Son las diez y media.

Son las diez y media.

Son las diez y media ya, y la operaria de cadena no ha venido todavía. Todos aquí se refieren a ella como la chica de las piezas, o la chica de las cajas, pero en el programa su perfil aparece identificado como Operaria de cadena de montaje, más exacto. Por ahora marca la incidencia como un retraso, aunque comprueba que su histograma sólo muestra dos retrasos en diez semanas, uno de doce minutos en la segunda semana y otro de veinticinco en la octava, ambos justificados, por lo que parece probable que lo de hoy no sea ni una demora por avería en el metro ni un despertador que se queda sin pilas, sino otro abandono, y al final del día tendrá que señalar la baja en el informe diario y desactivar su perfil. Por ahora mantiene su ventana abierta en el monitor de la izquierda, aunque la minimiza y deja desplegadas las seis que permanecen activas. Se vuelve hacia su derecha, al ordenador portátil que refuerza las dos computadoras de mesa, y comprueba que el minutero telefónico sigue parado. Mira hacia la teleoperadora, que permanece en la misma postura de los últimos trece minutos: con los auriculares colgando sobre los hombros, la vista perdida y la mano con el bolígrafo dibujando garabatos en el cuaderno. Otra candidata al abandono, pues el reloj sólo registra veintinueve minutos de conversación efectiva en una hora y media de presencia. El mecánico parece algo más activo, al menos ahora, mientras suelta las ruedas del coche, pero si revisa su contador encuentra que ya suma trece minutos de pausas en lo que va de mañana, mientras que su media diaria hasta ahora era de cuatro minutos a esta misma hora. Nada que objetar al carnicero, en cambio: sale de la puerta del fondo empujando el carro con un cordero, camina deprisa y lo cuelga en el gancho para levantarlo. Al verlo, mueve el ratón de la izquierda y anota otra pieza en su cuenta, y después revisa el histórico para comprobar que hoy incluso va un par de minutos por debajo de su media habitual. Vuelve al portátil de la derecha, pues ha parpadeado la señal de aviso: el minutero telefónico reanuda su paso por fin, y se desactiva el indicador de pausa. Mira a la teleoperadora y en efecto está hablando, se ha colocado otra vez los auriculares y mueve los labios, pero hoy no sonríe, tiene expresión de fastidio o aburrimiento. Tal vez debería marcar la incidencia, aunque su perfil no incluye ninguna pestaña para algo así, sólo distingue entre encuestas completas e incompletas, la duración de las llamadas y el tiempo que transcurre desde que cuelga una y marca otra, así que lo anota en el cuaderno para pensar más tarde de qué manera puede reseñar algo así. Después reanima el ordenador principal, el que está en el centro de la mesa y que llevaba varios minutos en reposo, y se pone a teclear líneas de código. Hoy la nave está tranquila, incluso el público está más callado de lo habitual, de modo que está avanzando con las modificaciones del código fuente más que otros días.

Sólo ha introducido cuatro líneas cuando se sobresalta por el ruido de la pared al caer derrumbada bajo el mazazo del albañil. Al estar la nave hoy más silenciosa, sin el motor de la máquina de coser, el tintineo metálico de las piezas geométricas ni el silbido de la máquina de café, y con el público tan callado, el desplome de los ladrillos resuena con más fuerza. Ve cómo el albañil suelta la maza junto a la pared derruida, saca de un bolsillo el paquete de tabaco y se va caminando hacia la puerta del fondo. Agarra deprisa el ratón de la izquierda, activa la ventana titulada Albañil, anota otra pared en el contador y marca la pausa, que queda señalada con la hora exacta. Regresa al teclado central, pero entonces advierte una circunstancia nueva: nadie ha aplaudido tras el mazazo, los espectadores han reaccionado con indiferencia al fin de la faena. Mira hacia la grada, deslumbrado por los reflectores, hace visera con la mano sin ver nada. Es cierto que últimamente los aplausos eran cada vez más débiles, pero no habían mostrado tanto desinterés como hoy. Anota en el cuaderno la circunstancia, pues hasta ahora no había considerado incluir los aplausos, su duración, su volumen o como ahora su ausencia, pero podría ser un indicador a tener en cuenta, la valoración del público al trabajo realizado, una forma de medir la calidad de la tarea, la intensidad, la dedicación, el cuidado puesto en levantar una pared o despiezar una ternera, un indicador subjetivo pero en todo caso más fiable que las puntuaciones numéricas que él utiliza. El minutero telefónico vuelve a detenerse en la pantalla de la derecha, y como siempre tiene el impulso de comprobarlo visualmente: mira a la teleoperadora, pero esta vez ella le devuelve la mirada y levanta la mano, no para saludarle sino para hacer un gesto con dos dedos que imita una tijera que se abre y se cierra. Él devuelve una sonrisa, aunque sabe que su gesto no es una forma de colaboración, un aviso por si el programa falla y no se detiene el minutero, sino un reproche. De hecho, a su sonrisa ella responde plegando la tijera y estirando el dedo corazón para enviarle una señal universalmente conocida, que subraya moviendo los labios despacio para que se le entienda sin necesidad de oírla: vete a tomar por culo. Él baja la mirada, y vuelve a teclear líneas de código, aunque en la pantalla ve reflejada la sonrisa imbécil que todavía le cuelga de la boca. No merece la pena disculparse una vez más, ya se ha cansado de dar explicaciones y justificarse, lleva una semana cumpliendo una pena que no le corresponde, así que hoy no va a levantarse para acercarse a la mesa de la teleoperadora y repetirle lo mismo que ha repetido varias veces cuando ha coincidido con alguno en el cuarto de baño, lo mismo que ya dijo a todos hace cinco días, cuando la administrativa cotilleó en uno de sus ordenadores y él se puso tan nervioso que acabó confesándolo todo. Luego se arrepintió, pues si hubiese estado más entero, si no hubiese balbuceado y se hubiera comportado con naturalidad, podría haber salvado la situación, lo más probable es que ella no hubiese descubierto nada, apenas le había dado tiempo de arrancar la aplicación, y como todavía no está muy afinada la interfaz para usuarios nadie más que él entendería de qué se trataba, habría visto unas gráficas con iniciales que sólo él sabe qué significan, unos cuantos minuteros activos, y lo más inteligible a primera vista habrían sido las etiquetas con sus nombres, no con sus nombres sino con sus roles: Albañil, Operaria de cadena, Carnicero, Mozo de almacén, Teleoperadora, Limpiadora, Mecánico, Costurera, Camarero, Administrativa, Informático y Vigilante; pero incluso eso podría haberlo explicado, qué necedad no tener preparada una coartada para el día en que algo así ocurriese, en que alguno de los trabajadores se acercase a su mesa y viese en la pantalla algo más que líneas de código en un lenguaje incomprensible; podía haberle dicho que se trataba de una aplicación de gestión de nóminas, incluso de gestión de recursos humanos, y no le mentiría, de eso se trata hablando con propiedad, pero no supo improvisar, fue torpe al pedirle en voz baja que por favor no dijese nada a nadie, que se lo explicaría todo pero no allí, mejor en la calle o en el baño, todo con balbuceos y mirando de reojo al resto de trabajadores, nunca se le ha dado muy bien disimular y aquel día todo en él, su hablar atropellado, su gestualidad, el movimiento de sus ojos, eran una inculpación, de modo que cuando la agarró del brazo, en un gesto desesperado para controlar su reacción, ella le gritó, rompió su costumbre de hablar entre susurros y gritó, no para reforzar su enojo sino para que todos la oyeran: eres un chivato, nos estás espiando. Su voz subió al techo alto de la nave, rebotó en las paredes vacías y aprovechó la falta de otros ruidos, al estar la máquina de coser apagada y el público tranquilo, para multiplicar su alcance. Por si no hubiese ganado suficiente eco, lo repitió con las mismas palabras pero a mayor volumen, justo cuando el silencio era total por la expectación del primer grito: eres un chivato, nos estás espiando, a lo que añadió, mirando ya a los demás y señalándole: es un chivato de mierda. Él la soltó del brazo, y se giró hacia los demás, que habían cesado sus actividades al oírla, como si el reproche hubiese hecho clic sobre algún botón en la ventana y todos quedasen congelados hasta el siguiente clic: el albañil con la paleta apoyada en el último ladrillo; el carnicero con un pollo agarrado por las patas, el cuchillo clavado en la mesa y la cabeza separada; la operaria de cadena con dos triángulos en una mano y dos rectángulos en la otra; la teleoperadora con la sonrisa de piedra y con un apellido a medio pronunciar; el mecánico sujetando una puerta que acababa de descolgar; la costurera cruzada de brazos; el camarero y la limpiadora apoyados en la barra del kiosco; el vigilante detenido en el último paso con que completaba una ronda por la zona de los baños; y hasta los espectadores en la grada de repente enmudecieron, ni siquiera comentaron, jalearon o rieron el grito de la administrativa. Todos clavaron sus ojos en él, que no sabía qué hacer con las manos, si cruzarse de brazos, juntarlas en posición de rezo para pedir perdón, o levantarlas como protección para evitar una agresión que de repente le pareció probable cuando todos los trabajadores abandonaron sus puestos y avanzaron hacia él, que retrocedió unos pasos: esperad, esperad, puedo explicarlo todo, no es lo que creéis. Quedó acorralado contra la pared lateral de la nave, y todos le rodearon estrechando el cerco. Balbuceó un comienzo de frase exculpatoria: no penséis mal, es un error; pero por encima de sus cabezas vio cómo la administrativa se había sentado en su silla, había encendido de nuevo el ordenador central así como los dos laterales, y manejaba el ratón para abrir ventanas. Qué tienes que explicarnos, preguntó el mecánico. Yo no soy un chivato, respondió él. Qué cabrón, lanzó la administrativa desde su mesa, aunque acorralado como estaba él no podía ver qué ventanas estaban abiertas en las pantallas. El público parecía reanimarse ante la escena, tal vez preparaban las cámaras y teléfonos para grabar una nueva pelea, incluso algo mejor, un linchamiento, a ello apuntaba la manera en que el camarero le dio un manotazo en el hombro: ya puedes soltarlo todo, qué mierda pasa aquí. Vale, concedió él, os lo contaré todo, pero aquí no, vamos fuera, por favor. Varios de ellos volvieron la mirada hacia la grada y a continuación asintieron, así que echaron a andar hacia la puerta del fondo, él delante y los demás detrás y a ambos lados, rodeándole como para cerrar un intento de fuga. Cuando empezaron a cruzar la puerta hacia la parte trasera de la nave, los espectadores comprendieron y empezaron a silbar y patalear, algunos gritaban: tenemos derecho a saber, que lo cuente aquí, no queremos censura, y en seguida se extendió una consigna a la que alguien dio entonación y que acabaron coreando todos: queremos saber, queremos saber, queremos saber, queremos saber, acompañando con palmas rítmicas y golpes de zapato en el suelo metálico de la grada, queremos saber, queremos saber, mientras la administrativa se levantaba de la mesa y echaba a correr hacia la puerta por la que ya habían salido todos menos el vigilante, que se quedó de pie ante la bulliciosa grada, deslumbrado pero firme, como el soldado que en la huida del batallón se sacrifica y se queda para contener a los enemigos y que los demás puedan escapar. Queremos saber, queremos saber.

Querían saber, y han sabido, pues todo lo que ocurre aquí acaba sabiéndose, y aquella misma noche en un par de programas televisivos se contó lo sucedido, y hasta se mostró una fotografía donde se le veía tecleando en su ordenador, aunque ya no le llamaban el informático, ni el chico del ordenador, sino el chivato, los tertulianos lo repitieron varias veces al comentar el caso, y uno avanzó la hipótesis de que tal vez él fuese el cerebro de todo esto, el responsable de la performance, experimento o circo que todos llevaban semanas intentando descifrar. De forma que no le extrañó cuando al día siguiente, al entrar en la nave a su hora habitual, fue recibido con silbidos y gritos de chivato, chivato, chivato, y cada vez que se levantaba para ir al baño era de nuevo abucheado, costumbre que se ha repetido hasta ayer, pues hoy es el primer día que ha podido entrar y tomar asiento sin insultos, no sabe si porque le han indultado, si consideran que ya ha cumplido su pena con cuatro días de reprobación, o si es que hoy han venido muy pocos y desganados, pues apenas se les ha oído en toda la mañana. Aquel día sí se les oía, y de qué manera; mientras hablaban en la trasera de la nave, con la puerta cerrada, apenas se oían entre ellos por el estruendo de chiflidos, palmas y el estribillo repetido, queremos saber, queremos saber. Tal vez habría sido mejor dar las explicaciones en público, junto a la grada, no tanto porque los espectadores lo merecieran, sino porque sería una garantía de no ser golpeado por sus furiosos compañeros, pues al salir por la puerta había quedado a merced de ellos, fuera de la vista de los espectadores, que con tanto escándalo ni siquiera oirían sus gritos de socorro si llegara el caso. Lo primero era calmar los ánimos, así que pidió a sus compañeros que le dejasen hablar, él podía explicarlo todo, y no debían precipitarse al juzgarlo. Sin embargo, cuando callaron para concederle la palabra, no fue él sino la administrativa quien la tomó en funciones de fiscal: nos ha mentido todo este tiempo, se ha dedicado a controlarnos, en el ordenador apunta el tiempo que trabajamos, las pausas que hacemos, y me imagino que también controla lo que produce cada uno, porque le pillé esta tarde leyendo el mismo documento que yo estaba escribiendo en mi ordenador. Yo no os he mentido, comenzó él, venciendo el tartamudeo nervioso; no os he mentido, sois vosotros los que nunca habéis querido saber a qué me dedicaba.

En efecto, en nueve semanas apenas le habían preguntado por sus ocupaciones en la nave. Los primeros días lo llamaban el chico del ordenador, y no fue hasta la tercera semana cuando la teleoperadora se acercó a su puesto y le preguntó, tú qué eres, a qué te dedicas, y él respondió con sinceridad pero ajustándose a los límites de la pregunta: soy informático, me han pedido que desarrolle una aplicación de gestión de recursos humanos. Ah, vale, concluyó ella, que no necesitó saber más, le bastó ver la pantalla del único ordenador con que todavía trabajaba, pues estaba aún en la fase inicial, configurando el programa, y todo su tiempo hasta entonces lo había empleado en planificar, definir los requisitos, diseñar la arquitectura, dibujar diagramas, especificar el funcionamiento de cada una de las partes, y acababa de empezar a introducir el código fuente, que fue lo que ella vio en la pantalla, una sucesión incomprensible de caracteres, letras, números, signos, que convencieron a la teleoperadora de que en efecto era un informático, que para ella, como para el resto de trabajadores cuando supieron que era informático, significaba algo ajeno a su comprensión, una profesión que todos saben que existe, que saben necesaria, que relacionan con muchas actividades, pero ahí termina todo, ven a los informáticos como sacerdotes, brujos, dueños de un lenguaje mágico que hace funcionar el mundo con sus órdenes, que consiguen con sus instrucciones oscuras que las máquinas hagan lo que se les pide y todo sea más fácil, los ordenadores pero también las puertas que se abren solas a nuestro paso, el teléfono que toma fotografías, el cajero automático, los aviones que despegan y aterrizan sin chocar entre sí, el escáner que nos detecta un tumor; la gente sabe que eres informático y lo más que se les ocurre es pedirte que le eches un vistazo a su impresora, no quieren saber más porque es un mundo que les va grande, donde se pierden, donde se sienten pequeños; prefieren no saber porque ven a los informáticos como seres poderosos, dueños del secreto, pero también porque pese a ese poder y ese secreto en el fondo no desconfían de ellos: cuando la teleoperadora le preguntó y él se identificó como informático, lo último que ella podía pensar era que estuviese vigilándoles, porque para la mayoría los programadores, los ingenieros que desarrollan aplicaciones e inventan nuevos aparatos, son el rostro bondadoso del capitalismo, gente poderosa pero volcada hacia el bien, a hacernos la vida más fácil, jóvenes triunfadores que no llevan corbata como los odiosos directivos multinacionales, chicos simpáticos que empiezan en un garaje y acaban fundando un imperio pero siempre con buenas intenciones, lo que menos les importa es el dinero, cuando tienen mucho lo dedican a obras de caridad en vez de comprarse yates y aviones privados porque no es eso lo que les motiva, tampoco el poder aunque lo tengan, lo suyo es otra cosa, ellos quieren cambiar el mundo, poner a nuestro alcance la información, desarrollar redes para que conectemos con nuestros amigos y conozcamos gente interesante en todo el mundo, facilitarnos el acceso a lo bello, a lo útil, a lo bueno, inventar nuevas máquinas que nos ahorren esfuerzo, tiempo, dolor; son los héroes del sistema, incapaces de hacer daño salvo al propio sistema: sólo saben ser malos a la manera de Robin Hood, convirtiéndose en hackers que se infiltran en los archivos del poder para desvelar secretos y denunciar abusos, para apoyar movimientos sociales y causas justas. A él le divierte esa imagen infantil de los informáticos, porque en cierta medida, cuando entró en la facultad, también él participaba de ese romanticismo, también se sentía elegido, también él fantaseaba con que algún día idearía un código fuente que le llevaría en línea directa desde el garaje familiar hasta los millones de usuarios, también él cambiaría el mundo con sus desarrollos, en cuanto encontrase una buena idea y la transcribiese en lenguaje de programación; y también él creía en la bondad intrínseca a la informática, hasta que fue descubriendo que eran informáticos los que hacían funcionar los ordenadores personales, los sistemas de coordinación del transporte público, la tecnología hospitalaria y los satélites, pero también eran informáticos los que capturaban datos personales para comerciar con ellos, los que inventaban una plataforma simpática para seducir a millones de usuarios a los que colocar publicidad personalizada; como informáticos eran los que programaban misiles, los que desarrollaban sofisticadas herramientas para especular en los mercados financieros, los que inventaban hábiles formas de fraude atrapando contraseñas, duplicando tarjetas de crédito y vaciando cuentas; informáticos eran los que ideaban nuevos sistemas de vigilancia, de espionaje; y los que, como aquí, creaban programas de control eufemísticamente llamados de gestión de recursos humanos.

Ésa fue la expresión que usó ese día, acorralado: mi trabajo aquí consiste en desarrollar una aplicación de gestión de recursos humanos, fue lo que me pidieron en la entrevista inicial, para eso me contrataron. Intentó tranquilizarlos explicándoles que no era nada del otro mundo, algo habitual en muchas empresas hoy, programas que controlan los tiempos de trabajo de sus empleados y miden la productividad individual y la colectiva, hay en el mercado varios tipos de software que usan métricas objetivas para valorar la actividad, el esfuerzo, la concentración, la fragmentación de tareas, la gestión del tiempo de cada empleado, explicó apoyándose en lenguaje técnico para apaciguarlos un poco aprovechándose de su ignorancia, no es nada ilegal, las empresas ponen relojes para ver a qué hora llegan y salen, todos lo habéis visto alguna vez, otras controlan en red los ordenadores de la oficina para ver en qué emplean el tiempo los trabajadores, qué programas y documentos abren, cuánto navegan y qué webs visitan, si usan redes sociales, si descargan música, si chatean, igual que controlan los consumos telefónicos, en qué mundo creéis que vivís, acaso no os han controlado nunca; y aunque la pregunta era retórica a continuación la redirigió a cada uno de ellos, para atraérselos a su causa o al menos rebajar la agresividad: tú, carnicero, no me dirás que en el matadero no controlaban tus horas de entrada y salida, tus pausas, el número de piezas que trabajabas, claro que sí; dime tú, teleoperadora, precisamente tú, no me digas que en el call center no había un supervisor que cronometraba las llamadas y te enviaba un aviso al ordenador si te alargabas más de lo establecido, o si pasabas mucho tiempo desconectada, y todo eso se reflejaba luego en tu nómina, no me digas que no lo sabías; tú también, siendo operaria de cadena sabías que un error en la secuencia era inmediatamente detectado por el sistema, y cada movimiento tuyo, cada entrada y salida, cada visita al baño, quedaba recogida en los relojes de control; y tú, administrativa, cuando me viste revisando tu documento, no me digas que nunca te diste cuenta de que el departamento de personal de la empresa donde estabas antes también tenía acceso a tu ordenador, que seguramente tenía instalado un programa que contabilizaba y cronometraba las veces que encendías y apagabas, los estados de reposo, el uso de cada aplicación, el tiempo empleado en un documento, las correcciones, los archivos enviados a la papelera, tal vez un programa que permitía ver desde otro ordenador lo que tenías en pantalla en cada momento, además de por supuesto supervisar el uso de internet, bloquear el acceso a determinadas webs, y espiarte no ya los documentos de trabajo sino el correo electrónico y revisar los números de teléfono a los que habías llamado; y eso no es nada, todo eso es lo conocido, lo legal, lo que incluso aceptan los representantes sindicales, pero hay mucho más que no conocéis, hay oficinas donde instalan cámaras ocultas, sistemas de detección de movimiento, sensores de temperatura en las salas y pasillos, ordenadores con webcam que se activa sin que el usuario lo sepa y graban lo que hace y lo que dice, tanto si se mete el dedo en la nariz como si hace un crucigrama o se caga en los muertos del jefe; sensores en la cisterna y el grifo del baño para comprobar a qué vas tantas veces al baño, teléfonos móviles de empresa que llevan un localizador posicional para controlar si después de la reunión vuelves directamente a la empresa o echas un rato en el centro comercial, micrófonos ocultos y hasta detectives que hurgan donde no llega la tecnología por sí sola, trabajadores infiltrados que ponen a prueba la lealtad a la empresa, falsos clientes que miden la calidad de la atención, reconocimientos médicos que rastrean drogas y enfermedades en tu sangre y orina sin tu consentimiento; no me miréis así, en qué mundo vivís, todos sabéis de qué hablo, os han controlado antes de que lo hiciera yo, también tú, albañil, o tú, mecánico, no habréis sido controlados por un programa informático pero sí por un encargado de obra o un jefe de taller al que bastaba miraros mientras trabajabais; todos hemos sido vigilados para ver cuánto trabajamos, para que no nos escaqueemos, para que no robemos ni usemos los recursos de la empresa para uso personal, para que no pasemos información a la competencia, para que no nos distraigamos, para que no hablemos mal de la dirección y difundamos informaciones que solivianten a los trabajadores, y por supuesto para el propósito declarado, para aumentar nuestra productividad, para calcular al detalle cuánto costamos a la empresa, para introducir cambios en la organización en función de nuestros resultados, para cambiarnos de puesto, para darnos un toque de atención o despedirnos si no alcanzábamos los objetivos de producción, en qué mundo creéis que vivís, con qué derecho me llamáis chivato.

Pese a su discurso, en el que enfatizaba la indignación para ganar su complicidad, para que le vieran como uno de ellos, no parecieron conformarse con las explicaciones, y pidieron más, querían saber, como al otro lado de la nave seguía gritando el público, queremos saber, queremos saber. Le pidieron que aclarase de qué manera controlaba la productividad, qué era lo que medía en cada uno, y qué hacía con la información obtenida. Él contó que no le habían detallado los requisitos que buscaban con la aplicación, que sólo le habían pedido que desarrollase un programa con el que medir los tiempos y la productividad, y que esos datos, que él enviaba a diario en un informe a la dirección de correo electrónico que le dieron, tenían efecto sobre sus salarios, ya habrían notado que les descontaban errores, tiempos no trabajados, retrasos en la entrada. La mención a los salarios, al dinero que habían dejado de cobrar mediante su aplicación de gestión de recursos humanos, así lo pronunció el mecánico imitándole burlón, encendió de nuevo los ánimos, pues no sólo era un chivato sino que por su culpa habían ganado menos dinero. Él se escudó en sus contratos, les acusó de no haber leído bien lo que firmaron cuando aceptaron trabajar aquí, allí estaba todo escrito: la vinculación de los salarios a la productividad efectiva y al tiempo trabajado, los cambios en las condiciones, los incrementos arbitrarios en los objetivos, y la conformidad para ser observados mientras trabajaban. Al decir esto último tuvo un instante de lucidez y vio otro clavo al que agarrarse, así que se creció: un momento, un momento, explicadme algo que no entiendo: a todos os preguntaron en la entrevista si os importaba que os observasen mientras trabajabais, verdad, y de hecho habéis aceptado lo que muchos no admitirían, hacer vuestras tareas bajo unos potentes focos y mientras cientos de espectadores os miran, os fotografían, os graban, os aplauden y os abuchean. Así es, dijo el mecánico, y todos asintieron mientras de fondo se oían en efecto aplausos y abucheos, como reforzando su razonamiento, así que esperó unos segundos antes de continuar, para que todos escuchasen bien al público, y añadió: y me estáis acusando de espiaros, os indigna saber que alguien observa vuestro trabajo, después de que tenéis cientos de ojos y unos insoportables reflectores sobre vuestras cabezas todos los días y a todas horas. El parlamento dio resultado, pues varios de ellos asintieron y relajaron la postura, el albañil, el carnicero, la teleoperadora, el mecánico; aunque la costurera y la administrativa insistían en su acoso. No es lo mismo, replicó la costurera, no tiene nada que ver, una cosa es que nos miren y otra que te dediques a fisgar sin nosotros saberlo, pienso denunciar a la empresa, esto no puede ser legal. Perfectamente legal, la interrumpió él, ya os he dicho que yo no he inventado los programas de gestión de recursos humanos, de hecho lo que hice fue usar como base una aplicación comercial ya existente y adaptarla a las peculiaridades de esta empresa, si se puede llamar empresa, alterar los perfiles para adecuarlos a cada actividad, modificar el código fuente para añadir funciones y valores, pero siempre partiendo de algo que es legal y nada extraño en otras empresas, os lo aseguro.

Seguían escuchando de fondo el coro de protesta, queremos saber, queremos saber, y acaso contagiados de la proclama varios de ellos se sumaron a la petición, querían saber más, le exigieron que detallase qué era lo que controlaba de cada uno de ellos. Él les explicó que no era nada excepcional, lo típico, las horas de entrada y de salida de cada uno, el tiempo efectivo de trabajo, las pausas, y algunos valores de productividad dependiendo de cada trabajo: al albañil le anotaba las paredes completadas; a la operaria de cadena le medía el número de cajas rellenas en varios momentos del día con distintas intensidades y luego calculaba la media; al carnicero el número de animales preparados y el tiempo empleado en cada uno; a la teleoperadora lo mismo que en cualquier centro de atención telefónica, el número de llamadas, la duración, las pausas, las encuestas completadas; a la limpiadora el tiempo efectivo de limpieza y la frecuencia de paso por baños, puestos y otras zonas; al mecánico los coches desmontados y el tiempo empleado en cada sector; a la costurera los metros de tela, los carretes de hilo gastados; al camarero el gasto de suministros y el resultado diario de la caja registradora; a la administrativa el número de páginas mecanografiadas y una comparación automática de originales y copias para detectar errores; al vigilante la frecuencia en las rondas y el número de intervenciones. Y por supuesto iba actualizando la aplicación cada semana, para adaptarlo a los cambios de objetivos y de ritmo que les iban ordenando. No contó más, y por suerte estaban todos tan impactados, estupefactos o furiosos con el descubrimiento que no se dieron cuenta de que faltaba información, que no podía ser todo, pues esos datos no bastaban para los descuentos que habían conocido en sus nóminas; así que como parecieron conformarse con las explicaciones, prefirió no dar más detalles, y no les contó que había ido perfeccionando el código fuente original para incluir nuevas categorías, algunas muy subjetivas, otras aleatorias, con las que aumentó el nivel de control: no dijo que al albañil le anotaba las paredes hechas pero también le puntuaba en una escala del uno al diez la intensidad con que trabajaba; no contó que a la operaria de cadena le llevaba la cuenta de las veces en que una pieza se le resbalaba, era fácil hacerlo, no exigía una atención permanente, cuando la pieza golpeaba en la chapa del suelo él hacía clic en el contador al escuchar el ruido metálico; calló que al carnicero le había asignado dos escalas en las que valoraba el esfuerzo y la atención puesta en un corte cuidadoso; no reveló que a la teleoperadora le anotaba una incidencia cada vez que se acercaba a la mesa de la administrativa o al puesto de la costurera para comentar algo; no dijo que puntuaba del uno al cinco la limpieza de los baños y de las zonas de trabajo después de que la limpiadora los hubiese fregado; no confesó que había creado varios algoritmos para calcular desviaciones de rendimiento y márgenes de error para que luego, al ver los descuentos en las nóminas, creyesen que en efecto alguien supervisaba milimétricamente la producción cada día y era capaz de anotar con precisión los metros de tela mal bordados, las páginas saltadas de un libro al transcribir, las cajas donde faltaba una pieza metálica; y todavía más: tenía recuadros para anotar incidentes, discusiones, distracciones, e incluso escalas para valorar el grado de lealtad, la dedicación, la atención puesta, decenas de datos que al final del día llenaban con tablas y gráficas un voluminoso informe que no enviaba a ninguna parte, que guardaba para él, pues a la dirección de correo electrónico sólo mandaba lo que le habían pedido al principio del proyecto, el control de tiempos, los indicadores básicos de productividad y los nuevos cálculos de desviaciones para descontar errores, nada más, pues todo lo que añadió, todo lo que ideó, todo lo que ha ido dibujando durante semanas mediante diagramas en el cuaderno para luego darle forma de línea de código y finalmente ejecutar en el programa, lo hizo él sin que nadie se lo pidiera, sin que además sirviese en realidad para nada.

El albañil regresa de la pausa del cigarro y, desde lejos, le hace una señal, el pulgar hacia arriba y luego golpea con el índice su reloj de pulsera: mensaje recibido, mueve el ratón para que el otro crea que pone en marcha otra vez su cronómetro pero no ha hecho clic sobre él, lo hará sólo cuando de verdad empiece a trabajar, cuando recupere la tensión perdida por la pausa y tome las herramientas. Cómo va la guardia hoy, carcelero, le dice la teleoperadora, que se ha acercado por detrás sin que la oyese llegar, y que le manotea el hombro mientras habla en voz alta para que la oigan los espectadores y se unan a la burla: párame el reloj que no estoy en mi sitio, y dime, tienes algún sitio para apuntar las burlas al carcelero, o eso no me lo descuentas de la nómina. Queda en silencio unos segundos, con el rostro vuelto hacia la grada, los ojos encogidos por la luz, pero no obtiene eco. Apunta en tu informe que hoy los espectadores son pocos y aburridos, dice la teleoperadora mientras echa a andar hacia su mesa, pero se detiene a mitad de camino y le grita: ah, y no hace falta que me sigas cronometrando, hoy me largo, ya he cumplido mi condena.

Una menos. A este paso no llegan vivos a la próxima semana. Al día siguiente de que descubrieran que el inofensivo informático les controlaba, no vinieron ni la costurera ni la administrativa. Y ayer fue el camarero el que, a mitad de jornada, cerró el kiosco y fue uno por uno despidiéndose de los que quedaban, de todos menos de él, al que hizo un corte de mangas antes de salir y le gritó: apúntame ésa en mi cuenta. Con el camarero se fue la limpiadora, la prostituta, y como nadie espera ya que vayan a enviarles la sustituta que pidieron para la limpiadora original, de nuevo tendrán un problema con los baños, aunque como cada vez hay menos espectadores no ensuciarán tanto, y además ninguno confía en que esto pueda durar ya muchos más días: el albañil y el carnicero parecen los más dispuestos a continuar hasta el final, ambos dicen estar conformes con las condiciones y el sueldo, y saben que fuera de aquí no iban a estar mucho mejor. Tampoco parece a disgusto el mecánico, que alguna vez contó que esto para él no era trabajar, le entretiene desmontar coches. En cuanto al vigilante, fue el primero en entrar aquí, cuando le pusieron al cuidado de la nave mientras la acondicionaban antes de que ninguno de ellos empezase a trabajar, y con las mismas asegura que será el último en salir, el que apague la luz cuando digan que hasta aquí hemos llegado.

Una pena que se acabe ya, ahora que el programa está tan avanzado pero cuando todavía admitía mejoras. Tendrá que seguir afinándolo en su casa cuando cierren la nave, se instalará en su dormitorio con sus dos ordenadores como si fuese el garaje fundacional de un genio, y pulirá los últimos detalles, desarrollará la interfaz, lo someterá a prueba, y entonces habrá que buscar un inversor o una compañía de software que quiera apostar por él. En cualquier caso aquí ha tocado techo, no dan más de sí estos trabajadores, no caben más parámetros para medir el rendimiento y la productividad ni más controles sobre sus tareas, necesitaría más recursos, más dinero, más tecnología, unos cuantos equipos informáticos más, un par de programadores a sus órdenes, y un cheque de varios ceros para poder comprar periféricos con los que experimentar, se le han ocurrido muchas posibilidades, detectores de movimiento ocular en las pantallas de los trabajadores, sistemas de reconocimiento facial que valoren los grados de atención, adaptar los sensores de aviso de fatiga que se usan en los volantes de los coches e instalarlos en teclados, ratones e incluso herramientas manuales; puede sonar descabellado, y tal vez deba descartar muchas de las ideas que ha ido anotando en el cuaderno, pero el futuro es de los audaces, desarrollos tecnológicos que hoy nos parecen normales sonaban disparatados hace una década, las posibilidades son muchas, y si quiere que esta sea su oportunidad debe innovar, debe arriesgar, ofrecer un producto que no tenga nadie, algo que vaya más allá del clásico control de tiempos y de productividad, él no se irá de aquí con las manos vacías, estos dos meses no son un tiempo perdido, se lleva su programa, que ya ha registrado a su nombre para asegurarse de que la empresa o quien esté detrás de todo esto no intente apropiarse de él, igual que ha protegido el código fuente para que nadie tenga acceso al mismo; si sabe moverse podrá además aprovechar la repercusión que todo esto ha tenido, la atención de los medios durante tantas semanas, aprovecharlo para promocionar su creación, para darla a conocer a los potenciales clientes, incluso tiene ya pensado el nombre para comercializarla: Panoptic.

Adiós, chivato, le grita la teleoperadora, ya con el bolso colgado y camino de la puerta. Chivato, repite él en voz baja mientras desactiva el perfil de la que ahora da un par de besos al mecánico, ambos ríen y dicen algo señalando hacia él, que los ignora y sigue tecleando. No le importan los insultos, tiene la conciencia tranquila, sabe que se ha limitado a hacer su trabajo, siempre hay alguien a quien le toca el trabajo sucio, si no lo hubiera hecho él lo habría hecho otro, incluso deberían darle las gracias, pues si no hubiera sido por él esto no habría durado tanto tiempo, si no se hubiesen sabido controlados, vigilados, descontados en sus nóminas cuando llegaban tarde o dejaban a medias una tarea, no habrían cumplido, no se habrían tomado en serio esto, no habría funcionado el experimento, el teatro o el circo o lo que sea esto; y sin embargo han aguantado, él ha sido más que carcelero, ha sido el pastor, los ha sometido. No le molestan las risas que todavía duran entre la teleoperadora y el mecánico, que no disimulan y se ríen señalándole con descaro, acaso esperando que el público se sume a la broma pero sin conseguirlo; no le molestan las risas ni los insultos, pues no ha llegado a tener buena relación con nadie aquí, siempre le ha molestado la inocencia con que los demás analizaban lo que estaba pasando en la nave, le parecía ridículo cuando se indignaban, cuando querían organizar protestas, cuando se preguntaban por el sentido de todo esto. No han entendido nada, se van de aquí sin comprender qué les ha pasado, y no será él quien se lo explique.

No se queja, no comparte el malestar ni la indignación de otros, podría decir incluso que ha sido feliz aquí. No sólo porque le hayan servido este tiempo y esta experiencia para dar forma a su idea y desarrollar una versión alpha de su Panoptic, con la que quizás pronto pueda crear su propia empresa de programación. Es que además a él le gusta esto, no sabe cuáles son las intenciones últimas, pero le gustó el planteamiento desde el primer día, cuando entró por la puerta sin saber qué encontraría y vio la nave tal cual se ha mantenido todo este tiempo: el espacio enorme que no lograban llenar, las paredes desconchadas, el techo de uralita altísimo, el suelo de cemento basto, los reflectores insoportables, la grada con espectadores, y en el centro ellos, aislados, desprotegidos, a solas con sus faenas, desnudos en su condición de trabajadores, convertidos en una metáfora que ninguno era capaz de nombrar, tal vez ni siquiera de reconocer, esto es el trabajo, esto son trabajadores, esto es trabajar, si alguno de entre el público pensaba otra cosa, desengáñese, pierda la inocencia, mírenlo, de esto se trata, doce personas que entregan tiempo, esfuerzo, atención, conocimientos, cansancio, salud, y no saben por qué lo hacen, no saben por qué no pueden evitar hacerlo, y tampoco saben para qué, cuál es el resultado, lo hacen por dinero, sí, por necesidad, sí, porque están en paro, porque tienen que pagar hipotecas y alquileres, porque tienen que comer, pero eso no es todo, hay mucho más. No sabe a quién, pero le gustaría agradecer a quien corresponda que, al planificar esto, decidiese incluir un informático, un programador como él, pues durante años se ha sentido así, igual que en esta nave. Bien pronto se desengañó y se desprendió del romanticismo y la ingenuidad, dejó de sentirse importante y ufanarse como hacían otros informáticos que se creían príncipes llamados a gobernar un nuevo mundo, cuando vio que él no era más que otros, no dejaba de ser un trabajador más, no tan diferente del albañil o el mecánico o la costurera. Se sintió así incluso cuando fue becario en una empresa de software que reproducía en sus instalaciones el modelo prometido a los aspirantes a la gloria, un centro de trabajo que respondía hasta en el último detalle decorativo a la intención de no parecer un centro de trabajo: mesas y sillas todas diferentes y de colores alegres, sofás de tapicería infantil, máquinas de refrescos, alfombras donde cualquiera podía trabajar recostado en el suelo con su ordenador si así lo quería, bandejas con gominolas, un futbolín, juguetes por todas partes, la inevitable canasta para encestar pelotas, y todos vestidos con ropa deportiva, camisetas, pantalones cortos, zapatillas, sin que nadie les reprochase por no ir rasurados o por poner los pies sobre la mesa; y sin horarios, no había un programa de gestión de recursos humanos con ficha y reloj que controlase si llegaba a su hora o cuánto tiempo se tomaban para comer, tampoco estaba mal visto navegar por internet o escuchar música en el ordenador, era la oficina ideal, cualquiera de los que están aquí, en la nave, habrían sido felices en un sitio así, pero él no, no por mucho tiempo: cuando llevaba un par de meses empezó a sentirse tan desnudo como aquí, le oprimían tanta simpatía y tanta insistencia en la libertad, la autonomía y la falta de jerarquía: podía echar una partida de futbolín con sus compañeros cuando quisiera, podía tumbarse en el sofá y jugar con la consola, y podía desplazarse sobre patines por los pasillos, pero al mismo tiempo su dedicación era absoluta, estaban desarrollando una nueva aplicación y no había jornada laboral, nada distinguía las horas de oficina del tiempo fuera de allí, llegaba tarde por la mañana pero también había noches que acababa durmiendo tres horas en el sofá porque no quería irse sin resolver un conflicto, los fines de semana acudía a la oficina y si se quedaba en casa tenía el ordenador que le regaló la empresa el primer día y seguía tecleando líneas de código sin parar; mientras se duchaba, mientras hacía deporte, mientras comía estaba pensando en los problemas pendientes, buscando una solución a un atasco en el desarrollo, en contacto permanente con los demás programadores, se escribían correos y mensajes de teléfono a cualquier hora del día o de la noche, y además en casa leía revistas y visitaba webs sobre el mismo asunto, estudiaba nuevos lenguajes de programación sin que nadie se lo pidiese, comía cualquier cosa y deprisa sin dejar de teclear, y a pesar de todo eso, o precisamente por todo eso, durante un tiempo se creyó feliz, se decía afortunado, era uno de los elegidos, estiraba el chicle de la mitología de los informáticos, los triunfadores de la nueva economía, del garaje al campus tecnológico, por ahora seguía siendo un asalariado pero un asalariado privilegiado, la tecnología había acabado con el trabajo tal como sus padres lo conocieron, ya no había relojes para fichar, ni jefes severos, ni siquiera era imprescindible estar en la oficina, podía trabajar en pijama desde casa si estaba enfermo o si había huelga de transporte, las mujeres tenían facilidades para cuidar a sus hijos mientras estaban conectadas con el resto de ingenieros y participaban en reuniones mediante ciberconferencia a la vez que daban el pecho o preparaban la papilla, y además la empresa les daba tiempo para relajarse, para distraerse, para jugar, porque el ocio también era creativo; les daba tiempo para echar partidos de baloncesto con los compañeros porque el deporte de equipo también era creativo; les daba tiempo para pensar, para imaginar, para intentar nuevos productos y equivocarse hasta encontrar una nueva aplicación de éxito; era un asalariado afortunado pero además contaba con la promesa de que algún día tal vez encontraría su idea, su algoritmo, su aplicación con la que ganar mucho dinero y dejar de programar para otros, tener su propia empresa, su oficina con sofás, futbolín y refrescos gratis, haría también presentaciones públicas en camiseta; estaba agotado física y mentalmente, dormía poco y no tenía más vida que la programación, si salía a tomar unas cervezas era con compañeros y acababan poniendo sobre la mesa sus portátiles para consultar unos a otros sus dudas y resolver juntos algún problema de desarrollo, estaba agotado y tomaba anfetas para mantenerse activo, pero no se quejaba, porque además de estar entre los elegidos, lo suyo no era trabajar, era otra cosa, él no era un albañil ni un conductor de autobús ni nada parecido, aquello no era un trabajo, era otra cosa, una pasión, una afición, algo que harían incluso sin cobrar, el dinero era lo de menos, programar era algo creativo, algunos lo equiparaban a un juego, qué otra cosa podía ser sino un juego, todo el día conectados y en un ambiente escolar como aquella oficina; para otros era un arte, eran artistas, estaban creando, y quién ha visto a un artista quejarse, respetar horarios o pedir días libres. Hasta que un día, estando en la oficina de madrugada, se había quedado solo y tecleaba líneas de código, le dolían los hombros tras tantas horas sentado ante el ordenador, tenía el cuello cargado, le picaban los ojos, y se estaba quedando dormido, había cometido varios errores al escribir, tras dar un par de cabezadas tuvo que revisar las últimas líneas escritas en estado de somnolencia, pero no podía marcharse, pues al día siguiente era la fecha límite para terminar su parte. Descubrió que no estaba solo a esa hora de la noche, visitó el portal donde todos los miembros del equipo iban colgando sus aportaciones y comprobó que había otros dos programadores tecleando código a la vez que él, desde sus casas o donde estuvieran, razón suficiente para seguir hasta el amanecer. Se frotó los ojos, estiró los brazos, se levantó y paseó por la oficina, cambió de actividad para espabilarse. Tiró un par de veces a canasta, echó una partida en la consola tumbado en el sofá, metió varios goles en el futbolín de portería a portería, y después cogió del cajón una pastilla de colores y buscó un poco de agua para tragarla. En ese momento, al acercarse el vaso a los labios, miró a su alrededor, la oficina en penumbra, el flexo sobre su mesa, las sillas de colores, los carteles de superhéroes en las paredes, la canasta, el futbolín, las cajas vacías de pizza sobre la mesa de reunión, y todo le pareció mentira, un decorado que en cualquier momento se vendría abajo y detrás aparecería una nave como ésta, paredes desconchadas, un techo alto y oscuro, suelo rugoso, unos focos potentes y en el centro él, él con su mesa y su ordenador, solo.

No hay nadie, no hay nadie. El vigilante llega de repente, viene a paso rápido y grita: no hay nadie. El albañil, el carnicero, el mecánico y él, los últimos supervivientes, detienen sus tareas. Sueltan sus herramientas y se acercan al guardia, que señala hacia la grada con una mano y con la otra les hace señas para que se aproximen. Juntos cruzan la zona iluminada hasta ingresar en la penumbra, detrás de los reflectantes, donde pocas veces han entrado aunque nada se lo impidiese, sin que hubiese una prohibición o una barrera invisible. Ven la grada, en efecto, vacía. Nadie, ni un solo espectador, toda una grada con decenas de asientos sin ocupante. Se miran unos a otros, el albañil se encoge de hombros. El vigilante es el único que tiene algo que decir: he esperado antes de avisaros, por si llegaba alguien, pero nada, no ha venido nadie en toda la mañana. Qué hacemos, pregunta el mecánico. Sigue un silencio de varios segundos, miran la grada como esperando una respuesta de ella misma, de los hierros, de los asientos de plástico verde. Pues qué vamos a hacer, dice el carnicero, que se aleja de ellos de vuelta a la zona iluminada: seguir trabajando, seguir trabajando, qué otra cosa podíamos hacer. Los otros hombres quedan junto a la grada, y ven al carnicero avanzar hasta que llega a su puesto, toma el cuchillo y sigue con el pollo que había dejado a medias, le separa las alitas, luego los muslos, corta la pechuga y lo tira todo a una bandeja, coge otro pollo y lo decapita antes de trocearlo. Los demás, al pie de la grada vacía, lo miran con curiosidad, por primera vez lo están viendo como les veían a ellos los espectadores, bajo esa luz, desde este lado. El mecánico se dirige a él: tú qué dices, qué hacemos. Pero él se encoge de hombros, más para expresar indiferencia que ignorancia. El albañil en cambio echa a andar también hacia su puesto: el carnicero tiene razón, yo sigo a lo mio. Pero si nadie nos mira, comenta el mecánico, que también se acerca ya a su puesto, al coche a medio desguazar. Pues mejor, responde el carnicero dando una cuchillada en la mesa, más a gusto vamos a trabajar sin que nadie nos mire. Él permanece todavía en la grada, observa a los otros tres, el albañil que empieza la segunda hilada de una nueva pared, el carnicero que descuartiza el último pollo de la remesa, el mecánico que forcejea con el capó para sacarlo. El vigilante se aleja, dice algo pero no lo oye bien. Él decide sentarse en la grada, en la primera fila, desde donde se ve muy bien el trabajo de los demás.