El ingreso anual.

El ingreso anual.

El ingreso anual de cualquier sociedad es siempre exactamente igual al valor de cambio del producto anual total de su actividad, o más bien es precisamente lo mismo que ese valor de cambio. En la medida en que todo individuo procura en lo posible invertir su capital en la actividad nacional y orientar esa actividad para que su producción alcance el máximo valor, todo individuo necesariamente trabaja para hacer que el ingreso anual de la sociedad sea el máximo posible. Es verdad que por regla general él ni intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está promoviendo. Al preferir dedicarse a la actividad nacional más que a la extranjera él sólo persigue su propia seguridad; y al orientar esa actividad de manera que produzca un valor máximo él sólo busca su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentara fomentarlo. Pasa la página, recoloca el libro sobre el atril, y antes de continuar, con los dedos ya sobre el teclado, se inclina hacia la derecha para poder mirar lo que de otro modo le oculta la pantalla. Nada ha cambiado desde la última vez que se asomó: al otro lado de la nave la costurera permanece en la misma postura, sentada frente a la máquina de coser apagada, rodeada por rollos de tela, con los brazos cruzados y la cara vuelta ahora hacia la izquierda, con la vista perdida en la pared del fondo. Así lleva toda la mañana, desde que entró, cumpliendo su promesa de ayer. Llegó tarde, cando ya todos pensaban que no vendría; saludó a todos, que detuvieron sus trabajos para comprobar si seguía adelante con su plan o se había arrepentido; dejó su bolso bajo la mesa como cada día, se sentó en la silla, pero ni siquiera llegó a encender la máquina, ni mucho menos enhebrarla o colocar un rollo de tela: se cruzó de brazos desde el principio, eligiendo una postura corporal, el cruce de brazos, que subrayaba su decisión sin que tuviese que explicarla con palabras, aunque más exacto habría sido sentarse con el cuerpo flojo y dejar colgar los brazos a ambos lados de la silla, pues la expresión que ella utilizó ayer se parece más a eso: huelga de brazos caídos.

No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. Detiene otra vez el tecleo, y relee la última frase. La borra y la reescribe: No es la benevolencia del carnicero, del albañil, de la costurera, de la teleoperadora, del mecánico, del camarero, de la limpiadora, de la chica de las cajas, del mozo de almacén, del informático, del vigilante o de la administrativa la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. Pulsa de nuevo la tecla de retroceso, borra y reescribe otra vez la frase: No es la benevolencia del misterioso impulsor de este experimento; borra; de este espectáculo; borra; de este teatro; borra; de este circo; borra todo y empieza desde el último punto: No es la benevolencia de quien sea que esté detrás de esto la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. Borra una vez más, y vuelve al origen: No es la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero la que nos procura el alimento, sino la consideración de su propio interés. No invocamos sus sentimientos humanitarios sino su egoísmo; ni les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas. Aparta los dedos del teclado, se masajea las manos, estira los brazos hacia atrás y arquea la espalda, bebe agua de un botellín. Vuelve a mirar a la costurera, la encuentra en la misma postura, ni siquiera ha descruzado los brazos, aunque ahora le cuelga la cabeza hacia delante, desde aquí no puede ver si tiene los ojos abiertos o cerrados, pero no sería extraño que estuviera dormida, hoy hace más calor en la nave, y el día está yendo tranquilo, apenas hay ruido más allá del habitual fondo sonoro de los trabajadores, mientras el público está pacífico y parece poco numeroso hoy, sin los graciosos de otros días, apenas levantan la voz a la altura de un murmullo, probablemente para comentar lo de la costurera. Está a punto de reiniciar el tecleo, pero en el último momento aparta los dedos y se tapa la boca, un bostezo. Revisa cuántas páginas le quedan al libro colocado en el atril, calcula cuántas horas de trabajo serán. Después echa un vistazo a los libros que tiene a su izquierda, los que debe copiar esta semana. Los ojea, mira el número de páginas, echa la cuenta en una libreta, multiplica el total de páginas de los cuatro libros por el número de palabras aproximadas en cada hoja, una vez más por la cantidad de letras, y después lo divide por su velocidad mecanográfica, pulsaciones por minuto, y multiplica por sesenta para obtener horas, y ver si está en plazo de cumplir el objetivo de la semana. Rectifica el resultado a la baja, pues no ha tenido en cuenta las pausas, las distracciones como la actual, el descenso en el ritmo según avanza el día, desde el tecleo ininterrumpido y trepidante de la primera hora hasta la escritura parsimoniosa y con frecuentes pausas del final de la tarde. Echa un último vistazo a los libros pendientes, sus títulos: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado; La fábula de las abejas o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública; Principios de economía política; Salario, precio y ganancia. Esta semana toca clásicos, prosa enjundiosa y con largos párrafos llenos de subordinadas, cientos de páginas sobre las que pasa sin que apenas nada se adhiera a su cerebro, de vez en cuando se detiene y revisa lo escrito por si se ha saltado alguna página, se sorprende cuando termina un capítulo y comprueba que han sido treinta páginas seguidas de las que no podría contar nada, copiadas como si estuvieran escritas en otro idioma, una sucesión de caracteres sin sentido. Los primeros días se hizo la ilusión de que copiar libros sería más entretenido que trascribir documentos de gestión, pasar a limpio actas o completar bases de datos y hojas de cálculo, y además aprendería algo, se impregnaría de su contenido aunque fuese mínimamente; pero según pasaron los días comprobó que no era así, que tecleaba con el mismo automatismo de siempre, pasaba la vista por las líneas como si sus ojos fuesen un escáner y sus dedos reproducían lo capturado por la pupila moviéndose por el teclado como el brazo mecánico de una impresora, como si ella fuese una perfecta máquina de mecanografiar, el robot que tantas veces se ha sentido.

Una sensación que se agudiza ahora, desde el último cambio que le comunicaron hace dos días: más páginas por semana, y por tanto más páginas por día, por hora, de modo que debe alcanzar su velocidad más alta de tecleo y mantenerse en un nivel elevado de pulsaciones por minuto durante más tiempo, por lo que sus ojos escanean y sus dedos se desplazan mecánicos más que nunca, y de lo leído no queda nada, apenas se detiene en una palabra que le llama la atención, como le ha ocurrido hace un instante al encontrar un carnicero en la página. Como esta semana tocan clásicos, la próxima le tocarán libros de management, siguiendo la alternancia que se ha cumplido en las nueve semanas que lleva aquí, por la que a una semana de literatura económica clásica le sigue otra más ligera a partir de manuales de dirección empresarial, que son todo lo contrario: lenguaje sencillo, frases cortas, párrafos de pocas líneas, ideas elementales y tan sólo la dificultad de jerga empresarial y anglicismos que le hacen frenar para fijarse bien en todas las letras. No es que aprenda más con ellos, ni ganas tiene, pero le resultan más entretenidos de transcribir, se entera de algo más. La selección es variada, y ella intuye que responde a una intención, igual que la elección de clásicos, aunque no acaba de entender cuál es el objetivo, puesto que sólo ella conoce los títulos, no se enteran los espectadores ni tampoco sus compañeros, ni mucho menos los periodistas, de modo que si hay alguna intención política, propagandística, o incluso humorística en la selección de los libros que tiene que transcribir, no sale de aquí, todo el efecto muere en ella. Algunos ya los conocía, los vio hace tiempo en la estantería de un jefe que tuvo, aficionado a la autoayuda empresarial: El arte de la guerra para directivos; La nueva mística empresarial; El Pincipito se pone la corbata; Cuentos que mi jefe nunca me contó; Foucault para ejecutivos; La empresa cuántica; El feng shui de los negocios.

Me dejas un minutito y te limpio la mesa, cariño. Se sobresalta al oír la voz dulce a su espalda; se gira y ve a la muchacha que empuña un trapo y un pulverizador, sonriente. Hoy al menos ha cambiado su atuendo, no ha traído como ayer la minifalda, la camisa de redecilla y los tacones, sino unas mallas apretadas, unas deportivas y una camiseta de tirantes sin sujetador debajo, los pezones empujando el algodón. Lleva el pelo recogido en un moño alto, pero no ha prescindido en cambio del maquillaje, los labios agrandados de rosa, los párpados verdosos y las mejillas escondiendo el color real de la piel, lo que puede significar que no es una imposición del oficio sino una elección personal, aunque también puede indicar una doble jornada, que al terminar aquí prolongará el día ya en las calles del polígono. Claro que te dejo, espera que me levanto. Se retira de la mesa, deja a la muchacha que pulverice el tablero y refriegue el trapo, y aprovecha la pausa para acercarse hasta el puesto de la teleoperadora, que le guiña un ojo y le hace una señal con la mano para que aguarde hasta que termine la llamada en curso. Mientras espera mira a la costurera, que ahora está tocando la máquina, mueve manualmente el prensatela que sube y baja, pasa el dedo por el devanador, pero es sólo por distracción, pues en seguida recobra la postura anterior, los brazos cruzados. Debe de estar muy aburrida, lleva ya cuatro horas así, para eso podía haberse quedado en casa, aunque entonces su protesta perdería sentido. Ayer, cuando después de la discusión en la cafetería la costurera anunció su propósito, ella le dijo que para no arriesgarse a que la despidieran, podía en vez de cruzarse de brazos hacer como que trabajaba, encender la máquina y fingir que bordaba, para que no se notase tanto. Y en qué se diferenciaría eso de lo que hacemos ahora, preguntó la costurera divertida, no es eso lo que hacemos aquí, fingir, hacer como que trabajamos. Claro que hay diferencia, debería haberle contestado, aunque estaba cansada y no lo hizo: claro que no están fingiendo, ella al menos no llamaría fingir a estar ocho horas sentada frente al ordenador transcribiendo cientos de páginas. Es cierto que no se trata de nada productivo, no hay resultado, pero ése es un debate que reaparece una y otra vez en periódicos y televisiones desde que abrieron la nave, y ella se aburre ya con esas disquisiciones sobre si en verdad están trabajando o no. Ella está convencida de que sí, está trabajando, pues el efecto es el mismo que durante los años que ha sido administrativa en un par de empresas: ocho horas de su vida entregadas, lumbalgia por las horas sentada, dolor de cervicales y de muñecas, enrojecimiento de ojos, y al final del mes un sueldo. Todo eso lo hay aquí, como en cualquier trabajo hay también cansancio, molestias y sueldo, así que lo de menos es si copia un memorándum comercial o trescientas páginas de El Capital; la diferencia en esos casos no modifica su trabajo, y en tantos años ha mecanografiado muchos textos que a sus ojos eran más inútiles y absurdos que los que aquí transcribe. A cambio, claro que hay diferencia entre trabajar y fingir que trabaja, ella mismo lo probó a los pocos días de estar aquí, cuando una mañana decidió desatender sus obligaciones para comprobar si había algún tipo de control en lo que hacían, pero también por cansancio, porque tenía un día malo y nunca ha tenido remordimiento en simular, en pasar el día tecleando la misma frase durante horas, o transcribiendo cualquier cosa, letras de canciones, poemas juveniles, o archivando documentos que previamente había desordenado ella misma, era una forma de ganar ratos de descanso, pero también tenía algo de justicia, de reparación, de cobrarse las muchas horas que ya entregaba a la empresa; todos lo hacían de alguna manera, todos buscaban la forma de recuperar lo entregado, nadie pensaba que su sueldo compensase tantas horas, tanta atención, tanto cansancio, de modo que todos buscaban cómo salvar parte de lo que entregaban, ya fuera usando el teléfono de la oficina para llamadas privadas, ya llevándose a casa bolígrafos y blocs, ya utilizando el ordenador para su uso personal, o como ella, reduciendo la jornada real de trabajo al restarle un par de horas cada día en las que permanecía en su puesto, haciendo ruido con el teclado pero sin escribir nada. También lo hizo aquí los primeros días, y le sirvió para comprobar que era engañosa la sensación de falta de autoridad, la sensación de que están solos en la nave, a la vista del público pero autónomos, sin control, pues en la primera nómina vio que le descontaban las páginas que se había saltado sin transcribir, el tiempo que había pasado sentada en su mesa pero copiando decenas de veces que no por mucho madrugar amanece más temprano, o simplemente tecleando como quien toca un piano a oído, djiugfsi dshugs koshuys dsihgs ljugus. Con el añadido de que aquí, y eso sí lo hace diferente a otras empresas, no encuentra tanto descanso ni reparación en esas evasiones, su tarea tiene por sí misma tan poco sentido y es tan inútil que acaba resultándole demasiado similar escribir refranes o letras de canciones que seguir transcribiendo un grueso volumen sobre las condiciones de vida de la clase obrera inglesa en el siglo diecinueve; ambas actividades son igual de cansadas, implican el mismo tecleo y la misma postura del cuerpo sobre la silla. Tampoco es que escribir comunicaciones de un consejo de administración tuviese mucho más sentido que copiar libros. En todos los casos el sentido de lo trabajado está reservado a la empresa que dicta el documento, no al trabajador que lo teclea, y si aceptamos que aquí hay también una empresa, habrá que pensar que lo decisivo para la empresa, dada la presencia de espectadores, no es tanto que copie de la primera a la última página La riqueza de las naciones, como que teclee sin parar a la vista del público, de modo que, en su razonamiento aburrido de los primeros días acabó concluyendo que ese fingimiento, escribir la misma frase una y otra vez o transcribir canciones, no le permitían recuperar lo entregado. Así que acabó descartando esas simulaciones antes incluso de que la primera nómina le confirmase que sí que había un sentido en copiar página a página y sin cometer errores.

La teleoperadora termina la llamada y se quita los auriculares, que deja sobre la mesa. Ya ves, dice señalando hacia la ociosa costurera, está cumpliendo su promesa. Ya veremos qué pasa mañana, responde ella bajando la voz. Por si acaso yo le he pedido su número de teléfono, para que esta vez no nos pase como las otras veces. Oye, me vuelvo a mi mesa, no deja que la teleoperadora termine de hablar, se despide apresuradamente al oír silbidos en la grada. Hoy no ha venido el gracioso habitual que les reprende cuando paran de trabajar pero para ella el público, su presencia y sobre todo sus manifestaciones sonoras en las últimas semanas, han ocupado la función que en su trabajo anterior tenía el subdirector, que paseaba a menudo por la oficina y llamaba la atención a quienes alargaban la pausa del café junto a la máquina del pasillo o hacían corrillo en una mesa. Todos encontraban ofensivo aquel tutelaje, pero no protestaban porque el subdirector tenía la habilidad de ejercerlo situado en un equilibrio movedizo donde uno nunca estaba seguro de si el reproche iba en serio o era una broma, pues lo lanzaba con una sonrisa y usando expresiones escolares, venga, niños, que se acabó el recreo, al próximo que vea hablando me copia cien veces que en clase no se habla, qué revoltosos estáis hoy, voy a llamar a tus padres como sigas así; los recién llegados reían la broma y obedecían siguiéndole el juego, perdone, profesor, yo no estaba hablando, ha sido esa niña, hasta que después de un par de semanas, y viendo que las reprimendas se repetían más allá de lo que cabe en un chiste, entendían que iba en serio, que era una forma más eficaz e irreprochable de controlar a los trabajadores sin que se resistieran, y de hecho acababa creándose una relación jerárquica que tenía mucho de recuerdo escolar, sobre todo entre los más jóvenes, que recién salidos de la etapa educativa asumían así más fácilmente el sometimiento necesario en toda empresa, que en algunos casos es violento y en otras se implanta con sonrisas, tuteo y bromas recíprocas. Aquí no hay subdirector chisposo, ni compañero chivato, ni videocámara ni jefe tras una mampara de cristal desde donde supervisar toda la oficina pero, al menos para ella, el público juega ese papel: desde los primeros días le incomodó sentirse observada, le intimidaba comerse la manzana en la mesa, limpiarse la nariz, distraerse un minuto con la vista perdida o apagar el ordenador y recoger su bolso para salir al terminar, en todo momento esperaba una censura a sus actos, un silbido, un grito de reproche, unas risas, un aplauso como los que a veces había para el albañil, el mecánico o el carnicero cuando remataban una faena; y aunque ella no parecía recibir la misma atención que otros, pues su trabajo era poco vistoso, todo el día tecleando al ordenador, pese a ello estaba convencida de que en todo momento, más allá de los reflectores, habría al menos un espectador pendiente de ella.

Al llegar a la mesa comprueba con alivio que no iban dirigidos a ella los silbidos que le hicieron cortar la conversación con la teleoperadora. Al sentarse ve a su derecha la escena que los espectadores celebran con chiflidos y algún grito obsceno: el carnicero, en su puesto, está enseñando a la nueva limpiadora cómo se coge el cuchillo para separar costillas; más que instruirla está jugando con ella y sobre todo con el público; ambos representan la comedia del carnicero picante que simula una lección de corte para arrimarse a la muchacha: desde detrás de ella le toma la mano derecha con el cuchillo, y pone la otra mano en su cintura para corregirle la postura del cuerpo. El carnicero se sabe protagonista de su propia escena, el guionista le ha reservado unos minutos de gloria que no sólo serán aplaudidos, también grabados y difundidos, así que decide divertirse un rato, exagera los gestos, guiña el ojo hacia la grada, que le devuelve unas risas que en los vídeos que pronto circularán por internet sonarán a risas enlatadas de telecomedia; se pega mucho a la espalda de la chica y al hacerlo saca la lengua hacia el público, que parece encantado con la novedad, una forma de romper el tedio de una jornada que estaba transcurriendo sin discusiones ni espontáneos; un número cómico clásico, el pervertido y la inocente, pues ella también conoce el juego y lo sigue, pone cara de alumna aplicada pero un poco boba, marca morritos hacia el público, exagera su torpeza al cortar para que el otro se arrime más todavía. El resto de trabajadores ha parado y asisten a la escena con distintas actitudes: el albañil ríe a carcajadas y parece a punto de unirse a la representación, el mecánico cabecea con disgusto, la teleoperadora continúa su llamada pero su sonrisa marca un acento de repugnancia, la costurera ha descruzado los brazos y mira a la pareja como vería una mala serie de televisión, el informático observa por encima de la pantalla sin djar de mover el ratón, la chica de las cajas se muerde el labio aunque parece a punto de reírse, porque hay que reconocer que la escena es divertida, la complicidad entre profesor y alumna es tal que cualquiera pensaría que lo tenían ensayado, y termina cuando ella consigue cortar una costilla, que levanta como trofeo hacia el público, éste aplaude la hazaña y ríe la broma, y después ella estampa un beso en la mejilla de su maestro y lo abraza sin soltar el cuchillo, lo que da pie para que él se ponga una careta de espanto y gesticule con muecas de cine mudo hacia los espectadores, que además divisan la huella rosa en su cara, y así termina el intermedio humorístico, todos vuelven al trabajo, ella recupera la fregona, él busca la media ternera que cuelga en el gancho, y la nave recupera la normalidad, aunque durante un par de minutos queda un eco de risas y comentarios en la grada.

Cierra el archivo lariquezadelasnaciones. doc que tenía abierto en la pantalla, ya terminará después la transcripción. Saca del bolso una pequeña libreta cuadriculada. Abre otro documento, diario. doc, lo selecciona de una carpeta que se llama Propios. El contador indica cuarenta y siete páginas, avanza moviendo el ratón hasta que llega a la última, se coloca al principio de una nueva línea, y empieza a escribir:

Ayer, a la salida, nos reunimos otra vez en la cafetería. Hubo un intento de hablar en la nave, por la mañana, pero en cuanto la cosa empezó a coger tono de discusión decidimos cortar, porque no nos apetecía dar otro espectáculo a los espectadores, así que quedamos en vernos a las nueve en la cafetería, para que no faltase nadie. Aun así, no estuvimos todos: faltaron el carnicero, el camarero, el albañil, el vigilante y la nueva limpiadora, que por ahora la mantenemos, a falta de que nos envíen a otra. Se supone que los que estábamos nos entendemos mejor, y en principio todos coincidimos en que la cosa ya pasa de castaño oscuro, pero ni por ésas nos pusimos de acuerdo para hacer nada. Empezó hablando la chica de las cajas: esta vez la subida ha sido más fuerte que las anteriores, a ella le han aumentado de golpe el mínimo diario en ciento cincuenta cajas, y según ella esto significa que están probando nuestra resistencia, a ver hasta dónde llegamos. La teleoperadora: a ella también le han subido el mínimo para cobrar el fijo, pero a cambio le van a pagar un poco más por encuesta completada, y aunque es una paliza dice que le compensa. La chica de las cajas: no le parece justo que a unos les suban el sueldo de repente y a otros no. La teleoperadora: si no le parece justo, puede quejarse, pero como comprenderá no va a ser ella la que proteste porque le paguen un poco más. El tema dio para hablar de sueldos, pues hasta ahora ninguno había contado lo que cobra, y aunque al principio ninguno soltaba prenda, acabamos confesando y nos dimos cuenta de que hay mucha diferencia de unos a otros. La costurera y el mecánico tuvieron una discusión a cuenta de qué trabajo es más complicado y cuál más cansado, y quién debería ganar más, y yo me alegré de que nos hubiésemos citado en la cafetería, porque sólo nos faltaba discutir de dinero delante de la gente. Hice de pacificadora y corté el debate, les pedí que por favor volviésemos al tema inicial: qué hacer. La costurera: algo hay que hacer, ya no podemos aguantar que nos sigan apretando las clavijas. El mecánico, todavía picado con la costurera: no ve claro que haya que hacer nada, porque cuando aceptamos este trabajo ya sabíamos que no era una empresa como las demás, que era algo especial. Yo: una cosa es que sea especial, y otra que nos usen de conejillos, porque esto cada vez tiene más pinta de experimento. El informático: piensa lo mismo que el mecánico, que este trabajo es diferente, es otra cosa, y que al entrar aceptamos las reglas. La chica de las cajas: a ella no le dijeron en la entrevista que pondrían a prueba su resistencia. El informático: leeos bien el contrato, porque hay una cláusula que habla de cambios en las condiciones de trabajo. La chica de las cajas: ha hablado con los del sindicato y le aseguran que es un contrato en fraude de ley, si denunciamos a la empresa llevamos las de ganar. La teleoperadora: qué íbamos a ganar denunciando, conseguir que nos hagan fijos, vaya logro, ella no quiere quedarse aquí de por vida. La chica de las cajas: no sabe qué podemos ganar denunciando, pero si queremos podemos hablar con los del sindicato para que nos asesorasen. La costurera: es una tontería denunciar, esas cosas son lentas y esto no tiene pinta de que vaya a durar mucho tiempo más. El informático: coincide en creer que esto no va a durar ya mucho más, cada vez viene menos gente a vernos. La costurera: tenemos que hacer una acción de protesta. El mecánico: no entiende su postura, si a ella no le gusta puede irse a su casa y ya habrá alguien que quiera ocupar su puesto, él tiene amigos que están locos por entrar y ser parte de esto, y él mismo se considera afortunado porque le hayan dado la oportunidad de participar en algo que interesa a tanta gente y que se ha convertido en un fenómeno social. La costurera: esto es un circo y nosotros somos los monos, o los payasos, y sólo falta que nos echen cacahuetes. El mecánico: si no le gusta puede irse a su casa, es lo más fácil, pero ya echará esto de menos cuando esté en un taller de verdad cosiendo ocho o diez horas y cobrando una mierda, y sin que nadie te mire ni te haga fotos ni te reconozca lo que haces. La teleoperadora: pregunta a la costurera qué es lo que propone ella. La costurera: deberíamos montar algo de protesta, aunque sólo sea por una cuestión de dignidad, para demostrar que no somos conejillos, que no pueden hacer con nosotros lo que quieran, seguramente nos respaldaría mucha gente.

La chica de las cajas: lo preguntará en el sindicato, para ver qué podemos hacer. La costurera: propone hacer un día de huelga. El informático: tiene miedo de que si un día no venimos, cierren la nave y se acabe, y él no quiere quedarse otra vez e paro. La costurera: no se trata de quedarse en casa, sino de hacer una huelga de brazos caídos, cada uno en su puesto pero sin trabajar, un día entero así. La teleoperadora: si hacemos una huelga se convertirá en parte del espectáculo, en un atractivo más para los espectadores, que no sólo podrán ver trabajadores en acción, sino también trabajadores protestando, y a lo mejor ése es el objetivo, apretarnos para que reaccionemos y protestemos, y así dar más espectáculo. La costurera: precisamente de eso se trata, de hacerlo a la vista, para reivindicar nuestra dignidad, para dar una lección. El mecánico: él su dignidad la tiene muy bien, y hacer una huelga sería más circo todavía que trabajar, y no le apetece montar numeritos. La chica de las cajas: lo consultará con los del sindicato, por si nos apoyan para hacer alguna protesta. El informático: una huelga sólo tendría sentido si la hiciéramos todos, y él por ejemplo no está dispuesto, pero tampoco los que no han venido a la reunión. La teleoperadora: las huelgas no sirven para nada, eso sólo sale bien en las películas, y también cree que sería parte del juego, como mucho serviría para recuperar el interés de los medios y de la gente, y alargar un poco más esto, pero también hay riesgo de que nos carguemos el invento, y no están las cosas para quedarse sin trabajo. La costurera: somos todos unos cobardes, somos capaces de arrastrarnos hasta el final si nos siguen apretando, seguro que nunca hemos levantado la voz en otros trabajos cuando nos han achuchado, pero le da lo mismo que seamos unos cobardes, ella piensa hacer una huelga, ella sola, no nos necesita, y si la echan le da igual porque si no la despiden se irá ella misma, no piensa aguantar aquí más tiempo, se están riendo de nosotros, ella también necesita este trabajo como el que más pero no a cualquier precio. Así terminó la reunión, cada uno pagó su consumición y nos fuimos a casa. Hoy, al llegar, la primera sorpresa ha sido al comprobar que la costure [sic]

Otra vez se ha quedado colgado el ordenador. Mueve el ratón, toca varias teclas, se muerde la lengua, da un manotazo en la mesa y dice qué mierda, puto ordenador. Prefiere no seguir tocando teclas, porque hace varios minutos que no da la orden de guardar, y podría perder lo escrito. Se levanta y camina los veinte pasos que la separan de la mesa del informático, al que al principio llamaban el chico del ordenador pero por fin le preguntaron y se enteraron de que se dedica a programar, crea aplicaciones informáticas o algo así, trabaja con tres ordenadores a la vez, introduce líneas de código, aunque no se enteraron de mucho cuando les explicó lo que hace. A ella no le importa a qué se dedica, le basta con tenerlo cerca para ayudarla cuando se le cuelga el ordenador, así que reclama su ayuda otra vez. Llega hasta su mesa sin hacer ruido, o al menos sin hacer un ruido que destaque por encima del ambiental. Ve la espalda del informático, la coronilla donde clarea el pelo, y detrás de su cabeza la pantalla, un poco más grande que la de ella, con un documento abierto, también de texto. Se detiene a su espalda, y cuando está a punto de tocarle el hombro, lee las últimas líneas en la pantalla central: se están riendo de nosotros, ella también necesita este trabajo como el que más pero no a cualquier precio. Así terminó la reunión, cada uno pagó su consumición y nos fuimos a casa. Hoy, al llegar, la primera sorpresa ha sido al comprobar que la costure[sic]

La mano alcanza por fin el hombro, pues no había frenado el movimiento sino sólo lo había ralentizado, y al sentir sus dedos que se posan flojos, el informático se sobresalta, cierra deprisa el documento abierto, y hace girar su silla para mirarla de frente: hola, qué susto me has dado, no te oí llegar. Ella sigue mirando la pantalla, que ahora muestra la imagen de fondo del escritorio, una duna dorada despeinada por el viento, un desierto o una playa, salpicada por una veintena de iconos de carpetas, programas y archivos. Qué querías, pregunta el informático, que busca de reojo la pantalla al ver que ella sigue con la vista fija allí. Mi ordenador, responde ella, mirándole ahora sí a él, otra vez se ha quedado colgado. Ah, es eso, sonríe el muchacho, que se pone en pie con un impulso decidido y echa a andar hacia el puesto de ella: te lo arreglo en un momento, ven. Ella aún mira una última vez la pantalla, echa un vistazo a la mesa del informático: una libreta tamaño folio llena de anotaciones, un par de carpetas de cartulina roja, una lata de refresco abierta por arriba y que recoge bolígrafos y rotuladores, media docena de muñecos de plástico que reproducen personajes monstruosos que ella no conoce, una botella de agua con el nombre del informático escrito en la etiqueta, una taza con un dibujo de Epi y Blas, y un marco digital en el que se suceden fotografías de la que probablemente sea su novia. Qué diferente a su mesa, desprovista de objetos personales, aquí pero también en las oficinas donde pasó años, pues nunca compartió el gusto de sus compañeros por convertir la mesa de trabajo en un recinto lleno de señales íntimas, fotos de familia, juguetes, taza favorita, bolígrafos de la suerte, macetas, pelotas de goma para apretar en la mano y descargar la tensión, frascos con caramelos, discos de música, dibujos escolares de sus hijos clavados en la pared, postales enviadas por compañeros de vacaciones; ella no compartía esas costumbres, su mesa era fría, todo el material de papelería que había sobre el tablero había salido del almacén de la empresa, la alfombrilla de su ratón era neutra, la pared estaba limpia, si alguien curioseaba en sus cajones no encontraría nada que la identificase, porque aquello no era su casa, era su trabajo, un sitio donde estar de nueve a dos y de cuatro a siete a cambio de un sueldo, no necesitaba hacerlo más soportable, acogedor, encontrar a su novio sonriéndole sobre la mesa ni ponerse una rebeca vieja o unos zuecos de enfermera para estar más cómoda. Convertir la mesa en un reflejo de uno mismo, en una sucursal de su vida, era un primer paso para todo lo que venía después: comer en el despacho y de paso adelantar trabajo, salir más tarde, ir algún sábado por la mañana, llevar tarea a casa, mantener encendido el teléfono de empresa y atender la llamada del jefe a cualquier hora, no, tranquilo, no estaba dormido todavía, en seguida se lo envío, y sentir la empresa como un hogar, una familia, los directivos como padres severos pero que en el fondo quieren lo mejor para nosotros, los compañeros como hermanos celosos con los que rivalizar por el cariño de papá y mamá, y luego venían las cañas con los compañeros a la salida para seguir hablando de trabajo y a las que pronto se sumaba el jefe, las cenas de navidad con chistes, maldades, borrachera y resacón, el amigo invisible, la excursión de fin de semana para convivir más todavía y hacer actividades que refuercen la cohesión grupal y desarrollen habilidades para trabajar en equipo, todo eso que ella evitaba desde el principio, y para cortarlo desde la raíz se negaba a acolchar su puesto de trabajo, rechazaba el teléfono de empresa, no atendía más llamadas que las de amigos y familia fuera del horario laboral, se disculpaba por no quedarse a la cerveza de después, que además siempre era mucho más tarde que la hora de salida oficial, rechazaba amablemente la llave que el jefe ofrecía como en un gesto de confianza, he pensado darte una copia de la llave por si un día te quedas más tarde o tienes que venir un sábado, no estoy diciendo que tengas que venir los sábados, pero si un día lo necesitas es mejor que tengas tu propia llave, la invitación sutil a prolongar la jornada, a estar disponible, a aceptar más carga de trabajo, a pasar más horas en la oficina que en casa pero con la calidez de un despacho convertido en territorio personal, en prolongación de tu casa, de tu vida, y con la promesa de que tus esfuerzos y tu dedicación serán compensados en algún momento por un ascenso, una subida de categoría, un complemento salarial, un despacho propio, sin compartir, donde tendrás más sitio para tus chismes personales, más pared para los dibujos de tus hijos, un perchero particular donde colgar la rebeca vieja y el pañuelo para el cuello, una taquilla propia en la que guardar las zapatillas domésticas, el cepillo de dientes, el paquete de galletas saladas para el día que no te da tiempo ni de salir a comprar algo de comer, los analgésicos y relajantes musculares para esos molestos dolores de cabeza, resfriados y lumbalgias que no tienen entidad suficiente como para dejar un trabajo a medias e irte a tu casa, total, esto también es tu casa, ponte cómoda. Cuando llega a su mesa ya está el informático pulsando teclas y moviendo el ratón, listo, arreglado, puede ser que tengas alguna aplicación que te coge mucha memoria, o incluso un virus, si quieres hoy me quedo un rato al terminar y te lo limpio, te hago una puesta a punto para que no se te cuelgue más. No te molestes, sonríe ella, yo no puedo quedarme hoy, otro día me lo arreglas. No hace falta que te quedes, dice él mientras echa a andar hacia su mesa, tú déjalo encendido cuando acabes y yo me ocupo, que hoy no tengo prisa para salir. El informático alcanza su puesto, y ella se sienta, recoge la libreta, cierra el archivo y recupera el llamado lariquezadelasnaciones. doc. Pone los dedos en el teclado pero antes de empezar busca con la vista a la costurera, que sigue sentada frente a la máquina parada y ahora manipula el teléfono móvil, tal vez escribiendo un mensaje o jugando a algo. Mira de nuevo al informático, que está repanchingado en su silla, girado hacia ella, y le envía una sonrisa, le hace un gesto con la mano, el pulgar hacia arriba y la otra mano imitando el tecleo, pregunta si va bien el ordenador. Ella asiente, y él mueve el dedo índice en molinillo y abre y cierra la boca para que lea en sus labios: luego me quedo y te lo dejo a punto, guiña un ojo y le da la espalda.

Qué afición tiene la gente a quedarse después de la hora de salida, qué disposición, qué facilidad para prolongar la jornada laboral, no ha conocido muchos compañeros que se negasen a aceptar la llave para los sábados, que se disculpasen con el jefe cuando les pedía que acudiesen a una reunión fuera del horario de oficina o una comida de trabajo; ella misma no es del todo sincera, incluso aquí pone excusas, le ha dicho al informático que hoy no puede quedarse, ni aquí que no hay jefe a la vista se atreve a decir la verdad: no que hoy no puede sino que hoy no quiere, ni hoy ni ningún día. Tampoco en su anterior empresa era capaz de tanta sinceridad, tenía todo un repertorio de excusas: tengo médico, tengo dentista, tengo que recoger el coche del taller, tengo la tensión baja, he quedado; su negativa siempre era un no puedo, aunque lo deseaba no se atrevía a decir no quiero, no estoy dispuesta a quedarme más allá de las siete ni a coger la llave para los sábados ni a llevarme trabajo a casa, ni hoy ni nunca, aunque no tenga médico ni dentista ni la tensión baja, no me quedo porque no me da la gana, no tengo ninguna cita ni compromiso que me lo impida, cuando salga de aquí daré un paseo, me tomaré un café con una amiga, me iré al cine, o ni siquiera eso, me marcharé a casa para leer una novela en el sofá, cocinaré sin prisa, me daré un baño, porque he firmado un contrato que dice que trabajo cuarenta horas a la semana, y no quiero trabajar más de lo acordado, no estoy dispuesta a entregar un minuto más. Ella no, porque ella además no era como esos compañeros cuya vida perdía interés en cuanto salían de la oficina, pues fuera de allí les esperaba tal vez un hogar gastado, una esposa o un marido que ya no tenían ni un gesto de cariño y con los que tocaba discutir a diario, unos hijos que hablaban a gritos y no tenían una palabra de agradecimiento, o ni siquiera eso, un hogar en soledad, unas paredes delgadas que filtran las discusiones vecinales, una cisterna que pierde agua, una cena de precocinados frente al televisor, un teléfono que nunca suena, una masturbación rutinaria antes de dormir; trabajadores para los que la vida empezaba a las nueve de la mañana, o incluso antes pues madrugaban para estar en la oficina los primeros y poder usar su propia llave; gente que allí dentro eran alguien, tenían la autoridad que nadie les reconocía en la calle ni en casa, mandaban y eran obedecidos sin broncas conyugales ni hijos malhablados, levantaban el teléfono y obtenían lo que pedían, y además se sentían importantes, manejaban presupuestos, negociaban compras, firmaban facturas, organizaban agendas, tenían comidas de trabajo, viajes de negocios, reuniones hasta la madrugada; otros no tenían poder pero disfrutaban intrigando, creando bandos, conspirando en los pasillos, sospechando de compañeros y ganando el favor de los superiores; había quien dentro de la oficina desarrollaba una personalidad que le haría irreconocible a ojos de sus familiares y amigos fuera de allí, era ocurrente, chistoso, osado, agresivo, emprendedor, hasta que al salir del despacho y cerrar con su propia llave dejaba en el perchero la careta y se reacomodaba al papel de marido mustio y padre indiferente para que no hubiera sorpresas al llegar a casa; había quien se conformaba con tener en la empresa todo lo que le faltaba fuera, conversación, risas, desayuno compartido, debates políticos y futbolísticos, comentario de películas y programas de televisión, recomendaciones culinarias y de viajes, cañas a la salida; y había incluso quien tenía mucho más, quien se enamoraba de un compañero y gozaba su pasión en silencio, vivía como un abandono la hora de salida y penaba durante el resto del día y la noche hasta el momento del reencuentro; y quien consumaba, quien tenía una aventura con una compañera sin que lo supiera nadie más, y para él las ocho, nueve o diez horas de oficina eran trabajo, obediencia y cansancio pero también eran miradas cargadas de intención, roces de manos al tomar un documento, cuchicheos en el pasillo al cruzarse, un polvo apresurado y silencioso en el cuarto de baño, y un motivo más para usar la llave propia, para decir en casa que tenían mucho trabajo atrasado y que el sábado no les quedaría más remedio que ir a la oficina. Ella no tenía nada de eso, nunca lo buscó, lo evitó cuando estuvo a su alcance. No es que trabajase en una burbuja, nada de eso: claro que hablaba con los demás, y compartía el café, y participaba en las tertulias y reía los chistes, y también folló una vez con un compañero que iba buscándola y que acabó encontrándola en el almacén y sin oponer resistencia, pero sólo aceptaba aquello que cupiese dentro del horario. No porque su vida fuese extraordinaria al salir de la oficina, no porque su rutina tuviese ningún elemento especial que la hiciese desear la hora de salida y lamentar la de entrada, nada de eso, todo muy normal, un apartamento sencillo, un novio con el que pensaba seguir mientras no se aburriesen, amigos para tomar cervezas e ir al cine, y actividades comunes, cocinar, leer, hacer bicicleta estática, planchar, limpiar el baño, tampoco buscaba actividades extraordinarias, le horrorizaba cuando alguien le decía que fuera del horario laboral intentaba hacer cosas especiales para que le llenasen la vida lo suficiente y no caer en la dependencia del trabajo de quienes tenían una vida gris, como si fuese necesario, como si la vida fuese una vasija enorme que hubiese que colmar a toda costa; o peor aún, quienes decían que fuera del trabajo desplegaban una actividad intensa e interesante para que les compensase de lo poco intenso y nada interesante que era su oficio, y se apuntaban a idiomas, aprendían habilidades artísticas, se integraban en clubes, planificaban viajes, para compensar lo perdido en el trabajo, para curarse del desgaste y el cansancio, ésos eran los pores para ella: trabajadores que se curaban a sí mismos, que se buscaban compensaciones y analgésicos de modo que sportaban mejor el tiempo de trabajo y no se cuestionaban para qué tenían que dejarse allí ocho o nueve horas diarias, para qué debían cansar tanto sus cuerpos y cerebros, por qué estaban obligados a entregar tanto.

Pero hubo un tiempo, antes de hacer firme su decisión, en que ella también cedió, ella también alargó su jornada muchas tardes y tuvo llave propia. Fue en la primera empresa en que trabajó de administrativa, una editora de revistas sectoriales cuyo éxito económico se basaba en la habitual estrategia de hacer más con menos, sacar mensualmente media docena de publicaciones con una plantilla mínima, catorce personas repartidas en los departamentos de redacción, comercial y administración, aunque en realidad todos hacían de todo.

Ocupaban un espacio diáfano, con mesas enfrentadas, y al fondo de un corto pasillo estaba el despacho de quien era a la vez director de cada revista, director editorial del grupo, presidente y propietario de la compañía, un hombre hecho a sí mismo, con las iniciales bordadas en todas las camisas y cuya conversación estaba llena de frases tomadas de libros de autoayuda empresarial, literatura de management a la que era aficionado y que llenaba una estantería de su despacho. Aparte de darle vocabulario para las arengas con que estimulaba a los trabajadores, hay que reconocer que había sacado provecho de aquellas lecturas, pues había logrado implantar una forma de autoridad difusa, poder blando, por el que todos obedecían sin que fuese necesario dar una orden; había creado un ambiente en el que funcionaba la presión grupal, de modo que cada uno se quedaba más horas porque los demás también lo hacían, y porque el trabajo estaba organizado de tal modo que lo que uno hiciese dependía de los demás y tenía consecuencia sobre los otros, así que se necesitaban unos a otros, se apretaban unos a otros, se explotaban unos a otros, y para que los roces y las chispas resultantes de una maquinaria tensada al límite no prendiesen, el propietario refrigeraba el circuito con compensaciones arbitrarias, tales como ascensos, complementos salariales, pagas de beneficios, días libres, un viaje de trabajo a un destino apetecible, una estilográfica o una botella de buen vino que le había mandado un cliente y que regalaba a quien fuese digno de su confianza y aprecio, gracias que concedía en voz alta y delante de los demás, subrayando el mérito del afortunado y la generosidad con que la empresa reconocía sus esfuerzos. Cuando ella entró en la empresa el engranaje ya estaba muy rodado, de modo que ella desconocía cómo se había originado, qué enseñanza de libros de dirección de empresa había aplicado el director para lograr un funcionamiento tan bien engrasado y que no permitía decaimientos pues la plantilla rotaba con mucha frecuencia, había despidos pero también abandonos, siempre tenían sangre nueva, trabajadores recién llegados con fuerza y ánimos recién estrenados y con afán de estar a la altura de sus exigentes compañeros, pero también había miedo a ser el siguiente en caer, de modo que todos competían por terminar antes un encargo, por obtener unas palabras de reconocimiento, pero también por demostrar que tenían más disposición que los demás para quedarse las horas que hiciesen falta. Ella entró en la empresa sin la solidez de principios que con el tiempo desarrolló, pero además venía de una pésima experiencia de cuatro años peinando en una peluquería de barrio, fruto de la decisión adolescente de no seguir estudiando y la terquedad de rechazar los consejos familiares, de modo que trabajar sentada en un despacho y tecleando en un ordenador, sin tener que lavar cabezas ni estar ocho horas de pie, le parecía un regalo, una oportunidad que no había que dejar escapar tras el esfuerzo que le había supuesto sacarse aquel título de auxiliar administrativa en una academia nocturna, y se integró como una pieza más en el engranaje acelerado de aquella editorial, aceptó pronto la llave, se olvidó del horario desde el primer día pues había que ganarse el puesto y el mundo estaba lleno de peluqueras agotadas que estudiaban de noche y que estarían encantadas de trabajar nueve o diez horas sin tocar pelos ni sufrir hinchazón en los tobillos. Sin embargo, pronto vio que aquello era demencial, la competencia entre ellos iba deteriorando el ambiente pero sobre todo prolongando la jornada cada semana un poco más hasta lo inhumano. Muchos días el director salía a mediodía, se despedía diciendo que iba a una comida de trabajo con unos clientes importantes pero que luego volvería, y nadie se movía de su puesto hasta que en efecto regresaba, cosa que nunca ocurría antes de la supuesta hora de fin de jornada, y siempre llegaba locuaz y con los ojos brillantes por haber prolongado la comida con una buena sobremesa, que así es como se hacen los buenos negocios, de modo que entraba en la oficina alegre, saludaba con efusión a los trabajadores, estrechaba la mano de los hombres y besaba a las mujeres, les decía que daba gusto ver tanta laboriosidad, qué alegría ver que esto marcha, es como una fábrica, veo el humo desde lejos cuando llego, seguid así, seguid así, no os distraigo, en realidad me marcho ya, he venido sólo a recoger unos papeles, hasta mañana, no trabajéis demasiado, chao. Salía por la puerta y todos quedaban en silencio, congelados, con los dedos sobre los teclados, se miraban unos a otros un segundo, y nadie se atrevía a decir lo que en ese momento pensaba: somos unos cretinos, qué hacemos aquí, vámonos de una vez a casa; y todavía prolongaban un poco más la jornada, nadie quería ser el primero en marchar, hasta que llegaba un momento en que, sin ponerse de acuerdo, todos a una apagaban los ordenadores, cogían los abrigos y salían en silencio, se despedían en el portal y marchaban a sus casas masticando el malestar. Otros días el jefe no tenía comida de trabajo y permanecía toda la tarde en su despacho, del que asomaba con frecuencia para pedir algo, una revista, unas correcciones, una llamada, un café; o deambulaba unos minutos por el espacio entre las mesas mientras pensaba en voz alta, compartía con ellos reflexiones sacadas de aquellos libros que le habían convertido en un quijote de la literatura de management, palmeaba la espalda de un redactor para darle ánimos, felicitarle por un texto o reprenderle con cariño por un error; comentaba lo bonita que era la blusa de una administrativa; preguntaba a un comercial por la salud de su hijo, formas todas de demostrar su control de la situación hasta en los pequeños detalles, cómo en el fondo era un padre para todos, y luego regresaba a su despacho, cuya luz encendida tras el cristal esmerilado de la puerta era un imán que impedía que nadie saliese de la oficina hasta que el jefe apagase la luz, asomase por la puerta con la gabardina sobre el brazo, y se despidiese de ellos con una broma, hasta mañana, hijos míos, no trabajéis tanto que os vais a cansar, y además me hacéis sentir mal, no puede ser que el jefe trabaje menos que los indios. Pero un día ella se dio cuenta de hasta dónde habían llegado, y decidió romper aquella presión grupal aunque fuese al precio de ser despedida, como en efecto acabó ocurriendo. Fue una tarde, ya pasada la hora de salida, noche tras las ventanas. Nadie había dejado la oficina, todos estaban en sus puestos, se escuchaba el tecleo veloz en todos los ordenadores, aunque ella sospechaba si en realidad estarían todos trabajando o fingiendo que trabajaban, pues ella misma más de una tarde se había quedado más horas sin tener nada que terminar, haciendo piano en el teclado con tal de no ser la primera en marchar, o esperando a que se apagase la luz de mando. Eran ya las nueve y media de la noche, y la bombilla seguía encendida tras el vidrio esmerilado al fondo del pasillo. Era final de mes, días de cierre en las revistas, pero también días de cansancio acumulado, el tecleo iba perdiendo cadencia, los ojos estaban enrojecidos de tantas horas frente a las pantallas. De vez en cuando alguien miraba hacia el pasillo, con la esperanza o el deseo de que por fin se abriese la puerta y asomase el jefe con su gabardina sobre el brazo para luego marchar todos a casa. Dieron las diez, y nadie se movía, la luz les seguía reteniendo. A las diez y media hubo los primeros gestos de flaqueza, alguien comentó que tenía hambre, otro ofreció galletas saladas, uno miró el reloj y advirtió que era tardísimo, una comercial telefoneó a su marido y anunció que no tardaría mucho en llegar. Media hora después fue ella la que dio la señal horaria: son las once, qué tarde se nos ha hecho. Todos dejaron de teclear, se miraron unos a otros, y después volvieron la vista hacia el pasillo, donde seguía la luz encendida en el despacho. Sin decir nada, como por telepatía, intercambiaron miradas de estupor, sonrisas, alguien cabeceó como negándolo, no puede ser, cómo no se nos ha ocurrido, no vaya a ser que. Por fin, el redactor más veterano se puso en pie, avanzó hacia el pasillo, volvió la cabeza hacia ellos y se encogió de hombros, a lo que todos contestaron con un encogimiento de hombros colectivo. Cuando ya estaba cerca de la puerta, se volvió a su mesa, los demás creyeron ver un gesto de cobardía pero no era tal, sólo prudencia, tomó de su mesa un papel, la coartada para llamar a la puerta, tener algo que decir, un documento que mostrar. Llegó al final del pasillo, golpeó suavemente con los nudillos la puerta. Todos estaban callados, esperando respuesta.

Se encogió de nuevo de hombros, y llamó más fuerte. Tampoco hubo respuesta, y todos sonrieron y cabecearon, se pusieron en pie, apagaron los ordenadores mientras el redactor abría la puerta y comprobaba que el despacho estaba vacío, la luz encendida y no había gabardina en el perchero. Al salir a la calle se despidieron, hicieron un par de chistes sobre lo sucedido y cada uno tomó su camino sin perder la sonrisa, aunque cuando ella se sentó en el vagón de metro y vio su reflejo en la ventana, encontró estúpida aquella sonrisa.

La costurera ha vuelto a cruzarse de brazos, rectifica la postura en la silla, su cuerpo no debe de estar acostumbrado a tantas horas sentada en postura relajada, con la espalda pegada al respaldo, sin tensar la columna hacia delante y mover el pie sobre el pedal. Una pena lo de esa chica, se siente cercana a ella cuando protesta, todo eso que dice sobre la dignidad. A la salida de la cafetería, ayer, le dijo que estaba con ella, que la apoyaba, pero que no creía que una huelga sirviera, y que además ella tampoco quiere arriesgarse a perder este trabajo, porque la alternativa a estar aquí no es descansar, no es quedarse en casa, es seguir tecleando pero en una empresa donde funcione esa presión grupal que aquí también existe pero de otra manera, no compiten entre ellos para ascender, para ganar el favor del jefe, para recibir la botella de vino caro o el complemento salarial, para salvarse cuando toque reducir plantilla, sino que compite cada uno consigo mismo para que esto dure un día más, porque aunque les aprieten cada semana, aunque ya estén trabajando a un ritmo agotador, todavía les vale, todos han estado en sitios peores, mucho peores incluso, y algunos tal vez han estirado hasta hoy la ilusión de los primeros días, cuando se sentían importantes al pensar que estaban participando en algo grande, extraño, admirable, aunque no supieran lo que era, y sigan sin saberlo. Por eso ella no se ha cruzado de brazos esta mañana como la costurera, que tiene las horas contadas, seguramente mañana no estará aquí, la despedirán o se quedará ella misma en su casa, es difícil después de una decisión así regresar mañana como si nada y encender la máquina otra vez para seguir bordando al mismo ritmo. Ella nunca se ha cruzado de brazos con esa determinación, aunque sus jefes y compañeros de trabajos anteriores no pensarían lo mismo. Desde aquel día de la luz encendida en el despacho vacío y la sonrisa ridícula en el metro, decidió que aquello no se repetiría, que desde ese día trabajaría pero sólo lo justo, ni un minuto más, ni un esfuerzo más de los imprescindibles, y eso en aquel ambiente era equivalente a cruzarse de brazos, era una grieta en la fábrica, una pieza del engranaje que se ralentizaba, que daba tirones y podía acabar atascando a las demás. Pronto chocó con la incomprensión y el resentimiento de sus compañeros, que sí seguían esperando a que se apagase la luz tras el cristal esmerilado, y que en realidad deberían estarle agradecidos pues por fin tenían un elemento de comparación, ella se va y nosotros nos quedamos, no somos todos iguales, hay una que se descarta para el ascenso, para la paga de beneficios, para la botella de vino y la palmada de reconocimiento. También chocó con el director, con su repertorio de máximas empresariales, no era aceptable alguien así, haría creer a los demás que no pasaba nada, que el horario existía y cumplirlo no tenía consecuencias, pero en su caso era aún más grave: no sólo quería trabajar las horas obligadas y ni una más, y rechazó el teléfono de empresa y devolvió con amabilidad la llave, tome, creo que no la voy a necesitar, tengo cosas que hacer los sábados, y tampoco podré quedarme más por las tardes; no sólo eso, sino que además despreciaba la posibilidad del ascenso, no le interesaba dejar de ser auxiliar y convertirse en jefa de administración algún día, lo que suponía un aumento de categoría laboral, un incremento de sueldo, capacidad de mando sobre las otras dos administrativas, acompañar al jefe en alguna comida de trabajo, disfrutar de una mesa en el lateral del despacho, aislada de las otras, sin tener enfrente y a los lados a nadie. Un día el director, tal vez como un intento de reconducir su rebeldía y que tomase de nuevo la llave de la oficina, la llamó a su despacho. Le dijo, con mucha amabilidad, que llevaba tiempo fijándose en ella y que le parecía una buena trabajadora, tenía cualidades, a poco que se esforzase podía llegar arriba, la jefa de administración estaba embarazada y había que ir pensando en sustituirla, y tal vez ella fuese la candidata para ese puesto, mejor que la otra auxiliar y sin tener que buscar fuera de la empresa. Le detalló las condiciones, el salario, le aseguró que otras jefas de administración habían salido de allí para irse a editoriales más potentes, era una buena carta de presentación para seguir subiendo una vez que allí tocase techo. Pero el jefe se quedó pasmado, abrió mucho los ojos y levantó las cejas para teatralizar su pasmo cuando ella le respondió no, gracias, no me interesa, una negativa que en aquel ambiente laboral era el equivalente a cruzarse de brazos como la costurera, o como aquel estribillo de preferiría no hacerlo, preferiría no hacerlo, que repetía un extraño oficinista que protagonizaba un cuento que leyó una vez. Como el jefe no respondió pero mantuvo levantadas las cejas, ella se vio obligada a dar una explicación: estoy bien así, no quiero ascender, no necesito más dinero, me llega con lo que gano, le agradezco la confianza pero creo que no soy la persona que busca, me conformo con seguir de auxiliar. Salió del despacho sin que el otro hubiese dado más respuesta que relajar la frente, encogerse de hombros y señalarle la puerta, y sólo dos semanas después, coincidiendo con la baja maternal de la jefa de administración, entraron dos nuevas secretarias y ella también fue sustituida, despedida sin ninguna explicación, algo innecesario pues bastaba la carta de despido y el finiquito, y además ella sabía por qué la echaban sin que se lo dijeran, su actitud no cabía allí, que saliese a su hora y devolviese la llave era ya un problema, pero que rechazase una posibilidad de ascenso y dijera que estaba satisfecha con lo que ganaba era un mal ejemplo para los demás, que podían empezar a hacerse preguntas y al final la presión grupal saltaría en pedazos, qué harían las empresas si los empleados decidiesen conformarse, si perdieran el estímulo de la competencia, del ascenso, si todos quisiesen ser tropa y no ingresar en la oficialidad, no implicarse, no asumir responsabilidades, no sentirse parte del espíritu de la empresa, la cultura de la empresa, la gran familia de la empresa y defenderla como algo propio. No era algo probable, pues ella había comprobado lo poco extendido que estaba entre los trabajadores, de allí pero también de la peluquería o de la gestoría donde hizo prácticas un verano, lo poco extendidos que estaban sentimientos como los suyos, pero estos brotes son peligrosos y hay que cortarlos de raíz, por si acaso.

Por eso aguanta aquí, aunque le aprieten cada semana un poco más, aguanta porque aquí no hay promesa de ascenso, no hay presión por llegar arriba, no pasa nada si eliges ser tropa, no se rompe ningún principio, no hay mal ejemplo para los demás, y todavía, al menos hasta el último aumento de ritmo, no ha tenido que quedarse ningún día más allá de la hora de salida, le ha bastado transcribir más deprisa para cumplir los objetivos semanales sin echar ni una hora más, ha podido mantener su decisión de trabajar lo justo, lo imprescindible, no regalar nada a la empresa, tampoco a ésta si es que se puede considerar esto una empresa. Trabajar lo justo, usa a menudo la expresión, trabajar lo justo, y tampoco es cierto, no es esto lo justo, nunca ha entendido por qué hay que trabajar como mínimo ocho horas y no tres o cuatro, cuando lo comenta con conocidos la miran como a una niña pequeña que desafía con su lógica inocente el mundo duro de los adultos, y como tal no la toman en serio, aunque ella insiste, pregunta por qué son necesarias esas ocho, nueve o diez horas diarias para que cada uno viva de su trabajo, para vivir dignamente, lo que quiera que eso signifique, que tampoco ella lo sabe pues tampoco presume de vida austera, y aun así ve desproporcionado el número de horas que entregamos de nuestras vidas para lo que obtenemos a cambio, y se pregunta si es imprescindible trabajar tanto, se lo pregunta a los demás, que la miran sonrientes como a la niña marisabidilla y un punto impertinente que en toda comida familiar deja en evidencia las inconsistencias del mundo adulto con su lógica aplastante, y a la que siempre dan la misma respuesta: son cosas de mayores, cuando crezcas lo entenderás. Es algo que pocas veces ha hablado con otros trabajadores, pues las contadas ocasiones en que ha aprovechado el ambiente relajado de una copa de navidad o unas cervezas por el cumpleaños de un compañero para compartir sus dudas con los demás la han mirado como un bicho raro; si ya la tenían por espécimen inclasificable debido a su negativa a promocionar incluso cuando era bien valorada por sus superiores, más todavía cuando la oían hablar sobre la pereza natural de los seres humanos, la manera en que la sociedad industrial quebró la resistencia de los primeros obreros que no estaban preparados ni educados para aceptar que hubiese que trabajar tantas horas para ganarse un sustento escaso, cómo hubo que domesticarlos con violencia para que venciesen su natural pereza, para que rompiesen su vínculo con los ritmos laborales de la tierra, el sol, las estaciones y las necesidades elementales, y se sometiesen a horarios fijos, fábricas cerradas, ritmos inhumanos, técnicas que rompían la tradicional enseñanza de un oficio, descansos que había que tomar a las horas y los días establecidos con independencia de a qué hora y qué día estaban cansados, y una moral que ensalzaba la laboriosidad y condenaba la ociosidad; de qué manera con el paso de los siglos, con el perfeccionamiento de los modos de producción y el adoctrinamiento de aquellos primeros obreros perezosos hemos llegado a nosotros, trabajadores bien educados desde el colegio y desde casa que vemos como algo natural, propio de la naturaleza humana, trabajar ocho o más horas diarias, descansar sólo dos días o menos, someternos a los modos de producción de los dueños del trabajo, entregar a cambio de un sueldo nuestro tiempo, nuestro esfuerzo, nuestro cansancio, nuestra atención, nuestra inteligencia, nuestro talento, nuestras emociones, nuestras habilidades sociales, nuestra salud, nuestro dolor, nuestro malestar, y a esas alturas ya sólo la escuchaba un par de compañeros que miraban de reojo al televisor o buscaban en el billetero para pagar y salir.

Ve que la costurera se pone en pie, se estira los pantalones, mueve un poco las piernas entumecidas y echa a andar hacia el fondo de la nave, hacia la puerta del baño reservado para ellos. Cierra el documento, se pone en pie y sigue a la costurera.

Al verla, la teleoperadora le guiña un ojo. Espera en la puerta del baño, pero no quiere llamar la atención de los demás, así que entra. Encuentra a la costurera en la zona de lavabos, pero no tiene las manos bajo el grifo, ni está mirándose en el espejo: permanece de pie, junto a la puerta cerrada del retrete, inclinada hacia la madera sin llegar a apoyar la oreja. Ella queda en la entrada, hasta que la costurera la ve y se lleva el dedo índice a los labios, y después le hace un gesto con la mano para que se acerque, cosa que ella hace con pasos cuidadosos para no hacer ruido. La costurera se tapa la boca para contener una risa, se retira de la puerta cerrada y le indica con el pulgar para que ocupe su lugar. Ella sí pega la oreja a la madera, aunque antes de apoyarla ya escucha el sonido que sale del interior: gemidos. Gemidos de hombre y de mujer, los de aquél contenidos, tal vez con la boca cerrada, más bien una respiración agitada, ronca. Los de la mujer en cambio son gemidos en voz baja, o no tan baja, vocalizados, agudos, sobreactuados. Los gemidos de uno y otra van acelerándose hasta que los de ella se acercan al grito y los de él se escapan por fin de la boca abierta, aunque sea en voz baja, y tras ganar frecuencia culminan en unos sollozos finales del hombre, que ralentiza y estira cada gimoteo, mientras la mujer repite varias veces sí, sí, sí, alargando la vocal, y después quedan mudos, sólo se oyen sus respiraciones que siguen agitadas. Ella aparta la oreja de la puerta, mira en el espejo a la costurera, que ríe sujetándose la carcajada para que no se escape de la boca. Ve su propio reflejo, los labios torcidos en asco, y en ese momento se abre la puerta, da un paso atrás para dejar salir a la mujer, que cierra tras de sí y, como si no las hubiera visto, se enfrenta al espejo, se estira la camiseta, se recoloca el moño, se lava las manos, se limpia con los dedos un poco de pintalabios que se había corrido hacia la mejilla, y sale del baño sin despedirse, como si fuesen dos fantasmas. Ambas quedan en silencio, se miran en sus reflejos, ella se encoge de hombros y aprieta los labios, la costurera señala hacia la puerta que vuelve a abrirse y sale el albañil, el que antes era mozo hasta que sustituyó al anterior albañil, y que al verlas se sobresalta, sonríe, se mira en el espejo, se peina con los dedos y les hace un gesto de despedida con la mano para salir, pero cuando abre la puerta la costurera lo detiene: espera. El albañil se gira hacia ella, con la sonrisa que cada vez parece más estúpida, y entonces la chica le señala con el dedo hacia abajo, a la bragueta que el hombre encuentra abierta y que cierra deprisa, da las gracias y se va. Las dos mujeres se miran, la costurera suelta por fin la carcajada reprimida, y ella le secunda en la risa, aunque al verse de nuevo en el espejo sigue encontrando un resto de asco que de la boca rígida se le extiende a la mejilla, como el pintalabios de la prostituta, de la limpiadora. Regresa a su mesa, se sienta y bebe de la botella de agua. Ojea el libro, que sigue abierto sobre el atril, mueve el ratón para recuperar el documento, se frota los párpados cerrados, se aprieta la frente, ve venir el dolor de cabeza. Mira hacia la grada, arruga los ojos como si así fuese a ver algo tras el teln deslumbrante. Consulta el reloj, las seis y veinte, no le da ya tiempo de terminar el número de páginas que se había propuesto hoy para que le salgan las cuentas al final de la semana, y no vale saltarse unas cuantas hojas como hizo en los primeros días, y que habría seguido haciendo si no hubiese visto la nómina con el descuento por el trabajo incumplido. Intenta abrir el documento pero de nuevo está paralizado el ordenador, no logra ni siquiera mover el cursor por la pantalla. Mira hacia la mesa del informático, que en ese momento se levanta y sale hacia el fondo con el teléfono en la mano, el tono de llamada imita un llanto de niño que resuena en la nave hasta que desaparece por la puerta que da a la calle. Observa a la costurera, que todavía conserva la risa en la boca y que manipula su teléfono, nada en ella recuerda a la aburrida huelguista de un rato antes. Suena un zumbido, lo localiza en el puesto de la teleoperadora, que busca en su bolso hasta que encuentra su teléfono, lo toma y lee el mensaje recibido, sin dejar de hablar con un encuestado y sin perder la sonrisa. La teleoperadora abre mucho los ojos para indicar asombro, calla unos segundos, levanta la mirada y busca a la costurera, que responde a su expresión con un gesto de asentimiento. La teleoperadora se gira y mira al albañil, que está echando un saco de cemento sobre la artesa, una nube grisácea le rodea. Después, mientras reanuda la conversación telefónica, da vueltas a la silla y mueve la cabeza en todas direcciones, hasta que aparca la mirada en el kiosco de bebidas, donde la limpiadora está apoyada en la barra y habla con el camarero, ambos muy próximos. La teleoperadora da otro giro a la silla y sus ojos se encuentran con los de ella, que todavía mueve el ratón aunque el cursor sigue fijo en la pantalla, y que contesta a su mirada con una sonrisa y un cabeceo de asentimiento, a los que responde la teleoperadora tapándose la boca. Ella fuerza una risita para no decepcionar a la otra, que pone muecas de escándalo. Tampoco es para tanto, no es la primera vez que ella sorprende una escena así, un polvo en el baño que se adivina tras la puerta cerrada, un morreo en el cuarto de las fotocopias, un coche en el aparcamiento con los cristales empañados, por no hablar de las cenas de navidad donde acabar en la cama con un compañero de oficina parecía otra obligación más fijada por contrato; entre iguales pero también de jefes con inferiores, esa zona viscosa donde la atracción se confundía con el sometimiento, la seducción con el poder, el atractivo con las promesas de promoción, la excitación con la ambición y con la dependencia, formas de relación que integraba en la lista de motivos por los que prefería seguir siendo tropa y no ascender, porque como soldado raso se sentía con fuerza suficiente para resistir, pero no estaba tan segura de ser fuerte para, en caso de tener poder, en caso de tener subordinados, no acabar siendo como ellos, no acabar ella también participando en el juego del mando y la obediencia, que siempre iba más allá de lo necesario para el funcionamiento de una estructura jerárquica, unos deciden y otros acatan, unos exigen y otros entregan, unos mandan y otros obedecen; iba más allá y si aceptabas jugar podías acabar convirtiéndote en otra pieza del engranaje, no ya la pieza que gira, la que levanta el pistón, la que golpea, sino la pieza que marca el ritmo, la que fuerza la máquina, la que introduce más tensión en el circuito, la que aquí les envía un correo o les llama por teléfono cada semana para decidir y que ellos acaten, para exigir y que ellos entreguen, para mandar y que ellos obedezcan con la naturalidad con que se aceptan las relaciones de poder en el trabajo, naturalidad no exenta de fricciones, de roturas, de resistencia, de violencia, pero naturalidad al fin, porque se acepta que desde el momento en que uno paga y otro cobra, el que paga adquiere poder y el que cobra se sabe obligado, y una vez que admites eso lo demás sólo es una cuestión de alcance, de equilibrio, de hasta dónde llega el poder y hasta dónde la obligación, el que paga puede exigir, en función de su habilidad pero también de sus escrúpulos, puede exigir resultados, dedicación, tiempo, sumisión o, como aquí, aumentos caprichosos de ritmo; el que cobra puede ofrecer, en función de su resistencia pero también de su aceptación de este funcionamiento de las relaciones laborales, puede ofrecer resultados, dedicación, tiempo, sumisión o, como aquí, aumentos caprichosos de ritmo; una vez interiorizado ese estado de cosas cabe todo, lo mismo soportar broncas que llevar el café al despacho del que paga y manda, lo mismo coger la llave para los sábados que follar en el cuarto de baño como hace un rato la prostituta con el albañil, pues en este caso también él paga y ella cobra: no sabe si él ha pagado más o si ambos han considerado que el polvo está incluido en el pago que entre todos los trabajadores hacen de las horas de limpieza mientras la empresa no envíe a alguien, sea como sea una vez más hay alguien que paga y alguien que cobra, alguien que tiene poder y alguien que admite ese poder y obedece, es algo que aprendemos pronto, ella lo considera perverso pero la mayoría lo encuentra natural, inevitable, nada extraordinario, la guerra es la guerra y en toda guerra hay cosas horribles, y siempre es mejor matar antes de que te maten, hacer llorar a otros mejor que llorar tú, obligar a otros a que salgan más tarde para poder irte antes a casa, si no pisas te pisan, es un problema de supervivencia, y porque tú te niegues a luchar no va a llegar la paz, si no lo haces tú ya vendrá otro que lo haga, bienvenido a la selva. Por eso ella quería ser tropa, y además derrotista, al borde de la deserción, prefería ser fusilada antes que disparar, no aspiraba a tomar la colina y levantar la bandera, ni menos a obtener medallas y que sonase el himno en su honor, le bastaba con conservar su posición, no caer, no regresar a la peluquería pero sin que fuese a un precio que no estaba dispuesta a pagar.

El ratón sigue inútil, pulsa varias teclas y nada se altera en la pantalla. Mira a la mesa del informático, que sigue vacía. Se fija en su ordenador, que sigue encendido, la duna de arena dorada en el escritorio. Vuelve la cabeza hacia la puerta del fondo, cerrada. Se balancea unos segundos en la silla, consulta el reloj, se levanta y camina hasta la mesa del informático. Cuando llega, mira de nuevo hacia la puerta del fondo, cerrada. Se sienta en el sillón del otro y toma el ratón del ordenador central. Hace clic varias veces, abre una carpeta, desplaza el cursor, abre un documento de texto, lo ojea deprisa sin dejar de vigilar la puerta del fondo. Abre otro archivo, una hoja de cálculo, revisa los conceptos, los números. Abre otros tres documentos, llenos de números, porcentajes, gráficos. Encuentra, al pie del escritorio, un icono de programa que no reconoce. Lo pulsa dos veces y se abre una ventana. Apenas tiene diez segundos para leer cuando una mano empuja el sillón, que se desplaza medio metro sobre las ruedas hasta chocar con la cajonera, otra mano le arrebata el ratón y una voz le grita, qué haces en mi ordenador. Con un dedo el informático hace clic y cierra la ventana en la pantalla, con otro dedo aprieta el botón que apaga de golpe el ordenador. El informático suelta el ratón, mira en todas direcciones y luego le dedica una snrisa, le habla en voz baja: perdona, no quiero que pienses cosas raras, no sé qué has visto pero puedo explicártelo todo.