse camisas ni tumbarse en los colchones, ni mucho menos destrozar vajillas, pues le verían por el circuito de seguridad, no era aquello lo soñado, al contrario, era más bien una burla, verse a sí mismo en el escenario de sus fantasías pero sometido a un horario, a unas obligaciones, vestido con un uniforme. Así que le queda el segundo sueño, el de vivir sin trabajar, y a falta de ese golpe de suerte para el que sigue rellenando quinielas y comprando cupones con bote estratosférico, por ahora se conforma con probarlo un tiempo, vivir un año sin trabajar, sólo por saber qué se siente, porque no es como unas vacaciones, ni por supuesto como estar en paro, debe de ser otra cosa, lo intuye porque lo ha rozado, ha lamido el borde de esa copa y adivina el sabor: no ha llegado a vivir sin trabajar, pero sí ha conseguido, en varios momentos de su vida, tener más dinero, vivir trabajando, sí, pero con más ingresos. Lo disfrutó durante un par de años, cuando montó un negocio inmobiliario junto a su cuñado y otro amigo, en los años dulces de la venta de pisos. No tenían oficina, cada uno funcionaba por su cuenta, con sólo un teléfono móvil, y se dedicaban a intermediar entre promotores y compradores, siempre en el límite de lo legal, adquirían viviendas que no llegaban a escriturar y que acababan revendiendo a otros compradores, y por el camino aumentaba el precio final y engordaban sus beneficios. Aquello duró poco, pero ganaron mucho, aunque la mayor parte de lo conseguido se perdió en una última operación fallida, donde corrieron demasiados riesgos y que acabó pinchando el negocio. Hay momentos, cuando más cansado está por doblar turnos, en que se arrepiente por no haber ahorrado apenas con tanto como ganó, pues le habría permitido iniciar otro negocio más sólido. Pero que le quiten lo bailao, suele decirse, pues durante dos años conoció lo más parecido a vivir sin trabajar: no porque no trabajase, que lo hizo aunque dedicando muchas menos horas de las que hoy emplea en vigilar, sino porque vivió con mucho más dinero del que nunca había tenido, y aunque inicialmente su mujer y él se propusieron no cambiar demasiado, conservar el nivel de gasto a que estaban acostumbrados y así ahorrar, pronto empezaron las excepciones, los caprichos, por qué no nos vamos a dar un lujo si nos lo hemos ganado, y si sólo fuese eso, si sólo fuesen viajes, hoteles de cinco estrellas y cenas que costaban un sueldo de los que hoy gana, no habría sido tanto, habrían ahorrado, pero al final cambiaron, vaya si cambiaron, no sólo de casa y de coche, no sólo renovaron electrodomésticos y vestuario, sino que la transformación se produjo en el día a día, descubrió una despreocupación en el gastar que nunca había conocido, llenar el carro en el supermercado sin mirar la etiqueta ni buscar ofertas, pedir un vino sin consultar el precio en la carta, comprar otro televisor sin intentar reparar el averiado, dejar generosas propinas en los bares, soltar un billete al acomodador para tener el mejor asiento, embarcar en el avión sin esperar cola, conseguir entradas de fútbol en la reventa sin importar el abuso, entrar en una boutique a comprar un abrigo cuando te sorprende el frío fuera de casa, hacer los mejores regalos a la familia en navidad, ir de compras a París o a ver un musical a Londres, regalar a su mujer una piedra preciosa de ésas que vienen en un estuche acolchado, que te abran la puerta del coche en el restaurante, que te reciba el director de la sucursal bancaria cada vez que cruzas la puerta; fue corto pero estuvo bien, lo más parecido a su sueño infantil, y hasta le sirve para vivir hoy de las rentas, para recordarlo con más dulzura que amargor cuando ahora se ve obligado de nuevo a rondar naves abandonadas, pues no lo evoca como algo perdido, como una edad dorada que no volverá, sino como un aperitivo, un primer contacto con algo que espera repetir y prolongar en el futuro, aunque le cueste, aunque tenga que jugársela durante unos meses a bordo de un atunero acosado por piratas.
Se ríe él de quienes dicen que el dinero no da la felicidad. Que piensen lo que quieran, pero él sabe que fue feliz durante esos dos años, no sólo por los caprichos, por la vida regalada, sino porque todo funcionaba mejor, en su casa, con su familia, todo estaba bien engrasado, fluía sin atascos, sin tirones, todo era más fácil, su mujer y él apenas discutieron en todo ese tiempo, no es que se quisieran más, no es que hubiesen superado sus diferencias y olvidado sus agravios, pero durante dos años vivieron una tregua, desaparecieron tensiones y reproches pues él no llegaba a casa como llega hoy, reventado y falto de sueño, ni a ella le dolía la espalda por hacer camas en un hotel, ni sus hijos les odiaban por no darles todo lo que veían anunciando en la tele y que otros niños sí tenían, ni ellos se peleaban por usar el coche común, ni se reprochaban si se echaba a perder un pescado por no cocinarlo a tiempo, ni ella le acusaba de dejar el baño encharcado o no recoger la ropa al quitársela, pues durante aquel tiempo tenían a una mujer que les limpiaba la casa. El dinero no da la felicidad, no, pero si no fueron felices, al menos no fueron tan infelices, lo comprobó en cuanto pasó la buena racha y regresaron las estrecheces, agravadas por las deudas que quedaron del negocio fracasado, y tuvieron que volver a sus trabajos, a las nueve horas fuera de casa, el recibo devuelto por el banco, el hijo que grita y da portazos, la esposa que se muerde el labio inferior tan a menudo que se le acaba haciendo un callo, los defectos y manías que se vuelven insoportables, la puerta de la discoteca cuatro noches por semana, la bronca con el mecánico en el taller cada vez que se avería el coche, el televisor que se estropea y que recupera la imagen dándole un golpe en la parte superior aunque acaba fundido a base de puñetazos cada vez más rabiosos.
El dinero no da la felicidad, de acuerdo, pero qué hace él aquí, ahora, en una nave ruinosa y a punto de quedarse dormido en la silla tras toda la noche en planta, y qué hacían todos esos aquí, cada uno en su puesto, el albañil, el carnicero, la costurera, la administrativa, qué hacían aquí sino buscar dinero, no para ser felices, no lo suficiente para serlo pero sí al menos para no ser tan infelices como lo son cuando no lo ganan, cuando tienen que pedirlo prestado a la familia, al banco o al prestamista; por qué estaban aquí, por qué ponían ladrillos, bordaban, desmontaban coches o ideaban un sistema de espionaje laboral, no lo hacían para realizarse como personas, no lo hacían para tener una identidad, para poder decir soy albañil, soy carnicero, soy administrativa, una identidad movediza que tal vez tengan que cambiar en la próxima tirada de dados, cuando el albañil se convierta en mecánico y la costurera en teleoperadora, cuando él mismo se convierta en mercenario o en cobrador de morosos disfrazado de flamenca o de oso panda; ni firmaron el contrato y admitieron este sometimiento porque creyesen que así contribuían al bien común, a la construcción de la sociedad, que cumplían una misión, ni siquiera cuando se engañaban creyendo que había una motivación artística o experimental en lo que hacía; tampoco estaban aquí, aguantando las miradas, las fotografías y los abucheos y aceptando los aumentos de ritmo por gusto, por vocación, ni siquiera en el caso del mecánico, que decía que le encantaba desmontar motores y que lo haría sin cobrar, no es cierto, no lo haría a cambio de nada, no al menos así, con unas horas obligadas todos los días, y sin poder elegir qué coche vas a desguazar ni cuándo te tomarás un día libre. No, ellos no estaban aquí por nada de todo aquello que alguna vez les prometieron que sería el mundo del trabajo: realizarse como personas, ganar una identidad, participar en sociedad, contribuir al desarrollo, aportar cada uno según su capacidad para recibir según su necesidad, aprender, crecer, sentirse plenos, encontrar su lugar en el mundo, nada de eso. Estaban aquí por dinero, aunque ellos mismos evitasen hablar de dnero, por ese pudor que nos hace pensar que hacemos lo que hacemos por otros motivos, estaban aquí por dinero, porque su trabajo, su vida, lo sabe él mejor que nadie, se reduce a eso, perdidas otras motivaciones, decepcionados por promesas incumplidas: a ganar dinero, no mucho, ni siquiera lo justo, apenas para vivir, para cubrir sus necesidades y tal vez para consolarse al final del día, al final de la semana, con una cena en un restaurante donde te llamen caballero con obsequiosidad, un viaje barato pero que te hace sentir privilegiado, un domingo en el centro comercial para comprar algo que justifique que hayas llegado hasta ese día despellejando terneras, bordando metros de tela o, como él, rondando una nave donde sólo queda una grada despoblada, unas cuantas mesas, una pared sin acabar, dos torres de cajas, una máquina de coser y un carro con productos de limpieza.
Qué quedará de todo esto, se pregunta al echar otro vistazo a su alrededor. La grada será desmontada y volverá a un almacén, el mobiliario revivirá en un comercio de segunda mano o acabará en el vertedero, los últimos restos de ladrillo, de pellejo, de hilo, tornillos de coche sueltos, una pieza triangular que no llegará a su caja, serán barridos por un último trabajador, o tal vez queden aquí durante años, a merced de los insectos, los pájaros que se cuelen por las ventanas rotas, los niños que entren a jugar o los drogadictos que busquen chatarra al peso para pagarse otro gramo, hasta que dentro de unos años alguien dé otro uso a la nave, la llene con nuevas máquinas, probablemente ya sin grada para público, y sean otros los trabajadores que aquí dentro se esfuercen, se fatiguen, dejen ocho horas diarias de sus vidas, desgasten sus cuerpos, acumulen dolencias y males invisibles para la vejez, respiren químicos hasta desarrollar alguna enfermedad pulmonar, se rompan las uñas frotando, se hagan callos por apretar con una llave cientos de piezas a diario, se lesionen la columna por no cambiar de postura, o incluso trabajen a escondidas, sin levantar la persiana, sin luz natural, como esos chinos que de vez en cuando aparecen hacinados en un taller tras un falso tabique; o quizás derriben la nave, lleguen otros trabajadores con excavadoras, piquetas, camiones y tiren la cubierta, tumben los muros, retiren los escombros, allanen el terreno para que luego vengan otros trabajadores a cavar cimientos, a encofrar, a colocar ladrillos o paneles prefabricados que también son colocados por manos humanas y montados en origen por manos humanas aunque parezca que han salido así de una máquina; y levanten un edificio de oficinas donde otros trabajadores acudan de lunes a viernes, algunos los sábados haciendo uso de la llave facilitada por el jefe, y prolonguen sus jornadas ante ordenadores, en despachos decorados con dibujos de sus hijos y postales de compañeros de vacaciones, tal vez rodeados por mesas de pimpón y pelotas de colores, todos compartiendo la ilusión de ser unos elegidos, de haber dejado atrás el trabajo agotador, el trabajo físico, para ingresar en un nuevo tiempo donde trabajar no canse, no duela, no te deje en la boca un malestar para masticarlo de camino a casa. Qué quedará de todo esto, se pregunta casi en tono de despedida, como si adivinase lo que ahora mismo va a ocurrir: los golpes en la persiana, la voz que desde fuera le reclama para que acuda, levante el telón metálico con esfuerzo, lo justo para salir y, una vez pasado el deslumbramiento del sol en los ojos, vea a la muchacha, reconocerla, no ha olvidado su cara desde la entrevista del primer día.
Ya está, se acabó, dice ella, sin siquiera haber correspondido a los buenos días con que él la ha saludado. Se acabó, repite él, más afirmativo que interrogante. Sí, puede irse ya, esta tarde vendrán a desmontarlo todo, y pásese cuando quiera por la oficina para firmar el finiquito. Bueno, pues se acabó, insiste él, mientras busca palabras que no encuentra, que no sabe si necesita. Le agradezco su trabajo durante estos meses, lo mantendremos en nuestra base de datos y le avisaremos si hay otra oferta que se ajuste a su perfil. De acuerdo, muchas gracias, sonríe él, y ofrece la mano, que ella toma sin apretar y suelta en seguida. Después se da la vuelta, se desabrocha el cinturón para soltar la defensa, y abre el coche. Se sube, y cuando arranca, se sorprende por los nudillos de ella, que golpea su ventana. Qué pasa, pregunta él mientras termina de bajar el cristal. Se va usted así, sin más, dice la muchacha, que ha perdido algo de la dureza anterior, y si él no estuviera tan cansado hasta fantasearía con alguna petición que hiciese realidad otro de sus sueños viejos. Hay algo más, murmura él. No tiene nada que preguntarme, ofrece ella, que parece simpática. Sobre qué, duda él, que opta por bajar del coche para hablar a su altura. No quiere saber nada sobre, la chica pone unos puntos suspensivos apretando los labios, y como él sigue callado, continúa: no quiere saber de qué iba todo esto, para qué era, por qué, quién estaba detrás. Ah, se refiere a eso, ríe él, señalando la nave, la persiana que quedó sin bajar. Ambos ríen unos segundos, como dos desconocidos que se dan cuenta de un despiste compartido, hasta que las risas se apagan y quedan en silencio. Ella le mira a los ojos, como invitándole a disparar, venga, pregunte, pregunte. Él mira por última vez la fachada sucia, y junto a ella la vía del tren, y la autopista más allá, y un edificio en construcción al fondo, unas torres de oficinas acristaladas en el horizonte. Pues mire, no, concluye por fin: no me interesa, déjelo. Sube al coche, arranca y echa a andar, y en el retrovisor ve a la chica por última vez, su mirada asombrada y esa sonrisa quebrada que desde lejos parece un gesto de asco o de dolor.