3
HORIZONTE BRUMOSO
LA LUZ DEL AMANECER TRATABA de abrirse paso entre las neblinas de los Páramos. Kim miró hacia atrás una vez más. Duma Findias y su alta Aguja ya no eran más que un montón de confusas sombras lejanas entre las brumas.
Kim suspiró, y volvió a pisar el acelerador. Ningún urbanita se internaba solo en los Páramos, pero a ella no le habían dejado otra opción.
—Y todo esto por un maldito androide… —murmuró para sí misma, moviendo la cabeza con incredulidad.
—¿Maldito androide? —repitió una voz chillona desde su espalda.
—Nemetech produce miles como tú todos los días, montón de cables —replicó ella, ligeramente irritada—. Pero tú deberías saberlo.
—Negativo —respondió el robot—. ¿Por qué debería saberlo? Acabo de salir de la fábrica. Solo tengo en mi memoria los programas básicos de comportamiento, comunicación, aprendizaje, locomoción y autodesarrollo.
—Eso no te lo crees ni tú —soltó Kim, estupefacta ante el descaro del androide—. No pienso…
—Fin de trayecto —informó la voz cibernética del ordenador del vehículo.
—¿Cómo…? —soltó Kim, sorprendida, y dirigió la mirada hacia los indicadores de batería: estaban bien. ¿Entonces…?
No tuvo tiempo de hacerse más preguntas. La moto flotante frenó repentinamente y Kim maniobró para controlarla, sin resultado. El vehículo viró con brusquedad y, antes de que se diera cuenta, Kim había salido volando por los aires.
—¡Aaaaahhhh! —gritó el biobot desde la mochila.
Ambos dieron con sus huesos y circuitos en el suelo. Kim se levantó con cautela, esperando oír alguna queja del biobot; pero la máquina no emitió ningún sonido, y la muchacha temió que el golpe la hubiera afectado. Se quitó la mochila y la abrió, ansiosa. Sacó al biobot: cabeza, torso, hombros. Kim nunca había tenido uno de aquellos, y se preguntó cuánto tardaría en desarrollar ruedas, o algo por el estilo, para que pudiese moverse solo.
El androide la miró con seriedad, y Kim reprimió un estremecimiento. Aquellos trastos parecían demasiado humanos.
—¿Vas a usar esa moto?
La pregunta pilló a Kim totalmente desprevenida.
—Yo… eh… no estoy segura.
—Pues, por favor, asegúrate, porque si no te sirve puede que me sirva a mí.
Kim suspiró. Depositó al robot sobre el suelo y se acercó de nuevo a la moto, que había aterrizado a varios metros de allí. La puso de nuevo derecha sin esfuerzo y trató de encender el ordenador. No lo consiguió. Supuso que tendría que recurrir a la batería de emergencia.
Kim suspiró de nuevo y alzó la mirada hacia el sol, que comenzaba a calentar demasiado, disipando las brumas. Se quitó el mono de color negro con un ágil movimiento. Debajo llevaba unas mallas negras por encima de la rodilla y una camiseta ceñida, que dejaba su ombligo al descubierto. No era gran cosa; desde luego estaba acostumbrada a vestir mejor, pero no estaba dispuesta a pasar calor en aquel desierto donde no había apenas nada que diera sombra. Examinó el mono y descubrió que estaba roto por varios sitios, a causa de los disparos que la habían rozado o que habían acertado sin llegar a dañarla, gracias a la cobertura especial del traje. En cualquier caso, ahora estaba inservible, de modo que lo arrojó lejos de sí. Se estiró como un gato y flexionó los brazos. Sobre la piel de su antebrazo derecho destacaba un tatuaje de color negro que representaba un esquemático rostro con un solo ojo llevándose un dedo a los labios, indicando silencio. Era la marca de la Hermandad Ojo de la Noche, que Kim llevaba con orgullo, ya que no todo el mundo merecía el honor de ostentar un tatuaje como aquel.
Entonces miró con aire crítico las suelas de sus botas; comprendió que en aquel lugar no tardaría en estropearse el sistema propulsor, y suspiró por tercera vez.
—Bueno; espero poder comprarme otras de mejor calidad con lo que me den por ti, saco de cables —gruñó.
El biobot no respondió. O no la había oído, o no había querido darse por enterado.
Kim le dio la espalda y se inclinó junto a la moto, tratando de averiguar qué era lo que fallaba.
Al cabo de un par de horas se rindió. Había repasado el sistema operativo del ordenador del vehículo y parecía que todo estaba en regla. Había revisado los circuitos y no había encontrado un solo cable fuera de sitio. Todo funcionaba correctamente, en principio. Solo que la moto no se ponía en marcha.
Kim se separó del vehículo, frustrada. Se estaba acabando la batería de emergencia, y, además, ella sentía un hambre feroz. Se volvió y vio al biobot exactamente en el lugar donde lo había dejado. No había emitido un solo sonido durante toda la operación, y Kim pensó con amargura que al fin y al cabo merecía un premio. Por un lado, no le hacía ninguna gracia atravesar los Páramos a pie; por otro lado, estaba claro que no iba a sacar nada de aquel vehículo, así que tal vez fuera mejor dejar que el androide lo destripara y pudiera desarrollar al menos un par de ruedas. Así, por lo menos, no tendría que cargar con él durante todo el viaje.
—Adelante, todo tuyo —le dijo.
El biobot alzó la cabeza hacia ella, y Kim no necesitó que dijera nada para comprender lo que quería. Lo cogió y lo colocó cerca de la moto caída. Inmediatamente, en el pecho del androide se abrió una pequeña trampilla por la que salió una especie de pinza que desatornilló rápidamente la tapa de los circuitos del vehículo. Kim observó con curiosidad cómo el biobot hurgaba en el interior de la moto.
—Espero que no seas muy voraz —comentó—, porque sospecho que esto es lo único que encontrarás en muchos kilómetros…
El biobot no respondió. Estaba muy ocupado eligiendo materiales. Algunos los desechaba directamente, pero otros desaparecían en el interior de su cuerpo a través de la trampilla.
Kim se quedó mirándolo un rato más, preguntándose cómo era posible que un artefacto así pudiese contener una pequeña fábrica en su interior. Misterios de la tecnología, se dijo.
La tecnología de Nemetech.
El nombre trajo a su memoria la experiencia que había vivido la noche anterior en el almacén, y en su mente se desencadenó un aluvión de preguntas. Se sentó sobre un montículo pelado y se quedó observando al robot, mientras reflexionaba sobre el tema. ¿Qué había pasado exactamente? ¿Qué había salido mal en aquella incursión? ¿Por qué era tan importante aquel androide? ¿Lo era, realmente? En tal caso, ¿por qué estaba en el almacén, con todos los demás? ¿Dónde estaba TanSim? ¿Por qué nadie había acudido a ayudarla cuando tenía problemas? ¿Por qué la había seguido la Sombra hasta el mismísimo Círculo Exterior, si solo se había llevado un simple biobot?
Un sonido interrumpió sus pensamientos. Su estómago reclamaba algo de comer. En su mochila guardaba un recipiente lleno de agua, que tendría que racionar severamente, pero no tenía nada comestible. Se levantó de un salto y se dirigió hacia la moto caída, cuyos circuitos estaban ahora desparramados en torno al biobot. Durante su inspección había visto que estaba provista de un compartimento donde se guardaban diversos objetos. Quizá hubiera suerte y encontrase ahí algo de comer; de lo contrario, las únicas opciones que le quedaban eran morirse de hambre o cazar alguno de los bichos extraños que pululaban por allí, asarlo y arriesgarse a pillar cualquier enfermedad poco agradable. Los Páramos rezumaban radiación y contaminación por los cuatro costados; no eran precisamente el lugar más apropiado para montar un picnic.
Rebuscó en el compartimento. Extrajo una pequeña pistola que desechó enseguida (la suya era cien veces mejor) y que acabó desapareciendo en el interior del biobot. Encontró también algunos objetos personales, más bien pocos, y un pequeño paquete cuidadosamente envuelto. Examinó la etiqueta: EQUIPAMIENTO DE COMESTIBLES PARA CAMPAÑA, MARCA TONG-PAO.
—¡Sí!
Desenvolvió el paquete y descubrió que se trataba de pequeñas tabletas energéticas. No le llenarían el estómago, pero al menos la mantendrían con vida durante bastante tiempo, si las racionaba bien. Kim sonrió mientras engullía la primera tableta. Nunca había simpatizado con la Tong-Pao. Prácticamente todo lo que se comía en las dumas era fabricado y comercializado por ellos, y a la joven mercenaria le resultaba muy incómoda la idea de que una megacorporación tuviese control sobre algo tan personal y vital como su estómago.
Pero en aquel preciso momento se sintió bastante agradecida.
Cuando terminó de comer guardó lo que le quedaba y se levantó de un salto, sonriendo. Ahora se sentía mucho mejor.
—¿Has terminado ya, montón de circuitos? —le preguntó al androide.
—Mi nombre es AD-23674-M —le informó el robot—. Y, afirmativo, he terminado, por el momento, con la entrada de materiales. Pero tardaré un poco en poder desarrollar…
—Está bien, está bien. —Kim lo hizo callar con un gesto aburrido—. Entonces tendrás que volver a la mochila hasta que seas capaz de moverte tú solo.
El biobot emitió un sonido indefinido, pero no hizo ningún comentario. Kim recogió sus cosas, lo metió en la mochila y, dirigiendo una última mirada resignada a la moto destrozada, echó a andar.
—¿Adónde vamos? —preguntó el robot cuando los restos del vehículo ya quedaban muy atrás.
—A Duma Errans —respondió Kim.
—Y eso, ¿dónde está?
Kim no respondió enseguida, sorprendida de que el anterior dueño del biobot no le hubiese instalado programas de orientación y localización.
—Para serte sincero… no lo sé —dijo finalmente—. Duma Errans no está en ningún lugar concreto. La pregunta correcta no es dónde está, sino por dónde va en un determinado momento.
—Entonces, ¿cómo vamos a llegar hasta allí?
Kim no respondió, y el biobot no repitió la pregunta.
Recorrieron los Páramos durante tres días, sin novedad. A veces se topaban con alguna criatura extraña, algún animal deforme o monstruoso. En tales ocasiones, Kim se limitaba a dejarlo frito de un disparo, sin tratar de averiguar antes si era peligroso o no. No estaba acostumbrada a los animales y, además, sabía que en aquel lugar no debía descuidarse ni hacer ningún tipo de concesión: unos segundos podían ser decisivos.
Pronto ya no fue necesario que llevase a cuestas al androide; este desarrolló dos pares de anchas ruedas articuladas que le permitían moverse con relativa facilidad por el suelo agrietado de los Páramos. Pese a ello, le costaba seguir la marcha de Kim, y esta tenía que aminorar el paso a menudo para que aquel busto con ruedas pudiera alcanzarla.
Por las noches acampaban en algún lugar más o menos resguardado: al pie de un espantoso árbol oscuro y retorcido, a la sombra de una enorme roca o al abrigo de alguna pequeña loma pelada. Kim encendía un fuego para combatir el frío que, invariablemente, se adueñaba de los Páramos cuando las nieblas volvían a cerrarse sobre ellos, pero casi nunca dormía. No sabía qué clase de criaturas acechaban entre las brumas y, aunque no tenía ganas de averiguarlo, más valía estar atenta y con el arma a punto.
Al atardecer del cuarto día sucedió algo.
Kim caminaba mecánicamente, casi sin mirar a su alrededor, seguida de cerca por el incompleto biobot. De pronto su fino oído captó un ruido extraño, algo parecido a un rugido lejano. Se detuvo y dirigió su mirada hacia el horizonte, pero las brumas le impedían distinguir nada. Activó su mecanismo de Perfeccionamiento de la visión, e inmediatamente los pequeños prismáticos volvieron a emerger directamente de debajo de su piel. Ajustó el zoom solo con desearlo. Aquel implante biomecánico era ya una parte más de su cuerpo. «Menuda pijada», había dicho TanSim la primera vez que la había visto usarlo. Kim sonrió. Sí, era una pijada, igual que el láser de su dedo índice, pero ella podía pagarlo, y no dejaba de ser útil de vez en cuando.
—¿Qué es lo que ves? —preguntó el androide, al parecer nada sorprendido de ver que su compañera en algunos aspectos parecía una máquina.
Kim no respondió. Ajustó aún más el zoom y activó los infrarrojos. Las sombras que se adivinaban en la lejanía cobraron algo más de nitidez. Pudo distinguir un grupo de figuras humanas que corrían tras un enorme bulto con cuernos que huía a través de los Páramos.
—¡Una cacería! —murmuró Kim—. Tal vez sean cazadores de Duma Errans. ¡Vamos a echar una mano!
Sin acordarse de que su compañero apenas podía seguirla, Kim echó a correr hacia el lugar donde se desarrollaba la persecución.
—¡Eeeehhhhh! —protestó el biobot.
Trató de alcanzarla, pero sus toscas ruedas no resistieron aquel ritmo, y una de ellas se partió. El pobre androide cayó al suelo y allí se quedó, tendido sobre el agrietado y yermo terreno, lamentando no tener material suficiente como para poder desarrollar un sistema de levitación propio que lo ayudara a desplazarse sin tener que preocuparse por los baches.
Mientras, Kim corría por los Páramos, sintiendo que sus músculos y partes biomecánicas funcionaban a la perfección; afortunadamente no habían acusado los días de viaje, sin otro ejercicio que caminar.
Se detuvo a una distancia prudencial y volvió a activar su visión biomecánica. Centró el objetivo en aquella enorme cosa a la que perseguían los cazadores, y descubrió, no sin cierta turbación, que era una horrible bestia peluda, jorobada y llena de bultos, que presentaba varios ojos en su cabezota deforme, y que rugía con furia asesina. Sus perseguidores habían logrado echarle por encima una pesada red, y el monstruo se debatía tratando de escapar, mientras ellos le disparaban con la esperanza de abatirlo. Sin embargo, la bestia parecía tener una piel muy dura, ya que seguía luchando por liberarse.
Kim desvió su atención hacia los cazadores, pero poco pudo ver de ellos, porque estaban envueltos en trapos de los pies a la cabeza. Se acercó un poco más, tratando de distinguir algo entre las brumas.
Y entonces uno de los cazadores se volvió hacia ella, y Kim pudo ver sus ojos brillando con un resplandor rojizo en la penumbra.
«Mutantes», se dijo la chica.
Dio un par de pasos atrás y empezó a pensar que no había sido tan buena idea acercarse. En Duma Findias, los mutantes temían y respetaban a los miembros del Ojo de la Noche. Pero las criaturas que vivían en los Páramos desarrollaban sociedades propias, y allí la ley la dictaban ellos.
Súbitamente, con un poderoso rugido, el monstruo rompió la red y, herido y furioso, se lanzó contra sus torturadores.
Uno de los mutantes lanzó una voz de aviso; la bestia agarró a otro con una zarpa y lo destrozó allí mismo, en un momento. Los demás cazadores echaron a correr, sin preocuparse los unos por los otros, con la única intención de salvar el pellejo.
Kim se quedó un momento allí, incapaz de moverse. Nunca había visto un animal tan grande. Y, para hacer honor a la verdad, hasta que se había internado en los Páramos nunca había visto un animal.
El monstruo se volvió hacia todas partes, ciego de rabia y dolor, y solo la vio a ella. Se lanzó sobre la chica, con un furioso rugido, garras y colmillos por delante.
Kim reprimió un grito, pero sus reflejos no le fallaron. Sacó rápidamente su arma del cinto, apuntó y disparó, todo en apenas unas décimas de segundo. Le acertó a la criatura en uno de sus cinco ojos. La bestia rugió de dolor y retrocedió unos pasos, pero volvió a la carga casi enseguida. Kim disparó otra vez, pero en esta ocasión no acertó en ninguna parte blanda, por lo que el monstruo no se detuvo. Kim gritó y se cubrió la cabeza con las manos…
El ataque no se produjo. Kim oyó un golpe seco y un nuevo aullido de dolor, y se incorporó de un salto para ver qué estaba pasando exactamente. Vio entre las brumas una sombra menuda y ágil que saltaba de un lado para otro, pegando patadas y puñetazos y esquivando todos los zarpazos que lanzaba la bestia mutante. Aquella figura parecía ridículamente pequeña frente al monstruo, y Kim pensó enseguida que no tenía ninguna posibilidad. Fuera quien fuese, ¿cómo se atrevía a enfrentarse a una bestia de aquel tamaño, solo y sin armas? Kim volvió a disparar, pero la criatura estaba de espaldas a ella, y no consiguió hacerle daño.
La sombra dio un poderoso salto y se encaramó sobre el lomo del monstruo, que bramó, enfurecido. Kim volvió a alzar su arma, pero no llegó a disparar. Podría acertarle a su misterioso salvador, y Kim quería saber antes si valía la pena deshacerse de una ayuda tan valiosa. Permaneció un momento inmóvil, apuntando al monstruo, que no dejaba de moverse, esperando una oportunidad para poder disparar de nuevo. Lo logró un par de veces, y consiguió dar en el blanco.
Mientras, el atacante misterioso seguía encaramado al lomo de la bestia, que intentaba sacárselo de encima sin éxito, como si de una garrapata se tratara. Kim se preguntó qué estaba haciendo allí arriba y se dijo que o se movía o no tendría más remedio que ignorarlo y tratar de acabar con la criatura ella sola. Cuando la bestia estaba casi ciega y Kim intentaba apuntar al lugar donde suponía que tenía el corazón, el otro hizo un movimiento extraño con la mano, como si descargase un golpe sobre la nuca de su adversario…
Y de pronto la bestia cayó al suelo sin un solo gemido, muerta, a los pies de Kim.
Ante aquel alarde de eficacia, la mercenaria se quedó sin habla. La figura misteriosa saltó ágilmente del lomo del monstruo y aterrizó con suavidad a su lado. Kim la miró con curiosidad.
Era una chica un poco menor que ella, de cabello negro y ojos almendrados, de la raza conocida genéricamente como «los orientales». Aquella denominación procedía de los días antiguos, pero en tiempos de Kim no tenía ya razón de ser, ya que no se sabía muy bien qué era Oriente y qué era Occidente, puesto que todas las antiguas fronteras habían desaparecido bajo la selva. Los habitantes de las dumas descendían, de hecho, de los supervivientes de todas aquellas razas antiguas, pero apenas conservaban recuerdos de su vieja cultura.
La chica vestía de una forma un tanto peculiar, con una especie de túnica con un extraño símbolo grabado,
que Kim no recordaba haber visto nunca. La única arma que llevaba, si es que se podía llamar así, era un tosco bastón no mucho más alto que ella.
Ninguna de las dos dijo nada durante un momento. La desconocida se limitaba a observar a Kim con cierta desconfianza.
—Buenos implantes —se le ocurrió comentar a la mercenaria—. ¿Quién te los ha colocado?
—¿Implantes? —repitió ella con extrañeza.
—¿No hablas mi idioma? Qué raro, creía…
—Sí hablo tu idioma. Lo que ocurre es que no sé lo que es un implante.
—No me tomes el pelo; si no estás mejorada biotecnológicamente, ¿cómo has podido matar a ese bicho de un solo golpe?
La otra se encogió de hombros.
—Es un golpe secreto de la técnica del Bal-Son. Solo hay que encontrar el lugar exacto donde reside la energía del individuo, que generalmente suele ser un punto en la nuca y…
La chica se detuvo al ver la expresión de Kim.
—Tú no usas armas de fuego —dijo la mercenaria, retrocediendo un par de pasos y llevándose una mano al cinto para buscar su arma—. Eres una de esos salvajes, ¿verdad?
—No pertenezco a Mannawinard, si es eso lo que quieres decir —replicó ella—. Nunca he estado allí.
Kim no replicó, ni apartó la mano del arma. Seguía observando a la oriental con cierta desconfianza.
—Por tus amables palabras, deduzco que eres una urbanita de las dumas —dijo ella con ironía.
—Y tú, ¿vives aquí, en los Páramos?
Ella inclinó la cabeza.
—Pertenezco a la orden de las Hijas de Tara.
Kim comprendió de pronto.
—Tú… ¡vienes del templo de las montañas! —retrocedió unos pasos más—. He oído hablar de vosotras. Usáis magia —pronunció la palabra como quien habla de una horrible enfermedad—. ¿Qué es lo que pretendes?
—Te he salvado la vida, ¿o es que no te acuerdas?
—¿Y puede saberse por qué lo has hecho?
—La verdad, yo me estaba haciendo la misma pregunta.
Se quedaron un momento mirándose a los ojos, desafiantes. Pero de pronto un agudo quejido llegó hasta ellas desde las brumas, y Kim se acordó del biobot.
—¡Maldita sea!
Siguió retrocediendo, sin apartar la vista de su joven salvadora, y, cuando estuvo a una prudencial distancia, dio media vuelta y echó a correr hacia el lugar donde había abandonado a AD-23674-M.
Se arrodilló junto a él, y enseguida comprobó que se le había roto una rueda. Le dirigió una mirada de reproche:
—¿Voy a tener que cargar contigo otra vez?
—Lo siento —dijo enseguida el androide.
La disculpa no dejó de extrañar a Kim. Las máquinas no cometían errores. Jamás pedían perdón por nada, dado que siempre actuaban con lógica, y de acuerdo con los programas y parámetros que otros les habían instalado.
—No es culpa tuya —murmuró la mercenaria.
Sintió de pronto una presencia tras ella, y se volvió rápidamente a la velocidad del relámpago, mientras se llevaba una mano al cinto para sacar el arma.
Tras ella estaba la muchacha oriental, observando al biobot con una mezcla de curiosidad y repugnancia en su expresión.
—¿Qué haces aquí?
La chica no respondió. Solo señaló al androide.
—¿Eso es un ser artificial?
Kim no respondió enseguida. Seguía mirándola con desconfianza. En aquel momento no parecía más que una niña inocente e inofensiva, pero la mercenaria la había visto matar a aquella bestia mutante de un solo golpe y sin despeinarse, y sospechaba que no era de fiar.
—Es un robot —contestó de mal humor—. Dime, ¿qué es lo que quieres?
Finalmente, la muchacha alzó la cabeza para mirar a Kim.
—Me llamo Keyko, y soy una Hermana Guerrera de la Orden de las Hijas de Tara —dijo, muy seria—. Desde niña me han enseñado a desconfiar de los urbanitas y de las dumas, y de todo lo que provenga de ellas… muy especialmente de aquellos que portan armas y de los seres artificiales.
—Entonces, ¿qué haces aquí?
—Estoy de viaje, y voy sola. Y tú también, porque no parece que esta criatura artificial pueda servirte de mucha ayuda Por lo que veo vas hacia el sur, al igual que yo, y sabes tan bien como yo que los Páramos no son seguros. Te propongo una tregua.
Kim se contuvo para no lanzar una carcajada.
—Bien, tú desconfías de la tecnología y yo desconfío de la magia —dijo—. No hacemos buena pareja, nena. Mejor olvídalo.
Keyko ladeó la cabeza y se la quedó mirando.
—Como quieras. Pero ya has visto que soy buena guerrera Probablemente yo sobreviva en los Páramos, pero dudo que se pueda decir lo mismo de ti.
Kim no contestó a la pulla, pero le había dolido. No le gustaba tener que reconocer que aquella niñata le había salvado la vida y la había superado, y sin armas ni implantes de ninguna clase.
Sin embargo, su mentalidad práctica y su instinto de supervivencia le decían a gritos que lo que planteaba la chica era bastante razonable.
—Espera —la llamó cuando ella ya se marchaba—. ¿Estás segura de lo que me propones?
Keyko se volvió de nuevo hacia ella.
—Si realmente llevamos el mismo camino, podríamos ir juntas un trecho —prosiguió Kim de mala gana—. Pero ya te he dicho que yo no confío en la magia, así que mantén tus amuletos y tus hechizos lejos de mí, ¿de acuerdo?
Keyko no dijo nada. Kim se inclinó de nuevo hacia el androide y le dirigió una mirada interrogativa.
—Necesitaré más materiales para reparar la rueda —informó él.
Kim sintió tras ella que Keyko se sobresaltaba al oír la voz del robot, y empezó a dudar que fuera buena idea viajar con ella. No dejaba de ser una salvaje incivilizada, aun en el caso de que fuera cierto que, como decía, jamás había pisado Mannawinard. Se abstuvo de comentar nada y examinó los nuevos apéndices del biobot. Descubrió que estaban hechos con restos de piezas varias, y pudo reconocer en ellos algunos de los componentes de su malograda moto flotante. AD-23674-M los había reelaborado y reconvertido en ruedas, eso lo sabía Kim, pero hasta aquel momento no había visto el resultado de cerca.
—No voy a poder reparar esto —le dijo—. Y no hay más chatarra que puedas reutilizar. Este lugar está completamente muerto.
—Alcánzame la rueda —sugirió el biobot.
Kim cogió la rueda rota y se la alargó, intrigada. Inmediatamente, del pecho del androide surgió una pinza que la atrapó enseguida y la introdujo de nuevo por la trampilla por donde asimilaba materiales. Kim oyó que Keyko reprimía una exclamación de sorpresa, y se dijo que, de no ser por la forma en que luchaba, cualquiera habría pensado que la chica había nacido ayer.
—Espero que puedas rehacerla —murmuró Kim.
Cogió a AD-23674-M y lo guardó de nuevo en la mochila. Se puso en pie y miró a Keyko.
—Aún tenemos un par de horas de luz, antes de que se haga de noche —dijo—. Cuanto antes nos pongamos en marcha, antes llegaremos.
Keyko asintió.
Sin una palabra, las dos echaron a andar y no tardaron en perderse en las neblinas de los Páramos.
La caravana de Duma Errans avanzaba por los Páramos como una larguísima serpiente gris. No era una simple columna de vehículos, ni una hilera de polvorientos carros, ni siquiera un convoy de mercancías.
Duma Errans era una auténtica ciudad en movimiento, donde los edificios, de quince, veinte o veinticinco plantas, bastante bajos en comparación con los gigantes de otras dumas, marchaban por el desierto sobre enormes plataformas de flotación que los mantenían en el aire, a menos de medio metro del suelo. En Duma Errans, al igual que en las otras ciudades urbanitas, las ruedas eran algo completamente arcaico, y absolutamente todos los vehículos levitaban en el aire con el sistema de flotación patentado por la Harvey-Spencer, la mayor de las corporaciones dedicadas al transporte.
Pero el salto se dio cuando a la misma compañía se le ocurrió adaptar su propio sistema a las casas. Enseguida la gente que se dedicaba al comercio y debía atravesar los Páramos regularmente se dio cuenta de la utilidad del nuevo invento: ni los mutantes ni los salvajes se atreverían a atacar a toda una ciudad en marcha y, dado que las habituales turbulencias de la atmósfera impedían el desarrollo de una industria aeronáutica, aquella parecía la mejor solución.
Y así había nacido Duma Errans, la más original de todas las megaciudades. En ella vivían cerca de dos millones de personas, y su caravana ocupaba cinco kilómetros de largo y dos de ancho. Quien viviera en una de las últimas plantas de uno de los edificios flotantes, lejos del suelo, quizá no encontrara mucha diferencia con una ciudad normal; pero lo cierto era que Duma Errans se movía, lenta pero segura, a través de los Páramos, de duma en duma, llegando incluso a las más alejadas, o a las que se alzaban en el borde mismo de Mannawinard, la gran amenaza verde.
Al igual que otras ciudades, Duma Errans también tenía su Centro, con las sucursales de las corporaciones más importantes (la Harvey-Spencer era, naturalmente, la estrella), los lujosos edificios donde vivían los directivos de estas sucursales y una Aguja como la de Duma Findias, pero flotante. Tenía sus zonas de ocio, sus zonas de comercio, su Círculo Medio… y, por supuesto, su Círculo Exterior lleno de gente marginal, mutantes e individuos de dudosa reputación.
Allí había establecido su sede la Hermandad Ojo de la Noche.
El alto individuo vestido de gris, envuelto en una gruesa capa y tocado con una capucha, que recorría sin temor el Círculo Exterior de la ciudad flotante, lo sabía.
Arrullado por el suave murmullo del sistema de flotación de las casas, el hombre avanzaba decidido entre edificios semiderruidos y garitos llenos de gente de mala catadura que lo miraba con desconfianza. Sus ropas eran demasiado nuevas como para ser un habitual de la zona y, sin embargo, sus movimientos ágiles, seguros y enérgicos decían de él que era una persona fuerte y bien entrenada en la lucha.
Pertenecía a la élite, no cabía duda. Pero, incluso con aquella certeza, cualquiera en el Círculo Exterior habría sospechado que no estaba dentro del Ojo de la Noche.
Y solo había que verlo para sospechar también que, probablemente, venía de parte de alguien mucho más poderoso, y no convenía meterse con él.
Quizá por este motivo el desconocido no encontró ningún problema en su recorrido hasta el bar de Pietro, un antro bastante popular, que presentaba un aspecto algo más próspero que el resto de tugurios de la zona.
De un ágil salto, el hombre accedió a la plataforma de flotación y entró en el local.
Era exactamente lo que parecía: un garito ruidoso y apestoso, en el que mercenarios, ladrones y camorristas de todo tipo mataban el tiempo y gastaban el dinero bebiendo, jugando y apostando hasta los implantes de los dedos de los pies.
El recién llegado sonrió con cierta condescendencia, pero no se quitó la capucha, ni siquiera cuando sintió que las miradas de todos los que no estaban borrachos se clavaban en él amenazadoramente. Hasta Pietro, el dueño del local, se acodó sobre la barra y le dirigió una mirada inquisitiva y una torcida sonrisa que no logró embellecer lo más mínimo su rostro deforme y grotesco, producto de una malformación genética, probablemente debida a la radiación.
El desconocido sabía que estaba fuera de lugar, pero no se amilanó. Con la seguridad de quien conocía el lugar como la palma de su mano se dirigió hacia una pequeña puerta al fondo de la sala que resultaba imposible de ver desde la entrada, debido a la densa nube de humo que flotaba en el local.
Inmediatamente, un enorme tipo vestido de negro le cerró el paso. Se cruzó de brazos ante el recién llegado, haciendo resaltar los poderosos músculos de sus brazos, claramente mejorados con implantes, y descubriendo a un costado una pequeña arma de neutrones. Un juguete muy caro, se dijo el intruso, pero no se dejó impresionar. Sabía muy bien dónde se estaba metiendo.
—¿Puede saberse adónde vas? —preguntó el individuo de negro.
El otro era perfectamente consciente de que, a pesar de la aparente distensión que reinaba en el local, la mayor parte de los clientes estaban con una oreja puesta en la conversación. Por eso no levantó la voz cuando dijo:
—Tengo una cita.
Abrió un poco la capa que lo cubría, dejando entrever el pecho de su traje de color gris. A la izquierda resaltaba el logotipo de Nemetech.
El guardia frunció el ceño, pero asintió, y se retiró para dejarlo pasar.
Ninguno de los ocupantes del local llegó a ver aquel distintivo, excepto Pietro, y no hizo ningún comentario, ni la más mínima pregunta, cuando la puerta se cerró tras el desconocido y el cancerbero volvió a ocupar su lugar. Sabía que, aunque tradicionalmente la Seguridad de las grandes empresas no se llevaba precisamente bien con la Hermandad Ojo de la Noche, a menudo, sin embargo, hacía tratos con ellos, cuando se hacía necesario un refuerzo extra en alguna rencilla contra una corporación de la competencia.
Aquel debía de ser un asunto importante, se dijo Pietro. Aunque tratase de pasar por un agente normal, la presencia de aquel hombre imponía de tal modo que no podía ser sino una Sombra. Y Nemetech no enviaba Sombras para ajustar las cuentas en rencillas triviales.
Por encima del humo flotó un instante de expectación e incertidumbre. Pero no sucedió nada, y pronto se olvidó al tipo alto que acababa de entrar. En un rincón un individuo medio borracho liquidó a otro de un disparo por una discusión en el juego, y cerca de la puerta una ladrona salía presurosa con lo que había conseguido sustraer de los bolsillos en aquel momento de confusión. Definitivamente, en el bar de Pietro todo había vuelto a la normalidad.
Cualquiera que traspasara por primera vez la puerta que la Sombra acababa de cruzar se sentiría sorprendido, o cuanto menos algo desconcertado, al descubrir lo que se ocultaba detrás. Ciertamente era un reservado, pero, desde luego, no estaba nada a tono con el resto del local de Pietro. No solamente estaba limpio, sino que, además, pese a tratarse de una planta baja, estaba bastante iluminado, gracias a un amplio ventanal, ahumado por fuera para impedir que se viera desde la calle lo que sucedía en el interior, que se abría al fondo de la estancia. Era una habitación fría, en la que solo había lo imprescindible: una mesa cuadrada, tres o cuatro sillas, una estantería donde se apilaban tarjetas de datos… sobre la mesa descansaba un pequeño ordenador portátil.
La Sombra se detuvo nada más entrar. Más allá había otra puerta, cerrada, y, junto a ella, otros dos mercenarios, un hombre y una mujer, de aspecto tan impresionante como el del que acababa de dejarle entrar.
Sentada en el borde de la mesa, de espaldas a él, observando atentamente a través del ventanal lo que sucedía en el exterior, había otra mujer.
—De modo que te envía Nemetech —dijo ella sin volverse.
—Eso he dicho —dijo la Sombra.
Ella se giró entonces hacia él. Era hermosa, pero de belleza artificial. Llevaba las cejas muy finas y arqueadas y el pelo tintado de un suave color violeta, y se había pintado un complicado dibujo geométrico en la mejilla derecha. Vestía un body negro que dejaba al descubierto un generoso escote y unas largas piernas, realzadas por el alto tacón de unas botas del mismo color, que le llegaban a la rodilla. Aquella mujer, igual que el bar de Pietro, también era exactamente lo que parecía, a juzgar por las armas que llevaba al cinto: una hija de la duma, una muy peligrosa, por cierto.
Frunció el ceño al ver que la Sombra seguía con la cabeza cubierta, lo cual le impedía distinguir sus rasgos. Su voz le resultaba poderosamente familiar, aunque no terminaba de ubicarla, y se preguntó si no habría hecho ya tratos con él en alguna otra ocasión.
—¿Y qué problemas puede tener una megacorporación como para tener que recurrir al Ojo de la Noche, Sombra?
—Lo sabes muy bien, Donna —replicó el otro, nada inquieto por haberse visto descubierto—. Igual que nosotros sabemos que nadie estornuda en la Hermandad sin que tú lo sepas.
Donna esbozó una media sonrisa, halagada, pero estudiando con cautela a su interlocutor. Era cierto; sabía dónde estaba y qué hacía cada uno de los suyos en cada momento, pero nada de lo que estuviera haciendo el Ojo de la Noche entonces podía ser lo bastante importante como para llamar la atención de una Sombra de Nemetech.
—Lo sabes muy bien —repitió el recién llegado—. Esa chica, Kim, trabaja para ti…
Kim. El nombre iluminó la mente de Donna como un relámpago en plena noche. Pero no era posible que la Sombra se refiriese a…
—La otra noche se llevó un androide del complejo de Nemetech —concluyó el hombre.
Donna se esforzó por no parecer demasiado perpleja. Recordaba perfectamente la tarde en que un tipo estrafalario le había encomendado la misión de robar un androide, un biobot, del edificio de almacenamiento de Nemetech. Una petición absurda, dado que la Hermandad se encargaba de robar cosas bastante más importantes… pero habían ofrecido tanto dinero que Donna había decidido enviar a TanSim y a Kim, para asegurarse de que todo salía bien. Aquella rebelde mocosa amenazaba con seguir sus pasos y superarla algún día, Donna lo sabía; pero también sabía que Kim era buena, muy buena. Y por el momento seguía siéndole útil.
El asalto no había salido tal y como esperaban, según le había informado TanSim por el comunicador; pero Kim había huido con el biobot, se había internado en los Páramos y, con suerte, lograría llegar a Duma Errans. Y entonces Donna conseguiría su dinero. Ignoraba por qué TanSim no le había dado más detalles sobre el asalto, pero sospechaba que debía de haber pasado algo entre los dos, una rencilla, una discusión… en cualquier caso, ahora TanSim seguía en Duma Findias, y Kim, perdida cualquiera sabía dónde. No era probable que ella tratase de quedarse con todo el dinero, dado que solo Donna tenía en sus manos el modo de contactar con el cliente.
Eso era lo que había pasado, ni más ni menos. La líder del Ojo de la Noche era incapaz de comprender por qué Nemetech mostraba de pronto tanto interés por un biobot cualquiera, pero, de todas formas, no estaba dispuesta a permitir que la Sombra le aguase el negocio, de modo que contestó fríamente:
—No sé de qué me estás hablando.
—Claro que lo sabes —replicó el otro sin alterarse—. No trates de engañarme, porque conozco los entresijos de la Hermandad tan bien como tú. Puede que no lo recuerdes, pero una vez yo también formé parte de ella…
Donna clavó en él una mirada inquisitiva. Entonces la Sombra se retiró la capucha, y la líder del Ojo de la Noche no pudo reprimir una exclamación de sorpresa.
Aunque no parecía tener más de treinta años, tenía el pelo de color gris, que le enmarcaba en mechones desordenados un rostro moreno, duro, curtido e impenetrable, con una cicatriz en la mejilla. Era atractivo, de rasgos firmes y decididos, pero daba la sensación de ser de piedra.
—¡Tú! —pudo decir Donna finalmente, francamente sorprendida, mientras a su mente acudía todo un aluvión de recuerdos—. Te dábamos por muerto. ¿Cómo diablos…?
El otro sonrió levemente.
—Me sorprendes, Donna. Pensaba que había pasado suficiente tiempo en la Hermandad como para dejar claro que nadie debía subestimar a Duncan el Segador. Muchos cometieron ese error y no vivieron para contarlo.
La mención de aquel nombre provocó un murmullo entre los dos matones que vigilaban la puerta. Donna les dirigió una mirada severa, y ellos volvieron a adoptar una postura marcial inmediatamente. Ella, en el fondo, los comprendía. No hacía ni tres años que Duncan había caído en aquella incursión al LIBT de Nemetech, y ya se había convertido en una leyenda. Donna apretó los puños. ¿Cómo se atrevía a volver de entre los muertos, cuando ella ya había conseguido que la Hermandad siguiera adelante sin él?
Volvió a fijar su mirada en la imponente figura de Duncan el Segador. El emblema de Nemetech en su pecho llamaba poderosamente la atención.
—¿Y eso es un disfraz, o realmente trabajas ahora para Nemetech? —quiso saber.
—Trabajo para Nemetech pero, como habrás podido imaginar, no soy un agente de Seguridad cualquiera.
—Ya lo había supuesto. Conque para Nemetech, precisamente, ¿eh? Vaya, vaya… la vida da muchas vueltas…
—Pagan bien —replicó el Segador, encogiéndose de hombros.
—¿Mejor que yo? No lo creo.
—Te sorprenderías, Donna, si supieras la de dinero que son capaces de mover para conseguir sus objetivos.
Donna intuyó que aquello era una indirecta, así que decidió ir directamente al grano.
—¿Y se puede saber por qué tiene Nemetech tanto interés en un simple biobot?
El Segador sonrió de nuevo, y extrajo una pequeña tarjeta de datos de uno de los bolsillos del pantalón.
—¿Qué es eso? —quiso saber Donna, recelosa.
—Una grabación de las cámaras de seguridad de Nemetech. ¿Puedo? —preguntó, señalando el portátil que había sobre la mesa.
Donna asintió, y la Sombra introdujo la tarjeta en el ordenador. Sus dedos volaron sobre el teclado, y apenas unos segundos más tarde una imagen se perfiló nítidamente en la pantalla.
Donna se acercó para verlo. Era un almacén frío, silencioso, impersonal. No había nadie, pero en las estanterías se alineaban cientos y cientos de bustos de androides biónicos, marca Nova. Donna reprimió un estremecimiento. Ella tenía uno de aquellos en su casa, una especie de criado para todo, y lo encontraba francamente útil. Pero la visión de tantos biobots juntos, todos iguales, como cabezas de muñecos sin vida y con un siniestro parecido a los seres humanos, la sobrecogió.
Miró un momento al Segador, pero este seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido y la vista fija en la pantalla.
—Mira eso —indicó él entonces, y Donna se volvió de nuevo hacia el ordenador.
Entonces Donna descubrió una sombra oscura deslizándose por el almacén, e inmediatamente reconoció el impecable estilo de Kim. La muchacha recorría las estanterías, enfocando con la linterna los números de serie de los biobots. Donna se preguntó, de pronto, por qué la cámara había grabado aquello; ¿acaso TanSim no había desconectado el sistema de seguridad? La líder del Ojo de la Noche suspiró imperceptiblemente. Una auténtica chapuza. El mercenario la iba a oír en cuanto se presentase ante ella.
—Presta atención —dijo el Segador.
Donna se centró en la figura de Kim. La joven se había detenido ante uno de los biobots, y parecía sorprendida.
—Esa es la unidad que ella debía robar —indicó el Segador, aunque Donna ya lo había supuesto.
La Sombra manipuló el zoom de la grabación y Donna pudo ver la escena con más detalle. El biobot había abierto los ojos, y algo en su frente brillaba, un extraño símbolo…
—¡Por todos los…! —exclamó, francamente sorprendida, cuando vio el haz de luz enfocado directamente desde el androide sobre la frente de Kim.
Vio cómo los robots de seguridad rodeaban a Kim, vio cómo ella escapaba con el extraño androide…
La grabación terminó. Duncan el Segador alzó la cabeza para mirar a Donna a los ojos. Ella había palidecido.
—¿Comprendes ahora por qué debemos recuperar ese androide? —dijo Duncan suavemente—. Es una gran amenaza para todos. Si no lo destruimos…
No concluyó la frase, pero no hizo falta. Donna seguía estando absolutamente perpleja. Empezaba a entender muchas cosas.
—Así que, como comprenderás, no me importa cuánto te hayan pagado por robar ese androide, Donna —prosiguió el Segador—. Nemetech pagará el doble, o el triple, si es necesario. Piénsalo bien; es una buena oferta.
—Ya lo he pensado —replicó ella rápidamente—. Pero dime, Duncan. Si era tan importante, ¿por qué lo tenían en el almacén, con los demás?
—Porque era como los demás hasta que tu chica se acercó a él. Pero había alguien que ya sabía lo que ese biobot era capaz de hacer, mucho antes que Nemetech, incluso. ¿Te das cuenta?
Donna evocó de nuevo su encuentro con el individuo que había contratado a la Hermandad para robar el biobot. Duma Errans estaba llena de gente extraña, pero aquel hombre… La mercenaria apretó los puños. Debería haberse olido que no era de fiar.
Alzó la cabeza para mirar a Duncan. Ahora que él trabajaba para Nemetech estaban en bandos contrarios, y aunque ellos contratasen sus servicios en aquel momento, probablemente días más tarde alguna otra corporación requeriría de la Hermandad para atacar Nemetech, y entonces volverían a enfrentarse. Pero en aquel mismo instante tenían una causa común. Donna era lo bastante inteligente como para darse cuenta del significado de lo que había visto en la grabación, y de la gravedad de todo aquel asunto.
—¿Qué podemos hacer?
—Tú ocúpate de recuperar el androide, y Nemetech hará el resto.
—Eso no será difícil —reflexionó Donna—. Kim ha de venir a entrevistarse conmigo.
—¿Y si no lo hace?
Donna no respondió enseguida. Efectivamente, aquella era una posibilidad a tener en cuenta. Conocía a Kim, y sabía que a veces manifestaba cierta tendencia irritantemente imprevisible. No, Donna tendría que asegurarse de que, efectivamente, la díscola adolescente volvía a casa una vez más.
—No te preocupes, Duncan —afirmó la líder del Ojo de la Noche, sonriendo—. Te aseguro que vendrá.