PRÓLOGO

KURT CAMINABA POR UN TERRENO yermo y baldío, envuelto en húmedas nieblas fantasmales que se cerraban sobre él y se adherían a su piel como si se tratase de manos espectrales que intentaran atraparlo con sus dedos ganchudos y pegajosos. Andaba encorvado, con dificultad, casi arrastrándose, con sus últimas fuerzas. Su respiración era pesada e irregular; tenía los pulmones ardiendo después de vagar durante tantos días por aquel erial envenenado. Sus ojos, cansados y hundidos, apenas veían más allá de lo que tenía delante. Llevaba horas dando vueltas sin rumbo fijo, esperando, simplemente, que le llegara la muerte.

No se percató de que algo cambiaba en aquel horizonte gris. Más allá, las nieblas parecían aclararse y una difusa línea verde comenzaba a distinguirse detrás.

Kurt no se dio cuenta de hacia dónde se dirigía hasta que se detuvo un momento a recuperar aliento y alzó la mirada.

Entonces los vio.

Sombras que se alzaban entre las nieblas. No serían más de una docena, pero se erguían orgullosas y altivas, y parecían estar aguardándolo. Sombras humanas.

Kurt se estremeció y se miró las manos, unas manos llenas de bultos bajo una piel quemada por la radiación. No dudaba de que el resto de su cuerpo presentaba el mismo aspecto, y tampoco dudaba que ningún ser humano podría vivir allí sin acabar como él.

Se esforzó por ver mejor entre la niebla. Aquellas personas no parecían enfermas. ¿Estaría llegando a alguna duma, como aquella de la que había escapado?

Kurt estuvo a punto de dar media vuelta, pero las piernas le fallaron y cayó al suelo, de rodillas. Con un poco de suerte moriría antes de que lo llevasen a la duma. No, no quería regresar a la duma, a ninguna duma. Por eso había huido, por eso había vagado día y noche por los Páramos, aquel desierto envenenado por la contaminación y la radiación, enfrentándose a una muerte dolorosa y horrible. Cualquier cosa antes de tener que soportar aquel enloquecedor dolor de cabeza.

Cuando quiso darse cuenta, las siluetas que se recortaban entre las nieblas ya no eran simples sombras, sino hombres y mujeres de carne y hueso que lo rodeaban con gesto serio. Kurt hizo un esfuerzo y logró echarles un vistazo.

Vestidos con pieles de animales, tocados con plumas, provistos de armas tan primitivas y elementales como lanzas, espadas, arcos y flechas, aquellos hombres y mujeres lo miraban con el orgullo dibujado en sus rostros morenos y angulosos, y el desprecio reflejado en sus ojos de aguilucho. Tras ellos aguardaban sus monturas, unos extraños animales bípedos de pelaje rojizo. A Kurt se le heló la poca sangre que le quedaba en las venas.

Aquellas personas eran lo que los urbanitas, los habitantes de las dumas, llamaban «salvajes».

Así pues, había llegado a los límites de Mannawinard.

No había sido aquella su intención al huir de la duma, loco de dolor. Entonces, hasta los emponzoñados Páramos le habrían parecido un destino mejor que el aterrador Mannawinard, la inmensa y despiadada selva donde solo había dos opciones: aprender a vivir como animales, o morir.

Kurt miró a los salvajes con cansancio. Sabía que, después de tanto tiempo errando por los Páramos, comiendo los pequeños animales mutantes que cazaba y bebiendo las aguas de estanques contaminados, él mismo estaba tan enfermo que no le sería ya posible iniciar una nueva vida en ningún otro lugar. Había perdido el cabello, estaba casi ciego y su cuerpo se encontraba lleno de bultos que no eran otra cosa que tumores provocados por la radiación. Se le caía la piel a pedazos, tenía la sangre envenenada, los pulmones abrasados y el sistema digestivo casi destrozado.

—Matadme —pidió a los salvajes, con el poco aliento que le restaba—. Matadme, por favor.

Ellos no dieron muestras de haber entendido sus palabras. Mientras mantenían una rápida conversación en un idioma que Kurt no entendía, el urbanita sintió que llegaba al límite de sus fuerzas. Se le nubló la vista y, con un apagado jadeo, cayó de bruces al suelo agrietado y polvoriento.

Cuando recobró la consciencia, el escenario había cambiado notablemente. Se hallaba fuertemente amarrado a un poste, y había algo fresco y suave a sus pies, algo inquietantemente vivo. La luz del sol se filtraba lentamente por una especie de tamiz que estaba justo sobre él, y se oían misteriosas melodías que Kurt no había escuchado nunca. Lentamente, sus castigados ojos lograron ver algo de que lo que había a su alrededor.

Estaba en un bosque, atado a un árbol, sentado sobre la hierba, escuchando los cantos de los pájaros.

Naturalmente, puesto que Kurt había nacido en una duma, una de las enormes megaciudades que se alzaban más allá de los Páramos, nunca había visto nada semejante. Pero había oído hablar de ello, le habían explicado todo aquello en las clases de historia del colegio, desde que era un niño. Se llamaba Naturaleza. Y era enemiga del hombre y su tecnología.

Kurt sintió que se le encogía el estómago de terror.

Estaba en Mannawinard. ¿Por qué no lo habían matado los salvajes?

—No tengas miedo —dijo de pronto una voz justo a su lado, una voz femenina.

Kurt se volvió hacia allí y, con dificultad, logró distinguir los rasgos de una muchacha. Era muy joven, pero, aun así, su largo cabello era del mismo color que sus ropas, blancas como la nieve.

—Hablas mi idioma —pudo decir—. ¿Eres urbanita?

La chica no contestó. Le dio a beber algo y Kurt aceptó casi sin darse cuenta. Un líquido fresco, pero que no sabía a nada.

—Me llamo Hana —dijo ella—, y soy sacerdotisa de Tara.

Kurt logró esbozar una sonrisa con sus agrietados labios. Los salvajes eran tan primitivos que aún creían en dioses. ¿Cómo podía una parte de la humanidad haber dado un paso atrás tan gigantesco en su evolución?

—Matadme —dijo Kurt, sin plantearse por qué la muchacha podía comunicarse con él con tanta facilidad—. Estoy enfermo, y no quiero vivir como vosotros. Matadme.

Hana se sentó junto a él, aparentemente sin dejarse impresionar por su aspecto, y le dirigió una mirada límpida y profunda.

—Los Ruadh estaban a punto de ejecutarte —le informó—. Pero yo he hablado con el jefe Conall y le he pedido tu vida.

—¿Por qué has hecho eso? —gruñó Kurt—. Ya te he dicho que quiero morir. ¿O es que puedes curarme con tus artes oscuras?

Hana sonrió.

—Yo no puedo curarte con mi magia —dijo—, aunque estoy segura de que en Mannawinard existen poderes que pueden lograr lo imposible. Pero, de todas formas, los Ruadh nunca te dejarían entrar en el bosque. No eres uno de nosotros.

—No quiero ser uno de vosotros —replicó rápidamente Kurt.

—No podrías. El brujo ha descubierto que algo en tu cabeza no es natural.

Kurt tardó un momento en entender lo que quería decir.

El urbanita pertenecía a una buena familia; pero, por alguna razón, algo había salido mal en las planificaciones de los genetistas, y había nacido con un defecto congénito: le faltaba parte del cráneo. Eso no había supuesto ningún problema para él, puesto que la ciencia en las dumas podía hacer cosas tales como dotarlo de un cráneo artificial mediante una sencilla operación. Quizá la salvaje se refería a eso.

—Matadme de una vez —gruñó de nuevo Kurt.

—Hace varios años que no acude nadie a Mannawinard —le explicó ella, como si no le hubiera oído—. Tú eres el primero. ¿Por qué has venido?

Kurt gruñó otra vez, pero hacía rato que sus dolores habían disminuido, y en el fondo echaba de menos la conversación con otro ser humano, aunque fuera una salvaje. De modo que le habló de sus dolores de cabeza.

Había pasado treinta años viviendo con su cráneo artificial sin tener un solo problema. Pero, transcurrido este tiempo, algo había empezado a cambiar. Primero eran pequeños pinchazos en la sien, después se convirtieron en jaquecas crónicas, luego en una migraña casi permanente. Lo había probado todo, pero los médicos no lograban remediar su mal. Le hicieron multitud de reconocimientos y todos concluyeron lo mismo: estaba sano, no había ningún problema en su cabeza, su cráneo no estaba deteriorado.

Los dolores se hicieron casi insoportables. Kurt dejó su trabajo en la gran empresa Protogen, abandonó a su familia, dejó de ver a sus amigos. Descubrió que los dolores se hacían más intensos cuando pasaba cerca de la alta torre que habían construido en el centro de la ciudad; se quejó al Consejo, pero le dijeron que era imposible que la actividad de la torre provocara sus migrañas, porque en ningún caso afectaba a los seres humanos.

Sin embargo, Kurt sabía que no era así. Se fue a vivir a otra duma, pero sus dolores no desaparecieron. Finalmente, loco de dolor, se atrevió a abandonar la ciudad y a internarse en los Páramos. Lejos de las dumas, las migrañas cesaron, pero la contaminación de aquel lugar maldito comenzó a envenenar su cuerpo lentamente.

Hana escuchó su historia con atención. Después habló con voz suave y serena:

—Cuando comenzó la guerra entre Mannawinard y los urbanitas de las dumas, muchos de estos huyeron para unirse a nosotros y regresar al seno de la Madre Tierra. Durante muchos siglos, sin embargo, los Páramos actuaron como una frontera infranqueable, porque nadie podía adentrarse en ellos sin morir instantáneamente. Pero con el tiempo, el aire limpio de Mannawinard logró purificar en parte la atmósfera contaminada de los Páramos, y de nuevo volvimos a recibir a prófugos de las dumas. No eran muchos, eso es cierto, pero acudían a nosotros. Y de pronto, un día dejaron de venir. Por eso nos interesa mucho saber por qué, después de tanto tiempo, has aparecido tú aquí hoy.

—Ya te lo he contado, ya te he dicho lo que sé. Ahora, por favor, ayúdame a morir.

—¿Y qué vas a hacer después?

—¿Después?

—Cuando mueras, ¿adónde irás?

Kurt dejó escapar una amarga carcajada.

—Nadie va a ninguna parte después de muerto, niña.

—Te equivocas. Todos vamos a donde queremos ir porque, tras la muerte del cuerpo, nuestro espíritu, por fin, es capaz de volar libre. Si tú crees que no irás a ninguna parte, puede que entonces tu espíritu muera de verdad.

Con las escasas fuerzas que le quedaban, Kurt trató de deshacerse de las cuerdas que lo mantenían atado. No lo consiguió.

—¡Maldita sea, niña, cállate y déjame morir de una vez!

Ella no se inmutó. Se inclinó junto a él.

—Si pudieses elegir, ¿adónde irías?

Kurt calló un momento. Sus ojos se nublaron.

—Iría a un lugar donde existiera la paz. Un lugar donde mi cabeza pudiera por fin quedar en silencio.

—Entonces allí es a donde irás, Kurt Kappler de Duma Kendas —susurró la muchacha con dulzura.

Kurt no se preguntó por qué conocía ella su nombre. Cerró los ojos y una maravillosa sensación de bienestar lo recorrió de arriba abajo. «¿Será magia?», se dijo, absolutamente aterrado. Pero no tenía fuerzas para resistirse.

El dolor cesó, y una inmensa paz se apoderó de él. Finalmente, con una serena sonrisa en los labios, Kurt expiró.

Hana se quedó un momento inmóvil bajo la sombra de la última fila de árboles, contemplando el horizonte envuelto en niebla, meditando las palabras del urbanita. Tras ella, silenciosas, las mujeres de su grupo esperaban su señal.

Hana había sido elegida por la diosa Tara para iniciar un acercamiento entre los urbanitas y los habitantes del bosque, la Sacerdotisa Kea se lo había comunicado apenas unos meses antes. Ella y sus compañeras debían abandonar Mannawinard, quizá para siempre, e instalarse en aquel lugar desolado que había destrozado con su veneno el cuerpo de Kurt Kappler. Su misión era fundar una comunidad que extendiese la voz de Tara más allá de los lindes de Mannawinard.

Pero Hana no tenía miedo, aunque sabía que echaría de menos Mannawinard y su vida sirviendo a Tara, la Diosa Madre, la divinidad de la Tierra, que había resucitado para volver a tomar el control del planeta.

Recordó la extraña historia de Kurt y frunció el ceño. Sospechaba que aquella información era importante, muy importante, pero no sabía en qué sentido.

«Algún día lo averiguaremos», se dijo a sí misma, llena de fe. «Y te prometo, Kurt, que nadie más sufrirá como tú». Sabía que, para cumplir su promesa, harían falta años, quizá siglos; pero alguien debía dar el primer paso.

Hana se volvió hacia sus compañeras. Todas ellas estaban nerviosas, pero le devolvieron una mirada decidida.

Una suave brisa las envolvió, como un cálido aliento de despedida, y jugó con los cabellos blancos de Hana. Ella sonrió. Así hablaba con los suyos la Diosa Madre.

Pero Hana pudo percibir algo más en aquella brisa, algo que ninguna de sus compañeras fue capaz de captar: el espíritu de Kurt descansaba, por fin, en un lugar lleno de paz y silencio.

La muchacha sonrió de nuevo. Cargó con sus escasas pertenencias y dio un paso hacia delante, y después otro, y otro, hasta que las nieblas de los Páramos se la tragaron.

Una tras otra, las mujeres elegidas la siguieron.