6
FUENTE DE VIDA
ADAM ESTABA CONFUSO, TODO LO confuso que puede estar un robot cuando los datos que procesa son insuficientes para emitir un análisis detallado de la situación en la que se encuentra. A pesar de ello, aún estaba lo bastante lúcido como para darse cuenta de que Kim se encontraba de muy mal humor.
Después de haber esquivado a Duncan el Segador en el Círculo Exterior de Duma Errans, Kim había robado un vehículo deslizador y, sin molestarse en pasar por su casa, que suponía estaría vigilada por los cuatro costados, había hecho lo único que le quedaba por hacer: abandonar la ciudad y volver a adentrarse en los Páramos, emprendiendo el viaje a Duma Murias por su propia cuenta y riesgo, y antes de lo previsto.
Ahora el vehículo flotante avanzaba por entre las nieblas de aquel lugar desolado, dejando atrás Duma Errans, y Kim no había pronunciado una sola palabra desde que escaparan de la ciudad. Por fin, la mercenaria despegó los labios para preguntar, con voz ronca:
—¿Cómo lo has hecho?
—¿El qué? —preguntó el biobot a su vez.
—No te hagas el tonto, lo sabes perfectamente. Estabas cantando, o algo parecido, y, cuando Duncan iba a disparar, has gritado… y ha aparecido una marca muy extraña en tu frente… y esa explosión de luz… —sacudió la cabeza—. ¡Demonios, Adam! Tú has provocado eso. Yo lo he visto, y Duncan también. ¿Cómo lo has hecho?
Adam guardó silencio un momento, mientras reorganizaba todos sus datos y los cotejaba con la nueva información.
—No lo sé —confesó finalmente.
—No digas tonterías, tienes que saberlo.
—Negativo. Busco respuestas en mis programas de actuación, pero ninguno de ellos contempla la posibilidad de una reacción parecida. Probablemente fue un fallo del sistema.
Kim movió la cabeza, no muy convencida. Estaba empezando a preguntarse si por una vez Nemetech tenía razón, y Adam era, efectivamente «una unidad defectuosa que podría resultar peligrosa para todos».
Cerró los ojos un momento, tratando de pensar. Acababa de tirar por la borda su última esperanza de curación. Con el suero que le habría proporcionado Donna habría obtenido tres años de plazo para encontrar una cura definitiva. Ahora no tenía idea de cuánto tardaría la mutación en completarse, pero el tiempo sería, presumiblemente, considerablemente menor.
Solo tenía a alguien a quien pudiera acudir, aquel con quien se había citado en Duma Murias para dos semanas más tarde. No esperaba que él la ayudara por compasión, pero Kim todavía tenía algo de dinero y además suponía que, de paso, podría pedirle que averiguara algo sobre Adam. Estaba convencida de que aquel misterio le intrigaría tanto como a ella.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó el androide.
—A Duma Murias —respondió Kim—. Conozco a alguien allí que tal vez pueda ayudarnos a ambos —hizo una pausa, y después añadió, pensativa—: Es ciberpirata, y eso significa que tiene acceso a toda la información de las dumas.
—Fin de trayecto —dijo una voz cibernética.
Kim asintió. No le sorprendía. No era la primera vez que un vehículo se negaba a avanzar cuando se alejaba de la duma. Detuvo la máquina y bajó al suelo de un ágil salto. Adam aterrizó a su lado. La joven se volvió para mirar las sombras de Duma Errans, que quedaban ya muy atrás. La Aguja apenas sí se distinguía entre las brumas. Aquella esbelta construcción de acero y cristal era la responsable de la coordinación de todos los robots de la duma, y Kim acababa de descubrir algo más.
—Imagino que los vehículos también captan los ultrasonidos de la Aguja —murmuró—, y por eso no funcionan lejos de la duma. Entonces —añadió, mirando a Adam—, ¿por qué tú sí?
El androide no dijo nada. Parecía bastante perplejo, todo lo perplejo que puede parecer un robot, y Kim decidió no marearlo más. Se ajustó las vendas, solo para comprobar que la extensión de la piel enferma no disminuía («pero tampoco aumenta», se dijo, esperanzada), y entonces descubrió algo que la llenó de inquietud.
El tatuaje que la señalaba como miembro de la Hermandad Ojo de la Noche había desaparecido.
Kim suspiró casi imperceptiblemente. Aquel no era un tatuaje corriente. Cuando se lo habían hecho, le habían implantado con él un microscópico chip subcutáneo que lo mantenía activo. El hecho de que el dibujo ya no fuera visible solo podía significar una cosa: Donna la había declarado oficialmente expulsada de la Hermandad. Aquello quería decir que era una proscrita para los suyos. Había traicionado al Ojo de la Noche y, seguramente, habrían puesto precio a su cabeza.
Kim decidió no pensar más en ello. No era la primera vez que desobedecía órdenes directas de Donna, pero ella siempre había acabado por hacer la vista gorda porque, a pesar de todo, Kim seguía siéndole útil.
Estaba claro que ya no lo era.
Kim se cargó a la espalda su pequeña mochila (había tenido la precaución de llenarla de comestibles antes de huir de Duma Errans) y echó a andar con resignación. Sentía que la historia se repetía: de nuevo perseguida, de nuevo huyendo de una duma, de nuevo perdida en los Páramos con un biobot un poco paranoico.
Caminaron juntos por espacio de un par de horas, sin que ninguno de los dos pronunciase una palabra. Hasta que, de pronto, de la cabeza de Adam emergió un pequeño apéndice parecido a un periscopio, que se elevó tres o cuatro metros por encima de su cuerpo.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó Kim, activando a su vez sus prismáticos biomecánicos.
Lo vieron prácticamente al mismo tiempo: un charco de aguas humeantes, en torno al cual, por imposible que pareciera, habían crecido algunos árboles, árboles de tronco ennegrecido y ramas retorcidas, árboles de formas y colores inverosímiles, árboles mutantes que se alimentaban de aquel pozo contaminado por residuos radiactivos.
—Un oasis —murmuró Kim—. Alejémonos de ahí, Adam. No es un buen sitio para…
Se detuvo al comprobar que el androide no le hacía caso y echaba a rodar alegremente hacia el charco.
—¡Eh! —gritó Kim.
Fue entonces cuando descubrió que, a la orilla de la charca, había una figura vestida con ropajes de color blanco.
—Oh, no —murmuró—. Ella otra vez, no.
Era obvio que Adam no pensaba como su propietaria, porque avanzaba hacia la figura de blanco, con intención de saludarla, por lo menos. Con un suspiro de resignación, Kim echó a correr tras él, esperando agarrarlo a tiempo, antes de que la otra persona se percatase de su presencia.
Keyko había llegado a la charca momentos antes, atraída por la silueta de los árboles, pero se había detenido a pocos pasos, horrorizada. Ahora estaba acuclillada junto a aquel líquido pestilente, maravillada de que algo hubiese podido crecer allí, y admirando, una vez más, el poder creador de Tara.
Había cogido, con ciertos reparos, una ramita del suelo, y la introdujo en el agua, o lo que fuera. La sacó completamente calcinada y echando humo.
—Menuda porquería —comentó para sí misma, con un suspiro.
Había llegado allí con la esperanza de poder lavarse un poco. Gracias a la magia había logrado que el agua que había traído consigo desde las montañas le durase todo el viaje, pero hasta el agua mágica se acabaría algún día. Keyko suspiró de nuevo y se inclinó un poco sobre la charca para examinar su situación. Echó mano de su saquillo de piezas rúnicas y rebuscó en su interior.
Entonces escuchó algo moverse por el agrietado suelo, y se volvió rápidamente. Se trataba de un ser artificial; se parecía a Adam, pero era algo más alto, y se movía sobre ruedas todoterreno. Keyko no se movió, mientras el androide se acercaba a ella.
—Me alegro de volver a verte —dijo él, y Keyko supo entonces que, efectivamente, se trataba de Adam, que había crecido… casi como un niño humano.
—Yo también me alegro —dijo ella sonriendo, pero algo incómoda—. ¿Dónde está tu amiga, la urbanita?
Adam se dio la vuelta y Keyko vio entonces a Kim, que se mantenía algo alejada y la miraba con cara de pocos amigos. Keyko no pudo menos que sonreír para sí misma.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó entonces Adam.
—Voy a intentar purificar el agua.
Extrajo de su saquillo la pieza rúnica que correspondía a la runa del agua y la miró fijamente; aunque aquello no era necesario, porque conocía todas las runas a la perfección, recurrir a la pieza rúnica antes de hacer una invocación la ayudaba a concentrarse.
—Aparta un momento —le dijo al biobot.
Este retrocedió un poco. Keyko juntó las manos y cerró los ojos para que nada la distrajera. Visualizó en su mente la imagen de la runa Laguz, la runa del agua, y se concentró en sentir la fuerza mágica recorriendo todo su cuerpo. De su garganta salieron los sonidos correspondientes al cántico que abriría sus sentidos internos a la magia de las runas. Inmediatamente sintió la energía de Tara fluyendo por sus venas y se concentró aún más en la runa Laguz.
Abrió lentamente las manos. Sin necesidad de verlo sabía que entre ellas había aparecido un símbolo luminoso, que representaba la runa del agua. Extendió las palmas hacia delante y sintió que el poder de la runa se transfería a las aguas contaminadas del estanque…
Cuando acabó estaba cansada, pero un vistazo le bastó para comprobar que la invocación había tenido éxito: las aguas de la charca eran ahora puras y cristalinas, y Keyko sabía que no era una ilusión. Incluso lejos de Mannawinard el lenguaje de las runas transmitía todo el poder de Tara, para aquel que supiese hablarlo y entenderlo.
—¡Eh! —dijo entonces una voz sorprendida tras ella—. ¿Qué has hecho con el agua?
Keyko se volvió. Allí estaba Kim, mirándola con desconfianza.
—La he limpiado, simplemente.
—¡Pero si ahora no tiene color!
—¡Claro que no! El agua no debe tener color. ¿O es que en las dumas sí lo tiene?
—Pues claro: el agua es roja, verde, amarilla, azul…
Keyko la miró, sin dar crédito a sus oídos, convencida de que la mercenaria le estaba tomando el pelo. Pero Kim estaba completamente seria, e incluso parecía que le molestaba que el agua de la charca fuese incolora.
—¿Por qué los urbanitas tenéis que transformarlo todo? Parece como si odiaseis las cosas tal como son.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó entonces Adam.
Keyko se volvió hacia el androide, dudosa, y descubrió en él una expresión de auténtica curiosidad.
—Lo he hecho gracias a la magia de las runas —le explicó.
—Define «runas».
—Adam… —dijo Kim, impaciente, pero no se atrevió a acercarse más a la charca de agua transparente.
Keyko sonrió, y sacó un puñado de piezas rúnicas de su saquillo.
—¿Ves esto? Son runas, los signos del lenguaje de Tara. Cada una de ellas tiene un nombre distinto, y canaliza un poder diferente. ¿Entiendes?
—Afirmativo. Tú posees las runas, los signos del lenguaje de Tara, que canalizan…
—¡No! —Keyko se echó a reír—. Esto solo son piezas de madera talladas. Las auténticas piedras rúnicas están desperdigadas por Mannawinard, en poder de los grandes magos. Pero cualquiera que conozca el lenguaje de Tara y sepa cómo utilizarlo puede invocar su poder. Aunque las verdaderas piedras rúnicas no estén físicamente en nuestras manos, los resultados de la invocación son similares… aunque en un grado mucho menor, claro está.
—Has invocado la magia de una piedra rúnica a través de esa pieza de madera… para purificar el agua —resumió Adam.
—Eso se hace mediante la runa Laguz, que es la runa del elemento Agua. —Keyko le mostró la pieza rúnica con una X grabada—. Como ya te he dicho antes, esto es solo madera tallada, sin ningún poder concreto; pero cuando la empleo en una invocación, en realidad estoy canalizando el poder de la auténtica piedra rúnica Laguz, que se halla en algún lugar de Mannawinard. Cualquiera que posea esa piedra rúnica, Adam, podrá hacer bastantes más cosas que purificar el agua, te lo aseguro… además, Laguz no es una runa cualquiera. Forma parte del sistema de las Cinco Piedras Rúnicas Elementales: Aire, Agua, Tierra, Fuego y Luz, que condensan los mayores poderes de Mannawinard y la diosa Tara.
—Basta ya de chácharas —interrumpió Kim, impaciente—. Deja de llenarle la memoria de tonterías, Keyko. Yo también me alegro de verte, pero tenemos prisa… Andando, Adam.
Keyko se quitó la capa y la miró, sonriente.
—¿No te quedas para tomar un baño?
—¿En ese agua mágica? —pronunció la palabra «mágica» con horror y repugnancia—. No estás bien de la cabeza.
Keyko no la escuchaba. Se despojó de la túnica y, antes de que Kim pudiese añadir nada más, se lanzó de cabeza al agua.
La mercenaria se apartó para que no la alcanzase la salpicadura, y se volvió rápidamente para ver si Keyko seguía entera, solo por curiosidad. La cabeza de la chica asomó enseguida en la superficie de la charca.
—¡Vamos, no te hagas de rogar! —dijo—. El agua está estupenda, ya ves que no me ha pasado nada por bañarme.
—Ya me lo dirás mañana —replicó Kim, todavía sin fiarse.
Pero no pudo menos que admitir que, si Keyko se hubiese lanzado al agua en el estado en que se hallaba la charca antes de su hechizo, habría muerto instantáneamente.
—Venga, no seas tiquismiquis —insistió Keyko—. Te sentará bien un poco de relax.
Kim sonrió levemente, y dio media vuelta para marcharse.
—¡Espera! —la llamó entonces Keyko.
Kim se volvió. La muchacha se había acodado en la orilla del estanque y la miraba fijamente.
—Te sangra el hombro, Kim. ¿Estás herida?
—Sí —gruñó ella—. Por eso he de marcharme cuanto antes, para llegar a Duma Murias antes de que pierda demasiada sangre.
—Yo puedo curarte con mi magia, si no es muy grave.
Kim sintió que la invadía la ira. ¿Por qué aquella mocosa estaba siempre empeñada en echarle una mano? ¿Por qué metía las narices donde no le importaba?
—Eso no es asunto tuyo —replicó de mal talante—. Y además sabes que no confío en la magia.
—Como quieras —replicó Keyko, encogiéndose de hombros—. Alcánzame la túnica, por favor…
—Sal del agua y cógela tú misma —replicó Kim, pero Adam, servicial, ya rodaba hacia la prenda de Keyko.
Kim se apresuró a correr tras él y a arrancarle la túnica de las pinzas.
—No te acerques al agua, Adam. Si te caes…
—¿… mi túnica, Kim?
Kim se volvió hacia Keyko, que la esperaba, aún en la orilla, mirándola con curiosidad.
—Acércamela, Kim, por favor. Te prometo que no voy a usar la magia contigo si tú no quieres.
La mercenaria exhaló un suspiro y se aproximó a la orilla del estanque, con recelo. Keyko alargó la mano izquierda para coger la túnica pero, a la vez, con la derecha hizo un rapidísimo movimiento, agarró a Kim por el tobillo y… en menos de un segundo, la joven había caído al agua con un grito y un sonoro ¡splash!
Keyko la aferró del brazo para tirar de ella hacia arriba, porque se hundía.
—Caramba, cuánto pesas. Nadie lo diría, ¿sabes?
Kim estaba demasiado enfadada como para pararse a explicarle que los implantes que llevaba por todo el cuerpo, invisibles desde el exterior, eran los responsables de que pesase diez kilos más de lo que debería. Abrió la boca para respirar y se miró rápidamente las manos.
Todo parecía estar en orden, se sentía bien, el agua tratada con magia no parecía tener efectos negativos sobre ella. Se volvió hacia Keyko.
—¿Pero tú qué te has creído?
Se lanzó hacia ella, furiosa, pero se detuvo, perpleja, al ver que la chica metía la cabeza bajo el agua para reaparecer unos metros más allá. Le sacaba la lengua.
—¡No me coges, no me coges!
Kim parpadeó sorprendida. Keyko se estaba portando como una niña juguetona, pero de todas formas Kim quería darle su merecido, porque estaba harta de ella.
De modo que chapoteó en el agua, intentando cazar a Keyko, que nadaba y reía, al parecer sin advertir la furia de su compañera.
Y antes de que se diera cuenta, Kim estaba jugando también. Al cabo de un rato de chapuzones, ahogadillas y salpicaduras, el enfado de la mercenaria había desaparecido como por encanto, y durante unos momentos logró olvidarse de todos sus problemas, sintiendo por dentro algo que no había sentido jamás, una alegría infantil que nunca había conocido, porque para ella, igual que para muchos niños en las dumas, no había existido la infancia.
No muy lejos de allí, dos hombres observaban la escena apostados tras una pequeña loma. Uno de ellos, de físico musculoso, sin pelo, con mirada de hiena, se había tumbado boca abajo sobre el suelo arenoso y espiaba a las chicas a través de unos pequeños prismáticos. El otro, menos fornido pero más alto, vestido con un mono de color gris, estaba de pie junto a su compañero, inclinado hacia delante, con el pie apoyado sobre una enorme roca y los brazos cruzados sobre la rodilla. No le hacían falta los prismáticos, porque tenía un mecanismo similar implantado en sus propios ojos.
—¿Nos acercamos más? —preguntó el hombre de los prismáticos, que no era otro que TanSim.
—Nos detectarían —replicó el otro; su sistema visor implantado se retrajo de nuevo para mostrar los ojos, duros como la piedra, de Duncan el Segador—. ¿Qué pasa? ¿Es que no eres capaz de acertarle desde aquí?
TanSim sonrió.
—Claro que sí. Y sin implantes en los ojos, Duncan.
Apartó los prismáticos y rebuscó en su maletín de material, hasta extraer las tres piezas de un ligero y manejable fusil de asalto, pequeño pero potente, con una mira automática que mediría la distancia al milímetro.
El Segador aguardó pacientemente mientras TanSim lo montaba.
Kim se volvió hacia todas partes en busca de Keyko, pero la oriental parecía haber desaparecido. En aquel momento de respiro en medio del juego, la joven recordó de pronto quién era y dónde estaba.
Frunció el ceño, sacudió la cabeza y se dirigió de nuevo hacia la orilla. Pero entonces, de pronto, alguien la agarró por detrás.
—¡Te cogí!
Era la voz de Keyko. Kim gritó e intentó sacársela de encima. Y lo logró, pero parte de la venda que le cubría el brazo se separó de ella junto con Keyko. Kim no se dio cuenta. Gruñendo por lo bajo, siguió su camino hacia la orilla.
Se detuvo cuando oyó la voz de Keyko, asombrada, asustada, vacilante:
—Kim…
Ella se volvió.
—¿Qué es lo que pasa?
Y entonces vio el trozo de venda en las manos de Keyko, y vio sus ojos fijos en su brazo.
—Tu piel, Kim… —susurró ella, casi sin aliento—. Está… cambiando.
Kim sintió una oleada de pánico. Era más fácil ignorar sus problemas si sabía que solo los conocía ella.
—Déjame en paz —dijo con dureza.
Salió del agua de un salto, con la ropa chorreando. El juego se había terminado. Kim volvía a ser Kim, una mercenaria perseguida y acorralada, no solo por Nemetech, sino también por sus propios compañeros, una mercenaria que en poco tiempo acabaría convertida en un ser monstruoso.
—¿Vas a Duma Murias a curarte? —preguntó entonces Keyko.
—No es asunto tuyo.
Keyko no replicó. Kim rebuscó en su mochila en busca de otra venda, pero, cuando iba a ponérsela, descubrió algo asombroso.
Su piel parecía estar algo mejor, mejor que horas antes, cuando había comprobado su estado antes de abandonar el vehículo inservible. La mancha parecía haber disminuido.
Cerró los ojos un momento, con fuerza. Seguramente sería una ilusión óptica.
Y justamente entonces, Keyko dijo:
—Yo sé quién te puede ayudar.
Kim se volvió rápidamente hacia ella.
—¿Tus runas? No, gracias.
—Mis runas no. Ya te dije que mis poderes de maga son muy elementales. Pero si me acompañas hasta el Templo de Tara…
—¿En Mannawinard? Tú estás loca.
—Deja al menos que te cure esa herida del hombro. Eres dura, Kim, pero no eres de piedra. Si pretendes llegar a Duma Murias, será mejor que estés en perfectas condiciones para aguantar el viaje.
Kim, molesta, le dio la espalda mientras se colocaba otra de las bandas con suero inhibidor y se vendaba el brazo para asegurarla. Cerró la mochila y se la cargó al hombro.
—Hasta ahora mi magia solo te ha ayudado, Kim, no te ha causado ningún mal —dijo Keyko.
Kim se volvió hacia ella.
—Bueno, ¿y se puede saber por qué tanto empeño en ayudarme? ¿Por qué no puedes dejar de meter las narices donde no te llaman?
—Porque todo es una sola cosa. Porque ayudándote a ti, me ayudo a mí misma y ayudo a Tara.
—Ya. Entonces, ¿por qué estamos en guerra?
—Porque los hombres han olvidado ese sagrado vínculo que nos une a todos con la Madre Tierra. Y ella solo se defiende.
Kim soltó un bufido escéptico y se incorporó, pero enseguida sintió un lacerante dolor en el hombro. Sorprendentemente, mientras había estado en el agua la herida no le había molestado lo más mínimo. Vaciló y se volvió de nuevo hacia Keyko.
—¿De verdad puedes curar mi herida? ¿Y cómo sé que no me engañas?
—Porque si quisiera hacerte daño lo habría hecho hace ya tiempo.
Kim dudó, pero finalmente se acercó. Keyko se incorporó hasta quedar sentada en la orilla del estanque, para examinar la herida que le mostraba su amiga.
—Tengo a Kim en el punto de mira —informó TanSim.
El Segador no dijo nada, pero no hacía falta que diera la orden de disparar. TanSim era un mercenario experimentado y sabía muy bien cómo hacer su trabajo. Esperó un momento a que Kim estuviese justo en el centro del objetivo, y entonces…
—Hasta nunca, Kim —murmuró TanSim, y acarició el gatillo…
De pronto, una fulgurante explosión de luz lo deslumbró e, instintivamente, disparó a ciegas…
—¡Por todos los…! ¿Qué ha sido eso?
Se incorporó rápidamente y cogió los prismáticos. La luz ya no estaba, de modo que miró a su compañero, que asintió ceñudo. Él también la había visto.
Justo en el momento que Keyko terminaba su invocación rúnica, y el poder de Hagalaz, la runa de la curación, descendía sobre el hombro herido de Kim, con el cegador destello de luz que ello suponía, la mercenaria sintió que un ardiente proyectil casi le rozaba la cara, y se levantó de un salto.
—¿Qué pasa? —dijo Keyko—. El hechizo ha salido bien, tu herida está cicatrizan…
—¡Calla! Creo que nos atacan.
Keyko la miró dubitativamente; ella no había oído nada, ni Kim tampoco, porque todas las armas que fabricaba Probellum estaban provistas de silenciador; pero la mercenaria sabía reconocer perfectamente un disparo a larga distancia cuando le pasaba cerca.
Hubo un nuevo disparo y Kim se apartó rápidamente, como un rayo. Sacó su arma en una décima de segundo, y en la décima de segundo siguiente había descubierto la cabeza de TanSim asomando tras un montículo.
—Keyko… —murmuró, pero la muchacha ya había salido del agua de un salto, se había enfundado la túnica y ahora enarbolaba su bastón.
Ambas cruzaron una mirada y, sin palabras, supieron exactamente lo que tenían que hacer a continuación. Las dos a la vez dieron media vuelta y echaron a correr desesperadamente hacia los árboles buscando un refugio, mientras una lluvia de disparos caía sobre ellas. Asombrosamente, ninguno las rozó y lograron esconderse detrás de una enorme planta mutante cuyo tronco, además de ser muy ancho, parecía también bastante resistente. Aunque aquella planta no le inspiraba ninguna confianza, Kim no perdió tiempo. Se asomó, procurando no rozarla, y disparó varias veces tratando de acertar a la cabeza de TanSim o a la de Duncan, preguntándose, una vez más, por qué diablos le estaba pasando aquello.
—¿Los conoces? —preguntó Keyko.
—Sí —respondió Kim sin volverse y sin dejar de disparar—. Se supone que son amigos míos.
—Pues no te tienen mucho aprecio —comentó Keyko.
—Muy aguda. Aparte de hablar, ¿vas a hacer algo más?
Keyko no respondió y Kim se volvió solo un momento, para comprobar que no estaba realizando otra de sus invocaciones. Pero no vio a la chica oriental por ninguna parte. Junto a ella solo se encontraba un muy desconcertado Adam.
—Genial —masculló—. Y ahora, ¿qué?
Se asomó de nuevo para disparar otra vez, y entonces la vio un poco más allá. Se deslizaba en silencio, de roca en roca, hacia TanSim y el Segador, seguramente con la intención de sorprenderlos por detrás.
—Creo que Keyko va a necesitar ayuda —comentó Adam.
Kim asintió. Ella también lo creía. Disparó de nuevo, pero ya estaba dándose cuenta de que, desde tan lejos, era imposible acertar. Tres nuevos disparos, respiró hondo y se lanzó hacia delante en una loca carrera, hasta llegar a ocultarse detrás de una enorme roca.
No muy lejos de allí, en lo alto de una loma, una figura cubierta con una larga capa de pieles blancas observaba la escena atentamente apoyada sobre un arco largo, un arma tan primitiva que los urbanitas no habrían sabido ni cómo denominarla. Tras ella aguardaba el animal que le había servido de montura para llegar hasta allí: un dorgo, un mamífero peludo cuya cabeza recordaba a la de un perro, que caminaba sobre sus dos poderosas patas traseras, manteniendo el equilibrio gracias a una larga cola.
El observador contempló durante unos instantes el fuego cruzado en el oasis que, milagrosamente, ya no parecía la charca infecta de la que nadie podía vivir, sino que se había transformado en un estanque de aguas cristalinas. Entonces, lentamente, se llevó la mano al cuello y se desabrochó la capa, que cayó al suelo, a sus pies, con un murmullo, dejando al descubierto una esbelta figura femenina y una larga cabellera oscura recogida en una trenza.
Ella alzó el arco, echó la cabeza atrás, inspiró y lanzó su grito de guerra:
—¡¡¡Aaaaaayyyyyyeeeeeeeyyyyyyyyyyy!!!
TanSim se asomó un poco tras la loma y logró distinguir la rubia cabeza de Kim un poco más allá. Disparó. Como imaginaba, no acertó, pero no por ello iba a detenerse. Alzó el arma de nuevo… pero, de pronto, algo golpeó su mano con fuerza y con furia, y el arma voló por los aires. TanSim se volvió rápidamente, lo justo para recibir un fuerte puñetazo en la mandíbula. Se tambaleó y parpadeó un momento, perplejo. Y entonces la vio. La chica oriental, la extraña amiga de Kim, que vestía una sencilla túnica blanca y se atrevía a enfrentarse a él con las manos desnudas.
TanSim gruñó y lanzó dos puñetazos. Con un ágil movimiento, Keyko esquivó el primero; pero el segundo le impactó en plena cara, y la muchacha cayó hacia atrás, con un gemido. TanSim sonrió con suficiencia. ¿Cómo creía la pequeña salvaje que iba a poder con un mercenario con cuerpo de acero?
Sin embargo, Keyko aún no estaba derrotada. Cayó sobre las palmas de sus manos, se apoyó, se dio impulso y lanzó la pierna derecha contra los pies de TanSim. El barrido tuvo efecto: el mercenario perdió el equilibrio y cayó también…
Un poco más allá, Kim y el Segador seguían disparándose convenientemente parapetados. Kim se detuvo un momento, protegida por la roca, y oteó el horizonte, por donde acababan de aparecer varios individuos más, montados sobre deslizadores, vehículos parecidos a patines flotantes; algunos iban vestidos con el atuendo gris de Nemetech; a los otros, Kim los conocía demasiado bien, porque no hacía mucho tiempo que había trabajado con ellos en la Hermandad. También había varios robots de combate.
Tras el grupo se aproximaba una plataforma con una pequeña Aguja flotante de no más de dos metros de altura, reproducción en miniatura de las de las dumas. Sin duda era un repetidor que reproducía la señal de la Aguja de Duma Errans, y tenía por función asegurarse de que tanto los vehículos de los recién llegados como los robots de combate siguiesen funcionando aun lejos de la ciudad.
—Bonita alianza —murmuró la joven entre dientes—, ¡todos contra la hermana Kim!
—¡Ríndete, Kim! —gritó entonces el Segador—. ¡Acepta de una vez que has perdido!
Kim miró a Adam. La cosa se ponía fea, y parecía difícil que llegaran a salir de aquella.
—Lo siento, amigo. Parece que no tenemos opción.
«Lástima», se dijo. Empezaba a caerle bien aquel montón de circuitos.
Pero entonces, de pronto, uno de los mercenarios cayó derribado por una flecha. Inmediatamente cayeron dos más. Kim vio que Duncan se volvía hacia todos los lados, desconcertado. La muchacha también miró a su alrededor, pero no vio a nadie. Aprovechó entonces para disparar, mientras el Segador seguía oculto tras su roca, intentando ver quién estaba lanzando las flechas.
Mientras, Keyko seguía su lucha particular con TanSim. El mercenario era muy fuerte, pero la muchacha parecía ligera como una pluma y se movía a la velocidad del rayo y, además, era capaz de dar golpes desde posiciones inverosímiles. Cansado de aquel juego, TanSim, que se sentía más seguro con un arma entre las manos que en una lucha cuerpo a cuerpo, se echó hacia un lado y rodó por el suelo hasta el cuerpo de un hombre de Nemetech caído. Keyko se lanzó hacia él, poco dispuesta a dejarlo escapar; pero TanSim se hizo con el arma del muerto y apuntó a la chica. Keyko se detuvo en seco.
Pero antes de que ella pudiera reaccionar, antes de que TanSim apretara el gatillo, algo silbó muy cerca de Keyko, pasó por su lado casi rozándole la piel y fue a clavarse en el pecho del mercenario, que cayó al suelo sin un gemido.
Era una flecha, una simple flecha de madera con punta de metal y el otro extremo adornado con plumas rojas.
Keyko miró a su alrededor, pero no logró ver al autor del disparo. Decidió no entretenerse y se lanzó hacia el atacante más próximo.
Kim seguía disparando. Los árboles impedían que los vehículos flotantes se acercaran, pero Kim no lograba acertar a sus pilotos. Bajó el arma un momento y se fijó en la pequeña Aguja. Si acabase con ella, los robots se detendrían, en teoría, y todos sus atacantes se verían obligados a ir a pie. Kim miró a su alrededor, para ver dónde andaba Keyko. Quizá…
Sintió de pronto un escalofrío, y supo que había alguien tras ella. Se volvió justo a tiempo de ver a uno de los agentes de Nemetech a punto de dispararle… Pero súbitamente una mano emergió de entre los árboles, silenciosa como una sombra, justo detrás del agente; por un momento destelló el brillo de un cuchillo y, antes de que ninguno de los dos pudiese siquiera parpadear, la mano había clavado el arma en la espalda del hombre de Nemetech, que cayó al suelo muerto.
Kim se puso en guardia, pero su misterioso salvador se había marchado tan silenciosamente como había llegado. La joven solo llegó a ver una sombra y una larga trenza…
No tuvo tiempo de pensar en ello, porque enseguida vio que, un poco más allá, Keyko tenía problemas. Estaba golpeando a un mercenario, pero a su espalda un robot de combate se volvía hacia ella y ajustaba la mira de su arma…
Kim lanzó el grito de aviso y disparó. Acertó de lleno y el impacto voló la cabeza del robot. Keyko se volvió rápidamente y vio enseguida lo que acababa de pasar. Dirigió a Kim una sonrisa de complicidad, pero ella movió la cabeza, ceñuda. Miró a su alrededor y, viendo el camino más o menos despejado, avanzó un poco, siempre protegida por los árboles del oasis en dirección a la pequeña Aguja.
Cuando estuvo lo bastante cerca, disparó una, dos, tres veces. Acertó. La cúspide de la torre se cascó como un huevo en medio de un chisporroteo. Kim asintió, satisfecha, mientras veía que los vehículos flotantes dejaban de funcionar y los robots de combate quedaban todos quietos, como muertos.
Sintió una agradable sensación de júbilo ante aquel golpe, pero no pudo evitar pensar en Adam. ¿Por qué no dependía de los ultrasonidos de las Agujas? ¿Por qué se movía de manera independiente? ¿Quién diablos coordinaba sus movimientos, entonces?
Súbitamente, Kim notó una presencia tras ella; dio media vuelta y se encontró con unos ojos grises y un rostro de piedra marcado por una profunda cicatriz.
Duncan el Segador sonrió.
—¡¡Eiwazü!!
La voz de Keyko resonó por todo el oasis. Kim se volvió rápidamente y vio a su amiga en la posición que solía adoptar cuando invocaba una runa. Todo fue muy rápido. De las manos de Keyko acababa de brotar una violenta explosión de magia que se dirigió, como un rayo, hacia Duncan el Segador, le impactó en el pecho y lo mandó a estrellarse contra las rocas. Kim se refugió tras un árbol y se cubrió la cabeza con las manos.
Cuando volvió a mirar, el espectáculo era desolador.
El oasis parecía un auténtico campo de batalla. Cuerpos muertos, abatidos por proyectiles, golpes o flechas. Los restos de los robots, de los vehículos y de la Aguja se esparcían por el suelo del páramo. Los supervivientes escapaban de allí como podían, cojeando, privados de sus deslizadores, en busca de Duma Errans.
Y Duncan el Segador estaba aplastado contra las piedras, con los ojos abiertos de par en par y un hilillo de sangre cayéndole por la comisura de la boca. Kim vio cómo caía al suelo, muerto.
—Duncan… no… —murmuró Kim, temblando—. ¡No!
Salió de su escondite para correr hacia él, pero Keyko la interceptó:
—¿Adónde vas? Está muerto, Kim. No puedes ayudarle.
Kim se debatió en sus brazos, tratando de liberarse. Estaba fuera de sí.
—¡Tú lo has matado… con esa maldita magia tuya!
Keyko suspiró, con infinita paciencia.
—Si yo no hubiese usado esta maldita magia mía, tú serías ahora el cadáver. Y él no te habría llorado mucho. Ha intentado matarte, ¿recuerdas?
Kim dejó de forcejear y la miró, abatida.
—Tienes razón —murmuró.
Se separó de Keyko, e hizo ademán de acercarse al cuerpo del que había sido su amigo. El dolor que sentía por dentro era tan intenso que se asustó. Duncan, su maestro, su amigo… No sabía qué le dolía más: si su traición, su muerte o la cruel jugada del destino, que lo devolvía a la vida para luego arrebatárselo de nuevo.
—Ha intentado matarme —susurró—. Sin el menor escrúpulo. ¿Por qué lo haría? Éramos…
El dolor volvía con los recuerdos y Kim decidió que era mejor no sentir nada. Alzó la cabeza con decisión, echó un último vistazo al cuerpo y declaró, cono toda la frialdad de la que fue capaz:
—Ahora ya no importa. Está definitivamente muerto.
Sin embargo, algo en ella le decía que sí importaba; porque cuando se enfrentaba a un adversario temible siempre se aseguraba de que estaba muerto y bien muerto, y en aquella ocasión no fue capaz de aproximarse al cuerpo para comprobarlo. Quizá, inconscientemente, y a pesar de que él había intentado matarla, deseaba que volviera de nuevo de entre los muertos.
Quizá esta vez sería diferente.
La devolvió a la realidad una sensata pregunta de Keyko:
—¿Y qué es lo que quiere esa gente que te persigue?
Kim la miró pensativa. Irónicamente, parecía que Keyko era la única persona en la que podía confiar. Señaló a Adam con el mentón. El androide estaba junto a un robot de combate destrozado, robando circuitos y materiales que podrían serle útiles para su desarrollo. Kim no dejó de notar que Adam se había abstenido de «destripar» a los robots intactos, aquellos que se habían detenido al caer la Aguja.
—Lo quieren a él. Es un androide fuera de lo normal, pero aún no sé por qué. Pero debe de ser condenadamente importante cuando mi gente se ha vuelto contra mí y está dispuesta a matarme por ello.
—Entonces, ¿qué vas a hacer?
—Seguir con el plan, claro. Duma Murias está al sur, así que imagino que seguiremos siendo compañeras de viaje por un tiempo más.
Esta vez lo dijo sin resignación. Empezaba a habituarse a Keyko y, para hacer honor a la verdad, tenía que reconocer que el hombro apenas le dolía. Sin embargo, se prometió a sí misma que no volvería a acercarse a la magia. Aquella vez había salido bien, pero nada le aseguraba que en la siguiente ocasión no fuera a acabar convertida en un montón de cenizas.
A Keyko tampoco pareció molestarla la idea de proseguir el viaje con Kim.
—Estupendo —asintió—. Cuando entregue el mensaje, yo…
Se palpó el cinturón, y fue entonces cuando descubrió que el tubo con el mensaje ya no estaba allí. Puso tal cara de terror que Kim se volvió a todos lados, imaginando que volvían a atacarlas.
—¡El mensaje! —gimió Keyko—. ¡Oh, no, no puedo haberlo perdido!
Echó a correr hacia el lugar donde había estado peleando con TanSim. Kim y Adam la siguieron intrigados. Keyko descubrió que TanSim ya no estaba donde ella lo había dejado, caído en el suelo, abatido por una flecha; pero en aquel momento tenía otras cosas más importantes en qué pensar. Forzó la vista al máximo, buscando desesperadamente lo que había perdido, hasta que lo vio en el suelo cerca de Adam.
—¡Ah, ahí está!
El biobot lo recogió con una de sus pinzas. El tubo se había abierto por la mitad, y de él asomaba un trozo de papel amarillento. Keyko corrió hacia Adam, pero Kim fue más rápida y se lo quitó al androide antes de que la oriental pudiese recogerlo.
—¿A ver…? —dijo Kim, desenrollando el mensaje.
—¡Oye, eso es mío! —protestó Keyko—. ¿Pero cómo te atreves?
Kim dejó escapar una alegre carcajada.
—¿Tanta historia por un papel en blanco?
Keyko, furiosa, le arrancó el papel de las manos.
—¡Trae aquí! ¿Cómo va a estar en blanco?
Lo miró ceñuda, pero enseguida le cambió la cara.
—No puede ser… —balbuceó—. No hay nada escrito…
—Pobre Keyko. Parece que a ti también te han engañado; bienvenida al club.
—Pero… tiene que haber alguna explicación…
Tenía un aspecto tan desolado que Kim sintió lástima por ella. «Al fin y al cabo», se dijo, «aún es muy joven». De modo que trató de hacer que volviera a la realidad y apartara aquel asunto de su mente.
—Seguro que la hay, pero ahora tenemos cosas más urgentes en qué pensar. ¿Dónde está TanSim, el tipo grande sin pelo? Me ha parecido ver que te lo cargabas…
Keyko la miró un momento un poco perdida, pero enseguida volvió a la realidad y respondió:
—No he sido yo. Alguien nos ha ayudado, el tipo de las flechas. Creo que era un Ruadh. ¿Por qué lo haría?
Kim miró a su alrededor algo inquieta; pero el oasis parecía más desierto que nunca.
—Fuera quien fuera, se ha ido. Y, por lo que veo, TanSim también.
—No puede ser. Estaba muerto, yo lo vi. Una flecha le impactó en el pecho…
—¿Una flecha? —Kim sonrió—. Entonces ya está todo dicho. Un arma tan primitiva no podría con TanSim, tiene los pectorales de acero. Está vivo todavía y, o no lo conozco, o ha ido en busca de refuerzos. Tenemos que marcharnos. ¡Adam!
El biobot rodó hasta ella; Kim se echó la mochila al hombro y reemprendió la marcha. Pero Keyko no se movió. Seguía con el papel en blanco en la mano, la cabeza gacha y una expresión ausente. Kim estuvo tentada de dejarla atrás; era una oportunidad magnífica para librarse de ella. Sin embargo, pensó en la lucha que acababan de librar, y que Keyko había peleado por ella, la había ayudado sin una razón aparente. Solo por eso, solo porque Keyko era, aparte de Adam, la única que seguía a su lado en aquellos momentos inciertos, Kim se volvió hacia ella y le preguntó:
—Bueno, ¿qué vas a hacer tú?
Keyko alzó de nuevo el mensaje en blanco, pero parecía como si no lo estuviera mirando, o como si viese a través de él. Finalmente, con un suspiro, volvió a enrollar el papel, lo introdujo en el tubo y se lo enganchó de nuevo en el cinturón.
—Todavía no lo sé —confesó—. Solo espero que Tara me guíe y me ayude a encontrar las respuestas a mis preguntas. Mientras tanto, seguiré mi camino y entregaré este papel, como le prometí a la Madre Blanca.
Kim asintió. Se recordó a sí misma el motivo de su viaje, se centró en el escozor que sentía en la zona de piel que estaba mutando y se esforzó en combatir el dolor que intentaba adueñarse de su corazón. Llevaba tres años luchando contra aquel dolor y, justo cuando creía haber logrado cerrarle la puerta, aparecía de nuevo, con mayor insistencia…
Kim sacudió la cabeza, apretó los dientes y echó a andar.
Keyko se quedó un momento quieta en silencio, cabizbaja, oprimiendo con fuerza el medallón protector que le había entregado su superiora cuando le dio la orden de partir. «Oh, Madre Blanca», suspiró en silencio. «¿Por qué? Dime, ¿por qué?».
Rogando a Tara que le ayudase a encontrar de nuevo su fe perdida, Keyko inspiró profundamente y se puso en marcha para alcanzar a Kim.