10
BOSQUE AL ACECHO
MANNAWINARD ERA MUCHO MÁS QUE un bosque o una selva. Era mucho más que un mundo natural. Era, por decirlo de algún modo, una explosión de vida. Los árboles, las flores, los animales… todo era gigantesco, como si una gran energía vital lo impregnase todo. El catálogo de especies vivas se había multiplicado sorprendentemente con respecto a los días antiguos; la biología antigua se habría visto desbordada ante semejante aluvión de nuevas especies. Era como si la naturaleza hubiese querido retarse a sí misma y mostrar al mundo todas las maravillas que era capaz de crear.
Mannawinard era mucho más que un bosque o una selva, los salvajes lo sabían. Mannawinard era el renacimiento de la Diosa Madre.
Amanecía cuando Kim, Keyko, Adam, Chris y Semira abandonaron Duma Murías, o lo que quedaba de ella, atravesando una brecha abierta en el Muro Exterior, o lo que quedaba de él. Keyko abría la marcha, enarbolando su cayado, atenta a cualquier sonido sospechoso, avanzando lenta, pero segura, por los escasos espacios que dejaba el bosque. Junto a ella rodaba Adam. Kim los seguía muy de cerca, caminando mecánicamente, y echando frecuentes miradas hacia atrás. La ponía muy nerviosa la idea de abandonar la civilización para adentrarse en aquella selva, pero la consolaba el hecho de que, seguramente, no saldría viva de aquella aventura. Y eso era mejor que acabar convertida en una mutante o, peor aún, darle a Donna la satisfacción de verla muerta. Cada vez que miraba atrás, sin embargo, veía a Chris, que caminaba tras ella con paso tranquilo y sereno, pero alerta, dispuesto a entrar en acción en cuanto fuese necesario. Chris era otro de los motivos por los cuales Kim había aceptado unirse al grupo. Cualquiera que lo mirase a los ojos en aquel momento pensaría que el hacker sería la última persona de quien uno se fiaría, pero Kim se sentía a su lado más segura que junto a Semira o, incluso Keyko, que no dejaba de ser una salvaje en muchos aspectos.
La Ruadh avanzaba en la retaguardia, montada en su dorgo y vigilando muy de cerca a Chris. Una banda de cuero le ceñía la frente, una banda de cuero en la que había fijado la Piedra Rúnica Fehu, que relucía misteriosamente, como si de un mágico tercer ojo se tratara. Ella, sin embargo, no parecía darse cuenta. Parecía claramente disgustada ante el hecho de que el hacker hubiera decidido acompañarlos antes que morir, y seguramente lo consideraba un grave inconveniente en su misión.
Kim respiró hondo y siguió avanzando. Después de la entrevista con el Jefe Senchae, los Ruadh les habían dejado descansar hasta el día siguiente, y Kim había dormido de un tirón, aunque seguía teniendo hambre. No se había atrevido a comer nada de lo que ellos le habían dado, a pesar de que Keyko y Chris no se habían andado con tantos melindres (si bien el hacker había tenido especial cuidado en probar solo aquello de lo que comiera Keyko, pues parecía claro que los Ruadh no iban a envenenar a la elegida de Tara, la Portadora de la Runa de la Luz). Kim suspiró, mientras sentía que la debilidad se iba adueñando de ella poco a poco. Nunca había pensado que moriría de hambre; se dijo que, quizá, sería mejor tratar de escapar, y dejar que Semira la matase de una vez. Pero su orgullo se rebeló contra aquella idea.
Los problemas llegaron cuando apenas llevaban una hora de camino. Keyko, que iba delante, dio el grito de alarma, y vieron que sobre ella había saltado un enorme felino que exhibía unas garras y unos dientes de considerable tamaño. La muchacha quedaba completamente oculta por el inmenso cuerpo de la bestia.
Semira desmontó de un salto, alzó su espada y corrió hacia ella.
—¡Vamos, hay que ayudarla! —les gritó a los urbanitas.
—¿Cómo? —replicó Kim, con sorna—. No tenemos armas: nos habéis desplumado.
Semira le lanzó una mirada de desprecio y les dio la espalda para atacar al animal. Kim miró a Chris. Sus ojos seguían siendo duros y fríos como el hielo, y no parecían expresar la más mínima emoción. Pero sus pies habían comenzado a retroceder lentamente.
Kim comprendió que aquel era el momento que Chris había estado esperando. Si no huía ahora que el límite de la selva estaba relativamente cerca, tal vez ya nunca lograse salir de ella.
Kim le miró, indecisa, preguntándose si debía ir con él. En cualquier caso, tenía que actuar deprisa: estaba claro que él no iba a esperarla.
—¡Eeeiwaz! —gritó entonces Keyko.
Una luz brillante y un rugido de dolor de la bestia llamaron la atención de los urbanitas hacia la pelea que se desarrollaba a unos metros de ellos. Keyko estaba agachada en el suelo, con la túnica desgarrada, y en la posición que solía adoptar para realizar alguna invocación. Acababa de proyectar un potente rayo de energía hacia el felino, que había retrocedido unos pasos con la piel humeante. Semira se lanzó hacia él, espada en alto, pero el animal saltó hacia un lado, y la Ruadh tuvo suerte de lograr apartarse a tiempo de la trayectoria de sus afiladas garras.
Chris dio media vuelta para internarse en la selva y Kim avanzó tras él.
Los dos se detuvieron bruscamente cuando el aullido desesperado del dorgo de Semira se mezcló en el aire con los rugidos de la bestia.
Un gran felino como el que había atacado a Keyko acababa de caer sobre el dorgo. Había hundido sus poderosos colmillos en el cuello del animal, que, con un último espasmo, quedó muerto en el suelo. Semira se volvió un momento hacia él, y, cuando vio lo que había pasado con su dorgo, emitió un leve gemido de rabia y dolor. Sin embargo, no podía entretenerse: Keyko no podría sola contra el otro animal, de modo que dio la espalda al segundo felino y al dorgo caído y se centró en la lucha.
Kim y Chris trataron de pasar junto a él en silencio, pero el animal alzó la cabeza hacia ellos y gruñó, y los urbanitas se detuvieron, observándolo con cautela. El felino los miraba fijamente y, de no ser porque parecía imposible, Kim habría jurado que en sus ojos había un cierto brillo de inteligencia. Chris se agachó muy lentamente, sin dejar de mirar al animal. El instinto de Kim la llevó a olvidarse de sus deseos suicidas, y su mente se puso a buscar frenéticamente un modo de defenderse sin la ayuda de las armas de fuego que le habían quitado los Ruadh.
El felino tensó los músculos, preparándose para saltar sobre ellos. Chris se llevó la mano a la bota.
El animal saltó sobre él.
Chris se movió con la rapidez del rayo. Kim vio que en su mano derecha brillaba un afilado puñal, y observó por un momento la lucha a muerte entre el hombre y la bestia. Lentamente, la mercenaria extendió el brazo hacia el felino y activó su rayo láser.
Un poco más allá, Keyko y Semira seguían luchando contra el primer animal, que ya sangraba por varias heridas. Keyko le disparó una patada voladora cuando el felino se lanzaba sobre ella, y la fuerza del impacto lo lanzó hacia atrás. Allí estaba Semira, esperándolo, con la espada desenvainada.
Momentos después, la bestia no era más que un amasijo de sangre y pelo a los pies de la joven Ruadh.
Las dos se volvieron hacia los urbanitas, y vieron que también ellos se las arreglaban bastante bien. Kim había logrado cegar a su oponente con su rayo láser, y el animal, rugiendo de rabia y dolor, lanzaba zarpazos al aire, tratando de alcanzar a un escurridizo Chris, que se movía a su alrededor, rápido y sigiloso, con el puñal en alto, manchado de sangre. No tardó mucho en acertarle en el corazón.
Los cuatro humanos y el robot se quedaron un momento en silencio, cuando el peligro hubo pasado. Semira corrió junto a su dorgo, solo para comprobar que estaba muerto. Con un nudo en la garganta, la Ruadh acarició su suave pelaje color rojo oscuro y le cerró los ojos. Aquel fiel animal la había acompañado durante innumerables correrías, a través de los Páramos y a través de Mannawinard. Pero ella sabía que tarde o temprano podía suceder aquello. Era la ley de la selva.
Keyko miraba los cuerpos de los magníficos y fieros felinos, ahora yacientes en un charco de sangre.
—Eran hijos de Tara —dijo, tragando saliva.
—Eran hijos de Tara —concedió Semira—, igual que nosotros. Tara no ve con malos ojos que sus hijos luchen entre sí cuando está en juego la supervivencia diaria, porque en eso consiste la vida y el equilibrio de Mannawinard. Pero ninguna especie debe dominar sobre otra, porque eso llevaría a una ruptura del equilibrio natural; si una especie se extiende sobre la Tierra más de lo debido, otras desaparecerán, y será el principio del fin, como sucedió en los días antiguos, cuando la soberbia del hombre le llevó a creer que era la única especie que tenía plenos derechos sobre el planeta. Esa actitud solo les llevaba a la autodestrucción, y todo nuestro mundo habría desaparecido si Tara no hubiese reaccionado para salvarlo.
Se volvió hacia Kim, que la había escuchado con expresión indiferente.
—Entrégame tu arma —le ordenó—. Ese tipo de tecnología no debe entrar en Mannawinard.
Kim reaccionó.
—Tendrás que arrancarme el dedo, salvaje. Es un implante.
Semira se encogió de hombros, alzó su espada y avanzó hacia ella, con la clara intención de hacer lo que había sugerido la mercenaria. Pero Keyko la detuvo, alarmada.
—¡No, Semira! Estoy segura de que eso no es necesario. El Jefe Senchae les permitió a los dos la entrada en Mannawinard, porque forman parte del plan de Tara. La Sacerdotisa Kea decidirá sobre ellos.
Pero Semira ya no la escuchaba. Miraba a su alrededor, con los músculos en tensión y el ceño fruncido, y sus compañeros pronto descubrieron qué era lo que le preocupaba.
Chris se había esfumado.
—¡Rata urbanita! —masculló la guerrera.
Silenciosa como una sombra, desapareció entre los árboles en pos del fugitivo.
Kim, Keyko y Adam se quedaron solos en medio del bosque, junto a los cuerpos de los animales muertos. Kim se apartó con presteza del paso de una criatura carroñera, con un vago parecido a un ratón del tamaño de un gato, que se acercaba a husmear atraído por el olor de la sangre.
No le gustaba aquel lugar.
Ahora que tenía un momento de descanso, consideró sus opciones. Morir devorada por algún animal salvaje tampoco era un destino que le agradase demasiado. Miró a Keyko.
—¿Estás segura de que tu sacerdotisa puede curarme? —le preguntó por primera vez.
—Puede —afirmó ella, rotundamente—. Pero no sé si querrá.
Kim se encogió de hombros.
—De acuerdo, correré el riesgo.
Si las cosas salían bien, tal vez la sacerdotisa la dejase regresar a casa. Y entonces podía buscarse una nueva identidad, hacerse una operación de cirugía plástica, integrarse otra vez en la Hermandad… y vengarse de Donna.
Sonrió. No era tan mal plan, al fin y al cabo. Seguramente, nadie esperaría que volviese con vida de Mannawinard.
Chris avanzaba por la selva, solo, sigiloso como un fantasma. Estaba convencido de que en menos de una hora lograría alcanzar de nuevo Duma Murías; allí trataría de burlar a los salvajes para volver a cualquier duma civilizada. No sabía si lograría sobrevivir a la selva solo, pero estaba dispuesto a correr el riesgo.
De pronto se detuvo, seguro de haber sentido algo, y aguzó el oído. Solo escuchó los sonidos del bosque, nada tranquilizadores, pero que tampoco se salían de lo normal. Frunció el ceño. Su instinto no solía fallarle, y su instinto le decía…
Algo muy frío y afilado le rozó la garganta, y el hacker supo inmediatamente que Semira lo había alcanzado, y que amenazaba con rebanarle el cuello al menor movimiento.
—No te muevas, urbanita, o pronto podremos jugar a hacer rodar tu cabeza por el suelo —se oyó la voz de ella, llena de odio contenido.
—No podrás estar siempre alerta, salvaje —replicó él, con calma—, así que mejor ten cuidado, no vaya a ser tu cabeza la que salga rodando.
—Me subestimas, rata —dijo ella entre dientes.
Echó a andar, obligándolo a que se moviera con ella, de vuelta hacia el lugar donde habían quedado los demás. Chris avanzó unos pasos, aparentemente sumiso; pero entonces, rápido como el pensamiento, atrasó una pierna, la enganchó con la de Semira y le hizo un barrido que dio con ella en el suelo. En apenas una centésima de segundo, Chris se había apoderado de su puñal, y lo alzaba sobre ella, para matarla. Sus ojos se encontraron: los ojos de Semira, grandes y oscuros, todo fuego, no mostraban el menor miedo; los ojos azules de Chris, gélidos, no mostraban la menor emoción.
Chris descargó el puñal sobre ella, rápido, certero, letal; pero de pronto algo le cegó momentáneamente, y la muchacha le dio un empujón, alejándolo de sí, antes de que el cuchillo lograse rozar su piel. El hacker se levantó con presteza, pero algo le quemó en la pierna izquierda y le hizo retroceder; Cuando pudo mirar a Semira, respirando entrecortadamente, ella también jadeaba, pero se había puesto en pie; había recuperado su puñal y lo blandía amenazadoramente. Chris se esforzó por dominar su inquietud. Tenía la pierna herida y estaba convencido de que aquello que le había cegado y quemado no había sido otra cosa que un rayo mágico salido de la Piedra Rúnica que Semira llevaba en la frente.
Chris consideró rápidamente sus opciones, mientras Semira seguía vigilándolo con el puñal en alto y una cierta expresión de perplejidad en el rostro. Parecía claro que ella no tenía ni la menor idea de cómo había sucedido aquello, ni era capaz de controlar el poderoso objeto mágico que portaba. Aun así, Chris se dio cuenta de que no podría enfrentarse a la magia armado solo con la daga que seguía ocultando en el compartimento secreto de su bota. Y, aun en el caso de que lograse escapar de Semira, ahora tenía la pierna herida, y así no iría muy lejos.
—Como ves, no ha sido una buena idea —dijo ella secamente—. No vuelvas a hacerlo. Además, deberías sentirte agradecido.
Chris la miró fríamente.
—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué?
—Porque estoy salvando tu maldito pellejo. Nunca sobrevivirás en Mannawinard solo, y si intentas salir de aquí mi pueblo te encontrará y te matará.
Esa era una idea interesante, se dijo Chris. Semira podría matarlo en aquel mismo momento, y nadie se enteraría. Podría alegar que lo había hecho en defensa propia y, además, ¿a quién podía importarle la vida de un urbanita en aquel lugar maldito?
—¿Por qué quieres conservarme con vida? —preguntó.
Ella vaciló un momento, dudando. Finalmente, confesó, a regañadientes:
—Me lo dice el corazón.
Chris esbozó una sonrisa escéptica, por lo que Semira añadió, frunciendo el ceño:
—El corazón habla el lenguaje de Tara, y ella nunca miente. Pero si tú eres sordo a su voz, yo tendré que actuar en consecuencia, así que la próxima vez te mataré.
Cojeando, y de muy mal humor (cosa que, de todas formas, se guardó mucho de demostrar), Chris avanzó ante Semira, sintiendo el filo de la espada de la Ruadh junto al cuello. El más mínimo movimiento y ella lo mataría; y Chris sabía que no se dejaría engañar dos veces.
No le sorprendió ver que Kim seguía donde la había dejado, pero ella sí pareció desconcertada. Obviamente, no esperaba que Semira lograse atraparlo de nuevo. Chris le devolvió una mirada serena e indiferente, a pesar de que la herida de su pierna presentaba muy mal aspecto.
Keyko se adelantó.
—Puedo curarle la pierna —se ofreció, pero Semira negó con la cabeza—. ¡Pero no puede caminar así! —protestó Keyko.
Semira malinterpretó su preocupación.
—Ya sé que nos retrasará, pero quiero asegurarme de que no intentará escapar otra vez. Ya le curarás más adelante, Portadora, cuando estemos tan lejos de su mundo que ya no se atreva a dar marcha atrás.
Kim se preguntó si llegaría ese momento. Chris también parecía estar pensando lo mismo, porque la mercenaria lo sorprendió echando una mirada calculadora a su pierna herida.
—No llegaré muy lejos así —dijo sin embargo.
Semira le lanzó una mirada socarrona.
—A mí no me engañas, urbanita. Sé que eres más fuerte y cabezota de lo que pareces. Puedes seguir avanzando con la pierna herida, no tengo la menor duda.
Chris no dijo nada, pero le dirigió una mirada sombría.
Semira espantó a los ratones cañoneros, evitando mirar los restos del dorgo, y se inclinó junto al cuerpo del felino que todavía no habían tocado. Extrajo su puñal del cinto y comenzó a desollarlo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Kim, mirándola con asco.
Semira le dirigió una breve mirada.
—¿Quieres cenar esta noche, o no? —le preguntó.
—Me parece que no —repuso la mercenaria, estremeciéndose de repugnancia.
Ella se encogió de hombros.
—Yo sí —dijo solamente.
Cuando Semira hubo cargado su morral con filetes de carne cruda, envueltos en un paquete de grandes hojas de árbol, continuaron la marcha hacia lo más profundo de Mannawinard.
Siguieron adelante durante dos días más. En cada recodo de la selva los sorprendía una nueva amenaza: una colonia de voraces insectos voladores, un terreno cenagoso y traicionero, un enorme reptil de grandes colmillos, serpientes venenosas, plantas carnívoras… Kim tenía la sensación, totalmente irracional, de que el mismo Mannawinard los observaba con mil ojos desde la espesura, y enviaba contra ellos toda clase de peligros para destruirlos.
Keyko y Semira, sin embargo, seguían adelante, imperturbables; de vez en cuando, la Ruadh se detenía a examinar el musgo que crecía a la sombra de los árboles, y asentía para sí misma, pensativa. De alguna manera, aquello la ayudaba a orientarse.
La herida de Chris presentaba cada vez peor aspecto, aunque él procuraba lavársela siempre que encontraban agua limpia. Kim seguía negándose a comer, y su debilidad iba en aumento. Cuando, al anochecer del tercer día, Semira se volvió para mirarlos, se dio cuenta de que no llegarían muy lejos. Los urbanitas le devolvieron la mirada, indiferente la de Chris, desafiante la de Kim. Ninguno de los dos se había quejado en todo el trayecto, y la joven Semira Yi-Mamdar no pudo menos que admirar su coraje.
—Te retrasamos, ¿no es cierto? —preguntó Kim—. ¿Por qué no nos dejas aquí, abandonados a nuestra suerte, para que nos devoren las fieras?
—Porque ha de ser la sacerdotisa Kea quien decida sobre vuestra suerte —repuso Semira suavemente; miró a Keyko y a Adam—. Creo que sería buena idea que acampásemos aquí.
Una hora más tarde, el grupo se hallaba reunido en torno a una acogedora hoguera, dispuesta por Semira con especial cuidado, para que no existiese la posibilidad de que el fuego alcanzase la vegetación que los rodeaba. La joven Ruadh limpiaba sus armas, mientras sus ojos de aguilucho escudriñaban las sombras, y su oído permanecía atento a cualquier sonido que revelase un posible peligro. Junto a ella, Keyko trataba de enseñarle los rudimentos del lenguaje rúnico a Adam; el extraño robot permanecía muy atento a todas sus indicaciones, reteniendo en su memoria todos los nombres, formas y funciones de los símbolos que aparecían dibujados en las piezas rúnicas de su amiga. A su lado, Kim observaba pensativa la carne de lagarto que se asaba sobre el fuego. Le brillaban mucho los ojos, cercados por profundas ojeras, que resaltaban sobre su piel, mucho más pálida de lo habitual.
Semira frunció el ceño y se volvió para mirar al quinto miembro del singular grupo. Chris se había tumbado boca arriba, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, y contemplaba las estrellas que se veían en el pedazo de cielo que dejaban entrever las altas copas de los árboles de Mannawinard. Las arrugas de la frente de Semira se hicieron más profundas. Era extraño aquel urbanita.
Semira nunca había visto un urbanita hasta el ataque a Duma Murías, pero desde niña le habían enseñado a hablar su lengua; siempre había en la tribu dos o tres personas que aprendían aquel idioma, aunque los Ruadh lo considerasen odioso, porque era una forma de conocer mejor al enemigo. El padre de Semira había sido uno de aquellos intérpretes, y la muchacha había aprendido de él. Por eso había tenido que hablar con muchos urbanitas después del ataque a Duma Murías: generalmente era ella quien les transmitía el ultimátum de los guerreros Ruadh: unirse a ellos o morir.
Había desconfiado de Chris la primera vez que lo vio. Semira conocía la selva, y había visto en él la misma actitud de engañosa calma y serena cautela que mostraban depredadores tales como las mismas panteras.
Pero ahora el joven estaba mirando las estrellas. Ninguno de los urbanitas que Semira había visto hacía aquello, ni siquiera la noche anterior a su ejecución en el Fuego Purificador.
Semira se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente, y apartó la vista, confundida. Era guapo aquel urbanita, y la guerrera tuvo que reconocer a regañadientes que ejercía sobre ella una misteriosa fascinación. «Si no fuera un urbanita…», pensó. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Había rechazado a valerosos guerreros de su tribu que valían diez veces más que aquel sucio urbanita. Se volvió de nuevo hacia él, y vio que seguía mirando las estrellas.
—No hay tantas estrellas en el cielo de tu ciudad, ¿verdad, urbanita? —dijo suavemente—. Contempla las maravillas de mi mundo, y verás que no es tan malo como vosotros creéis.
Chris no contestó, ni hizo el menor movimiento.
Kim suspiró, y trató de cambiar de posición, apoyando la espalda en un árbol. Al hacerlo, sus ojos se detuvieron por casualidad en Adam y dio un respingo, sobresaltada.
—¡Eh! ¡Adam ha desarrollado piernas!
Era cierto. El biobot ya no se movía sobre aquellas ruedas todoterreno, sino que había creado unas toscas y cortas piernas con los materiales que había ido procesando a lo largo del viaje.
—Ya me había dado cuenta —repuso Keyko—. ¿Qué problema hay? Creía que formaba parte de su desarrollo normal.
—No, verás: los biobots construyen su propio cuerpo basándose en sus necesidades; y, nos guste o no, el cuerpo humano es poco práctico. Para avanzar por la selva, cualquier otro biobot habría desarrollado varias patas, o ruedas todoterreno… no piernas.
No añadió que jamás había visto un biobot que desarrollase piernas: la inmensa mayoría encontraba infinitamente más práctico moverse sobre un sistema de levitación antigravitatorio.
Keyko se la quedó mirando, pensativa. Entonces, se inclinó hacia ella y le dijo en voz baja:
—Tengo una teoría…
—¿Sobre Adam?
—Sí. Da la sensación de que quiere parecerse a un ser humano: como un niño que imita a sus padres.
—¿Y por qué haría eso?
Keyko bajó aún más la voz:
—Es solo una teoría, pero yo creo que al otorgarle magia le han dado también un alma.
Kim soltó una carcajada.
—No seas niña, Keyko. No existen las almas. Somos organismos biológicos…
Un aviso de Semira cortó aquel inicio de discusión:
—La cena está lista.
Chris se incorporó, con una mueca de dolor, para alcanzar su parte de lagarto asado. Como de costumbre, Kim se quedó mirando cómo los demás daban buena cuenta de la cena.
—Deberías comer algo —opinó Keyko.
Kim negó con la cabeza. Aunque hubiera querido, habría resultado superior a sus fuerzas. Miró a Chris, que comía tranquila y silenciosamente.
—No sé cómo puedes —murmuró.
—Los salvajes comen esto, y no les hace daño —razonó—. Y no creo que ellos sean más fuertes que nosotros, ¿o sí?
Semira le disparó una mirada irritada, pero él no se inmutó. Sin embargo, sus palabras parecieron animar un poco a Kim. Dubitativamente, cogió un trozo de lagarto y lo mordió, torciendo el gesto con repugnancia. Momentos después, lo estaba devorando.
—¿Ves como no era tan terrible? —le dijo Keyko.
Pero Kim se detuvo, de pronto, y miró el pedazo de carne que tenía entre las manos. Palideció, y pareció que le daban arcadas. Se levantó rápidamente y corrió a ocultarse entre la espesura. Segundos después, la oyeron vomitar.
—Es una cuestión de mentalidad —dijo Chris, respondiendo a la muda pregunta de las otras dos chicas—. Para ella, es como si le hiciesen comer excrementos.
—¿Y para ti no? —preguntó Keyko con curiosidad.
Chris sonrió levemente, pero no respondió.
—Al menos se ha atrevido a probarlo —dijo Semira secamente—. Es un comienzo. Puede que, al fin y al cabo, la mercenaria urbanita no muera de hambre en pleno bosque.
Parecía que había hecho un chiste, pero Keyko no lo captó.
—Quiere decir que sería como morirse de hambre rodeado de comida —explicó Chris.
Kim ya volvía. Su rostro tenía un leve matiz verdoso.
—No vais a volver a engatusarme para que coma —amenazó.
—Nadie te ha engatusado —replicó Keyko, molesta—. Simplemente, nos preocupamos por…
Pero calló, de pronto, y se quedó rígida en el sitio, con la mirada perdida. Kim la miró a los ojos, y vio que los tenía vidriosos y desenfocados.
—¡Keyko! ¿Qué te pasa?
La sacudió para que volviese a la realidad, pero Semira la detuvo.
—¡Espera! Alguien está intentando comunicarse con ella.
Kim se volvió hacia ella, dudosa. La Ruadh miraba a Keyko con una mezcla de respeto y temor en sus ojos oscuros.
Era la primera vez que Keyko recibía un mensaje telepático de la Madre Blanca. Se decía que antaño había poseído grandes poderes pero que, debido a su avanzada edad, estos habían menguado considerablemente; ahora rara vez los utilizaba.
Por eso, Keyko no reconoció al principio la voz de la Madre Blanca en aquellas extrañas ideas que habían acudido a ella a lo largo del día. Ideas sobre peligro, sobre guerras, sobre ataques urbanitas. Por eso no lo comprendió del todo hasta que la visión llenó su mente.
Y no fue una información agradable.
La imagen de su templo en las montañas de los Páramos inundó sus pensamientos; en una noche negra como las más terribles pesadillas, un ejército de robots de combate asediaba la casa de las Hijas de Tara. Caos, muerte, destrucción. Aterrada, Keyko vio cómo los robots avanzaban hacia el templo, disparando proyectiles que derribaban todo lo que salía a su paso. Primero cayó la enorme estatua que presidía la entrada, y después fueron ya seres humanos. Las hermanas huían de ellos, gritando, pero los robots las perseguían implacablemente, disparando hasta hacerlas caer. Keyko vio cómo morían una tras otra, horrorizada, impotente, sin poder creerlo. Vio a Rosaura, la más pequeña de las Hijas de Tara, una niña de apenas siete años, llorando, acurrucada contra la pared de roca, mientras un robot se dirigía hacia ella. Vio cómo la Madre Blanca le salía al paso y se colocaba entre Rosaura y la máquina, tratando de proteger a la niña. Pareció que intentaba acumular energía para lanzar un hechizo, pero no tuvo ocasión. El androide de combate se volvió hacia ella; fríamente la seleccionó como objetivo en el punto de mira… y disparó.
El proyectil, pequeño pero letal, le acertó en plena frente; apenas un punto rojo.
La Madre Blanca cayó muerta, en una nube de cabellos blancos, ante el chillido angustiado de la pequeña Rosaura, que fue acallado casi enseguida por un segundo disparo del robot…
La comunicación se cortó.
—¡¡¡¡¡Nooooooooooo…!!!!! —chilló Keyko; su grito de dolor y rabia sacudió la selva de Mannawinard y se alzó hasta las estrellas—. ¡Nooooo…! —repitió, y su voz sonó como un aullido.
—¡Keyko! ¿Qué es lo que pasa?
Sintió que unas manos la agarraban de los brazos, y se debatió, furiosa, tratando de liberarse.
—¡¡Malditos urbanitasü!! —chilló—. ¡¡Os odio, os odio a todos…!!
Estalló en sollozos. Alguien la abrazó, y una voz le dijo:
—Está bien, Keyko. Tranquila, estamos contigo.
Lentamente, Keyko volvió a la realidad. Alzó la cabeza y vio que junto a ella estaba Kim. Su primera reacción fue la de apartarse de ella y mirarla con desconfianza.
—¿Qué pasa? —repitió la mercenaria.
—¿Que qué pasa? —replicó Keyko con voz ronca—. ¿Y tú me lo preguntas, urbanita?
Kim cruzó una mirada con Chris y Semira.
—Portadora, ¿te encuentras bien? —preguntó Semira.
—¡Portadora! —repitió Keyko amargamente—. ¡Yo soy la Hermana Guerrera! ¡Tendría que haber estado allí para defenderlas, maldita sea! ¡Y ni siquiera contaban con la protección de la Runa Sowilo, porque la tengo yo!
Sus palabras terminaron en un gemido angustiado.
—Keyko, ¿de quién estás hablando? —preguntó Kim.
Ella alzó la cabeza y le dirigió una turbia mirada.
—De mi gente. De las Hijas de Tara, mis hermanas del templo, de la Madre Blanca. Los tuyos las han matado a todas, Kim.
Semira lanzó una exclamación consternada, y Kim palideció un poco más, si eso era posible.
—¿Es… estás segura de que no lo has soñado?
—¡No! —aulló Keyko, casi fuera de sí. Kim nunca la había visto así—. ¡Era una visión!
—¿Y estás segura de que eran urbanitas?
Keyko alzó la cabeza para mirarla a los ojos.
—Robots, máquinas, armas de fuego… ¿te resulta familiar?
—Las voces del aire… —murmuró entonces Adam, y todos se volvieron para mirarlo.
—Adam, ahora no es momento… —empezó Kim, pero Chris se inclinó junto al biobot y lo miró fijamente:
—Adam —le dijo—, es muy importante que nos des alguna pista sobre esas… «voces del aire» de las que hablabas. Algo me atacó en la Matriz, algo ha destruido el templo de las montañas, y tú sabes más de lo que crees.
—¿Qué quieres decir? —soltó Kim, estupefacta—. ¿Por qué crees que tiene relación con…?
—Todo tiene relación —cortó Chris secamente; volvió a mirar a Adam.
El biobot se detuvo un momento para buscar en sus programas de memoria y almacenamiento de datos:
—Oigo las voces —dijo por fin—. Dentro de mí. Son más fuertes cuando estamos en una duma, ahora son solo susurros y apenas las entiendo. Pero sé que ellas están en la Matriz, están dentro de todas las cabezas como la mía. Y ahora dicen…
Se interrumpió. Chris frunció el ceño y se acercó aún más a él.
—¿Qué es lo que dicen?
—Duma Murías fue invadida y nosotros devolvemos el golpe —dijo Adam, como si recitara—. La destrucción del templo es parte de una estrategia.
—¿Una estrategia de qué? —preguntó Keyko, apretando los puños.
—Una estrategia de guerra —respondió Semira, sombría—. Las dumas quieren destruir Mannawinard, y han empezado por el objetivo más cercano. Es el comienzo de una gran guerra.
—No una gran guerra, sino la gran guerra —puntualizó Adam—. La última guerra. Acabará cuando ya no quede nadie para seguir luchando.
—¿Todo eso te lo han dicho las… voces del aire? —preguntó Kim—. ¿Y qué son?
—Tengo una teoría al respecto —murmuró Chris.
Semira le dirigió una mirada ceñuda.
—Habla —dijo.
—Bueno, es evidente que Adam no deja de ser un robot de Nemetech, en algunos aspectos. Todos en las dumas sabemos que las actividades de los robots son controladas por las ondas de ultrasonidos procedentes de las Agujas.
Al ver que Keyko y Semira no parecían entenderlo, Kim dijo:
—Son como mensajes telepáticos que se envían a los robots desde unas torres de control situadas en el centro de cada duma. Desde esas torres, o Agujas, se envía una gran cantidad de información, instrucciones de comportamiento…
—¿Y todos los robots están controlados así?
—Bien, no todos. Hay dos grados de control. Los robots que realizan trabajos para la duma sí son enteramente coordinados por los ultrasonidos. Me refiero a, por ejemplo, los robots de Seguridad, los de la limpieza, los funcionarios, los encargados de regular el tráfico… Pero los robots destinados a un uso privado, es decir, los que compra la gente para tener en casa o en la oficina, o los que trabajan dentro de las diferentes empresas… —miró a Chris, como pidiendo ayuda.
—Esos solo reciben energía de la Aguja —explicó él—. Por eso no necesitan baterías, ni enchufarse a la corriente. Imagino que pueden captar algunos de los miles de millones de datos que circulan por el aire, no lo sé…
—Pero cuando yo entré en el almacén de Nemetech —objetó Kim—, los biobots tenían un cable para enchufarlos a la corriente eléctrica. En cambio Adam parecía despierto, y bien despierto.
—Lo sé. —Chris frunció el ceño—. Mira, voy a explicarte el proceso de fabricación de un biobot normal, ya que me enteré de bastantes cosas sobre el tema la última vez que anduve buscando información en la red.
—Dispara, te escucho.
—Los fabricantes de I. As. contemplan varios niveles en estos casos. En el nivel cero, el robot no es más que una carcasa; no tiene ningún programa en la memoria y, por tanto, aunque reciba energía es incapaz de actuar. No puede hacer absolutamente nada, ni hablar, ni moverse, ni procesar datos. En el nivel uno se les introducen los programas básicos: actuación, locomoción, comunicación, autodesarrollo, aprendizaje. Entonces serían capaces de moverse, y de hablar, y de todo lo que hace Adam; pero siguen sin recibir energía, y por eso, mientras no estén enchufados a la corriente, continúan estando como muertos. En el nivel dos se les mete en la memoria el programa de recepción, gracias al cual ya son capaces de captar la información y la energía procedentes de la Aguja; por tanto, la introducción de ese programa en el interior de su sistema supone su «despertar», de alguna manera. El nivel tres completa al robot con una serie de programas periféricos; y el nivel cuatro es el de los especialistas, es decir: programas sobre biología, medicina, fisiología y demás para robots enfermeros, programas de mecánica para robots operarios…
—Vale, vale —cortó Kim—. ¿En qué nivel estaba Adam cuando lo robé?
—Supongo que en un nivel uno, igual que todos los demás del almacén. Al hacerle lo que le hicieron esos dos magos, de alguna manera le aportaron un… un suministro de energía permanente. Por eso despertó antes que los otros, y por eso ahora no necesita las ondas de la Aguja para moverse y actuar.
»Pero, si nadie le introdujo el programa de recepción, porque tú lo robaste antes de que alcanzase el nivel dos, ¿por qué puede saber todo eso de las voces del aire?
—¿Quieres decir que esas «voces» proceden de las Agujas?
—Parece lógico, ¿no? ¿Qué otra cosa escuchan los robots, que va por el aire, sino las instrucciones que proceden de la Aguja?
—¿Y quién dicta esas instrucciones? —preguntó Keyko, ceñuda.
—Nadie. Todo lo hace un ordenador central.
—Bueno, eso no es exactamente así —dijo Kim—. Las decisiones extraordinarias se toman en el Consejo Tecnológico, ¿o no?
Pero Chris seguía con el ceño fruncido, pensando.
—No, no, hay algo que no me encaja.
—¿El qué?
—Kim, si todos sabemos que desde la Aguja se manejan tantos datos… ¿por qué nunca he sido capaz de encontrar sus archivos en la Red? Y, es más, ¿por qué nunca se me ha ocurrido buscarlos?
—La única conclusión que yo he sacado de esto —interrumpió Keyko, molesta—. Es que ese… Consejo Tecnológico… es decir, el gobierno de los urbanitas… ha ordenado a los robots destruir mi templo y asesinar a mis hermanas y a la Madre Blanca. No me habéis dicho nada nuevo, ¿sabéis?
—El inicio de una guerra —dijo Semira, ceñuda—. Lo que temíamos y esperábamos. Los urbanitas han atacado a traición… La sacerdotisa Kea debe enterarse de esto cuanto antes.
Chris la miró con seriedad y adelantó su pierna herida. Semira le devolvió la mirada. Sus ojos oscuros parecieron dulcificarse un poco.
—Está bien, creo que va siendo hora de que camines un poco más deprisa, rata urbanita —se limitó a decir.
—Keyko no está ahora como para ponerse a hacer magia —protestó Kim, mirando a su amiga, que se había quedado cabizbaja y muy afligida.
—No, está bien —repuso ella—. Siempre me sienta bien invocar la magia de Tara.
Se levantó y se acercó a Chris, que se remangó el pantalón, dejando al descubierto una enorme quemadura de feo aspecto. Keyko se inclinó junto a él y lo miró un momento. El hacker se apartó de los ojos un mechón de cabello castaño claro y le devolvió una mirada fría.
—Está bien —dijo Keyko—. Allá vamos.
Kim se acercó un poco, con curiosidad. Keyko había colocado las manos sobre la herida de Chris, sin llegar a rozarle la piel. Cerró los ojos y frunció el ceño, en señal de concentración. Entonces, de pronto, pareció que se relajaba; se estremeció entera y una leve sonrisa curvó sus labios. Sus manos comenzaron a emitir un suave resplandor verde rojizo, y sus labios dejaron escapar una suave y extraña melodía que parecía sobrehumana.
Chris entornó los ojos, pero no dejó de observar cada gesto de Keyko.
—Haaaagalaaaz… —canturreó ella, trazando con dedo la forma de la runa de la curación sobre la piel herida del hacker.
Volvió a unir las manos, y entre ellas apareció un símbolo brillante,
que descendió sobre la herida de Chris. El joven cerró los ojos un momento, mientras su piel se regeneraba instantáneamente.
Kim observaba la escena con gesto pensativo.
Momentos después, Chris se levantaba de un salto. En su piel apenas quedaba una cicatriz que indicaba que una vez había estado casi completamente carbonizada.
—En cuanto salga el sol, reanudaremos la marcha —dijo Semira; miró a los urbanitas con expresión severa—. Y esta vez no quiero excusas, ¿de acuerdo?
Kim no se sentía con fuerzas para replicar. Miró a Keyko, y le sorprendió ver en ella una expresión de calma, tranquilidad y confianza.
—Invocando la magia a través del lenguaje de las runas —explicó Keyko, al advertir su mirada— entramos en contacto directo con el espíritu de Tara. Entonces descubrimos que todos somos parte de un todo.
—¿Y eso te hace sentir mejor? —preguntó Kim, dudosa.
—Mucho mejor —respondió ella, con una amplia sonrisa—. Es mejor saber que nunca estaré sola en el mundo que creer que he perdido a mi única familia para siempre.
Kim suspiró con pesar. Ella se sentía bastante sola en el mundo, y después de todo lo que había visto no la reconfortaba nada saberse parte de él.
—Si a ti te sirve…
Ella le dirigió una intensa mirada, llena de fe.
—Me sirve. Y espero que algún día te sirva a ti también.
Kim no replicó. Se acurrucó junto al fuego, aún sintiendo el estómago revuelto, y trató de dormir. Pronto se sumergió en un sueño inquieto y poco reparador.
Al día siguiente, nada más salir el sol, Semira los despertó y continuaron la marcha en silencio.
Siguieron su viaje a través de la selva, abriéndose paso entre la maleza, durante varios días más. Kim perdió la noción del tiempo.
Avanzaba casi a trompicones, cada vez más débil, y estuvo a punto de ser devorada alguna vez por algún depredador que saltaba hacia ella desde la espesura. En todas aquellas ocasiones, sus compañeros respondieron por ella, y le salvaron la vida, hasta que Kim reaccionó y se sintió capaz de aferrarse a la vida, por lo menos durante un tiempo más. Una noche, por fin, lentamente, logró comer algo de carne. Y así, comiendo un poco cada vez, todo lo que su estómago era capaz de soportar, fue, poco a poco, recuperando fuerzas.
La armonía no era algo que reinase en el grupo pero, por lo menos, habían dejado de discutir. Se limitaban a seguir adelante, peleando juntos por su vida cuando era necesario, pero apenas hablaban. El humor de Keyko, por otro lado, empeoró. La calma que había producido en ella la invocación de la runa de la curación pronto la abandonó, y la chica no podía dejar de recordar lo que había visto la noche en que las tropas urbanitas habían destruido su templo y matado a sus Hermanas y a la Madre Blanca.
Ninguno de los miembros del grupo detectó en ningún momento a la sombra que les seguía a través del bosque, furtiva y silenciosa como un espectro.
Un día, Kim descubrió que Adam se había esfumado.
Eso no la preocupó mucho. El biobot mostraba una curiosidad insaciable por todo lo que le rodeaba (Kim lo atribuía al hecho de que solo le habían instalado los programas básicos, y, por tanto, su memoria estaba bastante vacía de datos), y a menudo se adelantaba a explorar por su cuenta. Era poco probable que se perdiera, dado que era un robot, y retenía en su memoria todos los detalles de los sitios por donde pasaba, pero Kim temía que en alguna ocasión un encuentro desagradable le impidiera volver.
Semira le dirigió una mirada ceñuda.
—¿El ser artificial ha vuelto a perderse?
—Él nunca se pierde —gruñó Kim.
Oyeron algo parecido a un silbido electrónico un poco más allá.
—Parece que ha encontrado algo —comentó Chris.
Semira suspiró con impaciencia, y se desvió del camino que llevaban para ir en busca del biobot. Kim, Keyko y Chris la siguieron.
Llegaron a un claro en el medio de un bosque; en él se alzaba una cabaña solitaria, y los cuatro se detuvieron, sorprendidos y recelosos. No habían encontrado a un solo ser humano a lo largo de su viaje por Mannawinard, y no sabían si el dueño de la cabaña era amistoso o no. Chris y Kim cruzaron una mirada significativa, mientras Keyko alzaba su bastón, y Semira sacaba una flecha del carcaj y tensaba la cuerda de su arco.
Se acercaron en silencio, lentamente. Solo se oían los típicos sonidos del bosque. No parecía haber nadie en el interior de la tosca cabaña.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —se oyó desde dentro.
Los cuatro dieron un respingo. Adam salió de la cabaña, caminando sobre sus cortas piernas, balanceándose a un lado y a otro.
—¡Adam! —susurró Kim, irritada—. ¿Qué estás haciendo?
—He encontrado una casa, pero parece que está deshabitada…
Semira se había acercado con cautela a la cabaña y examinaba unas plantas que colgaban encima de la puerta.
—No está deshabitada —susurró—. Estas plantas han sido cogidas hace poco. Y… —palideció—. ¡Vaya! Su dueño no es un cualquiera.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Kim, frunciendo el ceño, y echando de menos, una vez más, una buena pistola de neutrones.
—Esto es muérdago, la planta sagrada de los druidas.
—¿Druidas? —repitió Chris—. ¿Quieres decir, como los que convirtieron a Adam en un mago?
—Mejor vámonos de aquí —sugirió Kim, y dio media vuelta, pero Keyko la retuvo por el brazo.
—¡Espera!
Kim se desasió, molesta, y volvió a colocarse bien las vendas, que ya casi se le caían a pedazos.
—Hemos venido a buscar al druida que está detrás de los poderes de Adam, Kim —razonó Keyko—. Tal vez el que vive aquí pueda darnos alguna pista.
—O tal vez pueda freímos con un rayo de fuego. Ahora en serio, vámonos de aquí.
—¿Por qué? —preguntó Adam—. La puerta estaba abierta.
—Tienes razón, criatura híbrida —dijo de pronto una voz, una voz femenina; todos miraron a su alrededor, pero no vieron a nadie—. La puerta estaba abierta porque os estaba esperando. De hecho, llevo varios días esperando, y habéis tenido el mal gusto de aparecer cuando en realidad ya no os esperaba.
Una mujer pelirroja de unos treinta años, no muy alta, vestida con una túnica verde y adornada con multitud de amuletos y abalorios se materializó junto a ellos, como salida de la nada. Kim y Chris saltaron hacia atrás, sobresaltados. Keyko y Semira adoptaron una postura defensiva.
Entonces, Keyko exclamó:
—¡Tú! Yo te he visto antes…
—En el vídeo de Nemetech —dijo Chris, lanzando una mirada penetrante a la recién llegada—. Tú y el viejo habéis…
La mujer sonrió, divertida:
—¿Otorgado el don de la magia a un ser artificial? —lo ayudó—. No estuvo mal, ¿verdad? Nos esmeramos mucho. Me llamo Moira MacRoi, druidesa de profesión; y el «viejo» a quien tan amablemente se ha referido este jovencito es Gaernon MacRoi, mi padre, otro druida.
Ni los cuatro jóvenes ni el biobot dijeron nada al principio. Era cierto que andaban buscando a los druidas, pero hacía tiempo que habían perdido la esperanza de encontrarlos. Mannawinard era inmenso, y pronto la propia Semira había decidido encaminarse directamente hacia el templo de Tara, porque suponía que sería mucho más fácil de encontrar que una pareja de magos imprevisibles.
Moira los miró sonriente, sin perder aquel gesto divertido en su expresión. Los urbanitas seguían lanzándole miradas recelosas, y Keyko y Semira no sabían muy bien qué hacer. Por fin, esta recuperó parte de su aplomo, y se adelantó para decir, con solemnidad:
—Druidesa Moira, es un honor. Me llamo Semira Yi-Mamdar, y me envía el pueblo de los Ruadh para…
—Lo sé, lo sé —cortó Moira, con un gesto despreocupado—. No pongáis esas caras, chicos. Responderemos a todas las preguntas que tengáis, si conocemos la respuesta, claro. Pero antes he de conduciros a la aldea donde vive mi padre. Él os aclarará muchas cosas.
Chris retrocedió un paso y le dirigió una fría mirada.
—No vamos a ir a ninguna parte —le advirtió con calma—. Primero necesitamos saber…
—Silencio —lo atajó Semira—. No conoces el poder de la magia. Yo he oído hablar de Gaernon MacRoi y su estirpe.
Moira seguía exhibiendo su amplia sonrisa. Miró a Chris, pero no parecía enfadada, ni siquiera molesta ante su actitud desconfiada.
—Así me gusta —dijo—. ¿Preparados entonces para el viaje?
Kim respiró hondo. Ya estaba cansada de viajar. No había dejado de hacerlo desde aquel fatídico día en que había entrado en Nemetech para robar un simple biobot.
—Yo no puedo ir —dijo Keyko, sombría—. Tengo una misión muy urgente que cumplir.
Moira le dirigió una sonrisa tranquilizadora.
—Lo sé. En realidad conozco más detalles que tú acerca de esa misión; de hecho, yo también estoy incluida en ella. Pero la casa de mi padre no es un camino divergente: es una etapa más en el tuyo.
La druidesa inspiraba confianza, y en realidad los cuatro estaban demasiado cansados como para discutir. Añorando más que nunca su antigua vida como mercenaria, Kim dijo:
—Chris y yo somos urbanitas. No nos recibirán bien en una aldea de salvajes.
Moira movió la cabeza.
—Tenéis una idea equivocada de la hospitalidad de Mannawinard —dijo—. En la aldea se os dará de comer y de beber, podréis lavaros y dormir en camas limpias.
Keyko y Semira cruzaron una mirada, y Keyko asintió rápidamente. Las promesas de Moira resultaban tentadoras. La druidesa sonrió de nuevo, y Keyko pensó que no conocía a nadie capaz de sonreír tanto y tan a menudo como ella.
—Muy bien —dijo Moira—. En marcha, pues.
Unió sus manos, como solía hacerlo Keyko a la hora de invocar una runa, y cerró los ojos para concentrarse. Pronto la hipnótica melodía mágica llenó el claro; cantada por Moira parecía aún más enigmática y fascinante que cuando la entonaba Keyko, y cuando por fin invocó a las runas, de sus labios no salió solo una palabra, sino varias:
—Aaansuuuz… —salmodió—. Raaaido… Eiwaaaz… Naaaudhiz… Geeebooo… Ooothalaaz…
A medida que iba pronunciando los nombres de las runas, una brillante red de símbolos iba apareciendo entre sus manos:
Kim, que hasta entonces se había visto sumida en una especie de extraño trance, reaccionó por fin:
—¿Qué…? ¡No! ¡No dijiste que ibas a usar magia! ¡Páralo!
Demasiado tarde. Moira pronunció la última runa y de entre sus manos brotó un torbellino que los envolvió y les hizo cerrar los ojos… Kim sintió que algo extraño invadía el ambiente, algo que la envolvía en un cálido abrazo, algo que hacía que se le erizase la piel, algo que no podía describirse…
Aún oyeron la voz, medio burlona, medio disculpándose, de la druidesa de Mannawinard:
—¡Soy una hechicera! ¡Yo no sé viajar de otra forma!
Horas después, otra persona llegó a la cabaña de Moira. Venía siguiendo una pista y descubrió, desconcertado, que las huellas se acababan allí. Pero la choza estaba vacía.
El rastreador gruñó, furioso consigo mismo por haber dejado escapar a su presa, y juró que la alcanzaría, aunque tuviese que escudriñar toda la selva para lograrlo.