9
HIELO VIRTUAL
UN BUEN RATO ANTES DE que Chris volviera a pronunciar palabra. Kim aguardaba, acurrucada junto a él, balanceándose hacia delante y hacia atrás, muy nerviosa. Los Ruadh permanecieron en silencio, tan quietos que parecían estatuas de piedra.
El hacker seguía con los ojos cerrados, moviendo los dedos sobre el teclado, frunciendo el ceño de vez en cuando.
Una hora después abrió los ojos, se desconectó y dijo:
—Tengo noticias, Kim.
Ella dio un respingo y lo miró anhelante. Keyko, que dormitaba junto a la pared, se despertó inmediatamente.
—¿Qué es lo que has averiguado? —preguntó Semira.
Pero Chris, ignorándola, miró a Kim a los ojos.
—He acudido a algunos lugares que conozco, donde otros hackers ponen en la red la información que roban de las corporaciones. No he encontrado allí nada nuevo acerca del proceso de mutación que padeces; solo la información que ya conocías: que lo provoca el kexelio-7, una sustancia altamente radiactiva, empleada en la fabricación de las armas de los basureros.
—Un momento —interrumpió Semira—. ¿De qué estás hablando, urbanita? Te hemos dejado usar esa máquina con la condición de que…
—Entonces he entrado en los archivos del LIBT de Nemetech —prosiguió Chris, sin hacerle caso—. Eso me ha llevado bastante más tiempo.
Hizo una pausa. Kim contuvo el aliento.
—Y siento decirte, Kim, que ni siquiera en Nemetech conocen la cura del mal que han creado —concluyó el hacker suavemente.
Kim se dejó caer junto a él, pálida como la cera, sin poder pronunciar una palabra.
—Kim… —Keyko acudió a su lado—. Yo…
—Déjame en paz.
Chris alzó la vista y vio a los Ruadh casi encima de él.
—Nos has engañado, urbanita —dijo Semira—. Vas a morir.
—Te dije que tuvieras un poco de paciencia, pequeña salvaje —repuso él con calma—. Hice un trato con ella, y debía cumplirlo. También he hecho un trato contigo y lo cumpliré, si me das un par de horas más de vida. Todo lleva su tiempo, ¿no te ha enseñado eso tu diosa Tara?
Semira tembló de ira y alzó su espada sobre él. Chris ni siquiera se inmutó. Finalmente, como si le costara un gran esfuerzo, la Ruadh bajó la espada y se apartó de él.
—Tienes hasta el amanecer, rata urbanita. Si cuando salga el sol no tenéis nada nuevo que contarnos, todos, excepto la Portadora, moriréis.
Chris asintió, sin alterarse, y se volvió hacia Kim.
—¿Recuerdas el día exacto de tu incursión en Nemetech?
Ella no contestó. Parecía completamente hundida, y tenía la mirada perdida en un rincón oscuro de la habitación. Keyko le dio un suave codazo, y ella reaccionó. Alzó la cabeza y vio los ojos de Chris clavados en ella.
—¿Recuerdas el día exacto de tu incursión en Nemetech? —repitió él.
Kim no respondió. Ya nada parecía importarle.
—¿No quieres seguir viviendo? —preguntó él, en el mismo tono de voz, tranquilo, pero ligeramente indiferente.
Kim se encogió de hombros.
—Y a ti qué te importa.
—Yo sí quiero seguir viviendo, Kim. Y, por desgracia, te necesito a ti para que esto salga bien.
Kim no respondió.
—Quiero seguir viviendo —repitió Chris—. Si yo estuviera en tu lugar, buscaría soluciones más allá de las dumas.
Kim lo miró, sin creerse lo que le estaba diciendo.
—¿Me estás diciendo que recurra a la magia?
Chris se encogió de hombros.
—¿Qué otra opción tienes?
—Me suicidaré.
—Te tenía por más inteligente, Kim.
Kim volvió la cabeza, molesta. Pero Chris seguía mirándola, con los dedos preparados sobre el teclado. La mercenaria miró a Adam y a Kim, y a los Ruadh, y después, al hacker.
—Está bien —suspiró finalmente—. Fue hace exactamente dos semanas.
No podía creerlo. Solo dos semanas…
—Muy bien —dijo Chris solamente—. Con eso me basta.
Sus dedos volaron sobre el teclado una vez más. Ante sus ojos desfilaban miles de datos que, de momento, no tenían mucho sentido para él ni para nadie. Pero entonces, Chris se ajustó el conector, cerró los ojos y todo cambió.
Ante él se extendían las amplias avenidas de la Matriz. Las brillantes torres de información se alzaban a su alrededor, multiplicándose hasta el infinito, bajo el cielo virtual. Millones de datos circulaban entre ellas, rápidos como centellas.
Chris avanzó, camuflado como uno más, buscando un destino muy concreto. Su icono de representación en la Matriz, una pequeña serpiente alada, se movía con ligereza y elegancia entre las enormes torres de información, esquivando a los guardianes de aquel mundo virtual. Otros hackers elegían iconos menos llamativos, pero Chris no necesitaba hacerlo. Aunque hubiese escogido por icono un enorme elefante rosa, nadie se habría fijado en él. Era lo bastante bueno como para adelantarse a todo el mundo, y se las arreglaba para no cruzarse con nadie durante sus exploraciones por la red. No necesitaba camuflarse, porque él ya era prácticamente invisible.
Finalmente, la serpiente alada se detuvo ante una enorme pirámide de datos de un color azul eléctrico.
Allí se guardaban todos los secretos de Nemetech, para quien tuviera las claves de acceso a ellos, o para quien, como Chris, supiera cómo entrar sin ellas.
La pequeña serpiente alada rodeó la base de la pirámide hasta encontrar un lugar que le pareció apropiado para iniciar la incursión.
En la habitación del edificio de Duma Murias, los dedos de Chris volvieron a moverse sobre el ciberteclado, introduciendo los códigos de asalto a las defensas de Nemetech.
En la Matriz, el icono de la serpiente alada trató de perforar la base de la pirámide. Llevaba un rato trabajando (los dedos de Chris seguían introduciendo códigos y más códigos, y en su mente veía cómo, en el mundo virtual, iba abriéndose una pequeña brecha en la pirámide de Nemetech) cuando sintió que algo se acercaba. La serpiente se pegó a la pared de la pirámide (Chris volvió a teclear rápidamente) y, casi inmediatamente, su textura cambió para mimetizarse con el fondo de color azul eléctrico.
Otro icono pasó frente a él, sin advertir su presencia. Tenía la forma de un pequeño hombrecillo inofensivo, pero no logró engañar a Chris. Era perfectamente capaz de distinguir los simples operadores de los guardianes, los temibles programas de defensa de la Matriz, que los hackers llamaban familiarmente «hielo», porque, si capturaban a un intruso, se introducían en su cerebro como un virus, y lo último que sentía el pobre infeliz era un frío mortal…
En cierta ocasión, a Chris lo había alcanzado un guardián de hielo cuando trataba de colarse en los archivos de Probellum. Afortunadamente, había logrado desconectarse a tiempo. Pero había tardado mucho en recuperarse de aquel ataque. Todavía sentía dolores de cabeza al recordarlo.
Pero entonces Chris era más joven e inexperto. Ahora, los guardianes de hielo eran para él pan comido.
El icono del hombrecillo dobló una esquina y se perdió de vista. La serpiente que señalaba la presencia de Chris en la red se separó de la pared azul y volvió a tomar su consistencia habitual. Enseguida prosiguió con su trabajo.
En apenas unos minutos había logrado abrir una brecha en la pared, y se colaba en la pirámide de información de Nemetech.
—Estoy dentro —dijo; como siempre que le pasaba cuando hablaba estando conectado, su propia voz le sonó lejana, irreal; por eso no le gustaba trabajar en presencia de más personas—. Voy a probar con el proceso de fabricación de biobots marca Nova.
—Me parece bien —oyó la voz de Kim, también muy distante.
Chris no dijo nada más. Seguía con los ojos cerrados, pero en su mente veía con total claridad la estructura del interior de la pirámide de Nemetech, con las torres de datos perfectamente ordenadas a su alrededor. No tardó en encontrar lo que buscaba. Abrió el fichero de datos sobre el proceso de fabricación de los biobots de la serie AD y lo inspeccionó minuciosamente, pero no halló ninguna anomalía registrada.
—Nada de particular —dijo.
—¿No? —oyó, muy lejana, la voz de Kim—. Bueno, mira entonces en Seguridad.
Chris no pudo evitar una sonrisa.
—¡Hum! Mi sección favorita…
Recorrió con ligereza los pasillos virtuales de Nemetech, hasta alcanzar un sector de torres de color ligeramente anaranjado. Buscó los archivos de las grabaciones de las cámaras de seguridad y empezó a examinarlos; pero se detuvo en mitad de la tarea.
—Vaya… —comentó.
—¿Qué es lo que pasa?
Chris no contestó enseguida. Ante él se alzaba una torre que a simple vista parecía igual que las otras; pero un hacker experto como él era capaz de detectar una fina capa de protección sobre todos sus archivos, una capa de «hielo».
—Esto se pone interesante —comentó—. Territorio protegido.
Se aseguró de que no había ningún guardián de hielo cerca, y tecleó de nuevo sobre la consola los códigos de búsqueda de accesos. En la Matriz, su icono de representación exhaló por la boca una llamarada de fuego verde. La pequeña serpiente alada comenzó a quemar el hielo, sistemática y metódicamente.
No tardó mucho en entrar. Nada más hacerlo, tuvo que mimetizarse de nuevo contra la pared de datos, porque dos guardianes acababan de aparecer por allí. Logró engañarlos fácilmente; los guardianes se marcharon, creyendo que no ocurría nada anormal en aquel sector.
Recuperada la tranquilidad, Chris comenzó a examinar los archivos a toda velocidad. Los datos pasaban rápidamente ante sus ojos, ante los ojos de la serpiente alada que era él en la Matriz.
Al cabo de un rato, lo encontró.
—Lo tengo —dijo—. Es una grabación del almacén del que me has hablado, una semana antes de tu incursión. Tiene que ser esto, porque está catalogada como Alto Secreto, y no me explico qué puede haber de interesante en una grabación de seguridad rutinaria de un edificio de almacenamiento.
—¡Justamente! —respondió Kim—. Estás sobre la pista, Chris.
La pequeña serpiente alada tenía ante sí una hoja de datos con la información que le acababa de comunicar a Kim. La tocó con la punta de la cola, y la hoja se dio la vuelta para mostrarle una grabación de vídeo.
Chris vio entonces en su mente, con toda claridad, una imagen del almacén de Nemetech en el que había entrado Kim dos semanas atrás. Cientos de biobots, silenciosos, como muertos, ordenados en filas, cubrían las paredes, desde el suelo hasta el techo. Chris activó el zoom de la grabación para enfocar la zona donde estaban las unidades de la serie AD.
Y entonces lo vio: dos sombras que se deslizaban a lo largo de los estantes.
—¡Ahí está! —dijo.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Kim.
Chris no respondió enseguida. Tecleó sobre la consola para grabar en el ordenador lo que estaba viendo.
—Hay dos tipos —dijo entonces—. Han cogido un biobot, parece que al azar…
—¿Quiénes son? ¿Qué hacen?
—No lo sé. Espera…
Ajustó el zoom una vez más y logró ver la escena con mayor claridad.
—Son un viejo y una mujer pelirroja. Llevan túnicas, y están cubiertos de amuletos extraños. Yo diría que son salvajes de Mannawinard. Y están…
Calló un momento, y frunció el ceño. Lo que hacían le resultaba totalmente incomprensible. Se habían cogido de las manos, formando un círculo en el centro del cual se hallaba el biobot que acababan de sacar de la estantería.
—Están entonando una especie de cántico —prosiguió—. Y giran en torno al androide. Parece que están llevando a cabo algún tipo de ritual…
De pronto, Chris vio con sorpresa cómo uno de los amuletos que llevaba el viejo al cuello comenzaba a brillar. Entonces, ambos se detuvieron. La luz del amuleto se hizo más intensa, hasta bañar por completo al biobot.
—Vaya… —comentó Chris, sorprendido—. Parece… parece magia…
—¡Lo sabía! —oyó que exclamaba Keyko.
El hacker frunció el ceño de nuevo y trató de concentrarse en la escena. El viejo se había quitado otro de los amuletos que llevaba, y lo estaba introduciendo en el interior del biobot. Chris reprimió el impulso de abrir los ojos, desconectarse y correr a mirar si Adam tenía dentro algún artefacto semejante.
Entonces le llegó desde la grabación la voz de la mujer pelirroja que decía en tono apremiante:
—¡Viene alguien!
—Entonces hemos de marcharnos —respondió el viejo.
La mujer juntó las manos, cerró los ojos y empezó a entonar un canto sin palabras; de pronto, entre sus dedos apareció una luz resplandeciente. Ella separó un poco las manos, y canturreó, en una melodía hipnótica y fascinante:
—Aaaansuz… Raidooo… Eeeehwaz… Naaaudhiz…
Y entre sus manos, en medio de la luz, comenzó a aparecer una complicada red de extraños símbolos. Una especie de cúpula luminosa los envolvió a ambos y, de pronto, ya no estaban allí…
Chris se quedó perplejo. El almacén estaba en silencio, y solo el hecho de que el biobot hechizado seguía estando fuera de su sitio indicaba que algo había pasado allí momentos antes. Los androides de seguridad que aparecieron por allí segundos después no encontraron nada anormal. Ni siquiera se molestaron en devolver al biobot a la estantería, suponiendo que ya lo harían los de mantenimiento al día siguiente.
—¿Chris? —se oyó entonces la voz de Kim—. ¿Qué pasa?
A Chris le costó un poco regresar a la realidad.
—Creo que he encontrado… —empezó, pero se detuvo bruscamente; su instinto le decía que estaba en peligro.
Cerró la grabación, y volvió a encontrarse en el pasillo de la pirámide de información de Nemetech.
Pero había algo que no era igual.
El icono de la serpiente alada volvió hacia todos los lados, inquieto y suspicaz.
—¡Chris! —oyó la voz de Kim—. ¿Qué has encontrado?
Pero él no respondió. Tecleó sobre la consola una orden de rastreo. El pasillo virtual estaba desierto y silencioso y, sin embargo, su instinto le decía que allí había algo anormal.
Y, de pronto, sintió una pequeña ondulación. Frunció el ceño y se concentró. La serpiente alada se movió de un lugar a otro, insegura.
—Parece una alteración en los corredores virtuales de la Matriz —dijo suavemente, pero con una nota de tensión contenida en su voz—. Nunca había visto nada igual —confesó.
El corredor se onduló de nuevo, con una curvatura mucho más pronunciada. Chris empezó a teclear una orden de camuflaje, por si se trataba de algún tipo desconocido de hielo virtual, pero se detuvo a mitad, sorprendido y aterrado.
—No —susurró—. No, esto no puede estar pasando.
—¿El qué? —oyó la voz de Kim, más distante e irreal que nunca.
Chris no contestó. Todos sus sentidos internos estaban puestos en la imagen que la red presentaba ante él.
El pasillo virtual se había convertido en un enorme espectro de hielo que se alzaba ante la serpiente alada, ridículamente pequeña frente a él.
Chris supo que tenía problemas. Trató de teclear sobre la consola el comando que devolvería a su cuerpo su parte de conciencia que estaba navegando por la red, pero sus dedos no le obedecieron, permaneciendo rígidos sobre el teclado.
El espectro de hielo se lanzó sobre él.
Durante un breve momento, Chris tuvo la sensación de estar completamente congelado. Se esforzó al máximo para mover los dedos, y logró rozar una de las teclas de movimiento de la consola.
Eso lo salvó, de momento. Su icono se desplazó hacia la izquierda, y el espectro no llegó a alcanzarlo. Cuando aquella gigantesca cosa se alzó de nuevo, Chris supo que la próxima vez no tendría tanta suerte. Rozó la consola otra vez, y consiguió teclear la orden de escape. Se quedó un momento inmóvil, esperando.
Pero nada sucedió.
Chris sintió que el terror lo invadía; aquella no era una sensación que experimentase a menudo, y no resultaba nada agradable. De alguna manera, el espectro había bloqueado sus programas de escape. Estaba atrapado en la red.
Alcanzó las teclas de movimiento. Consiguió que su icono diese media vuelta para escapar por los pasillos virtuales, pero supo casi enseguida que el espectro lo alcanzaría.
Intentara lo que intentase, era hombre muerto.
En la habitación de Duma Murias, todos se dieron cuenta enseguida de que algo iba mal. Chris seguía conectado a su ciberteclado, con los ojos cerrados y las manos sobre la consola, pero había palidecido, respiraba entrecortadamente y minúsculas gotas de sudor le perlaban la frente.
Semira avanzó con la intención de arrancarle el cable de la cabeza, pero Kim se lo impidió.
—Parte de su conciencia está aún navegando por la red, salvaje —le dijo—. Si lo desconectas ahora, esa parte de él se perderá. Y supongo que no querrás que se pierda con ella la información tan valiosa que ha conseguido, ¿verdad?
Kim no añadió que Chris era sin duda lo bastante profesional como para grabar la información en cuanto topaba con ella; Semira no tenía por qué saberlo.
La Ruadh se mordió los labios, pero retrocedió.
—¿No puedes hacer nada? —preguntó Keyko, muy nerviosa.
Kim no respondió. Miró a Chris, inquieta. Por increíble que pudiera parecer, parecía que el hacker se estaba enfrentando a algo que podía vencerlo. Pero ella no podía ayudarle. Si se conectaba a la red, tardaría un buen rato en encontrarlo. Y con ello solo conseguiría que les congelasen el cerebro a los dos.:
—Pero ¿por qué no sale de ahí? —preguntó Keyko.
Buena pregunta, se dijo Kim. Probablemente habían bloqueado sus programas de escape.
En tal caso, pensó enseguida, tal vez ella pudiese desbloquearlos desde allí.
Se sentó junto a Chris y alargó las manos hacia el teclado. Sus dedos rozaron las manos de él, rígidas y frías sobre las teclas de movimiento. Kim se estremeció, y pensó que un hacker como él no merecía morir así. «Aguanta, por favor», pensó, mientras comenzaba a teclear comandos para visualizar en la pantalla el estado de los programas de escape de Chris.
La serpiente alada volaba por el corredor. A sus espaldas, la figura del espectro de hielo parecía ocuparlo todo.
Chris estaba tan centrado en su huida por la red que apenas se percató de la presencia de Kim junto a su cuerpo, en Duma Murias; pero sí percibió que alguien trataba de desbloquear sus programas de escape.
El espectro tomó impulso y se lanzó sobre la serpiente alada.
Y entonces Chris oyó, con claridad, la voz de Kim:
—¡Sal de ahí!
Los dedos de Chris lograron teclear su clave de escape.
La serpiente virtual desapareció de los pasillos de la pirámide de información de Nemetech, justo cuando el espectro caía sobre ella.
Chris abrió los ojos, sobresaltado, y parpadeó. Miró a su alrededor, confuso y algo perdido.
Enseguida vio dónde se encontraba; su habitación en Duma Murias seguía invadida por la vegetación, los Ruadh lo miraban entre desconfiados y expectantes, y Kim le estaba chillando al oído algo sobre sus programas de escape.
Y entonces recordó qué era lo que había pasado; no eran recuerdos agradables pero, desde luego, eran mejores que los que le inspiraba el extraño espectro virtual que había estado a punto de acabar con él.
Con una mano temblorosa (trató de dominarse, y lo consiguió) se arrancó el conector de la cabeza. Se volvió hacia Kim.
La muchacha lo miraba ansiosa y preocupada.
—Chris, ¿estás bien? ¿Qué te ha pasado?
Chris no respondió enseguida. Sentía que su respiración seguía alterada, que el corazón le latía alocadamente, que estaba sudando de puro terror. Respiró hondo y se esforzó por recuperar el control. Gracias al gran dominio que tenía sobre sí mismo, pronto logró recobrar el aspecto frío, sereno y calmoso que era habitual en él.
Volvió a mirar a Kim.
—Tú has desbloqueado mis programas de escape, ¿no?
Pareció que la chica titubeaba y Chris sonrió. Le había formulado la pregunta con tal tranquilidad que ella había dudado que el hacker hubiese estado realmente en peligro.
—Gracias —añadió Chris—. Me has salvado la vida.
—¿La vida? —Kim se estremeció—. Diablos, Chris, no pensaba que nada pudiese hacerte daño a ti en el ciberespacio. Te he visto al borde del shock. ¿Qué te ha pasado?
—Me he topado con algo… —Chris frunció el ceño, pensativo, mientras descruzaba las piernas para desentumecerlas—. Ha estado a punto de congelarme el cerebro. Es la primera vez que me topo con algo así.
—¿Hielo?
Pero el hacker negó con la cabeza.
—Parecía hielo, pero creo que no lo era. No hay hielo que pueda conmigo, y lo sabes. No, aquella cosa parecía estar viva… Nemetech sería incapaz de crear una cosa así ni en sus más atrevidos sueños.
—Es él —intervino entonces la voz chillona de Adam—. ¡Lo has visto!
Parecía algo asustado. Chris y Kim se volvieron inmediatamente hacia él.
—¿Quién?
—¡Las voces del aire!
Kim se levantó de un salto para agarrar a Adam.
—¿Qué es eso de «las voces del aire»? —preguntó, sacudiéndolo sin contemplaciones—. ¿De qué diablos estás hablando?
—No lo sé… Las oigo, las siento… Él está ahí, y habla con todas las voces…
Parecía que Adam se había hecho un buen lío, porque no acertaba a decir nada más. Kim lo soltó, frustrada.
—Estás chiflado, montón de chatarra.
Semira cruzó una mirada con sus compañeros, y avanzó hacia los urbanitas amenazadoramente. Chris echó un vistazo por la ventana y vio que el horizonte gris ya comenzaba a clarear.
—No me extraña que diga incoherencias, después de lo que le han hecho —le dijo a Kim, con calma—. Mirad esto.
Tecleó de nuevo sobre la consola, y volvió la pantalla hacia sus compañeros. Los Ruadh retrocedieron un momento, con desconfianza, pero Semira fue la primera en volver a acercarse, para mirar.
En la pantalla se reproducía la escena del almacén. Todos vieron con claridad lo que Chris había visto durante su incursión en Nemetech: los dos extraños individuos eligiendo un biobot, sometiéndolo a un curioso ritual… los amuletos mágicos, la luz…
—¡Conozco a ese hombre! —exclamó entonces Semira—. Pasó por nuestro campamento hace dos lunas. Es un druida, uno de los magos más poderosos de Mannawinard.
—Pues ella tampoco es una aficionada —comentó Keyko—. ¿Habéis visto con qué soltura habla el lenguaje de las runas? ¡Yo solo sé deletrearlo!
La grabación terminó, y sobrevino un silencio, solo quebrado por los sonidos de la selva, que despertaba bajo los primeros rayos del sol naciente.
—¿Eso es todo? —preguntó Semira, mirando a Chris.
—Es todo lo que he podido encontrar.
Sin pronunciar una palabra más, Semira alzó la espada y la descargó sobre el ciberteclado, antes de que ninguno de los presentes lograse reaccionar. Chris saltó como si lo hubiesen pinchado.
—¿Qué has hecho? —rugió, mientras la consola estallaba en un breve chisporroteo—. ¡Era el último ciberteclado de la duma!
Kim lo miró de reojo, pensando que su experiencia en la red debía de haber sido bastante turbadora, porque el hacker nunca perdía los nervios de aquella manera.
—Ya no lo necesitamos —replicó Semira fríamente.
Chris la miró un momento, conteniendo la ira. Entonces, sin una palabra, se encogió de hombros y volvió a adoptar su habitual expresión fría y hermética.
—Hemos de hablar con el Jefe Senchae —dijo Semira.
La tienda del Jefe Senchae, el líder de los Ruadh, se alzaba en la destrozada plaza donde aún ardía la inmensa hoguera alimentada con carne urbanita, como si coronase la victoria del mundo natural sobre la ciudad. Era una enorme yurta con forma poligonal, construida a base de pieles de animales, que ocupaba todo un lado de la plaza.
La comitiva se detuvo cuando dos guerreros apostados a ambos lados de la entrada les impidieron el paso. Parecían sorprendidos ante el descaro de la joven Semira Yi-Mamdar, que osaba traer a aquellos sucios urbanitas, acompañados de un repugnante robot, ante la presencia de Chi Senchae.
Parecía que Semira no sabía muy bien por dónde empezar a explicarles todo lo que estaba pasando. Pero entonces, como salido de la nada, apareció el brujo Ruadh. Los guerreros hicieron una inclinación de cabeza, en señal de respeto.
El hombrecillo habló muy deprisa, haciendo grandes aspavientos y moviendo las manos en el aire, como si estuviese espantando a los malos espíritus. Los guerreros cruzaron una mirada sorprendida, pero, los dos a una, se apartaron para dejarle pasar.
El brujo entró primero, solo. Momentos después, una mujer Ruadh asomó la cabeza para indicarles que podían pasar.
Por dentro, la tienda de Senchae era mucho más que una tienda. Parecía una gran sala de recepción, con espacio suficiente como para que pudiesen estar, cómodamente, dos docenas de personas. El suelo estaba alfombrado con pieles de animales (Kim se estremecía de repugnancia cada vez que pisaba una, pero no había otro sitio donde poner los pies), y las paredes adornadas con diversos objetos guerreros, como escudos y lanzas. Al fondo se alzaba un trono de madera cubierto de pieles; tras él, un enorme escudo con un extraño símbolo, dibujado en cuero. A ambos lados del trono se erguían dos imponentes guerreros, que flanqueaban al hombre sentado en él.
Era un Ruadh de unos cincuenta años, de tez tostada por el sol, dura e impenetrable, con la mirada de águila de todos los guerreros de la frontera. Llevaba el cabello blanco en una semimelena con algunas trenzas, sin barba ni bigote. Una banda de tela le ceñía la frente; vestía, como todos los Ruadh, prendas de piel, y lucía diversos adornos en los brazos y muñecas.
Junto a él estaba el brujo, explicándole la situación, mientras Senchae clavaba una mirada pensativa en el extraño grupo que tenía ante él.
Kim le devolvió una mirada resuelta y desafiante, aunque estaba lejos de sentir deseos de seguir luchando.
—Semira Yi-Mamdar —dijo entonces el Jefe Senchae.
Semira avanzó unos pasos.
—Rukat gaba de —indicó el líder de los Ruadh.
Entonces Semira empezó a hablar, contándole, suponían los urbanitas, todo lo concerniente a aquel curioso grupo que traía a su presencia. Señaló a Keyko con respeto reverencial, y Senchae frunció el ceño al fijarse en el medallón que la chica portaba al cuello. Semira siguió hablando, y sus ojos se agrandaron con asombro cuando apuntó al robot con el dedo y empezó a contar todo lo relativo a su extraña naturaleza.
Después, cuando terminó de hablar, Senchae quedó un momento en silencio.
—¿Ha naba te mian? —preguntó entonces, señalando a Chris y Kim.
El rostro de Semira se torció en una mueca de desprecio. Lo que habló de ellos no sonaba agradable.
—¡Un momento! —soltó Kim, sospechando que ella no le estaba contando a Senchae toda la verdad—. ¡Nosotros os hemos traído a Adam… al robot mago! —añadió—. ¡Y os hemos ayudado a descubrir su origen! ¿Es que eso no vale nada?
—Ella tiene razón —intervino Keyko suavemente, inclinando la cabeza con respeto ante Senchae—. Estos urbanitas nos han ayudado a interpretar el mensaje de Tara. Merecen vivir.
A regañadientes, Semira tradujo sus palabras a Senchae.
El jefe de los Ruadh no dijo nada. Quedó un momento en silencio, meditando. El brujo hizo un breve comentario, pero Senchae no respondió. Entonces, llamó de nuevo a Semira, y ella alzó la cabeza, atenta.
—Ya Tara do kamet tokda Sowilo na Kea dobantar. Tam yoban kem aben dodunam mon kabet tikanu dolit Mannawinard. Dus druid kibit betop kelilim. Son Tara kumbo senentim. Tumbe dolit Mannawinard ot feh kunt. ¿Is dome?
—Is dome —asintió Semira.
Se volvió hacia el grupo, y, dirigiéndose siempre hacia Keyko, dijo:
—Dice que la verdadera misión de la Portadora es entregarle la Piedra Rúnica de la Luz a la sacerdotisa Kea. Los dos urbanitas pueden optar entre ser sacrificados o acompañarla hasta el Templo de Tara, para que sea la propia sacerdotisa Kea quien los juzgue.
—¿Qué va a pasar con Adam? —preguntó Keyko, dirigiendo una mirada de incertidumbre a Chris y Kim.
—El robot hechicero vendrá conmigo a Mannawinard. Partiremos en busca del druida para investigar sobre su origen y naturaleza.
—Yo todavía no he dicho que quiera internarme en ese bosque —dijo Kim a media voz.
Chris se encogió de hombros, pero no dijo nada.
—¿Tú sí vas a hacerlo? —le preguntó ella, sorprendida.
—Más vale ser un salvaje vivo que un urbanita muerto —fue todo lo que respondió él.
Kim sacudió la cabeza, sin terminar de creerse lo que estaba oyendo.
Senchae les dirigió una intensa mirada y volvió a llamar a Semira. Le hizo señas para que se acercase hasta él, y ella obedeció.
—Sim gebo dib te… —dijo Senchae.
Ella alzó la cabeza, sorprendida. Senchae le hizo una seña al brujo, que se acercó a él y le entregó un pequeño objeto, con una respetuosa inclinación. Senchae lo alzó para que todos lo vieran.
—Bit othalak Ruadh: Tokda Fehu —dijo, y un rumor de asombro recorrió la yurta.
Incluso Keyko había lanzado una exclamación ahogada.
—¿Qué es eso? —preguntó Kim en voz baja.
—Es otra de las Piedras Rúnicas Elementales —respondió Keyko en el mismo tono, aferrando con fuerza a Sowilo—. Es nada menos que Fehu, la Piedra Rúnica Elemental de Fuego. ¡Entonces es cierto lo que cuentan las leyendas!
Semira había palidecido, pero se las arreglaba para mantenerse firme. Senchae le dirigió una profunda mirada y, entonces, le entregó la Piedra Rúnica Elemental Fehu. Tenía el mismo aspecto que Sowilo, una gran piedra ambarina, y en su centro mostraba el símbolo:
Semira dudó antes de cogerla.
—Rimat…
—Kuet, Semira —insistió él—, Du soret Fehu do Kea nan tiek. Mim kaemi didimen kombe duntur. ¿Is dome?
Semira tragó saliva, y cogió la piedra rúnica con manos temblorosas.
—Is dome —pudo decir—. Lambat, Chi Senchae.
Se volvió hacia Keyko.
—Esto es Fehu, la Piedra Rúnica Elemental del Fuego, custodiada por mi pueblo desde hace muchas generaciones —le dijo en un susurro—. He de llevársela a Kea, igual que tú debes darle la Runa Sowilo; porque estos extraños sucesos son una señal de que los tiempos están cambiando.
Keyko asintió, pensativa.
—De modo que seremos compañeras de viaje —comentó—. Y ahora tienes una doble misión, Semira Yi-Mamdar.
Semira sonrió débilmente. Parecía dividida entre el orgullo de haber sido elegida y la duda sobre si lograría estar a la altura. Keyko le devolvió la sonrisa. Ella había pasado por lo mismo, dos semanas atrás, cuando había recibido un encargo similar de manos de la Madre Blanca. Y Semira no parecía ser mucho mayor que ella. Tendría dieciséis, o diecisiete años, no más.
«Los tiempos están cambiando», pensó Keyko. «La Madre Blanca me dijo que mi mensaje era vital para el futuro del mundo».
Se estremeció. Entonces sintió la mirada de Chris clavada en ella, y se volvió hacia los urbanitas.
—¿Qué vas a hacer tú? —le preguntó a Kim, evitando mirar al hacker; aunque estaba impresionada por el modo en que Chris había obtenido la información sobre Adam, ello no hacía más que confirmar sus primeras sensaciones sobre él—. ¿Vendrás con nosotras?
Kim desvió la mirada.
—No puedo hacerlo —dijo en voz baja—. Mannawinard representa todo lo que yo odio y temo. Compréndelo, Keyko. Nunca seré una de vosotros.
—¡Pero te matarán!
—Iba a morir de todas formas.
—¡No! Kim, estamos detrás de algo verdaderamente importante. Si le entregamos a la Sacerdotisa Kea este biobot, y le pedimos que te cure… accederá, seguramente.
—¿Y qué va a pasar con Adam?
—No le harán daño, ¿no lo has visto? Es una creación de Mannawinard. Kim, aquí está pasando algo que no comprendo… pero en Mannawinard se están moviendo poderes que llevaban dormidos muchos siglos… Únete a nosotros, Kim. Aunque solo sea por instinto de supervivencia.
Kim alzó la cabeza para mirarla, y entonces se volvió hacia Chris. Él no decía nada, solo sonreía.
—¿Tú vas a ir con ellos?
—Instinto de supervivencia, Kim —murmuró él, y entonces ella supo por qué había aceptado.
Chris se internaría en la selva con Keyko y Semira, sí, pero, en cuanto pudiera, daría media vuelta y escaparía.
Escapar, ¿adónde?
Kim decidió no pensar en ello.
—Está bien —dijo, dubitativa—. Os acompaño.
Realmente, ya no tenía nada que perder.
La sede del Consejo Tecnológico de Duma Findias era, probablemente, el edificio más alto de la ciudad, compitiendo con la Aguja en una carrera por alcanzar las nubes del color del acero que cubrían permanentemente el mundo urbanita. El Consejo Tecnológico estaba ubicado en el Centro de la duma, pero pocas personas entraban en él alguna vez. Se manejaba tal cantidad de datos y variables en su interior que ningún ser humano, por inteligente y capacitado que fuera, podría ni soñar con realizar aquel trabajo, solo destinado a robots que poseían por cerebro las más avanzadas computadoras de última generación.
Hacía mucho tiempo que los humanos ya no se preocupaban por la gestión y control de Duma Findias, y se decía que, si hubiesen dejado la ciudad en manos de los robots mucho antes, no existiría el Círculo Exterior, ni todos los problemas que comportaba.
De todas formas, todavía había un componente humano en aquel lugar.
Donna lo sabía, igual que todos, pero no por eso dejó de sentirse inquieta mientras cruzaba las amplias y elegantes avenidas del Centro de Duma Findias, en dirección a la sede del Consejo Tecnológico. La mercenaria y los dos matones que la escoltaban no encajaban en aquel lugar, entre altos y lujosos edificios cristalinos, entre árboles artificiales de suaves colores, entre robots trabajadores que se ocupaban de todo para que los adinerados habitantes de aquella zona pudiesen dedicar una parte de su tiempo al ocio. Donna era consciente de que la gente del Centro los miraba con el ceño fruncido, pero eso no le preocupaba. Había estado allí otras muchas veces (generalmente de noche) y, en contra de lo que pudieran pensar aquellas personas que la miraban con desaprobación y algo de temor, lo conocía como la palma de su mano. Aunque su trabajo la obligara a moverse por el sector de la ilegalidad, era precisamente en el Centro donde estaba el dinero, y donde más a menudo operaba la Hermandad.
Pero aquella vez se paseaba sin esconderse, a pleno día, porque venía en visita oficial.
Donna sonrió para sí cuando un hombre fue a decirle a un robot de Seguridad que, con toda probabilidad, ella y sus matones no deberían estar ahí. El androide los miró, pero no hizo nada por detenerlos. Era admirable aquella absoluta coordinación entre todos los robots de la duma, pensó Donna. Gracias a la información que recibían desde la Aguja, toda la Seguridad del Centro sabía que ella tenía, ese día, permiso para encontrarse allí.
Tenía una cita en el mismísimo Consejo Tecnológico. Había llegado con la caravana de Duma Errans el día anterior, y enseguida había recibido el mensaje…
Se detuvo un momento ante el impresionante edificio que se alzaba justo al lado de la Aguja, y conectado con ella. Dos androides acudieron enseguida a recibirla.
No la despojaron de sus armas, ni impidieron a sus acompañantes entrar con ella. Aquello no era más que una demostración de fuerza, no de confianza en ella, se dijo Donna. Era una manera de decirles que no les temían.
A la mercenaria no le gustó.
Recorrieron los pasillos del enorme edificio monocromo, frío, impersonal, absolutamente uniforme y funcional, sin adornos de ningún tipo. A un lado y a otro del pasillo se abrían compuertas que dejaban entrever a cientos y cientos de robots trabajando, rodeados de cientos y cientos de enormes ordenadores. Aquella actividad hizo a Donna sentirse un poco mejor. A pesar de que toda aquella inmensa construcción estaba dedicada a asegurar el correcto funcionamiento de Duma Findias, todavía no había logrado controlar el Círculo Exterior, ni tampoco al Ojo de la Noche.
Al final del pasillo los esperaba un nombre, un joven pálido y delgado, vestido con un traje de una sola pieza, tan impersonal como el edificio en el que se encontraban.
Donna se sintió sorprendida. No esperaba encontrar a ningún hombre allí, excepto, por supuesto, las personas a las que había acudido a ver.
—La señorita Donna, supongo —dijo el joven, dirigiéndole una mirada cortés, pero fría e indiferente.
—La misma —respondió Donna con aplomo.
—Por aquí, por favor —indicó, señalando la puerta de un gran ascensor, que acababa de abrirse para ellos.
Había algo extraño en él, y Donna lo miró de reojo, tratando de descubrir de qué se trataba. El joven se movía de una forma un tanto rígida, y apenas parpadeaba.
Y entonces Donna lo entendió.
Reprimió un estremecimiento. La ambición de algunos jóvenes del Centro les llevaba a hacer cosas que la misma Donna consideraba monstruosas. Para trabajar en aquel lugar, evidentemente, se necesitaba un cerebro de máquina… y era, probablemente, lo que tenía aquel joven. Donna sabía que en algunos sitios, para quien pudiese pagarlo, se realizaban operaciones que mejoraban las conexiones neuronales: algo así como implantes en el cerebro.
Pero muy poca gente, por mucho dinero que tuviera, se atrevía a someterse a una operación así. Aunque luego su cerebro funcionase cien veces más rápido y mejor que el de una persona normal, siempre había un riesgo. Muchas operaciones salían mal, y a menudo causaban en el cerebro del paciente daños irreversibles: algunos enloquecían, otros perdían la capacidad de moverse, o de hablar. Y, aun en el caso de que la operación fuese un éxito, siempre se perdía una parte muy importante de humanidad. Las personas con implantes en el cerebro eran frías, objetivas y lógicas como máquinas. La mayoría de ellas perdían la facultad de llorar, de emocionarse, de sentir, incluso de reír.
Y Donna sería una dura mercenaria, pero por nada del mundo habría querido ver reducido su cerebro a poco más que un cerebro de robot.
La puerta del ascensor de abrió de nuevo, y la mujer y sus dos matones siguieron a su guía por otro largo pasillo, hasta que él se detuvo ante una gran puerta, tan fría como el resto del edificio. Miró a Donna con tal falta de expresividad en sus rasgos que, por un momento, a la mercenaria le recordó el rostro de un biobot cualquiera.
—La están esperando —dijo el joven, con una voz absolutamente monocorde—. Disculpe, he de ir a atender otros asuntos.
Y se alejó pasillo abajo, caminando con rigidez, sin dar nunca un paso más largo que otro.
Donna respiró hondo. Oprimió el panel de apertura que había junto a la puerta y un ojo robótico asomó para examinarla de arriba abajo.
Donna no dijo nada, ni hizo el menor movimiento. Entonces el ojo volvió a desaparecer en el interior del panel, y la puerta se abrió.
Donna entró, algo intimidada, pero esforzándose por demostrar que no lo estaba en absoluto. Sus acompañantes entraron con ella a una gran sala cuadrada, de techos muy altos y paredes de color metálico. La decoración brillaba por su ausencia, y lo único que rompía la monotonía del lugar era un enorme ventanal desde el que se divisaba una gran panorámica de Duma Findias, incluyendo el Círculo Exterior.
Ante el ventanal se hallaba una gran mesa rectangular, también de color metálico, y, sentados tras ella, a modo de tribunal, se hallaban los siete miembros del Consejo Tecnológico, los llamados, desde los días antiguos, Ideólogos del Progreso.
Donna se detuvo a una distancia prudencial, y siete pares de ojos dispuestos en siete rostros exactamente iguales se clavaron en ella. La mercenaria reprimió un nuevo estremecimiento y les devolvió la mirada, resuelta y desafiante.
Aquellos que se sentaban tras la mesa cuadrada no tenían cuerpos humanos. A simple vista, parecían robots corrientes, androides construidos por Nemetech con un parecido notable a un ser humano, pero no eran del todo artificiales.
Dentro de aquellos siete cuerpos sintéticos habitaban siete cerebros humanos.
De todos los habitantes de todas las Dumas, los Ideólogos del Progreso eran los únicos que habían logrado la inmortalidad, gracias a los avances de la técnica. Aquellas siete criaturas híbridas habían sido antaño, quinientos años atrás, hombres y mujeres de carne y hueso; habían estado directamente implicados en la fundación de las primeras dumas, y habían iniciado la resistencia del hombre ante el ataque de la naturaleza. Ellos habían desarrollado la ideología urbanita, el Mito de lo Artificial, que podía resumirse en unos puntos muy sencillos, que todos los niños aprendían en la escuela:
«El hombre es el dueño y señor de la Tierra. Tenemos derecho a cambiarla y crearla otra vez. Nuestra razón puede controlarlo todo. Nada vale más que lo que hemos creado nosotros. Todo lo natural es malo. La naturaleza no se somete a nosotros: debemos controlarla. Los salvajes han resucitado la magia, y nos atacan con ella: debemos destruirlos, porque ponen en peligro nuestra civilización tecnológica».
Los cerebros de aquellos fundadores de la sociedad urbanita habían sido conservados hasta que la técnica había logrado resucitarlos en el interior de cuerpos artificiales, cuerpos de máquinas, cuerpos de androides.
Y por ello seguían vivos quinientos años después, gobernando los destinos de las dumas.
Nadie podía recordar ya sus nombres, porque todos sus cuerpos eran iguales y, de alguna forma, habían aprendido a pensar y actuar como grupo, como colectividad. Pero, a pesar de su extraña existencia, a pesar de vivir en un edificio poblado casi exclusivamente por robots, la gente los consideraba humanos todavía.
Entonces uno de ellos miró fijamente a Donna y preguntó:
—¿Has tenido noticias del biobot AD-23674-M?
Su voz era una voz agradable, femenina, pero, por mucho que se hubiese esforzado Nemetech a la hora de crear sus cuerdas vocales, no había logrado borrar el leve tono frío y metálico de las voces robóticas. «Desde luego, van al grano», pensó Donna, pero adoptó una pose de profesionalidad y seguridad en sí misma cuando respondió:
—Los informes dicen que el androide está con los Ruadh. Con suerte, ellos se encargarán de destruirlo.
Pero la los Ideólogos movieron la cabeza en señal de desaprobación.
—No —dijo otro de ellos, con una voz masculina—. Ellos averiguarán muy pronto quién es. Nuestros enemigos saben jugar bien sus cartas.
—Uno de mis mejores aliados va tras su pista —respondió Donna, algo incómoda.
—¿Sobrevivirá un mercenario en Mannawinard? —preguntó un tercer Ideólogo—. Tenemos dudas.
Y todos asintieron, expresando su acuerdo con el que acababa de hablar.
—Por lo que parece, sobrevive a cualquier cosa —comentó Donna entre dientes—. Ahora es una Sombra y trabaja para Nemetech.
Los siete Ideólogos del Progreso cruzaron una mirada; y, como si en esa mirada se hubieran puesto todos de acuerdo, volvieron a mirar a Donna.
—Pero ya no basta —dijo uno de ellos, y los demás asintieron—. Este problema ya no concierne solo a Nemetech; afecta directamente a toda nuestra civilización tecnológica. No debimos dejar este asunto en manos de un grupo de mercenarios.
—Pero… —empezó a protestar Donna.
Su interlocutor se volvió hacia los otros, ignorándola:
—Duma Murias ha caído —dijo—, el biobot ha escapado…
—Es necesario tomar medidas más drásticas —dijo otro, y los demás, nuevamente, asintieron, mostrando su conformidad.
—Cierto —dijo otro—. Hemos estado parados mucho tiempo, y nuestros enemigos han hecho caer nuestra plaza más fuerte. Duma Murias clama venganza: nosotros daremos el siguiente golpe.
Donna quiso preguntar a qué se refería, pero no se atrevió. La conversación había tomado un giro inesperado. Los Ideólogos hablaban entre ellos, y daba la sensación de que ya no la necesitaban.
De todas formas se preguntó, inquieta, si no pensaban reanudar la guerra activa contra Mannawinard, y hasta qué punto eso podía beneficiar o perjudicar a la Hermandad Ojo de la Noche.