Es el último en llegar.

Es el último en llegar.

Es el último en llegar cada mañana, ya casi a mediodía, y cuando se marcha por la tarde todavía queda algo de luz en el cielo, sobre todo ahora que ha entrado el horario de verano.

Qué más puede pedir. No sólo se evita el madrugón, sino que sobre todo se ahorra los desayunos, que son lo peor de lo peor, bien lo sabe después de todos los cafés que ha servido en su vida, alguna vez intentó echar la cuenta y le salía un número demasiado grande, que no le decía nada. Los desayunos en su bar eran poco más de tres horas, desde que levantaba la persiana a las seis y media y servía el primero al taquillero del metro, hasta que el del estanco terminaba su café y se iba a abrir lo suyo a las diez menos cuarto, pero qué tres horas, cuando terminaba y la mayoría de clientes estaba ya en sus centros de trabajo él se desplomaba en el taburete, con los brazos y el cuello agarrotados, y miraba el paisaje tras la batalla matutina, que algunos días, cuando le fallaba el otro camarero, era terrible: el fregadero desbordado de tazas, platos y cucharillas, el suelo oculto bajo sobres de azúcar y servilletas arrugadas, la barra pringosa, el exprimidor chorreado y atascado de pulpa, con un par de medias naranjas que cayeron al suelo y él mismo pisó, el periódico grasiento y desbaratado en un extremo de la barra, cuscurros de pan y migas de churro por todas partes, goterones de leche seca, él mismo con la camisa blanca salpicada de café, zumo, grasa y sudor, el pelo aceitoso por haberse apartado el flequillo una y otra vez con la mano sucia, y poco tiempo para descansar, desayunar sin ganas tras haber servido tantos cafés y tostadas, cambiarse de camisa y en seguida limpiar todo, recoger los restos, llenar un lavavajillas y vaciar el otro, reponer las cámaras, pasar la bayeta por todas las superficies, fregar el suelo y preparar los mostradores con aperitivos. Eran lo peor, los desayunos, y eso que después de tantos años había desarrollado esa capacidad de los camareros veteranos para optimizar sus movimientos, multiplicando resultados con gestos rápidos y económicos: la forma de colocar los servicios alineados en toda la barra, primero los platos lanzados con la fuerza justa para que al golpear unos con otros se detengan en el sitio y no continúen el impulso hasta el suelo, las cucharillas cogidas a puñados y arrojadas sobre los platos, los azucarillos repartidos con una mano en gesto de dar las cartas para empezar una partida; también la secuencia de movimientos para cargar cafés en la máquina, siempre la misma y a una velocidad que dejaba en evidencia a los chavales que querían trabajar en el bar sin tener ni idea del negocio. Él se lo explicaba el primer día con solemnidad de maestro, deteniéndose en cada detalle como si estuviese dando las instrucciones para usar un microscopio electrónico o los mandos de un avión: primero agarras el portafiltro por el mango, lo giras a la izquierda para soltarlo, y lo vacías en el cajón, golpeándolo boca abajo para que suelte el café ya filtrado; después lo colocas en el dispensador y das un par de golpes si es para una taza, o cuatro si es para dos, pero no des menos que te quedará aguado, ni más que saldrá fuerte y además lo malgastarás; después de prensarlo bien, colocas el portafiltro en la máquina, de izquierda a derecha y asegurándote que encaja; aprietas uno de estos botones para seleccionar el tipo de café, y lo más importante, que a los novatos siempre se le olvida en el fárrago de la hora de desayuno: hay que colocar las tazas debajo; mientras gotea el café, coges la jarra de leche y la calientas en el grifo de vapor girando esta rueda, y ya puedes servirlo, ya ves qué fácil, pues piensa que tendrás que hacerlo a toda velocidad, varios cafés al mismo tiempo, encajas un portafiltro y agarras el otro para prepararlo, y entre medias coges las tazas que ya están llenas y las colocas en la barra para echarle la leche siempre a la vista del cliente, y así durante dos horas sin parar, un café tras otro, y no será lo único que hagas, pues mientras cargas la máquina debes también cortar el pan y manejar el tostador, meter naranjas en el exprimidor, echar las tazas sucias al fregadero y preparar nuevos servicios sobre la barra, cargar el lavavajillas a tiempo para no quedarte sin nada limpio, servir vasos de agua, sustituir servilleteros vacíos, atender pedidos diferentes, satisfacer el capricho de quien tiene una forma particular de prepararse el café y a ser posible memorizarlo para la próxima vez que te lo pida, pasar la bayeta antes de que se acumule mucha pringue, dar un barrido rápido cuando ya no se ve el suelo bajo las servilletas, cobrar y devolver el cambio, entregar la llave del baño asegurándote de que se la das a un cliente, y por supuesto atender a los recién llegados, retener lo que piden cinco o seis personas a la vez, y todo durante dos horas en las que seguirá entrando gente, seguirán saliendo cafés de la máquina y se acumularán los pedidos, los platos sucios, las tazas volcadas, las naranjas en el suelo; así contado parece mucho, pero en un par de semanas te manejarás bien. Pero no había manera, la mayoría no llegaba a las dos semanas, se despedían después de haber roto una docena de tazas, haber confundido el café largo de un cliente habitual con un manchado, y haberse hartado de sus reprimendas permanentes, pues les corregía la forma de cargar la cafetera o de tirar las cañas malgastando cerveza por darle demasiada presión, les reprochaba que no retuvieran bien los pedidos o que se hicieran un lío con el cambio si cobraban a dos o tres a la vez, les metía prisa para todo, para cambiar el saco de basura, para barrer, para bajar al almacén a por leche, se hartaban y le decían adiós, normal, él mismo reconoce que puede resultar cargante repitiendo tantas veces lo mismo pero no hay otra manera, los chavales no tienen ganas de trabajar, están acostumbrados a la sopa boba y para qué se van a dejar los cuernos madrugando y sirviendo cafés, con lo calentito que se está en la cama a esa hora, lo a gusto que están en clase con sus amigos, van a la universidad pra seguir estirando la infancia y luego todos quieren un trabajo de despacho, con ordenador y silla giratoria y por supuesto un buen sueldo, ya quería él verlos en su lugar cuando tenía quince años o menos, a su edad él tenía ya hecha la carrera de la barra y con varios doctorados.

No, aquí por suerte no hay desayunos. Hay máquina de café, sí, pero a la hora en que levanta la persiana ya vienen todos desayunados, incluso aunque desde esta semana le hayan pedido que abra más temprano, siguen siendo pocos los que piden café, y la oferta del quiosco no es tampoco muy variada, refrescos, agua embotellada, cerveza de grifo, cafés e infusiones, bollería envasada, bolsas de patatas fritas, bocadillos ya preparados y para de contar. Aunque en el kiosco no tiene apenas un rato tranquilo, pues los precios son baratos y todo el mundo los aprovecha, él está de lujo, así se lo cuenta a su hija cuando hablan por teléfono cada noche: estoy de lujo, esto es como estar de vacaciones, ya me merecía algo así después de tantos años. Ella responde con monosílabos, y sólo construye frases para decirle, casi como un reproche, que hoy vio un par de vídeos en internet y en la tele y tampoco salía él, y que los tertulianos siempre mencionan a todos los demás, al carnicero, al albañil, a la teleoperadora, pero nunca dicen nada de él, será que no forma parte de aquello, que sólo es el camarero. Bueno, la tranquiliza su padre, no pasa nada, es normal, la gente es muy novelera y se impresiona viendo los corderos y las piezas del coche, y no se dan cuenta de que allí en realidad el único que trabaja soy yo, que no finjo trabajar como los demás, que mis cafés y mis cervezas son de verdad. Nunca sale en ningún vídeo porque nadie le enfoca, pero también porque él ni siquiera tiene sitio en el espacio central bajo los reflectores, su kiosco está en un lateral de la grada, y aunque todos los espectadores acuden a él, en estos dos meses nadie le ha preguntado si forma parte de aquello, si él es como el carnicero, el albañil o el mecánico, si a él también hay que mirarlo y hacerle fotos y aplaudirle cuando tira una caña con el arte con que lo hace ahora, esa espuma alta que te deja bigote cuando bebes. Él mismo se lo ha preguntado muchas veces, pese a que le reclutó la misma empresa que al resto, y con un contrato similar, y aunque a él también le llamaron la semana pasada para aumentarle una vez más el ritmo como a los demás, en su caso para que abriese media hora antes por la mañana y cerrase media hora más tarde, con todo él no acaba de sentirse parte de aquello; es cierto que su trabajo no tiene nada de admirable, sacar latas de la cámara o poner un café no son comparables a primera vista a despellejar un cerdo o desmontar un coche hasta la última pieza, pero eso es porque la gente se cree que esto es fácil, que lo hace cualquiera, y por eso pasa lo que pasa, que se ponen a trabajar en verano para ganarse un dinerillo y entonces se dan cuenta de que no sirven para esto. A él no lo miran, no, pero no quiere decir que no lo vean, al contrario. De hecho, a diario los espectadores recurren a él para cualquier cosa: cuando se acaba el papel en el cuarto de baño, si han perdido unas llaves, para preguntar quién está detrás de todo aquello, para solicitar algún teléfono de información, para pedirle folletos o pegatinas de recuerdo, o como ahora, cuando una señora le advierte sobre el estado del cuarto de baño: está hecho una pocilga, dice con expresión indignada, es inadmisible que tengan así un baño público, pienso poner una queja. Como no es la primera que se lo dice hoy, se desliza bajo la barra y se acerca al baño para comprobarlo: en efecto, ha habido nueva visita de los vecinos del otro lado de la vía, que una vez más han burlado al vigilante y han vaciado sus intestinos en el váter de la nave, y como además se suma a la visita de ayer que quedó también sin fregar, han conseguido atascar la taza y desbordarla. Se asoma al baño de caballeros y es aún peor, los charcos de orina ya vierten en reguero hacia fuera, al pasillo lateral de la grada, tras dos días sin recogerlos. Sólo son las cuatro de la tarde, de modo que no cabe esperar a que se reúnan todos a la salida en la cafetería del polígono, hay que hablarlo antes de que alguien resbale en la orina, el hedor se extienda por toda la nave y otra señora indignada acabe llamando a la policía y les cierren el invento. Se disculpa con dos espectadores que esperan ser atendidos en la barra, y da unos pasos hasta la esquina inferior de la grada, donde se detiene a mirar a sus compañeros. Sólo con un vistazo ya es visible el cambio que se ha producido en los últimos días, tras el nuevo aumento de ritmo que esta vez alcanzó a todos salvo al albañil y al carnicero. Desde el lateral es apreciable por la velocidad a la que cada uno hace su tarea, la cadencia acelerada con que la chica de las cajas coge de dos en dos las piezas y las coloca sin mirar, lo rápido que avanza el rollo de tela en la máquina de coser, el cajón que el mecánico vuelca sin querer cuando busca una llave entre el montón de herramientas desordenadas, la economía de gestos con que el albañil coloca los ladrillos en la hilada; pero sobre todo se aprecia en sus cuerpos y en sus caras, la crispación que se ve en los músculos, aunque a simple vista no es tan evidente, sólo lo aprecian los que llevan viniendo desde la primera semana, y que en comparación con la relajación de aquellos días habrán ido notando un endurecimiento general, cómo la costurera levanta menos la cabeza, encorvada sobre la máquina; la forma en que la administrativa arruga los ojos frente a la pantalla, la rigidez que va congelando la sonrisa de la teleoperadora; llevan todos un ritmo tan vivo, sobre todo en momentos como éste en que ninguno desentona con una pausa o un gesto de distracción, que le entran ganas, a él y seguramente a todo el público, de acompañar la marcha con las palmas, aunque antes que al coro palmero de la Marcha Radetzky se parecería más al tambor que en la galera marca el ritmo de boga a los galeotes. La comparación no se le ha ocurrido a él, la oyó hace un par de días en la tele, cuando un tertuliano que siempre gusta de llevar la contraria dijo que aquello parecía una galera con condenados, y exigió que las autoridades intervengan y pongan fin al espectáculo de la explotación humana, así lo llamó levantando la barbilla para dar más solemnidad a una expresión de la que parecía sentirse orgulloso, y con motivo, pues la copiaron varios periódicos al día siguiente: el espectáculo de la explotación humana, qué chorrada, ese parásito no sabe lo que es trabajar, él va a la tele y se lo lleva crudo por decir tonterías así, ya querría verlo sirviendo desayunos o con la bandeja en las terrazas de la costa.

Pero más que por dar el espectáculo de la explotación humana les van a bajar la persiana por guarros si no resuelven pronto lo del baño, así que por fin se decide y avanza hacia el centro de la nave, bajo los reflectores por primera vez, como el actor novato al que han concedido una sola frase y que hace su entrada en escena en el momento culminante de la tragedia para decir su breve y decisivo parlamento, que en este caso es: disculpad, muchachos, tenemos que hacer algo con los baños. Al actor debutante le suele ocurrir que la voz se le encoja al verse bajo la mirada de los espectadores, y a él le ocurre porque además piensa que alguien está grabando y cuando llegue a casa lo colgarán en internet y lo verá su hija, y así esta noche le podrá decir hoy sí, papá, hoy te he visto en el vídeo. Así que su voz sale menguada, y además el ruido ambiental es considerable, la máquina de coser, las herramientas al caer al suelo, las piezas metálicas encajadas, el hachazo en la cabeza del ternero, la paleta rebañando mezcla, el tecleo veloz, por lo que repite su frase, suerte para el actor debutante que interviene dos veces: muchachos, perdonad que os interrumpa, pero hay que dar una solución a los baños. Todavía hace falta una tercera proclama, pues sólo le han oído los espectadores, que le avergüenzan con sus risas, como el cómico que nervioso se trabuca en su frase inaugural, y como no está dispuesto a convertirse en objeto de burla, decide dar un par de palmadas fuertes para que le oigan, aunque en el último momento se frena, ya con las manos levantadas y enfrentadas, pues lo más probable es que los espectadores secunden sus palmas como en un juego, cada vez vienen más graciosos, así que finalmente recurre a otro sistema: va uno por uno, a cada puesto de trabajo, y los toca en el hombro, logrando que todos se detengan, no sin algún sobresalto, y cuando ya están todos mirándole, al notar el peso del público que permanece en silencio pendiente de cuál es el número que el artista inesperado va a hacer en la pista, mueve las manos indicando a sus compañeros que se acerquen hasta el lateral donde se ha situado, para así poder hablarles sin gritar y sin que le oigan los espectadores, cosa difícil de evitar toda vez que no sólo ha logrado atrapar la atención de los trabajadores, sino sobre todo de la grada, que enmudece para escuchar bien lo que comienza a decir cuando ya están todos a su alrededor: mirad, muchachos, ya sé que éste es un tema difícil, pero hay que hacer algo, no es suficiente con que cada uno limpie su puesto, hay que ocuparse también de las zonas comunes, sobre todo de los baños, que están asquerosos y la gente se empieza a quejar. Más alto, que no se oye, grita alguien desde la grada, y la demanda es secundada por risas, palmas y ecos que también le exigen que levante la voz. Esto es el colmo, susurra la administrativa, se han creído que esto es un teatro o qué. No me extraña, murmura el carnicero, después del espectáculo que les dimos el otro día es normal que ahora pidan más, estos quieren sangre, dice mostrando el cuchillo que no soltó al acercarse, y que hace que la teleoperadora y el mecánico se aparten un par de pasos, por lo que el carnicero los tranquiliza sonriendo: que era broma, joder, hoy no llegará la sangre al río, verdad que no. Ha elegido una expresión que todos debieron de oír en la tele, cuando en el telediario comentaron el incidente de la semana pasada, ilustrado con un vídeo clandestino, y el periodista se preguntó si finalmente llegaría la sangre al río, en un tono que parecía indicar que él estaba deseando que así fuese, que en cualquier momento pasaran de los gritos a los puños, o quién sabe si a los cuchillos, paletas y destornilladores. Vaya bronca chula, papá, le dijo su hija aquella noche por teléfono, vaya bronca pero tú no estabas, que no te he visto, salían todos menos tú, para variar. Aquel vídeo y su difusión masiva explicaban el lleno que desde el lunes volvía a mostrar la grada, tras dos semanas en que el interés parecía decaer, lo que hizo que algún comentarista se preguntase si no sería todo un montaje para mantener la atención, a lo que otro le respondió que por supuesto, que allí dentro todo era un gran montaje, de qué sorprenderse. Él vio la bronca por la tele esa misma noche, pues en vivo no se enteró de mucho, ya que era mediodía y la barra estaba apretada de espectadores pidiendo cerveza barata, y cuando todos se giraron para ver la riña él apenas vio algo entre las cabezas, y no se enteró bien hasta que llegó a casa. En el vídeo se ve a todos los trabajadores reunidos, en pie y formando un círculo, en un lateral de la nave, cerca de las mesas de la administrativa y del otro muchacho del ordenador. El sonido es muy malo, debieron de grabarlo con un teléfono, así que apenas se distinguen frases sueltas, que en la televisión transcribieron en subtítulos, aunque se entiende a trozos: Hay que hacer algo. Ya estamos otra vez con lo mismo. Qué casualidad que otra vez eres el único al que no han. Tenemos que hacer algo, no podemos seguir así, esto ya es. Yo no puedo más. Conmigo no contis para. Alguien sabe por qué a este tío no le. No me toques los cojones. Yo no he. Si no te lo crees, busca al albañil y le preguntas. Si no hacemos algo, la semana que viene nos darán otra vuelta de. Vamos a acabar todos en la calle, por gilipollas. Lo hablamos a la salida mejor, que aquí hay. Al contrario, gilipollas somos ya, por aguantar esto y no. Mejor ahora que estamos todos. Yo propongo votar otra vez si vamos a. Dónde os creéis que estáis, en el cole. Para ti es muy fácil, eres el niño bonito, a ti no te. Eso digo yo, quién es el que. Qué has dicho. Repítelo si tienes huevos. Pues ovarios, me da igual. Qué me has llamado. Tranqui, tranqui. Tú no te metas, gallito. Así no vamos a ninguna parte. Retíralo ahora mismo. No tengo que. Retíralo te digo. Vamos a dejarlo y luego ya. Que no te metas, que no es contigo. No me toques. Cuidadito. Que no me toques te he dicho. En el vídeo la discusión se vuelve ininteligible, todos gritan a la vez, y se añaden los comentarios crecientes desde la grada, abucheos y silbidos, hasta que se ve al carnicero salir hacia atrás, probablemente tras un empujón, está a punto de caer pero mantiene el equilibrio, se recompone y se lanza contra el grupo del que ha sido expelido, una chica tropieza y se va al suelo, no se ve bien quién es porque queda fuera de plano; la teleoperadora trastabilla hacia atrás y se golpea con la mesa de la administrativa, un montón de libros acaba en el suelo y la pantalla del ordenador tiembla al empujar la mesa; el mecánico se revuelve y sale del grupo, da unos pasos hacia atrás mientras el albañil, el muchacho del ordenador y el vigilante sujetan al carnicero, que grita y manotea, después la teleoperadora toma del brazo al mecánico y se lo lleva fuera de plano, entre varios sientan al carnicero en la silla de la administrativa, parece más tranquilo, levanta las manos para indicar que está todo bien, el vigilante se apoya en la mesa y le habla, señalando hacia el otro lado, por donde vuelve a entrar en plano el mecánico, que dice algo aunque no se entiende nada pues los espectadores no callan, comentan, gritan, silban, chistan pidiendo silencio sin conseguirlo, y tras dos minutos en que el mecánico y el carnicero dialogan, separados por la mesa y por varios trabajadores, sus gestos van relajándose, el mecánico junta las palmas de las manos formando un gesto que vale lo mismo para rezar que para pedir disculpas, el carnicero se pasa los dedos por el pelo, intercambia unas frases con el vigilante, vuelve a dirigirse al mecánico, que rodea la mesa para acercarse, y finalmente ambos se dan la mano, estrechan sus manos durante diez segundos en los que el mecánico habla y el carnicero asiente, y por fin el público estalla en un fuerte aplauso, reforzado por silbidos y gritos de bravo, bravo, y a continuación, entre risotadas, que se besen, que se besen. En ese momento los trabajadores, todos, miran hacia la grada, arrugan los ojos ante los reflectores, se ponen la mano como visera para intentar distinguir algo, como si de repente, con el aplauso y los gritos, se hubiesen dado cuenta de que no están solos, de que hay espectadores. Sin hablar más entre ellos, con la cabeza agachada, como avergonzados, regresan despacio a sus puestos de trabajo, el plano del vídeo se abre y vemos la nave entera, cómo cada uno se coloca en su sitio y retoma lo que dejó, la administrativa teclea, la costurera pisa el pedal, el albañil coloca un ladrillo, la teleoperadora intenta recomponer la sonrisa, y sólo quedan el mecánico y el carnicero, que junto al coche a medio desmontar hablan todavía medio minuto, al término del cual el carnicero le da un manotazo en el hombro y se marcha a donde le espera una ternera a medio filetear, y ahí acaba la grabación.

No, hoy no vamos a dar el espectáculo otra vez, propone la costurera, y todos asienten y estrechan el círculo para oírse unos a otros sin levantar mucho la voz. Él está en el centro del círculo, en realidad semicírculo, y mira de reojo hacia la grada, aunque los focos le impiden comprobar si hay alguien grabando su momento de protagonismo que tal vez vea su hija esta noche. Elige bien sus palabras, por si en la grabación se oye o le pueden poner subtítulos: tenemos que hacer algo, porque en lo que va de mañana ya han venido tres espectadores para decirme lo del baño, y en este punto baja un poco la voz, que sólo faltaba que saliese en la tele el problema de suciedad, que pocos motivos hacen falta para que les manden otra inspección como la de la semana pasada, cuando vinieron los policías municipales y revisaron hasta el último rincón de la nave, la señalización de la salida de emergencia, la solidez de la grada sobre la que dieron saltitos para comprobarlo, hasta le pidieron a él su carné de manipulador de alimentos, y de todo levantaron acta aunque se fueron sin encontrar nada que permitiese desalojar la nave y mandarlos a casa como la vez anterior. Qué pasa con el baño, pregunta el albañil, y antes de que él responda lo hace la teleoperadora: pues que está comido de mierda, que lleva dos días sin fregarse, y entre los espectadores y los yonquis está que da asco. Ya lo dije ayer, interviene la chica de las cajas, tenemos que llamar a la empresa y avisar, porque a mí me da que la limpiadora no va a volver, y tendrán que mandar a otra. O igual nos cambian a alguno de puesto, como con el albañil, apunta sonriente el carnicero, igual os avisan a alguna esta tarde y desde mañana os toca fregona. Me parece bien lo de llamar, ataja la teleoperadora como si no hubiese oído al carnicero, hay algún voluntario para llamar. Todos miran hacia el suelo o hacia un lado, el público sigue en silencio para atrapar alguna frase más alta que las otras, como la que ahora lanza en reproche la teleoperadora: venga ya, no me creo que ninguno se atreva a llamar. Pues llama tú, valiente, le espeta el carnicero, que saca del bolsillo del pantalón su teléfono y se lo ofrece a la chica, que sigue hablando sin siquiera mirarle: no me lo creo, de verdad pensáis que nos van a echar sólo por preguntar. Yo no lo sé, pero tampoco quiero comprobarlo, murmura la administrativa. Fíjate el albañil, nunca más se supo, interviene el chico del ordenador, y todos miran al hoy albañil, antes mozo. Y luego la limpiadora, que no sabemos si la han echado o se ha ido porque estaba harta, continúa la administrativa. Vale, no sabemos qué ha pasado con ellos, concede la teleoperadora, pero no creo que por llamar para pedir otra limpiadora vayan a despedir a nadie. Pues venga, insiste el carnicero agitando su teléfono, llama tú y lo preguntas con tu sonrisa habitual. Pues más bien deberías llamar tú, le corta la costurera, que para eso la echaron por tu culpa. Oye, oye, sonríe el carnicero, devolviendo el teléfono al bolsillo, por mi culpa no han echado a nadie, si la limpiadora se ha hartado y se ha buscado otro sitio para fregar es asunto suyo, yo no tengo nada que ver. Los espectadores que no sean nuevos habrán comprendido que tanto el reproche de la costurera como la exculpación del carnicero se refieren a algo de lo que fueron testigos la semana pasada, aunque no ha aparecido en ningún vídeo, y que él sí pudo ver desde el kiosco de refrescos. Justo al día siguiente de aquella discusión que quedó grabada, el carnicero chistó a la limpiadora cuando estaba pasando el trapo a la mesa de la teleoperadora, que había aprovechado para ir al baño. El carnicero le hizo un gesto, sonriendo, y la limpiadora se acercó a su puesto. El hombre la tomó del brazo y la acompañó hacia el fondo de la nave, bajo la mirada del resto, que redujo el ritmo en sus tareas. La pareja se detuvo junto a la puerta, y allí estuvieron seis o siete minutos hablando, aunque sería más exacto decir hablando él, porque fue un monólogo del carnicero mientras la limpiadora asentía con la cabeza, y de vez en cuando miraba hacia los demás, que no sabían si entender su mirada como una petición de ayuda. El carnicero hablaba en voz baja, acercando la boca a la oreja de la limpiadora, y ella estaba rígida y sólo movía la cabeza para asentir. Para terminar, el carnicero adelantó la mano derecha y la dejó colgando en el aire, hasta que la limpiadora, después de secarse la palma de la mano en la bata, se la estrechó sin fuerza, y él sonrió. Después, volvió a su mesa, cogió el cuchillo y siguió cortando el cuello a los pollos, mientras la limpiadora regresaba a su tarea. Qué fue lo que hablaron durante esos seis minutos lo adivinaron todos cuando, poco después, al terminar con la bandeja de pollos, el carnicero silbó y levantó la mano, el mismo gesto con que avisaba al mozo cuando había mozo, y que esta vez fue atendido por la limpiadora, que en ese momento barría bajo los pies de la costurera, y que al oírlo soltó la escoba y caminó hacia la puerta del fondo, para sorpresa de todos, que quedaron congelados cada uno en su gesto, y no reanudaron el trabajo hasta que terminó la secuencia completa: la limpiadora cruzó la puerta, y dos minutos después regresó empujando el carro sobre el que yacía una ternera muerta. La acercó hasta el puesto del carnicero, que en ese momento terminaba de pasar el trapo a los cuchillos, y entre los dos la colgaron del gancho. Después, la limpiadora recogió las bandejas con los restos de pollo, las colocó en el carro, y rehizo el camino de vuelta hacia la puerta del fondo. En seguida salió de nuevo, recuperó su escoba y siguió barriendo bajo los pies de la costurera, mientras los demás iban poco a poco saliendo de su asombro y retomando la actividad. Es la hostia, le dijo esa tarde el mecánico cuando coincidieron en el baño, en un momento en que el kiosco de refrescos estaba tranquilo y él pudo escaparse a echar un cigarro: es la hostia el cabrón del carnicero, qué morro le echa a la vida, y además se aprovecha de esa pobre mujer, que no sabe decir que no a nada. Él se encogió de hombros, no tenía mucho que decir, tampoco le parecía tan grave, cosas peores había hecho él en su larga vida laboral, el mecánico es joven, y aunque tiene buena mano con las herramientas es de la misma generación que su hija y los amigos de su hija, no saben lo que es el trabajo de verdad, se lo han dado siempre todo hecho. Pese a su silencio, el mecánico siguió hablando: la chica de las piezas me ha dicho que le preguntó a la limpiadora, pero que ella no le ha querido contar nada; le insistió en que ella no está obligada a servirle los animales, y le respondió que no pasaba nada, que estaba todo bien; este cabrón es un jeta, igual le ha ofrecido cuatro duros para que le trabaje, o lo mismo le ha vendido la moto o le ha dicho que si no lo hace hablará con la empresa, que a mí me da que ese tío no es trigo limpio y sabe más que nosotros.

Menos cháchara y más trabajar, grita el gracioso habitual desde la grada. Y él, que ha visto que el kiosco se empieza a llenar, se impacienta e interrumpe el debate, que ahora va sobre la conveniencia de darse los números de teléfono unos a otros para estar localizables en caso de que vuelva a faltar uno. Levanta la voz más que los demás, y logra que callen y le escuchen: da igual de quién sea la culpa, el caso es que la limpiadora ya no viene, da igual que la hayan despedido o que se haya hartado, no tenemos limpiadora, y hasta que manden otra, si es que la mandan, hay quetener los baños un poco presentables. Ya es el colmo, protesta la teleoperadora, que encima tengamos que fregar el váter, bastante que ahora nos tenemos que limpiar cada uno nuestro sitio como para también pasarle la bayeta a la taza, me niego, ya me hago yo cargo de llamar a donde haya que llamar esta misma tarde cuando salga. Muy bien, insiste él, que ve a un espectador tomar una bolsa de patatas del expositor del kiosco sin esperar a su regreso; me parece muy bien que llames, pero hasta que manden a alguien tenemos que solucionar lo del baño, hoy mismo. A lo mejor lo quieres hacer tú, que insistes tanto, propone el carnicero; además, el baño puede ser parte de tu negociado, que en los bares son los camareros los que friegan el retrete. No sería justo, intercede la administrativa, si hay que fregarlo unos días hasta que manden a alguien, deberíamos hacerlo entre todos. Sí, claro, ríe el carnicero, vamos en comandita y lo hacemos todos a la vez, ésta pasa el estropajo, ésta la bayeta, éste la fregona, éste lo frió, éste lo puso en el plato y este gordito se lo comió, bromea señalando los dedos estirados de la mano izquierda. Me refiero a que nos organicemos, ataja la administrativa con mirada de desprecio, y por primera vez levanta la voz: como hay que fregarlo varias veces al día, y son dos baños, podemos hacer turnos y cada vez le toca a uno. Conmigo no contéis, la interrumpe el carnicero, que yo ya tengo bastante con lo mío, y más ahora que no tengo quien me traiga los bichos. También podemos buscar nosotros una limpiadora, propone la chica de las cajas. Ah, una idea genial, salta el carnicero con su habitual sarcasmo, incluso podemos llamar a nuestra limpiadora de siempre para que venga por horas y le pagamos con el bote del bar, y al decir esto le mira a él, que se encoge de hombros, no le hace gracia lo del bote, no está dispuesto, y se está impacientando porque ya hay una docena de espectadores en el kiosco, y se extiende el autoservicio, otro ha metido la mano en la vitrina para coger un bocadillo, a saber si dejará el dinero sobre la barra o se lo llevará. Bueno, insiste la administrativa, cómo lo hacemos, lo sorteamos o hay algún voluntario para el primer turno. Conmigo no contéis, repite moviendo un dedo en negativa el carnicero, que yo bastante trabajo ya como para encima quitar la mierda del váter. Oye, que aquí trabajamos todos por igual, protesta la administrativa. Vale, sonríe el carnicero, pues te cambio un rato el ordenador por el cuchillo, a ver qué te parece. No nos vamos a poner ahora a comparar quién trabaja más, sostiene la teleoperadora. Claro, le interrumpe el carnicero, como vosotras sois las que mejor estáis, todo el día sentaditas, para ser justos habría que diferenciar a los que tenemos un trabajo más físico, más penoso, de las que estáis sentaditas con el ordenador o con la máquina de coser, que no cansan tanto. Que te crees tú eso, protesta la costurera. También podemos pedir un voluntario entre el público, susurra el chico del ordenador, que igual hay algún friqui capaz de fregar el váter con tal de tener su minuto de gloria. Y encima el que tenga que limpiar perderá tiempo de su propio trabajo, se queja el albañil, que hasta ahora estaba callado. Disculpen, señores, interrumpe el guardia de seguridad, que acaba de incorporarse desde un lateral de la grada y levanta la voz como si hablase para la grada: éste no es sitio para asambleas, deberían volver a sus puestos; intervención celebradapor el público con algunos aplausos. Que lo decida la autoridad, propone el carnicero riendo. Lo que sea, pero rápido, apunta él, a punto de echar a andar hacia el kiosco, donde la acumulación de gente le impide ver si alguno no se limita a coger una bolsa de patatas y aprovecha para abrir la caja o llevarse el bote. Pues nada, adjudicado, sugiere el carnicero al verlo nervioso y con prisa: te tocó el primer turno. Venga, empiezo yo, que no se me caen los anillos, disuelve él mismo la reunión con unos pasos hacia su kiosco, aunque se detiene unos metros más allá y completa lo dicho: eso sí, poneos de acuerdo para el siguiente turno, que no penséis que ya lo voy a fregar yo siempre.

Echa a andar hacia el kiosco, murmurando alguna maldición entre dientes, y los demás vuelven con una prisa repentina a sus puestos. No, a él no se le van a caer los anillos por limpiar un váter, lleva muchos años haciendo los baños en los bares, en el suyo y en los que ha trabajado desde que empezó, tiene bien desarrollada la técnica de la fregona multiusos, el mocho que vale lo mismo para el suelo que para la taza que para repasar el lavabo, no nos vamos a poner exquisitos, así que el baño de la nave lo puede despachar en un momento, aunque igual hay que rascar la mierda seca, y algo habrá que hacer con el atasco. Llega al kiosco y pasa bajo la barra, preparado para el chaparrón: Ya era hora, que llevamos un rato esperando. Ponme un par de latas de coca cola. Yo estaba primero. De qué tienes los bocadillos. Eh, sin colarse. Cóbrame que tengo prisa. Con movimientos rápidos despeja en un par de minutos la barra, unas latas por aquí, un bocata por allá, un café que se filtra al tiempo que tira dos cañas en el grifo, y mientras echa la cuenta de cabeza a todos los que ya están servidos. Cuando se ha quedado solo revisa las neveras por si hay que reponer, hasta que oye una voz conocida: hola, guapo, me pones un café con leche cortito de café y con la leche hirviendo. Antes de levantar la cabeza ya sabe quién es, la misma voz que todas las noches, al cerrar, le saluda a mitad del camino hacia el autobús: adiós, guapo, qué prisa llevas siempre, a ver si un día te paras un ratito. Se incorpora desde la nevera donde estaba agachado y confirma que es ella: el pelo en trencitas de colores, la camiseta de tirantes que transparenta los pezones, la falda que al sentarse en el taburete deja casi todo el muslo a la vista, las pulseras hasta medio antebrazo, y sobre todo el maquillaje, la capa de pintura que le falsea el color de la cara, de modo que si uno no viese los hombros, los brazos, el escote, dudaría de su raza, atrapada su piel en ese color inexistente en la naturaleza. Todos los días, al salir, pasa a su lado en la avenida principal del polígono, la esquiva y le dedica un buenas noches educado y avergonzado, pero ella le insiste en su saludo pícaro cada tarde como si tuviese un detector que le dijese que sí, que ahí hay un cliente, que se resiste pero acabará entrando en el juego cualquier día, se detendrá y dirá hola, guapa, hoy no llevo tanta prisa, damos un paseo. Por ganas no será, ni tampoco sería la primera vez, ni ahora ni cuando estaba casado, pero es ese maquillaje, esos labios de rosa húmedo, esos ojos estirados en dos trazos verdosos, y sobre todo ese cutis embadurnado con una capa gruesa de pintura que le hace descartar toda relación que implique rozar la cara, o tendría que poner como condición que se pasase una toalla por la cara antes de acercarse a él, cosa que tampoco sería tan difícil, pues el que paga manda, el cliente siempre tiene la razón. Le pasaba lo mismo con su mujer, que es ex mujer pero se sigue refiriendo a ella como su mujer, y que no se parece en nada a esta chica pero sí en el exceso cosmético. Cuando se hicieron novios ella llevaba un maquillaje discreto, algo de sombra de ojos, un rosa suave en los labios y nada más, pero con el paso del tiempo, ya casados, fue añadiendo una capa más cada año que cumplía, hasta que en los últimos meses, antes de divorciarse, llegó a sentir asco al verla, y no en sentido figurado sino asco físico, repulsión sólo de pensar en pringarse de todos esos potingues que llevaba superpuestos en la cara y que llenaban la repisa del baño con una veintena de frascos, tarros y botes. Es cierto que la relación entre ellos se había deteriorado mucho, que el catálogo de agravios era amplio, y que uno no se separa por unos gramos más o menos de colorete o rímel; pero todo suma en la fase terminal de una pareja, y en su caso empezó a sentir repugnancia por el exceso con que se pintaba, el tiempo que dedicaba cada mañana al tocador, incluso aunque no fuese a ningún sitio, incluso aunque fuese a estar todo el día en casa se levantaba, entraba en el baño y antes de desayunar ya estaba compuesta, con los labios pintados de rojo y perfilados en un tono más oscuro, los párpados verdecidos y las mejillas enterradas en una corteza que al inicio del día era demasiado brillante, y al final de la tarde mostraba grietas y desconchones, y encerrada en una burbuja de un perfume pegajoso que se quedaba en la ropa de cualquiera que compartiese el ascensor con ella. Le asqueaba si ella le besaba aunque fuese, ya en los últimos tiempos, un beso de cortesía que apenas rozaba la cara, le repugnaba cómo dejaba las toallas y las servilletas, o cuando se metía en la cama sin desmaquillarse y dejaba la almohada rosada; es cierto que acumulaban años de tensión, de gritos, de reproches, de indiferencia, pero aun así le parecía increíble pensar que un día había sentido deseo por esa mujer, la había besado, le había lamido esa misma cara que hoy no querría rozar ni con guantes. Por eso cada tarde, al ver a la muchacha en la avenida del polígono, le pasaban desapercibidos sus pechos negros bajo la blusa de redecilla, los pezones asomados entre dos nudos, y las piernas largas y brillantes, él sólo veía ese maquillaje que en su caso seguramente era uniforme profesional más que criterio estético, exigencia de tantos clientes que sólo se llevaban una puta si iba vestida y pintada como una puta. Por ganas no sería, que luego en casa bien que se masturbaba en el sofá pensando en ella, cerraba los ojos e imaginaba cómo se la follaba dentro del kiosco o en la grada cuando no quedase nadie, o recorrían juntos cada estación de trabajo, la penetraba sobre la mesa del carnicero, sobre la máquina de coser, en el capó del coche a medio desguazar, apoyados en la última pared de ladrillos hasta derribarla a empellones, o dejaba que se la chupase detrás de la barra, esa vieja fantasía tan suya de estar en el bar, tras la barra, a la vista de los clientes, oculto por el mostrador de cintura para abajo, mientras ella, ésta o cualquiera como ella, arrodillada le mordisqueaba los huevos y le masturbaba con toda la mano mientras él sonreía a los clientes; pero a la hora de la verdad, sólo de pensar en cómo le dejaría la polla de carmín se le enfriaba el entusiasmo al verla. Sin embargo ahora está aquí, ha entrado, ha venido hasta él, ni siquiera habrá tenido que esquivar al vigilante, probablemente le habrá dedicado un saludo coqueto, quién sabe si el de la puerta no ha recorrido ya con ella todos los puestos de la nave más de una noche; ahora está aquí, apoyada en la barra, volcada hacia él para que se asome a la brecha del escote, incluso adelanta una mano y le hace una caricia a lo largo del dedo corazón, le habla con dulzura: mira por dónde te he encontrado, guapo, no sabía que trabajabas también aquí, nuestros caminos se cruzan. Pero basta con subir los ojos desde esa mano por el brazo, pasando por cada pulsera hasta el codo, luego el hombro, descender a los pezones que saturan la camiseta y volver a trepar por el canalillo hasta el vértice de unión de las clavículas, alcanzar el cuello y al levantar los ojos unos centímetros más se topa con lo ineludible: la boca pintada de rosa oscuro más allá de sus límites reales, agrandando unos labios ya de por sí amplios para falsificar una carnosidad inverosímil que algunos hombres tal vez consideren deseable; las mejillas de un color que él llamaría púrpura sin estar muy seguro, y cubiertas con puntos brillantes de ésos que se le quedarían pegados a su piel y a su ropa durante días con sólo rozarla; los ojos echados a perder por una máscara de pestañas espesante y un desafortunado toque de fantasía en los párpados hasta las cejas depiladas y dibujadas en dos curvas finas; y el perfume empalagoso, que imita alguna fruta exótica que desconoce, y que tardará horas en evaporarse del kiosco. Su excitación inicial por la caricia en el dedo y la voz sedosa naufraga al mirar del cuello hacia arriba, y la chica parece notar la decepción en la expresión que apenas disimula repugnancia: ay, vaya, a ver si me he equivocado de acera, chico. No, no es eso, responde él, mientras carga la máquina de café, y al apartar la mirada vuelve a sentir el calor en las orejas, y hasta recuperaría la erección en pocos segundos si siguiera así, de espaldas a ella, sólo recordando esas tetas que mordisquearía con ganas salvo que también estén maquilladas, que ha oído que algunas putas se dan polvos brillantes por todo el cuerpo, y no está dispuesto a probar en su boca ese sabor que le asqueó cuando por descuido lamió el cuello de su mujer años atrás, cuando todavía follaban una o dos veces a la semana, quién iba a pensar que también se maquillaba el cuello, para qué. Entonces no eres de la cáscara amarga, chico, me quedo más tranquila. Él pone el café sobre la barra, y sirve leche caliente hasta que ella levanta una mano para indicar que no siga echando, una mano que descubre estropeada, con las uñas pintadas pero muy mordidas, y en las palmas un par de callos visibles que no le sugieren ninguna práctica sexual más allá del chiste fácil. Qué ganas traía de algo calentito, que el día se ha puesto frío, dice ella mientras aprieta la taza con las dos manos, y en su comentario y su gesto friolero parece otra, si uno no le mira la cara pensaría en una estudiante, en una de las muchas que vienen a la nave y que toman notas en sus cuadernos para satisfacer al profesor que les mandó un trabajo a cuenta de lo que vieran aquí; su propia hija, por qué no, esta chica no debe de tener muchos más años que ella, y sin embargo qué abismo entre las dos, cómo acaba así una muchacha tan joven, cómo es posible que prefiera esto antes que servir desayunos o fregar suelos, tal vez sea una manifestación más de la poca calidad de esta generación, aunque es verdad que putas ha habido siempre, y tampoco parece algo propio de niñatos que no quieren salir del nido. Bueno, ya me miras con mejor cara, dice ella, pues en efecto él le ha sostenido la mirada durante varios segundos sin que ella sospeche que estaba siendo comparada con una estudiante de bachillerato, mala estudiante que tal vez un día acabe en una peluquería o en una frutería, pero por favor nunca así. Él baja los ojos algo avergonzado y ve la taza, donde ella ha dejado la marca de los labios, el borde mezcla de rosa y café que le obligará a recoger luego la taza con cuidado de no tocar ese borde, así sería también la huella en su polla, en realidad nada tan grave, nada que no se arregle con un poco de papel higiénico, pero qué asco sólo de pensarlo. Uf, esto es otra cosa, no sabes lo caliente que me estoy poniendo con tu cafelito rico, con el frío que traía, insiste ella en su rutina seductora, mostrando la pobreza de su repertorio, aunque tal vez tenga otros recursos pero éstos son los que se consideran apropiados para un camarero cincuentón y fofo que tiene las orejas coloradas desde que ella se sentó a la barra. Retrasa unos centímetros el taburete, y sin ningún disimulo ni gracia abre las piernas, dejando a la vista el coño afeitado y que al menos en la sombra de la leve visera que deja la falda no parece maquillado, no brilla ni tiene un color artificial; él mantiene fijos los ojos entre sus piernas y ella aprovecha para recorrer su propio muslo con la mano derecha hasta llegar al final, se mete un dedo, lo hace girar dentro mientras acompaña el movimiento con un leve contoneo, y después se lo lleva hasta la boca, lo chupa, pero cuando él sigue el recorrido del dedo acaba de vuelta en su boca falsa, en su cara de un color inhumano, y todo lo ganado en unos segundos cintura abajo se echa a perder al cruzar del cuello hacia arriba, vuelta a la casilla de salida. Anda, guapo, que estamos a final de mes y llevo un día muy flojito, no te hagas más el duro que no tengo toda la tarde para esperarte, protesta ella, y se bebe de un trago el resto de café, sorbiendo la taza por el lado que no tenía aún carmín, y para acabar de arreglarlo saca del bolso una barra rosa y se repasa los labios en el reflejo de la vitrina de los bocadillos. Después se ahueca el pelo, se coloca las tetas, y cierra las piernas, como un ultimátum: y bien, guapo, tienes algo para mí o sigo la ronda. Él la mira una vez más a la cara, comprueba que el maquillaje le alcanza hasta medio cuello, allí donde habría puesto la lengua por descuido, y le parece descubrir también algo de purpurina que destella en su escote. Ella tamborilea en la barra para escenificar impaciencia, y él vuelve los ojos hacia los trabajadores, comprueba que ninguno está pendiente de él, nadie parece haberla visto ni seguido su conversación. Por fin, vuelve a ella: así que quieres ganarte un dinero. Vaya, por fin lo has pillado, sonríen los labios rosas, mostrando unos dientes que también tienen rastros de carmín. Vale, pues acompáñame, pero muévete con discreción, que no parezca que vamos juntos. Sale bajo el mostrador y echa a andar por el lateral de la grada. Ella espera unos segundos, se pone en pie, se desliza la falda hacia abajo lo justo para cubrir las nalgas desnudas, y sigue sus pasos. Él llega hasta el baño de hombres, el charco de orina a la puerta se ha secado y el suelo es ahora pegajoso bajo las suelas. Entreabre, se asegura de que no hay nadie y entra. A continuación pasa ella, no sin antes comprobar si alguien la mira. En el interior, él saca del bolsillo la cartera y hurga con los dedos en la billetera. Ella aprovecha un instante para mirarse en el espejo, a punto está de echar otra vez mano al bolso para retocarse, y mientras se pasa la lengua por los dientes para limpiar las manchas rosas, le canta sus tarifas: por diez te hago una paja, veinte te la chupo, veinticinco te dejo que te corras en mi cara, por treinta me follas por delante, cuarenta por detrás, y cincuenta tarifa plana, así que tú dirás, cariño. Y por veinte me limpias los dos baños, pregunta él sacando un billete. Ella se gira hacia él, boquiabierta, y entonces saca otro más: veinticinco, te pago veinticinco, no hace falta que lo dejes brillante, sólo un repaso general, no me mires así, siempre será eso mejor que correrme en tu cara, no crees. Ella se apoya en el lavabo, aprieta su bolso contra la cintura, se muerde el labio inferior de forma que vuelve a teñir los dientes, mira el reloj, echa luego un vistazo al cuarto de baño, y por fin adelanta la mano y coge el dinero. Lo mete en el bolso, y al levantar la vista se encuentra con otro billete estirado frente a ella, uno de diez esta vez, y la sonrisa de él: ah, y acepto también la paja, ya puestos.

Al salir del baño, mientras se remete la camisa por dentro del pantalón, es recibido con un aplauso. Una casualidad, claro, sólo faltaba que le celebrasen la faena, y el posible malentendido se aclara en seguida cuando el aplauso es seguido por un abucheo. Se asoma desde el lateral de la grada y sólo llega a tiempo de ver cómo el vigilante se lleva a empujones a un joven que no opone resistencia, sólo se vuelve hacia el público levantando la mano con dos dedos en señal de victoria, hasta que desaparecen por la puerta del fondo. Otro espontáneo, otro que protesta, no lo sabrá ya porque al llegar al kiosco le esperan seis impacientes. A cinco los contenta sirviéndoles con rapidez los cafés y cervezas que piden, pero el sexto lo recibe nada más llegar con una irritación que no parece proporcionada a una espera de siete u ocho minutos: ya era hora, joder, que llevo una hora para tomarme un puto café. Perdone, dice él mientras carga la cafetera, tuve que salir un minuto. De minuto nada, que llevo lo menos diez, contesta el otro, en tono cada vez más impertinente: ponme un cortado, anda. Mientras coloca la taza bajo el filtro lo mira de reojo: es joven, no más de veinticinco años, despeinado y sin afeitar, con una camiseta despintada. Podría ser un yonqui, de los del otro lado de la vía, que no se conforme ya con usar el váter sino que también quiera aprovecharse de las consumiciones a precio de costo, la competencia desleal, como lo llamó el dueño de la cafetería del polígono la última vez que se reunieron allí. No le tiemblan las manos al mover la cucharilla, parece más falto de sueño que bajo el síndrome de abstinencia, le pasa a menudo que confunde con un drogadicto a cualquier chaval sin peinar y con la camiseta por fuera, como si los amigos de su hija no llevasen la misma pinta. Qué malo, coño, exclama tras llevarse la taza a los labios, esto es agua sucia, vaya mierda de café que tenéis aquí. No, los yonquis no suelen hilar tantas frases, es sólo un niñato, de los que viven con sus padres y comen la sopa boba, de ésos que salen todas las noches con los amigos y por la mañana, antes de acostarse, se toman la última en los bares que abren a primera hora para los desayunos, y luego duermen hasta mediodía. A éste lo querría ver levantándose a las cinco y media para poner cafés y tostadas, y echando más horas que un reloj si por la noche un grupo de amigos decidía estirar la velada en la terraza, con todas las demás mesas recogidas, el bar barrido, los taburetes vueltos sobre el mostrador, las persianas laterales bajadas y él apoyado en la puerta esperando a que de una vez se despidieran y pudiera irse a dormir unas horas. Era mucho lo que había que aguantar, niñatos que te hablan con la misma impertinencia que a sus padres, parejas que ocupan una mesa durante una tarde entera y sólo piden una consumición, maleducados con demasiada prisa y poca paciencia, alcohólicos que pierden la cuenta de las copas y a los que hay que buscar en los bolsillos para encontrarles dinero antes de dejarlos en el escalón de la entrada, bocazas que piensan que un camarero siempre está dispuesto a seguirles la conversación, reírles las gracias o compartir su indignación, y él encima tenía que contenerse las ganas de responderles como se merecían, las ganas de negarles el café y expulsarlos, las ganas de darle a uno de estos niñatos la bofetada que le debían dar sus padres; cuando trabajaba para otros pensaba que el día que tuviera su propio bar se iba a acabar el soportar todo aquello sin responder, pero cuando por fin pudo abrir su negocio se dio cuenta de que tampoco lo hacía: nada se lo impedía, era su reino, y aunque el bar nunca marchó como esperaba tampoco le preocupaba mucho perder clientes si eran como ésos; pero es que no le salía, después de tantos años había aceptado que estar a este lado de la barra implica asumir una jerarquía donde siempre estás por debajo, naturalizar un estatus de servidumbre que te sale sin querer, que no se puede evitar sin un gran esfuerzo, como ahora por ejemplo, cuando piensa que el muchacho merecería una lección de modales y sin embargo no sólo no lo pone en su sitio sino que, de no marcharse como acaba de hacer, seguiría atendiéndole con corrección, le serviría lo que le pidiera, encajaría sus insolencias y todavía hasta le hablaría de usted, pues de eso sí que no se libra, aunque un cliente le tutee él siempre lo trata de usted, no sólo con cortesía sino con amabilidad, con simpatía incluso; cuántas veces se ha enojado consigo mismo por sentirse servicial hasta rozar lo humillante, pero era algo que estaba ahí, natural a la profesión, le salía sin querer, nadie se lo enseñó, nadie le explicó, cuando empezó a ayudar en el bar de su tío con trece años, que había que ser no ya educado sino servil con los clientes, había aceptado como ley de vida que el que paga manda, el cliente siempre tiene la razón, en la moneda con que abona el café está incluido el sometimiento del camarero; incluso cuando el cliente era educado y le pedía todo por favor y le daba las gracias, también entonces era servil, entonces más que nunca, como si la cortesía del cliente sólo sirviese para recordarle dónde estaba y cómo debía corresponder a esa cortesía. En el juego del bar los papeles estaban repartidos y cada actor se acomodaba a su rol, incluso aunque los papeles fuesen en parte intercambiables, pues más de una vez adivinó que un cliente demasiado imperativo era en realidad un camarero en día libre o una dependienta en sus horas de descanso, momentos en que, convertidos en clientes, se sentían con derecho para mandar y exigir como antes habían sido mandados y exigidos, que ya se sabe, nunca sirvas a quien sirvió. Pero claro, la reciprocidad era limitada, un camarero podía en su día libre mandar y obtener una servidumbre comparable de otro camarero, o de una limpiadora, o de la cajera del supermercado, pero no esperaba que otros trabajadores le correspondiesen del mismo modo, no existía una cortesía universal por la que uno aceptase ser amable hasta extremos serviles con los clientes para que a cambio éstos, en sus respectivos oficios, lo fuesen también con él cuando se quitase la camisa blanca y el pantalón negro y se convirtiese en cliente; no había una simetría que justificase su entrega en nombre de la cortesía exigible en toda relación comercial.

Dos espectadores se sientan en taburetes y uno de ellos pide, apuntando maneras de gracioso: oye, ponnos dos cubatas, a ver si así nos animamos que esto está hoy muy aburrido sin peleas ni nada. Lo siento, responde él, no tenemos alcohol de alta graduación. Que no te he pedido un general ni un teniente, que me vale con un cabo, replica el otro, confirmando su condición de gracioso, no tienes nada con alcohol. Tenemos cerveza, propone él, usando esa primera persona del plural con la que siempre ha hablado, incluso cuando era su bar y ya se había separado de su mujer y estaba él solo tras la barra, no había nadie más para hablar en plural pero es otra de las convenciones del oficio, como llevar un mechero en el bolsillo para servir deprisa a quien pida fuego. Joder, ni que fuese esto un burger, vale, ponnos dos birras, pero que lleguen a sargento por lo menos. Ay, los graciosos, cuántos años aguantando graciosos que creen que el camarero está siempre de humor para rebotar sus chistes, siempre debe ser el amigo perfecto del gracioso, el que escucha, asiente, ríe y nunca desenmascara, siempre debe serlo aunque lleve nueve horas de pie y tenga las manos agrietadas de mojarlas una y otra vez. Les sirve dos tubos, los dos amigos se giran en el taburete, para ver bien la zona de trabajo, y mientras beben comentan la jugada: la costurera tiene un polvo, eh. O dos, vaya culo. Está para cogerla así tal cual, por atrás, sin que deje de coser. Pues qué me dices de la niña de las piezas. Qué cabrón, si podría ser tu hija. Por eso mismo, porque no es mi hija. Los dos ríen y apuran sus tubos, el que pidió la primera ronda se gira y ordena: ponnos otras dos, jefe. Jefe, chaval, socio, niño, monstruo, campeón, capitán, colega, chico, nene; repasa mentalmente el catálogo clásico de apelativos, que en el caso de las camareras es aún mayor: guapa, bonita, bombón, cariño, princesa, reina. Con la nueva cerveza en la mano el tipo se gira y sigue comentando: entonces quedamos en que yo me pido la de las piezas, vale, que tiene cara de que hay que enseñárselo todo. Podría ser la hija del gracioso, sí, pero también podría ser su hija, la hija del camarero, ni se les ocurre pensar que él está oyendo su conversación cervecera, qué más da, incluso aunque fuese su hija, es sólo un camarero, lo suyo es hablarles de usted, extremar la cortesía, servir lo que pidan, servir deprisa cuando se lo pidan con prisa, pasar la bayeta si vierten un vaso, aguantar los chistes, los lamentos, las proclamas, los malos humores, las prisas, las tensiones de los demás, que para eso pagan, para eso dejan alguna moneda para el bote, con chiste incluido como ahora: toma, cóbrate y quédate el cambio, para que te montes una fiesta con ésa que viene por ahí.

Listo, cariño, ya tienes los dos baños que se puede comer sopa en las tazas, dice la muchacha, que antes de salir del aseo ha debido retocarse el maquillaje, así lo indica el brillo renovado de sus mejillas y sus labios. Quieres que te haga algún trabajito más, pregunta y se deja caer en un taburete, el mismo donde antes abría las piernas para mostrar el final de sus muslos, y en el que ahora se ha desplomado sin sensualidad, mostrando igualmente los labios vaginales afeitados pero esta vez sin intención provocadora, por descuido, por cansancio, su expresión agotada la cambia de oficio a sus ojos, las putas también se cansan pero él está acostumbrado a verlas en posición de firmes, le guiñan un ojo, le tiran un beso o le tocan la entrepierna al pasar, y al ver a ésta agotada la ve como nunca las ve, como una de ellos, como una que también llega al final de la jornada fatigada, con el cuello cargado, con dolor de cabeza y los pies hinchados; se avergüenza de haberle pedido que le hiciera una paja en el baño hace un rato a cambio de diez euros, se avergüenza más todavía de haberse aprovechado de su necesidad, de su mal día sin clientes, para que por cuatro perras limpiase la mierda que le tocaba a él, e intenta compensarla, transmitirle su compasión con algún gesto práctico: se te ve cansada, tómate algo, invita la casa, tenemos bocadillos de jamón, de queso y de atún. Ella le mira con sorpresa, no debe de estar acostumbrada a la amabilidad ajena, nadie pide por favor para que le haga una mamada, ni suelen darle las gracias después de follarla por el culo, ni le preguntan si está cansada después de correrse en su cara, ni la llevan a casa después de tirársela en el asiento trasero, es más habitual que le ordenen bajar del coche con malas maneras, sin tiempo a vestirse ni a limpiarse los goterones de las mejillas y el pelo, alguno incluso la empujó después de darle un puñetazo y se fue sin pagar. Tómate lo que quieras, insiste él, no te pediré nada a cambio, pero en seguida se siente estúpido por haber pronunciado con tono seductor la última frase, como si la paja de hace un rato hubiese sido un arrebato pasional y no una operación comercial y ahora pudiesen salir juntos de la nave, enlazados por la cintura. Ponme una coca cola y un bocata de jamón, guapo, dice ella, y la forma de decir guapo ahora ya no es la de quien hace un rato intentaba venderle sus productos, es un guapo más natural, de agradecimiento, aunque parece que le cuesta trabajo terminar las frases, se le abre la boca en un bostezo, se masajea las cervicales, y mientras le sirve la lata de refresco, el vaso con hielo y el bocadillo sobre un plato de plástico, la mira y la encuentra ahora más humana, una de ellos, podría estar incluso aquí, en la nave, formar parte de esto, tener su espacio entre el albañil, el carnicero y la administrativa, total, todos son aquí un poco putas, aquí y fuera, en el mundo de verdad, qué diferencia hay entre obedecer a un tipo que te manda barrer o levantar una pared o servirle un café, y obedecer a un tipo que te manda que se la chupes, los dos pagan, los dos piden, los dos obtienen, los dos son el cliente que siempre tiene la razón, hasta puede ser preferible hacer una paja en un coche que estar toda una mañana seduciendo clientes por teléfono para al final no vender una escoba. La chica muerde el bocadillo, deja en el pan la señal de sus dientes y un cerco rosa, y después mira hacia los trabajadores, que mantienen el ritmo acelerado de los últimos días, y comenta mientras mastica: qué bien os lo pasáis aquí, eh, todo el día jugando a los oficios; y basta ese comentario para desnudar su razonamiento anterior, para sentirse miserable, qué forma de engañarse para tapar su propia indecencia por haberse aprovechado de ella doblemente en el cuarto de baño, cómo va a ser lo mismo servir un café a un gracioso que hacerle una mamada a un gracioso, claro que no, a todos ésos que venían a su bar y opinaban en el debate sobre la legalización de la prostitución sosteniendo que es un trabajo como otro cualquiera, les habría respondido él, de no ser por la obligada cortesía del camarero, les habría respondido que si de verdad lo piensan por qué no empiezan a probarlo ahora mismo, bájese los pantalones y ponga el culo que le voy a estrenar por treinta euros, a ver si les parece un trabajo como otro cualquiera; o piensen si les importaría que sus hijas se prostituyesen; nunca se lo preguntaba a esos clientes que tan alegremente desdramatizaban la prostitución en general, sin matiz alguno; no se lo preguntaba porque lo suyo era asentir, pasar la bayeta y poner el café que le pedían, pero le entraban ganas de preguntarles, de aplicarles el test de la hija, infalible para fijar la dignidad de un trabajo: venga, decidme, qué diríais si vuestras hijas se prostituyesen, si vuestras hijas le chupasen la polla a tipos como vosotros por cuatro duros y en la calle, porque no vale pensar en la prostitución de lujo, donde tal vez haya voluntarias, no sirve como ejemplo, pensad en vuestras hijas siendo tropa, como vosotros sois tropa en vuestras empresas, seguiríais pensando lo mismo si vuestra hija pasase la noche sin bragas y con las tetas al aire en un polígono industrial, él lo tenía claro, sabía la respuesta, claro que le importaría, preferiría que su hija trabajase de cualquier cosa, los trabajos más duros que existan, los más sucios, los más peligrosos, los más humillantes, los peor pagados, antes de imaginar a su pequeña ofreciendo a un tipo como él, en un baño encharcado de orina, una mamada por veinte euros, con opción de correrse en su cara por veinticinco; aunque es verdad que su hija no valdría para ninguno de esos trabajos, no valdría para limpiar esos baños sucios ni para servir los cafés de madrugada ni para soportar la décima parte de lo que habrá sufrido esta muchacha hasta llegar a verse como se ve hoy, comiéndose un bocadillo caritativo después de haber desatascado un váter y después de haber hecho una paja barata. Sí, es una de ellos, también se cansa, también enferma, también se entristece, también le cuesta levantarse cada mañana para un día más de trabajo, también vuelve a casa con el maquillaje desconchado y los pies hinchados, pero es otra cosa, no es comparable a lo que hacen ellos, lo que hacen aquí, en la nave, y lo que han hecho durante años, incluso su historia personal se queda en nada al lado de lo que debe haber vivido esta muchacha desde que llegó al país, y aun antes en su tierra, su propia historia personal parece poca cosa al lado de un drama así, su historia que durante años le ha servido para despreciar a los demás, despreciar en silencio como desprecian los camareros bien educados, despreciar a quienes no han tenido una vida de trabajo como la suya, quienes no se han puesto a trabajar a los trece años y llevan cuarenta años madrugando para servir desayunos, cargando cafeteras, pasando bayetas por mostradores, cambiando barriles y llenando neveras, pasando la misma fregona por el suelo y por la taza del váter, quienes no tienen como él un doctorado en la universidad de la vida, esa frase hecha que tantas veces le soltó a su mujer para apagarle sus sueños de grandeza, o para empequeñecer a algún familiar o vecino al que iban las cosas mejor que él, o para censurar la naturaleza perezosa de su hija, siempre usaba la misma frase, yo estudié en la universidad de la vida, tengo un doctorado en la universidad de la vida, y que ahora, mirando a esta muchacha, la cicatriz que le parece distinguir en una mejilla bajo la gruesa capa de pintura, le parece menos, le parece un bachillerato, ni eso, un graduado escolar, un cursillo por correspondencia, esta muchacha sí que tiene un doctorado, un máster y un honoris causa de ésos que reciben los que no han servido un puto café en su puta vida.

Tienes hijos, le pregunta ella, sin intención, como una forma de romper el silencio, aunque él lo recibe como un reproche, como si en realidad le preguntase: saben tus hijos que tienen un padre putero, que pide pajas a diez euros y además explota a las putas pobres para que le hagan el trabajo sucio. Sí, tengo una hija, responde, debe de tener tu edad, y a punto está de sacar de la cartera el retrato de su hija, la foto de carné donde ella tiene la misma expresión de siempre, esa mueca que más que de inconformismo parece de asco, doña vinagre, le dice él para enfadarla, eres una doña vinagre, todo el día cabreada con el mundo, y ella le cuelga la llamada, vete a la mierda, papá. Qué haría su hija si no tuviese una madre que le consiente seguir en casa sin trabajar ni estudiar, si no tuviese un padre que cada mes ingresa la pensión para ella y la compensatoria para su mujer, para su ex mujer, qué haría para comer, para tener un techo, se pondría a trabajar si no le quedase otro remedio, se daría cuenta de que la vida no es un dormitorio con ordenador, equipo de música y teléfono a discreción, descubriría que hay muchachas como ella que no tienen paga semanal y hora libre de llegar a casa, que se levantan a las cinco y media para ir a servir cafés, para coser etiquetas, para llenar cajas con piezas geométricas o con retrovisores o con bombones, incluso muchachas que acaban en la calle desierta de un polígono industrial y que con suerte se comen un bocadillo al final del día si un camarero compasivo y ya masturbado les invita. Entonces estás casado, pregunta ella, masticando a falta de dos o tres mordiscos para acabar el bocadillo. Sí, responde él, bueno no, estuve casado, ya no, es una larga historia, y menos mal que llega un cliente a pedir un botellín de agua, así le frena justo cuando estaba a punto de romper su habitual discreción, su silencio servil, y contárselo todo, sacar las ganas que lleva acumuladas desde que se separaron hace seis años, todo lo que no podía contar en su bar porque los camareros no protestan, ni lloran, ni se quejan delante de los clientes que siempre llevan la razón, ni siquiera cuando el bar tenía ya colgado el cartel de se traspasa y no tenía ya importancia perder clientela se atrevió a romper su compromiso profesional y contarle al último borracho de la noche todo lo que guardaba, todo lo que ha estado a punto de soltarle a esta muchacha si no llega a interrumpirle un cliente, y que ya no contará porque se acercan los dos graciosos de antes otra vez, da lo mismo, tampoco está seguro de si sabría contarlo, demasiada información, años de agravios acumulados, y que al no confesarlo nunca se han convertido en una masa pegajosa, una albóndiga de reproches y amargura que no tiene forma de relato para contar a una puta mientras se come el bocadillo, necesitaría mucho tiempo, cerrar el kiosco y salir con ella, acompañarla a su casa o a la de él para seguir contándole por el camino, y ya en el salón con una copa, a media luz y con música de fondo, y les alcanzaría el amanecer, ella ya desmaquillada y adormilada en el sofá y él sosteniéndole la cabeza en su regazo, sin haber contado más que una sola parte, el comienzo, el noviazgo y los primeros años de matrimonio, porque puestos a contarlo habría que contar todo, tendría que rajarse la garganta para que saliese el torrente que de otro modo se le atoraría en la boca tras tanto tiempo masticándolo, digiriéndolo y devolviéndolo de nuevo a la boca para seguir dándole vueltas entre los dientes como un rumiante de su desgracia: su mujer que después de todo se quedó la casa, la pensión y la hija, y sobre la que sólo ha tenido una victoria, involuntaria pero victoria al fin, y victoria definitiva: haberle arruinado sus fantasías de una vida mejor, la vida que ella esperaba cuando el bar fuese como pensaron que podía ir y que nunca fue, cuando diese dinero y les permitiese abrir un segundo negocio, tal vez un restaurante o un establecimiento de comida para llevar, y después seguir haciendo caja para comprar un par de locales comerciales y ponerlos en alquiler, en un par de años más tendrían para dar la entrada de varios pisos a la vez en una promoción nueva, sería fácil conseguir hipotecas generosas con tantas propiedades que las avalasen, y desde ese momento todo sería un manantial de dinero que bien invertido se multiplicaría y acabaría doblegando la naturaleza austera de él para hacer realidad los sueños de ella, llegaría el momento de encargar la casa que tanto tiempo llevaba esperando, para la que acumulaba varias carpetas con recortes de revistas, guardaba fotos de todas esas casas que ella adoraba y que a él le parecían cualquier cosa menos un hogar, ese salón parece uno de esos bares pijos que ponen ahora, esa cocina da pena mancharla, ese baño no aguanta un pedo humano, para qué queremos una pared acristalada hasta el techo, para estar todo el día limpiando ventanas, y ella se tomaba en serio sus burlas y le respondía, qué tonto eres, que te crees tú que los que viven en una casa así se la limpian ellos mismos, si vives ahí tienes quien te friega, porque ésa era la vida que ella esperaba, cuando llegase a la última página en su particular cuento de la lechera: érase una vez una lechera que tenía un bar, con lo que sacó del bar abrió también un restaurante, luego compró dos locales, más tarde tres pisos, un día empezó a invertir en productos financieros, y por fin pudo hacerse la casa a su gusto, que se la amueblase un diseñador de interiores, con varios armarios llenos de trajes y zapatos, y por supuesto la piscina, no una piscina cualquiera, vulgar, con escalerilla y un ancla en los azulejos del fondo, no, una de esas piscinas que salen en las revistas y que no parecen una piscina, una lámina de agua sin bordes que se funde con el paisaje de fondo, que por supuesto será el mar, a pie de acantilado. Él se conocía de memoria la casa soñada casi tan bien como ella: aquí el salón, con la pared que da al jardín totalmente acristalada; aquí la chimenea, metálica, negra, rectilínea y exenta, nada de esas chimeneas de cabaña con marco de piedra y repisa encima, ésas son de nuevo rico, decía ella, como si fuese a convertirse de repente en una rica con varias generaciones a sus espaldas en vez de la hija del ferroviario y esposa de un camarero que era; pero sigamos el recorrido, no se despisten, vengan por aquí, miren el gran sofá panorámico en ángulo, donde puede sentarse una familia tan numerosa como la que ellos tendrían cuando pudieran permitírselo; allí está la mesa de comedor de cristal y patas lacadas con sillas a juego; allí la biblioteca, llena de esos libros enormes con fotos e ilustraciones de arte, de arquitectura, de diseño, que desplazarían al revistero con publicaciones de interiorismo de kiosco que coleccionaba; en la pared que no es de cristal pueden apreciar varios cuadros, obra original por supuesto, ya se informarían de quiénes eran los artistas de moda antes de ir a alguna feria o subasta; ah, y eso que ven ahí no es un lienzo vanguardista, es el televisor extraplano y fijado a la pared sin un solo cable ni botón a la vista, una pantalla limpia; por todas partes objetos decorativos de exotismo contemporáneo, de inspiración africana u oriental, ya tenía ella localizadas un par de tiendas con surtido abundante; desde el salón podemos seguir recorrido hacia la cocina, donde todo queda oculto, sólo se verán superficies lisas y desnudas, pues los electrodomésticos, tiradores y enchufes estarían disimulados, pero no por ello sería menos manejable, pues en la casa todo sería tan bello como funcional; si no están cansados de la visita podemos seguir hacia arriba, por la escalera lustraciones de arte, de arquitectura, de diseño, que desplazarían al revistero con publicaciones de interiorismo de kiosco que coleccionaba; en la pared que no es de cristal pueden apreciar varios cuadros, obra original por supuesto, ya se informarían de quiénes eran los artistas de moda antes de ir a alguna feria o subasta; ah, y eso que ven ahí no es un lienzo vanguardista, es el televisor extraplano y fijado a la pared sin un solo cable ni botón a la vista, una pantalla limpia; por todas partes objetos decorativos de exotismo contemporáneo, de inspiración africana u oriental, ya tenía ella localizadas un par de tiendas con surtido abundante; desde el salón podemos seguir recorrido hacia la cocina, donde todo queda oculto, sólo se verán superficies lisas y desnudas, pues los electrodomésticos, tiradores y enchufes estarían disimulados, pero no por ello sería menos manejable, pues en la casa todo sería tan bello como funcional; si no están cansados de la visita podemos seguir hacia arriba, por la escalera hacia los dormitorios, pero nada más empezar a subir escalones él ya está agotado de la casa imaginaria, en la que por supuesto no tenía nada que aportar, ella era la que poseía el buen gusto para la decoración, lo suyo en cambio era siempre cateto, hortera, cursi, no se hizo la miel para la boca del burro, era su frase habitual cuando él opinaba a la hora de comprar una cortina y elegía la más cateta, la más hortera, la más cursi. Pues bien, podría presumir al final de la noche si siguiera hablando con la muchacha, con la puta: pues bien, ésta es mi victoria, yo estoy arruinado, perdí mi negocio, vivo en un piso pequeño, no puedo permitirme perder este empleo, no tengo ahorros, no tengo vacaciones, tengo deudas pendientes del negocio fracasado, tengo una hija por teléfono; pero ella no tendrá nunca su casa soñada, se comerá todos sus recortes, revistas y bocetos; se morirá sin haber vivido en una casa de cristal y líneas rectas, minimalista le gustaba decir a ella, palabra aprendida en suplementos dominicales y revistas donde una famosa enseñaba su casa a los lectores; se pudrirá en su salón nada minimalista, con su pensión y sus kilos de maquillaje que apenas disfrazarán su amargura por no lograr la vida deseada, la casa junto al mar con una piscina fundida en el horizonte, el loft en el centro de la capital para cuando viniese de compras o al teatro, las cenas en restaurantes donde los camareros son igual de serviles que él aunque descorchen botellas de vino que cuestan su sueldo de un mes; se hará vieja en ese mismo piso nada minimalista de un barrio cateto, hortera y cursi; se hará vieja y se morirá sin ir de compras a Londres, sin pasar una navidad en Nueva York, sin hacer un crucero por los fiordos, sin desayunar champán con fresas, sin amanecer en una suite parisina, sin que nadie le abra jamás la puerta del coche, toda esa mierda que veía en las revistas y en la tele y que en el fondo sabía que estaban negadas para ella aunque, como repetía cuando él se burlaba de su carpeta llena de recortes, soñar es gratis. Pues hala, sigue soñando.

Vaya forma de tragar, dice uno de los dos graciosos, que se ha colocado junto a la muchacha en el mostrador: como te lo comas todo igual que ese bocadillo me da miedo sólo de pensarlo. La puta mira para otro lado, se aparta un poco hacia la izquierda, pero el otro insiste: tranquila, que no te voy a comer, que aquí la única que comes eres tú. El compinche le pone la risa enlatada y luego se dirige a él: anda, socio, ponnos dos cacharritos, que seguro que tienes algo por ahí guardado para los clientes especiales. Lo siento, ya le dije que sólo servimos cervezas, responde él, recuperando el registro servil, no logra evitarlo. Bueno, propone el primer gracioso, pues ponnos dos birritas, y ponle a la niña otro bocadillo, que a lo mejor se ha quedado con hambre. Los dos ríen con estrépito, y ella busca sus ojos, parece suplicarle protección, pero eso supondría el esfuerzo de sobreponerse a su naturaleza, que no sólo es servil sino también cobarde, dentro y fuera de la barra, en su propia casa con su mujer, en la calle con quien le quitase el aparcamiento o se le colase en el cajero, protestaba entre dientes, se cagaba en los muertos del culpable y juraba que se las pagaría pero nunca era capaz de levantar la voz, como si su sumisión tras la barra se contagiase a toda su vida, por la boca muere el pez, le decía su mujer cuando le veía irritarse y maldecir a espaldas de alguien, prometiendo venganza para luego callar y agachar la cabeza en presencia del aludido. A lo mejor prefieres salchichón en barra, dice el gracioso, y se arrima a la muchacha, que ante la falta de respuesta de quien sólo ha sido capaz de invitarla a un bocadillo, coge su bolso, se levanta, se recoloca la falda y se da la vuelta para marchar. Qué genio tiene la puta negra, dice el segundo gracioso. Espera, grita él de repente, se sorprende a sí mismo, no reconoce su voz. Ella se para y se gira, mientras los dos de la barra le miran divertidos, tal vez pensando si la chica no se habrá ido sin pagar. Espera, repite él, bajando ahora un poco la voz, como si su naturaleza volviese a recuperar el terreno momentáneamente arrebatado por un impulso inesperado. Espera, que estoy a punto de cerrar, y si quieres te acompaño. La chica sonríe, sus labios agrandados por la pintura, se aleja unos pasos pero sólo para sentarse en el arranque de la grada, donde ya quedan pocos espectadores. Vaya, parece que esta noche envainamos el sable, dice el segundo gracioso, y su compañero le añade la risa. Él les retira las cervezas, a las que sólo habían dado un sorbo, las vuelca en el fregadero, y les habla apoyando las manos en el mostrador, sonriente: disculpen, caballeros, pero tenemos que cerrar.