5
TRAMPA FLOTANTE
—DE MODO QUE ESO ES una duma —murmuró Keyko.
—¿Qué? —Kim se sobresaltó. Keyko la miró, pensativa.
—Nada. Hablaba para mí misma. ¿Qué es lo que te pasa hoy?
No obtuvo respuesta. Kim se limitó a lanzarle una mirada furibunda, mientras tironeaba nerviosamente de su improvisada venda para ocultar los devastadores efectos del «ritual» de los mutantes. Su gesto no pasó desapercibido a Keyko.
—¿Qué tienes ahí? —quiso saber—. ¿Estás herida?
Kim saltó hacia atrás para impedir que ella se acercara más.
—¿Y a ti qué te importa?
—Es que podría intentar curarte con mi magia.
—Ni lo sueñes.
Keyko se encogió de hombros y volvió a centrar su atención en los edificios que se alzaban en el horizonte.
—Estamos a menos de medio día de camino —señaló Kim, cambiando de tema—. ¿Cómo piensas sobrevivir en Duma Errans con esa pinta? ¿Conoces allí a alguien?
—No, nunca he estado en una duma —respondió Keyko con sencillez—. Pero eso no me preocupa, porque no es allí adónde voy. De hecho, no pienso entrar ahí; daré un rodeo.
Kim la miró, perpleja.
—Eres extraña —opinó—. Tardarás bastante en rodear Duma Errans, ¿lo sabías?
—Solo sé que uso la magia y que creo en Tara. Yo no sería bien recibida en un espacio urbanita, y lo sabes.
Kim tuvo que admitir que tenía razón; después de un rato de caminar en silencio por los Páramos, preguntó:
—Entonces, ¿adónde llevas ese mensaje tuyo?
Keyko sonrió para sí.
—No te gustaría saberlo.
Como había supuesto, la orgullosa mercenaria no tardó en replicar despectivamente:
—Bah. No me impresiona ningún destino ni ninguna misión. Solo existe un lugar en el mundo en el que no me adentraría ni muerta…
Keyko no respondió, y Kim se detuvo bruscamente para mirarla.
—Espera… ¿no irás allí, verdad? Tu destino no será…
No terminó la frase, pero Keyko asintió, sin una palabra. Kim abrió al máximo sus ojos azules.
—¿Mannawinard? ¿Estás loca? Ni siquiera los miembros de esa orden tuya están a salvo allí.
Keyko seguía sin pronunciar palabra. Kim iba a añadir algo más, pero la voz de Adam se le adelantó:
—Define «Mannawinard».
Keyko se detuvo, miró al biobot y sonrió.
—Al otro lado de los Páramos, más allá de la última duma, se extiende Mannawinard, la tierra siempre verde de la diosa Tara. Las personas que habitan allí respetan la naturaleza y controlan la magia.
—Las personas que habitan allí viven como animales —replicó Kim, lanzándole una mirada irritada a su compañera—. ¿Quieres hacer el favor de no llenarle la memoria de tonterías? —se volvió hacia Adam, muy seria—. Mira, Mannawinard es el mayor cataclismo de la historia de la humanidad. Hace cerca de cinco siglos una anormal explosión de… plantas asesinas…
—Naturaleza y vida —puntualizó Keyko.
—… plantas asesinas —repitió Kim sin hacerle caso—, destruyó gran parte de nuestra civilización. La naturaleza se volvió contra el hombre y ahogó literalmente todas sus ciudades.
—Define «naturaleza» —pidió Adam.
—Naturaleza es la obra de la diosa Tara —dijo Keyko—. Los dones de la Madre Tierra.
—Naturaleza es todo lo que no ha creado la mano del hombre —replicó Kim—. Naturaleza es caos, desorden, descontrol, peligro, amenaza.
—En eso te equivocas —saltó Keyko, picada—. La naturaleza tiene su propio equilibrio, lo que pasa es que a vosotros, los urbanitas, os molesta la idea de que haya algo superior al ser humano, y no reconocéis que en materia de creación Tara os ha aventajado con creces.
«No sabéis crear sin destruir…», Kim apartó de su mente las palabras del mutante y se volvió para replicar a Keyko, molesta, pero en el fondo satisfecha por haber conseguido, una vez más, que perdiera la paciencia.
—Nosotros, los urbanitas, hemos alcanzado un grado de civilización y tecnología que esos salvajes no pueden vislumbrar ni en sus más atrevidos sueños.
—¿Y por qué entonces no habéis logrado vencer a Mannawinard todavía? —contraatacó Keyko—. Reconócelo, Kim; os damos miedo porque poseemos algo que escapa a vuestro entendimiento: la magia.
—Define «magia».
La intervención de Adam las sobresaltó; las dos se volvieron hacia él para responder, pero Keyko fue más rápida:
—Es la energía de la madre Tara, la fuerza vital del planeta. A Kim no le gusta porque odia admitir que hay algo que su mundo artificial nunca logrará comprender ni controlar…
Kim decidió dar por terminada aquella conversación:
—No son cosas que deban preocupar a un androide, Adam.
—Pero quiero saber —replicó él al punto.
—Lo que deberías saber es que, desde luego, tienes un par de circuitos chamuscados…
—Negativo. Todos mis circuitos funcionan correctamente.
—Ya, cómo no.
Kim se volvió hacia Keyko, para ver si ella hacía algún comentario, y la descubrió observando con atención una colina lejana.
—¿Qué pasa?
—Me ha parecido que había alguien allí arriba, vigilándonos.
Kim siguió la dirección de su mirada, pero no vio nada.
—Se ha marchado —dijo Keyko.
—¿Qué aspecto tenía?
—No estoy segura. Le he visto solo de refilón.
Kim la miró de reojo, sospechando que mentía, pero no hizo ningún comentario. Por si acaso, se aseguró de que su arma estaba cargada.
Sin embargo, a pesar de que estuvo alerta en todo momento, no llegó a ver a la figura que las seguía desde lo alto de las colinas, una figura envuelta en una capa de pieles blancas, una figura que no las dejaba ni a sol ni a sombra, una presencia que Kim no lograba ver ni oír, y que Keyko solo conseguía intuir.
Apenas unas horas más tarde los edificios de Duma Errans se hacían claramente visibles entre las brumas.
—¿Oís eso? ¡Son las voces! —exclamó de pronto Adam.
—¿Qué voces? —quiso saber Keyko.
—¡Las voces del aire!
La oriental miró a Kim, pidiendo una explicación, pero la mercenaria se encogió de hombros y negó con la cabeza. Keyko se detuvo.
—No puedo acercarme más —dijo—. Nuestros caminos se separan aquí.
Kim se volvió para mirarla. Sospechó que no volvería a verla, y, a pesar de todo, creyó necesario mostrarse generosa.
—No puedo negar que me has salvado la vida dos veces —dijo, un poco a regañadientes—. Estoy en deuda contigo.
Keyko sonrió de nuevo y asintió.
—Intuyo que volveremos a encontrarnos, Kim de Duma Findias —dijo con cierta solemnidad—. Entonces podrás saldar tu deuda.
«¡Espero que no!», dijo Kim para sí misma. Había demasiadas cosas en aquella chica que seguían sin gustarle, y ella tenía sus principios.
Keyko hizo un extraño gesto con la mano, y Kim retrocedió involuntariamente, temiendo que fuese a emplear la magia otra vez. Sin embargo, nada sucedió; parecía que el gesto de Keyko no pasaba de ser una especie de símbolo ritual, quizá de despedida.
—Que Tara os acompañe —murmuró la muchacha.
Y, sin más, dio media vuelta y se alejó de ellos, y pronto se perdió entre la niebla.
Kim se quedó allí, parada, sin saber muy bien qué hacer. Cuando pudo apartar la vista del lugar por donde Keyko se había marchado, se volvió hacia el biobot.
—Andando, Adam. Hay mucho trabajo pendiente.
Siguieron adelante y no tardaron en alcanzar Duma Errans. Los guardianes de la caravana no les hicieron muchas preguntas y, de todas formas, Kim habría sabido perfectamente qué decir para lograr el paso franco.
No perdió tiempo y atravesó rápidamente el Círculo Exterior. Allí, en uno de los edificios flotantes, tenía un pequeño apartamento, aunque no solía aparecer por él muy a menudo. Se volvió por enésima vez para asegurarse de que el androide la seguía.
—Date prisa, Adam…
El robot no paraba de mirarlo todo, como si, efectivamente, acabase de salir de la fábrica y necesitase datos para llenar su memoria. Además, por primera vez en muchos días tenía material de sobra para asimilar y, por lo que parecía, no pensaba dejar pasar una oportunidad así. Pero en aquel momento se había detenido en medio de la calle, y miraba hacia arriba con gesto pensativo, hacia una alta construcción metálica, parecida a una torre, que se alzaba a lo lejos, en el centro de la ciudad. Kim suspiró con impaciencia. La Aguja de Duma Errans era igual que la Aguja de Duma Findias, igual que todas las Agujas de todas las dumas. Lo único que tenía de diferente era que, al igual que todo en aquella ciudad-caravana, estaba sobre una plancha antigravitatoria y se movía con el resto de los edificios a través de los Páramos.
—¡Adam! —llamó Kim, de nuevo.
El androide se apresuró a acudir junto a ella, pero se detuvo a contemplar con interés a otro biobot igual a él, que había desarrollado un cuerpo blando, porque era un robot-niñera que llevaba a un grupo de chiquillos al colegio, agitando en el aire un montón de brazos extensibles, para poder agarrarlos en el caso de que se le escaparan. Kim exhaló un nuevo suspiro y se frotó la sien, tratando de conjurar aquel persistente dolor de cabeza. Quizá se debiera al permanente murmullo del sistema de flotación de los edificios de la duma, pero ella no recordaba haber sufrido algo parecido en sus anteriores visitas al lugar.
Quizá fuera un efecto secundario de la radiación.
Kim se estremeció involuntariamente. La radiación común provocaba quemaduras, vómitos, caída del cabello y, a largo plazo, tumores diversos y malformaciones congénitas. Pero existían otras formas de contaminación radiactiva, probablemente tantas como experimentos fallidos, nuevos materiales altamente peligrosos… Cualquiera sabía lo que podía salir de los laboratorios de experimentación de empresas como Nemetech, Somnis o Probellum.
Kim respiró hondo y decidió que no tenía tiempo de pasar por su casa. Vio en una esquina un comunicador público y se acercó rápidamente. Introdujo su tarjeta en la ranura y marcó un número, un código secreto que solo conocían los miembros de la Hermandad Ojo de la Noche, y, aun así, no todos…
Enseguida, el rostro de Donna apareció en pantalla.
—¡Kim! Estábamos preocupados por ti.
«Lo dudo», se dijo ella. Pero preguntó:
—¿Has recibido noticias de TanSim?
—Sí, llegó ayer. Me ha dicho que tuvo problemas con el sistema de seguridad…
—¡Me dejó tirada! —cortó Kim, de mal humor—. ¿Tienes idea de todo lo que he tenido que pasar para llegar hasta aquí? ¡Los de Nemetech estaban sobre aviso! Y…
—Te compensaré. ¿Has traído la mercancía?
Kim casi se sintió aliviada al comprobar que, como de costumbre, Donna solo se preocupaba por el dinero y los negocios. Reconfortaba saber que, por lo menos, aún había algo que no había cambiado. La muchacha dirigió una mirada a Adam, que se había colocado junto a ella, silencioso.
—Sí, aquí está. Pero el precio ha subido.
Esperaba que Donna protestara, pero la líder de la Hermandad asintió, como si ya lo supusiera.
—¿Qué es lo que quieres?
Kim tardó unos segundos en responder, sorprendida de que Donna no regatease. «Sí que eres importante, amiguito», dijo para sus adentros mirando a Adam. Sin embargo, decidió no tentar a su suerte, y pedir únicamente aquello que necesitaba desesperadamente. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca antes de decir, en voz baja:
—Sé que tienes contactos en las clínicas negras de Duma Errans…
Era un edificio normal y corriente, en apariencia. Estaba situado en el Círculo Medio, pero muy cerca del Círculo Exterior, casi en el límite. Con apenas diez plantas, era uno de los edificios más bajos de la ciudad; pero presentaba un aspecto casi idéntico al del resto de bloques de viviendas de trabajadores que se extendían por todo el Círculo Medio.
Sin embargo, cualquiera que hubiese entrado en su interior alguna vez sabía que aquel edificio no era lo que parecía ser.
Kim entró decidida, seguida por Adam, y no se amilanó cuando un imponente robot-portero le cerró el paso.
—¿A quién viene a visitar, señorita? —preguntó con voz fría y metálica.
Kim estaba demasiado cansada como para discutir con él y, además, sabía exactamente lo que tenía que contestar.
—Rex el Negro —murmuró casi mecánicamente.
En el cuerpo del androide se encendió una pequeña lucecita azul que parpadeó un poco antes de apagarse.
—Piso quinto, puerta tres, señorita.
Kim pasó por su lado sin darle las gracias.
—¿Rex el Negro es amigo tuyo? —se oyó la voz de Adam junto a ella.
—Rex el Negro no es nadie, Adam. Se trata de una contraseña.
—Contraseña —repitió el androide—. ¿Por qué se exige una contraseña para entrar aquí?
—No lo sé —mintió Kim; era la única manera de que no preguntase más—. Piso quinto —le dijo al ascensor, que le preguntaba amablemente por su destino.
Mientras subían, Kim pensó en Rex el Negro. Efectivamente había utilizado su nombre como una contraseña para entrar, pero distaba mucho de ser nadie.
Rex el Negro había sido un mercenario de Duma Findias endiabladamente bueno, que había vivido siglo y medio atrás. Había fundado la Hermandad para la que trabajaba Kim, y todos sus miembros habían aprendido a respetarlo y admirarlo como a una figura legendaria. Sin embargo, fuera del Ojo de la Noche, nadie sabía quién había sido. Para el robot-portero, su nombre no significaba nada; y para la inmensa mayoría de la gente, tampoco.
Pero para los mercenarios del Ojo de la Noche tenía mucho sentido, y por ello a menudo lo empleaban como santo y seña.
La puerta del ascensor se abrió («Que tengan un buen día, señores», les dijo atentamente) y Kim salió al pasillo. Dudó un momento frente a la puerta tres.
Nunca había estado en aquel lugar. Cuando requería de sus servicios, generalmente acudía a un centro de su confianza en Duma Findias. Ignoraba cómo sería aquel sitio adonde la había mandado Donna…
—Todas las clínicas negras deben de ser iguales en todas partes —se dijo finalmente.
Sin pensarlo más, abrió la puerta y entró.
La historia de las clínicas negras estaba íntimamente ligada a la historia de la Hermandad.
En las dumas la biotecnología y la manipulación genética habían alcanzado tal desarrollo que cualquier parte del cuerpo podía ser sustituida por otra artificial, que funcionaba igual, o incluso mejor, que la original. Para quien tuviera dinero, la belleza y la salud no eran algo que hiciera falta pedir a los dioses; por eso, entre otras cosas, en las dumas ya nadie creía en divinidades.
Pero para llegar a este punto habían sido necesarios varios siglos de competencia entre las distintas compañías para obtener logros cada vez más osados, para hacer posible lo imposible. Y a lo largo de este proceso había quedado fuera de los proyectos científicos gente que no daba la talla, que no era suficientemente inteligente… o suficientemente discreta.
Estos científicos, médicos y biotecnólogos muy capaces que, por unas causas o por otras, se habían visto apartados de los proyectos secretos de las distintas megacorporaciones, habían buscado ejercer su profesión en otra parte. Y los mercenarios eran una mina. Para ser los mejores, necesitaban ser más rápidos, más ágiles y más fuertes que nadie. Esto se podía conseguir mediante implantes subcutáneos, chips y circuitos que mejoraban los reflejos, potenciaban la musculatura…
Así habían nacido las clínicas negras. Desde la clandestinidad, desarrollaban la biotecnología aplicada a un campo muy específico: defensa y ataque. Los médicos de las clínicas negras, que sabían tanto de fisiología como de robótica, podían convertir a un ser humano en una auténtica máquina de matar. Los precios eran inferiores a los de los medios oficiales del Centro, pero, aun así, no todos podían permitírselo. Solo los mejores, los que cobraban más porque realizan los trabajos más difíciles. Por tanto, incluso en la marginalidad, las clínicas negras funcionaban básicamente para una élite: la Hermandad Ojo de la Noche.
La relación entre ambas había ido estrechándose con el tiempo, hasta el punto de que ahora podía afirmarse que las clínicas negras dependían prácticamente de la Hermandad.
Mientras un amable robot-recepcionista la guiaba hasta la consulta, Kim se obligó a sí misma a relajarse. Aquel era un lugar seguro, sin duda. Nadie osaría delatar una clínica negra, porque ello supondría meterse con el Ojo de la Noche.
—Kim, ¿verdad?
La muchacha se sobresaltó ligeramente. Frente a ella estaba el médico, un hombre no muy alto, que exhibía una sonrisa reconfortante y unos ojos artificiales que podrían pasar por naturales, si uno no se fijaba mucho.
Los médicos de las clínicas negras solían ser gente bastante normal. Algunos de ellos pertenecían a las clínicas por deseo de seguir realizando su oficio; otros, por dinero; otros, porque no tenían más remedio, y algunos, por resentimiento contra las corporaciones y la gente del Centro en general. A simple vista parecían médicos o científicos corrientes. Por lo que Kim sabía, no les quitaba el sueño saber que trabajaban para mercenarios porque, al menos, sabían para quién trabajaban, mientras que dentro de las megacorporaciones los fines de sus experimentos estaban poco claros.
Pero Kim no conocía a aquel médico en concreto, y en su situación no sabía a qué atenerse.
La puerta se cerró tras ellos, y Kim paseó su mirada por la estancia. La consulta del médico podría haber sido una habitación de un hospital cualquiera, de no ser por los objetos que había en las estanterías: ojos, manos, brazos… que parecían humanos, pero que, con toda seguridad, eran miembros artificiales, junto a las medicinas y los útiles estrictamente médicos había objetos que parecían salidos de un taller de robótica; todas las cosas estaban estrictamente catalogadas por tipos, y los chips no se mezclaban con las extremidades artificiales, ni estas con las medicinas. En el centro de la estancia había una camilla y un par de sillas; a la derecha, un pequeño aseo… Un biobot-enfermero se movía de un lado a otro de la habitación, levitando sobre su propio sistema de flotación y ordenando los objetos de las estanterías, que cogía con las pinzas que tenía por manos, haciendo gala de un cuidado y una precisión milimétricos.
Kim tomó asiento sobre la camilla e intentó relajarse, pero no pudo evitar que la voz le temblara levemente cuando le explicó al médico su situación. El hombre frunció el ceño y apartó las vendas del brazo de Kim. Sus manos emitieron un levísimo zumbido, y Kim supo que se trataba de manos artificiales. Eso le dio una cierta confianza; las manos artificiales no temblaban y, a la hora de realizar cualquier tipo de operación quirúrgica, actuaban con bastante más rapidez y exactitud que unas manos naturales. Un médico con unas manos artificiales era una garantía de profesionalidad, pero no todos los médicos podían permitírselo; aquello significaba que aquel especialista con el que Kim estaba tratando era bueno, muy bueno.
La piel del brazo de Kim quedó al descubierto, y la joven se dio cuenta entonces de que la mutación se había extendido más de lo que esperaba. Contuvo el aliento mientras el médico se acercaba más para examinarla de cerca. Sus ojos cambiaron levemente, con un suave zumbido, y la mercenaria supuso que aquellos sentidos artificiales estaban dotados de un «modo microscopio».
—Ya veo —dijo el médico al cabo de un rato que a Kim se le hizo eterno—. He visto esto alguna otra vez.
La joven lo miró con un brillo de esperanza en sus ojos azules, habitualmente duros como la piedra. Sin embargo, él no añadió más.
—AC-76210-T —llamó, y el biobot-enfermero acudió a su lado inmediatamente—. Tráeme una caja de bandas con el suero inhibidor F-57-K.
El biobot se alejó un momento para cumplir la orden, y el médico se volvió hacia Kim.
—Se trata de un tipo especialmente agresivo de mutación —le explicó—. Está producido por una sustancia altamente tóxica que, debido a los peligros que entraña para la salud, ya no se fabrica.
—No me venga con monsergas —le espetó ella—. Usted trabaja en una clínica negra; dígame algo que se salga fuera de la versión oficial.
—Está bien, está bien. Oficialmente, ya no se fabrica, Pero en realidad resulta que es un componente básico en la construcción de las armas de los robots-basureros del Círculo Exterior.
Kim abrió la boca, tratando de reprimir su indignación. El término robot-basurero era un eufemismo de Nemetech para referirse a los poderosos androides asesinos que de vez en cuando hacían «limpieza» en los suburbios de las dumas.
—Cómo no, Nemetech está detrás de esto —murmuró la mercenaria—. Bueno, eso podrían considerarse buenas noticias: significa que, si fabrican esa sustancia, también tendrán un antídoto, por si se produce un escape de radiación, ¿no?
El médico no contestó. Sostenía entre las manos una especie de ancha banda de tela elástica que le acababa de entregar su biobot-enfermero.
—Extiende el brazo, ¿quieres?
Kim obedeció. El médico comenzó a enrollarle la banda en torno al brazo, a modo de venda, cubriéndole la parte de piel que había empezado a mutar. La joven notó enseguida que algo líquido se extendía por la piel herida, y se sintió algo mejor.
—Esta banda —explicó el médico— contiene un suero capaz de retrasar los efectos de la mutación. Entra en el cuerpo por vía cutánea, así que solo tienes que aplicarte una cada mañana…
—Espere, espere —cortó Kim—. ¿Ha dicho «retrasar»? ¿Quiere decir eso que no se puede curar completamente?
El médico negó con la cabeza, pero no se atrevió a mirarla a los ojos.
—Lo siento; no existe cura conocida.
Kim se levantó de un salto con un rugido, agarró al médico por el cuello del traje y lo levantó en el aire como si fuese una pluma.
—¡Está mintiendo! Tiene que existir alguna cura, sobre todo si esto lo ha creado Nemetech.
—¡He dicho la verdad! —jadeó el hombre—. Es un proceso imparable. Este suero es todo lo que hay para combatirlo.
Kim soltó al médico, ceñuda.
—¿Y cuánto tiempo tendría antes de mutar completamente? —preguntó.
—Usando el suero de manera regular… unos tres años, más o menos.
Kim trató de serenarse, mientras su mente buscaba una solución alternativa. Seguía estando convencida de que tenía que existir una cura, en alguna parte; era posible que Nemetech hubiera logrado ocultarlo a los hackers de las clínicas negras, pero tres años eran un período de tiempo razonablemente extenso para encontrarlo.
—El tratamiento será caro, supongo —murmuró.
El médico asintió gravemente. Había retrocedido unos pasos, por si acaso.
—Muy caro. Pero tu patrona está dispuesta a financiártelo.
Los dedos de Kim se crisparon casi involuntariamente.
—¿Por qué querría Donna hacer eso por mí?
—Por lo que he podido comprobar —murmuró el médico—, tu cuerpo está tan biotecnológicamente mejorado que debe de ser una auténtica máquina de matar. Doy por hecho que, a pesar de tu juventud, debes de ser muy buena en tu trabajo…
Kim respiró hondo. Ya veía clara la jugada de Donna: la ayudaría, sí, pero, a cambio, Kim dependería de ella hasta el final. En el momento en que la muchacha osara desobedecer a su jefa, o rebelarse contra ella, Donna no tendría más que interrumpir el suministro del suero…
Y aun así, a pesar de todo, Kim nunca volvería a ser una chica normal.
Miró al médico, ceñuda, pero parecía que el hombre decía la verdad y no sabía nada más.
—Gracias por todo —dijo con cierta brusquedad—. Póngame un paquete de esas vendas y pásele la factura a mi jefa.
El médico asintió, considerablemente aliviado; parecía que la arisca mercenaria no iba a intentar matarlo o, por lo menos, no aquel día.
De muy mal humor, Kim salió de la clínica negra sin mirar atrás, siempre seguida por Adam.
—¿Adónde vamos ahora? —quiso saber el biobot.
—Tengo una cita —respondió Kim con un tono que daba a entender que no le apetecía lo más mínimo seguir hablando.
Apenas dos horas después entraba en el bar de Pietro. Aún seguía con un humor de perros, pese a que había pasado por su casa para ducharse y arreglarse un poco y, de paso, cambiar sus pantalones cortos por otros largos y ceñidos que le cubrían las piernas; acababa de descubrir un nuevo principio de mutación en la pantorrilla. Desafortunadamente, en el armario de su apartamento de Duma Errans no guardaba nada de manga larga que pudiese cubrirle los brazos, de manera que se había visto obligada a envolvérselos con las vendas del botiquín, y no quedaba tan mal. «Puede que inicie una nueva moda», se dijo a sí misma, con amargura, pero decidida a comprar una chaqueta o algo que se le pareciese con el dinero que le diesen por el biobot.
Después se había conectado a la red para tratar de localizar a la única persona que podía ayudarla en aquellos momentos. Y lo había encontrado. Él estaba ahora en Duma Murías y sí, aceptaría reunirse con ella… Habían quedado para dos semanas más tarde, que era para cuando la caravana de Duma Errans tenía previsto pasar por Duma Murias.
Se frotó la sien una vez más, harta de aquel incesante dolor de cabeza, mientras recorría con la mirada los rincones más oscuros del bar de Pietro. Un grupo de conocidos la saludó desde una de las mesas, y Kim respondió con una inclinación de cabeza. Un par de pandilleros con aspecto de estar colgados se la quedaron mirando, pero a Kim no le preocupó. Sabía que podía librarse de los dos a la vez en un segundo y sin despeinarse.
Se acodó sobre la barra.
—¿Qué hay, Kim? —la saludó Pietro—. Llevabas tiempo sin pasar por aquí.
—He tenido trabajo —replicó la joven, rehuyendo su mirada; en cierto modo, el dueño del local era un mutante… y ella ahora también.
—Donna te está esperando.
—Que espere. Ponme un trago de lo de siempre.
Pietro sonrió. Momentos después, Kim apuraba un vaso lleno de un líquido de color morado bastante fuerte. Cerró los ojos y respiró hondo. No se encontraban cosas así en los Páramos, ni siquiera entre los víveres del equipo de comestibles de Tong-Pao. Se despidió de Pietro y, seguida de Adam, entró en el reservado con decisión.
Efectivamente, Donna la estaba esperando. Pero no solo ella. Allí estaban también TanSim (Kim le disparó una mirada asesina, pero el mercenario se limitó a sonreírle con cierto cinismo y a encogerse de hombros), un par de matones de la Hermandad y un tipo alto, vestido de gris y con el rostro oculto tras una capucha. Kim lo miró con desconfianza.
—Bienvenida —saludó Donna, de buen humor—. ¿Vamos a poder cerrar el trato por fin?
Kim se apartó un poco para que Donna pudiese ver a Adam, que la seguía muy de cerca. Se sentó a la mesa, frente a Donna y el individuo embozado, y dirigió a su jefa una mirada penetrante y sombría. Ella fingió no darse cuenta.
—De modo que este es el androide que os ha causado tantos problemas, ¿eh? —comentó la líder de la Hermandad, mirando a Adam con curiosidad.
—¿Qué tiene de especial? —preguntó Kim.
—No se te paga para hacer preguntas —replicó el tipo encapuchado.
Kim lo fulminó con la mirada. La voz de aquel tipo le resultaba poderosamente familiar, pero no recordaba haber tratado antes con alguien que fuera capaz de irritarla con una sola frase.
—No sé quién eres —dijo, conteniendo la ira—, pero, después de todos los problemas que me ha causado este biobot, estoy segura de que tengo derecho a hablar.
—Se te pagará convenientemente.
—Eso espero. —Kim no estaba acostumbrada a tratar con clientes tan engreídos—. De todas formas, ¿quién eres tú? Tu voz me suena.
El hombre encapuchado tardó un poco en responder. Cuando lo hizo, dijo simplemente:
—Trabajo para la Seguridad de Nemetech.
Kim se echó hacia atrás, sorprendida. ¿Qué diablos significaba aquello? ¿Nemetech había pagado al Ojo de la Noche para robar un biobot de sus propias instalaciones? Se llevó una mano al cinto, por si acaso se trataba de una trampa. Pero Donna se apresuró a aclarar:
—El cliente que pagó por robar el androide… no pagó tanto como Nemetech para recuperarlo.
Kim respiró hondo, pero no bajó la guardia. Era habitual que la Hermandad traicionase a sus clientes por dinero, vendiendo sus servicios al mejor postor. Desde el principio había estado claro que quien emplease a la asociación para robar a Nemetech tendría que pagar sumas astronómicas para asegurarse de que el objeto robado llegase a sus manos. En aquella misión, sin embargo, Kim habría apostado a que el cliente original obtendría lo pactado, ya que, ¿por qué iba a molestarse Nemetech en pagar tanto dinero para recuperar un simple biobot?
—Eso explica algunas cosas —dijo con cautela—, pero no todo. ¿Qué es exactamente este montón de circuitos?
—Una unidad defectuosa que puede resultar muy peligrosa para todos —dijo Donna.
Kim miró a Adam, pensativa. El biobot se erguía junto a ella, en silencio, moviéndose adelante y atrás sobre sus nuevas ruedas todoterreno.
—¿En serio? Pues yo diría que es incapaz de matar una mosca. Y, de todas formas, ¿desde cuándo Nemetech se preocupa por la seguridad de la gente?
Donna frunció el ceño, y el hombre de Nemetech gruñó. Kim añadió:
—¿Qué vais a hacer con él?
—Lo que se hace con cualquier unidad defectuosa —replicó el encapuchado—: desmantelarla.
Parecía lógico, pero había cosas que Kim no terminaba de entender. Iba a preguntar algo más cuando un agudo quejido resonó por la habitación.
—¿Desmantelación? ¿Desmantelación? ¿Desmantelación?
Era nada menos que el propio Adam. Todos se quedaron sorprendidos un momento, mientras el androide chillaba:
—¡¡No, por favor; no, por favor; no, por favor…!!
—Haz que se calle ese trasto, Kim —pudo decir Donna finalmente.
—Porfavorporfavorporfavorporfavorporfavor…
Kim miraba a Adam, completamente perpleja. Los biobots no intervenían en las conversaciones de los seres humanos, a no ser que estos se dirigiesen expresamente a ellos. Y, por supuesto, ninguno de ellos suplicaba por su vida… o lo que quiera que tuviese un ser artificial.
Impresionada, Kim se volvió de nuevo hacia Donna y su misterioso acompañante y preguntó:
—¿Y no se le puede reprogramar?
—Mis órdenes son muy claras al respecto —replicó el de Nemetech.
Adam seguía diciendo «porfavorporfavorporfavorporfavor», y Donna, fastidiada, se levantó y se acercó a él buscando el botón de desconexión. El androide retrocedió un poco y, para su sorpresa, Kim se levantó de un salto para protegerlo.
—¡Espera! Tiene que haber una solución. Este androide es extraordinario, ¿cómo sabéis que puede resultar peligroso?
—Kim… —dijo Donna, con un tono de advertencia en su voz.
Kim intuyó que las cosas estaban poniéndose feas. Podía entregar el androide y cobrar su recompensa, y tratarse con el suero que retrasaría los efectos de la mutación, dependiendo así de la generosidad de Donna para el futuro… O podría…
Nemetech… aquel nombre resonó en la mente de la joven, que recordó lo que el médico le había dicho acerca del material radiactivo que la estaba convirtiendo, lenta pero inexorablemente, en un monstruo. Nemetech producía aquella sustancia maldita, Nemetech era la responsable de todos sus problemas… Y si Nemetech quería destruir a Adam, ¿no sería que Adam tenía la clave para destruir a Nemetech?
Su cerebro había trabajado con rapidez y, en apenas unas décimas de segundo, mientras Donna avanzaba hacia ella, el hombre de Nemetech se levantaba de un salto y TanSim dirigía una mirada de circunstancias a los matones que guardaban la puerta… en el mismo momento en que sucedía todo eso, Kim supo lo que iba a hacer a continuación.
Desenfundó el arma con la rapidez del rayo y disparó… contra el cristal de la ventana.
Inmediatamente, todos sacaron sus armas, pero la muchacha ya había agarrado a Adam y, de un poderoso salto, se lanzaba hacia el exterior…
—¿Qué diablos está haciendo? —aulló TanSim.
—¡¡¡Aaaaaahhhhhhhhhh!!! —chilló Adam, mientras Kim y él caían desde la ventana…
—¡Cogedlos! —gritó Donna, pero sus mercenarios ya se habían lanzado a la caza de Kim y saltaban por la ventana tras ella.
Momentos después reinaba el silencio en el reservado. Donna se quedó en el sitio, temblando de rabia, mientras el encapuchado seguía sentado frente a la mesa. Tras el embozo se distinguía la inconfundible sonrisa de Duncan el Segador.
——¿Y tú qué miras? —dijo ella, de mal humor.
—Parece mentira que seas una profesional, Donna… —comentó él, con guasa.
Kim se ocultó en el portal de uno de los edificios flotantes y se asomó cautelosamente para comprobar que había despistado a sus perseguidores.
—Debo de estar loca —murmuró a media voz—. ¡Me lo he jugado todo por un maldito robot! Mi recompensa, mi trabajo, mi única esperanza de curación…
Se calló súbitamente, y se recordó a sí misma que lo que le había ofrecido el médico no era una curación. No, después de todo lo que había pasado, Kim no estaba dispuesta a mover un dedo por Nemetech, la compañía responsable de su desgracia, que presumiblemente ocultaba el antídoto al proceso mutativo…
—Gracias por salvarme.
La voz de Adam la sobresaltó, y Kim se volvió hacia él, dirigiéndole una dura mirada.
—Cierra la boca. Te he salvado por vengarme de Nemetech, nada más.
—Y porque el Ojo de la Noche te ha traicionado —dijo una voz cerca de ella, una voz que conocía muy bien—. Sabes que Donna vendería a su madre por echarle el guante a la recompensa que Nemetech ha prometido a cambio del biobot. Sabes que tiene contactos con los mutantes de los Páramos, y sabes que tenía que asegurarse de que volvías.
Kim miraba a todas partes, con el arma a punto y todos los músculos en tensión, hasta que lo vio: el hombre de Nemetech avanzaba hacia ella con paso tranquilo. Kim le apuntó con el arma y la Sombra se detuvo.
—¿Se puede saber quién eres?
Lentamente, el enviado de Nemetech se retiró la capucha que cubría sus rasgos, descubriendo un desordenado cabello gris, un rostro duro como una roca, una cicatriz en la mejilla, un mentón firme y unos ojos penetrantes como los de un águila.
Kim se quedó sin aliento.
—Duncan… —pudo decir finalmente.
Duncan el Segador, su amigo, su maestro, la persona que la había enseñado a ser una de las mejores en su trabajo. Duncan, a quien todos daban por muerto.
—¡Eres tú! —exclamó la joven, y saltó del portal de la casa flotante para correr hacia él—, Duncan, no puedo creer que estés vivo. Todos pensábamos que…
Se detuvo bruscamente a escasos metros de su amigo. Él la estaba apuntando con un arma de neutrones.
—No des un paso más, Kim —le advirtió.
—¿Pero qué…?
—El androide, Kim. Ahora.
—Noporfavorporfavorporfavorporfavor…
—Tranquilo, Adam —dijo Kim lentamente, sin apartar la mirada de Duncan el Segador—, somos amigos, no va a dispararme. Seguro que hay una manera de solucionar esto y…
Pero Duncan disparó. El cuerpo de Kim reaccionó instintivamente, pese a que ella no esperaba aquel ataque, y se apartó a un lado. El disparo le impactó en el hombro, quemó la cobertura protectora de su ropa y la hirió dolorosamente. Kim gimió y se incorporó, tambaleándose. Otro disparo acertó en el arma que sostenía, y ella la soltó. La joven dirigió una mirada horrorizada al hombre de Nemetech, mientras se oía, de pronto, una misteriosa melodía sobrenatural.
—Tú y yo éramos… amigos… —murmuró Kim—. No puedes matarme.
El Segador sonrió.
—¿Quieres apostar?
Kim tensó de nuevo los músculos, dispuesta a saltar sobre él, pero sabiendo que Duncan la mataría antes de que pudiese rozarle siquiera.
De pronto se oyó una especie de agudo chillido que no parecía humano, y hubo una gran explosión de luz… Duncan y Kim se protegieron los ojos con las manos, pero la muchacha reaccionó más deprisa. Aprovechando el momento de confusión, se lanzó hacia un lado, fuera del alcance del arma del Segador, hacia Adam…
Duncan disparó, pero no llegó a acertarle. Aún deslumbrado por aquel misterioso estallido de luz, corrió hacia Kim, tratando de alcanzarla… pero no lo logró. Miró a su alrededor, desconcertado.
La joven mercenaria y el biobot habían desaparecido por las estrechas calles del Círculo Exterior de Duma Errans.
Duncan el Segador lanzó un grito de rabia y frustración.