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CIELOS DE ACERO

SE ENFUNDÓ LOS GUANTES NEGROS, pensativa, y miró hacia arriba, tan arriba como podían alcanzar sus ojos. El enorme edificio de la sucursal de Probellum se alzaba hasta el infinito y se perdía en el cielo nocturno.

La muchacha suspiró casi imperceptiblemente y flexionó un brazo, sintiendo los músculos bajo la piel. Asintió, satisfecha, y procedió a doblar el otro brazo y a mover un poco las piernas, solo para asegurarse de que no estaba entumecida de tanto esperar. Necesitaba que todo su cuerpo estuviese en perfectas condiciones aquella noche.

Apoyó la espalda en la pared y miró a su alrededor. Aquella amplia avenida del centro de Duma Findias estaba casi vacía. Apenas unas horas antes bullía de actividad, repleta de jóvenes que estaban de juerga. Ahora, después de que los robots vigilantes hubiesen dado el toque de queda, apenas sí quedaba algún rezagado borracho, arrastrándose hacia la zona residencial.

Kim los había observado gritar, reír, hacer ruido y divertirse entre las luces de neón. Sabía que nunca sería como ellos, pero no los envidiaba. Llevaba aquella vida por elección propia. Una vez, tiempo atrás, ella también había vivido en el Centro.

—Una jaula de oro —murmuró para sí misma.

De pronto se le puso la piel de gallina y sintió que alguien se deslizaba hacia ella, entre las sombras. Aguzó el oído, un oído extraordinario, mejorado biotecnológicamente para escuchar hasta el más leve soplo de brisa, y percibió unos pasos que se acercaban.

Fue visto y no visto. Con un movimiento de pantera se separó de la pared, sacó su arma y apuntó a la oscuridad.

—No des un paso más —advirtió, con voz fría y acerada.

—Kim, soy yo.

Kim no apartó la pistola hasta que vio emerger de las sombras a un hombre fornido y musculoso, con el cráneo rasurado, también vestido de negro.

—TanSim —murmuró ella entonces, de mal humor—. ¿Se puede saber por qué llegas tan tarde?

—Hay un cambio de planes.

Kim lo miró, intrigada y suspicaz. TanSim sonrió.

—Olvídate de Probellum, pequeña. Esta noche va a caer un pez más gordo.

Kim sintió inmediatamente en sus venas el veneno de la excitación por el peligro, el riesgo y la aventura. Probellum era la megacorporación más avanzada en armamento y sistemas de defensa, y su sucursal de Duma Findias era un auténtico fortín. La muchacha llevaba semanas preparando aquel asalto; pero, si TanSim tenía razón y sus superiores les habían encargado algo más difícil…

Ladeó la cabeza y miró a su compañero, exigiendo una explicación.

—Nemetech —dijo él, con una amplia sonrisa.

Kim respiró hondo. Nemetech tenía su sede central en Duma Findias, y era prácticamente la dueña y señora de la ciudad. Nemetech no tenía un edificio de ciento cincuenta plantas, como Probellum. Nemetech iba mucho más allá: sus instalaciones de Duma Findias estaban constituidas por todo un complejo de edificios enormes y altísimos, una ciudad dentro de la ciudad.

Pese a ello, solo había dos cosas interesantes que robar en Nemetech: prototipos e información.

Kim sonrió. La mejor forma de robar información era contar con los servicios de un hacker; y la chica solo conocía a uno lo suficientemente bueno como para poder entrar en los archivos virtuales de Nemetech. Ese uno no pertenecía a la Hermandad, y Kim sabía positivamente que no se molestaría en escuchar a alguien como TanSim.

Por tanto, solo quedaba una posibilidad: robar prototipos del LIBT, Laboratorio de Investigación Biotecnológica, de Nemetech.

Kim alzó la cabeza para mirar a su compañero.

—No voy a entrar ahí contigo, TanSim —le advirtió.

El mercenario le dedicó una amplia sonrisa.

—¿Por qué no, pequeña? ¿Tienes miedo?

—Soy prudente —replicó ella—. No es que dude de tu talento, amigo mío, pero reconoce que el LIBT de Nemetech es algo que excede tus capacidades.

TanSim hizo una mueca de desprecio.

—Todavía te acuerdas de aquello, ¿eh? Admítelo, pequeña: Duncan el Segador está muerto, y no va a volver solo porque tú lo eches de menos.

—No lo echo de menos —replicó Kim secamente—. Pero era el mejor mercenario de la Hermandad, mejor que tú y que yo, y que Donna, lo sabes. Era el mejor y cayó allí dentro. Es como para pensárselo, ¿no crees?

—Depende de cuánto paguen.

Kim no respondió. Sabía que algún día haría una incursión en el LIBT de Nemetech, sabía que saldría con vida. Pero todavía no estaba preparada. En el fondo, pese a lo que quisiera hacer creer a sus compañeros, aún sentía una punzada de dolor al evocar a Duncan, el mejor mercenario de todas las dumas, su maestro, su amigo.

—No sufras, pequeña —añadió TanSim—. No vamos a entrar en el LIBT, o, al menos, no esta noche.

Kim lo miró, intrigada. TanSim sonrió de nuevo.

El pequeño robot rastreador se detuvo junto al muro de seguridad. Una luz roja parpadeó en la parte superior de su armazón; bip-bip, hizo el robot suavemente. Sus sensores habían detectado algo extraño en un rincón en sombras, así que procedió a iniciar el activado del mecanismo que daría el aviso a los guardias de seguridad.

Nunca llegó a hacerlo. Un pequeño rayo láser salió de las sombras y fundió sus circuitos de orientación en apenas unas centésimas de segundo.

El robot emitió un agudo pitido y salió rodando a toda velocidad, humeando, alejándose de allí y perdiéndose en la oscuridad.

Sobrevino un silencio. Entonces, lentamente, una sombra se deslizó junto a la pared, una sombra ágil, rápida, silenciosa y letal.

El intruso miró a su alrededor. No se veía al robot rastreador por ningún lado, y los vigilantes, según sus informes, no tenían que aparecer por aquel sector hasta dos minutos después.

Dos minutos. Eso bastaría.

Alzó la cabeza para mirar a lo alto del enorme edificio que tenía frente a sí. Como la mayoría de rascacielos del Centro, sus últimos pisos rozaban las oscuras nubes, del color del acero, que siempre cubrían Duma Findias. El incursor sonrió para sí mismo bajo el pasamontañas negro y activó con solo desearlo su mecanismo de visión nocturna. Apenas se oyó un leve zumbido: bzzzzzzz, y alrededor de sus ojos azules aparecieron dos cercos metálicos que, a la manera de unos anteojos, crecieron directamente desde su piel para formar unos prismáticos. Cuando la lente se cerró ante sus pupilas, el intruso volvió a mirar hacia arriba. Otro zumbido, bzzzzzz, y el zoom de los pequeños prismáticos enfocó a una de las ventanas.

El intruso estudió la ventana con atención, calibrando todas las posibilidades. Una voz metálica sonó desde el intercomunicador colocado cerca de su oído.

—¿Lo tienes, Cuña?

—Lo tengo, Trueno —respondió el intruso en un susurro; su voz quedó ligeramente ahogada por la tela del pasamontañas—. Piso cuarenta y ocho. Doble cristal de seguridad. Pan comido.

—He desactivado la alarma, Cuña. El resto es cosa tuya. ¿Podrás alcanzarlo?

—Es un juego de niños.

El incursor cortó la comunicación y miró a su alrededor. Se oían pasos un poco más allá, de modo que decidió apresurarse. Volvió a centrar su mirada en la ventana del piso cuarenta y ocho. Bzzzz, volvió a zumbar el aparato.

—Objetivo centrado —sonó una voz cibernética, tan leve que solo el intruso pudo oírla—. Coordenadas fijadas.

—Sistema de propulsión —murmuró él, en respuesta.

Sintió enseguida que las suelas de sus botas se recalentaban.

—Sistema de propulsión activado —replicó la voz cibernética.

El intruso hizo que sus pequeños prismáticos volvieran a retraerse hasta quedar ocultos de nuevo bajo la piel, como si jamás hubiesen estado allí. Volvió la cabeza hacia una esquina y oyó perfectamente cómo los pasos se acercaban…

—Bien, allá vamos —murmuró.

Las suelas de sus botas emitían un tenue resplandor azulado. Se oyó un leve sonido, zziiiiipp, y, súbitamente, salió impulsado hacia arriba, como un cohete, pero sin hacer el menor ruido…

Se detuvo frente a la ventana que había estado estudiando momentos antes. Se quedó un momento así, flotando en el aire, mientras dos guardias de seguridad pasaban justo por el lugar donde había estado, cuarenta y ocho pisos más abajo. Colocó entonces las palmas de las manos contra el cristal, cubiertas por guantes negros, y quedó inmediatamente fijado a él. El resplandor de las suelas de las botas desapareció. El desconocido adelantó entonces los pies, y las puntas de sus botas se adhirieron también a la ventana. Se quedó un instante inmóvil, como una enorme araña negra, y entonces, lentamente, separó una de las manos y extendió el dedo índice hacia el cristal.

Zzzzzz… inmediatamente, de la punta del dedo emergió un pequeño rayo láser de color rojo.

El intruso no tuvo que esperar mucho tiempo. Apenas unos minutos después, el láser había fundido parte del cristal, haciendo un agujero lo bastante grande como para que pudiera entrar por él.

Así lo hizo. Su cuerpo era ágil, esbelto y elástico. En cuanto puso los pies dentro del edificio se ocultó en un rincón en sombras en la pared y escuchó.

Nada. Ni un solo ruido.

—Trueno, estoy dentro —susurró por el intercomunicador—. Esto parece estar desierto.

—No deberías encontrar ningún problema —le respondió la voz cerca de su oído—. Es solo un edificio de almacenamiento. Lo que buscamos está un poco más allá, en el ala tres…

El intruso cortó súbitamente la comunicación al oír un pequeño zumbido que venía del fondo del pasillo. Contuvo el aliento mientras un robot achatado y lleno de luces azules pasaba ante él moviendo en el aire un montón de pinzas. Se detuvo un momento en el pasillo, emitió un leve pitido, extendió un apéndice hacia el rincón donde se ocultaba el extraño…

Se oyó otro zumbido. El robot se limitó a aspirar el polvo y siguió su camino.

—Cuña, ¿qué pasa?

—No es nada —respondió el intruso por el intercomunicador—. Los de la limpieza. Y ahora, ¿qué?

—El almacén está a tu derecha. La cuarta puerta después de la segunda intersección.

—Oído, Trueno. Voy para allá.

El intruso volvió a cerrar la comunicación y se deslizó, sigiloso como la noche, en la dirección indicada.

No tardó mucho en llegar. Una gruesa puerta metálica le cerraba el paso, y se inclinó para examinar el panel de control.

—Trueno, ¿ya tienes los códigos? —susurró por el intercomunicador.

—Dame un minuto, ¿quieres? Si solo…

El intruso se apartó un poco y extendió el dedo hacia el panel con un suspiro exasperado. En apenas unas décimas de segundo su rayo láser había fundido los circuitos y la puerta se abría sin ruido ante él.

—¡Eh! —protestó la voz del intercomunicador—. Te dije que…

—Aprende a ser más rápido, pequeño —replicó el otro con sorna.

Entró en el almacén con precaución, pero enseguida se dio cuenta de que no había nadie allí. Ni siquiera había detectores de calor o sensores de movimiento, y daba por sentado que su compañero habría desactivado las cámaras de seguridad.

El intruso se quitó el pasamontañas, dejando al descubierto una corta melena rubia y un rostro femenino y juvenil, pero duro como el acero.

—Basura —gruñó Kim, decepcionada—. ¿Qué es lo que buscamos aquí? No puede ser nada importante.

—¿Te lo repito otra vez, Cuña? —la voz de TanSim sonaba burlona por el intercomunicador—. Un biobot, pequeña. Un simple y vulgar biobot.

Kim movió la cabeza con un suspiro.

—Absurdo —dijo—. Bueno, veamos qué hay por aquí.

Encendió la linterna y paseó la luz por el almacén.

Aquella visión la sobrecogió. Estantes y estantes recubrían las paredes desde el suelo hasta el techo; en ellos se alineaban cientos y cientos de bustos con forma humana, todos iguales, todos fríos, rígidos y sin vida.

Androides biónicos.

—Trueno, hay miles —susurró Kim, irritada—. ¿No sirve uno cualquiera?

—Ya sabes que no —replicó la voz de TanSim por el intercomunicador—. El cliente manda. Y el cliente ha dicho: androide biónico marca Nova, número de serie AD-23674-M. Y no otro.

Kim suspiró de nuevo y se acercó a las estanterías, para ir revisando, uno por uno, el número de serie, sin terminar de comprender muy bien qué estaban haciendo allí.

Como mercenaria de la Hermandad Ojo de la Noche, la asociación de ladrones y asesinos más poderosa de todas las dumas, Kim estaba considerada parte de la élite de aquel oficio. A sus diecisiete años era una de los mejores, y lo sabía. No en vano había dedicado parte de su vida a entrenarse, a aprender a moverse por toda clase de ambientes, a colarse en cualquier lugar, por vigilado que estuviera. No en vano había gastado tiempo y dinero mejorando su cuerpo con implantes subcutáneos que la hacían más rápida, más ágil y, sobre todo, más fuerte. Aquello era una práctica habitual entre los mercenarios, y Kim podía enorgullecerse de tener un cuerpo casi de acero, altamente preparado para el combate. En el Ojo de la Noche eran perfectamente conscientes de sus capacidades y, por ello, solo le encargaban las misiones más importantes o más difíciles.

Y aquella situación no encajaba muy bien con el perfil de los trabajos a los que ella estaba acostumbrada.

Androides biónicos. Biobots, como se los conocía familiarmente. La joya de Nemetech.

Mientras recorría el almacén en busca del androide AD-23674-M, Kim siguió pensando en Nemetech, una gigantesca empresa dedicada a la investigación en las tecnologías más avanzadas. Al principio se había limitado a la fabricación de robots, pero, como solía suceder en un mundo en que la política de empresa consistía en crecer hasta aplastar a la corporación de al lado, Nemetech pronto había extendido sus tentáculos hacia otros campos, y había empezado a realizar experimentos genéticos y biotecnológicos en sus laboratorios secretos. Esto le había permitido lanzar al mercado los biobots, los androides biónicos, que al salir de la fábrica no eran más que un busto humanoide, cabeza, cuello y hombros, pero que tenían la capacidad de asimilar y procesar materiales para construirse sus propios cuerpos adaptándose a las circunstancias. Los biobots fueron pronto muy populares, y Nemetech desbancó a casi toda la competencia en inteligencia artificial. Actualmente, Nemetech fabricaba la mayoría de los modelos de las dumas, y sus biobots estaban por todas partes.

Por todas partes. En las calles, en las casas, en los establecimientos, incluso se habían hecho imprescindibles para las empresas de la competencia. Eran abundantes y baratos.

¿Por qué querría alguien robar uno del mismo almacén de Nemetech?

Kim se encogió de hombros y decidió no pensar más en el asunto. Le pagaban para que realizara un trabajo, no para que hiciera preguntas.

Finalmente, encontró la estantería de las unidades de serie AD, y respiró hondo, satisfecha. No terminaba de encontrarse cómoda en aquel lugar, con tantos biobots aguardando, silenciosos, en interminables filas contra la pared. Solo a Nemetech se le ocurría fabricar robots con forma humanoide. Kim, personalmente, lo encontraba de muy mal gusto.

—¿Cuña? —La voz de TanSim por el transmisor casi logró sobresaltarla—. ¿Lo tienes ya?

Kim esbozó una sonrisa. Tampoco a él parecía gustarle aquella misión tan extraña, y eso que no había tenido que entrar en el edificio; su papel en la incursión se limitaba a desbaratar los circuitos de cámaras y alarmas desde fuera.

El haz de su linterna siguió recorriendo la fila de biobots nuevos, relucientes, con la memoria todavía vacía de datos, con el aspecto de muñecos fríos y muertos. AD-23670-M, AD-23671-M, AD-23672-M, AD-23673-M…

Kim se detuvo. Enfocó a la unidad que tenía ante ella y leyó el número de serie grabado en el hombro de aquel biobot: AD-23674-M.

—Te encontré, amiguito —murmuró.

Súbitamente, el biobot abrió los ojos y la miró.

Kim se sobresaltó, y casi dejó caer la linterna. Con el corazón latiéndole con fuerza, furiosa ante aquel incidente, alargó la mano hacia el cable de alimentación para desconectarlo. Tiró del cable, que cedió sin necesidad de presión. Kim se quedó con el enchufe en la mano, consternada, sin terminar de comprender qué estaba pasando allí. El androide seguía mirándola, y no había estado conectado en ningún momento.

—Cuña, ¿qué es lo que pasa? —preguntó TanSim por el intercomunicador.

Kim no contestó. Sus ojos estaban fijos en los ojos de aquel biobot, que se habían iluminado con un leve resplandor azulado que parpadeaba misteriosamente en la oscuridad.

De pronto apareció en su frente una marca luminosa muy extraña, un símbolo que Kim no había visto nunca:

—¿Qué demonios…? —empezó ella, sorprendida, pero no pudo continuar. Un haz de luz surgió de la marca de la frente del biobot hasta conectar con su propia frente. Por un breve instante, aquel extraño símbolo apareció también sobre la piel de Kim.

Y, de pronto, todo se desvaneció. La luz, la marca, el brillo de los ojos del androide.

Kim se palpó la frente, desconcertada, sin entender qué era lo que estaba pasando.

—¡Intrusa, tira las armas! ¡Estás rodeada!

Kim se volvió de un salto. Se encendieron las luces del almacén y vio que, efectivamente, estaba rodeada. Un nutrido grupo de robots de seguridad de Nemetech le cerraba el paso, apuntándole con pequeñas armas láser y mostrando un aspecto poco dispuesto a una conversación amistosa. «¿De dónde habrán salido tantos?», se preguntó la mercenaria, desconcertada.

No había tiempo para preguntas. Kim agarró el busto del biobot sin contemplaciones.

—¡Elevación! —gritó.

Todo sucedió tan deprisa que los robots de seguridad apenas tuvieron tiempo de reaccionar. El sistema de propulsión de las botas de la muchacha se activó y ella salió impulsada hacia arriba… hacia el techo del almacén.

Los robots dispararon. Ella también disparó… pero hacia arriba. Un proyectil pequeño pero potente, que abrió un agujero en el techo de forma casi instantánea.

En medio de una lluvia de disparos, Kim se coló por el boquete del techo.

Aterrizó suavemente en el suelo de un pasillo de la planta cuarenta y nueve, y miró a su alrededor. No había nadie, por el momento. Al fondo había una ventana.

Kim respiró hondo. La misión se estaba complicando, y no acertaba a comprender por qué. Dejando de lado el hecho de que aquel biobot hacía cosas muy raras, ¿de dónde habían salido tantos robots de seguridad, y cómo diablos habían logrado llegar hasta allí tan deprisa?

«Rapidez, silencio y discreción», recordó Kim. Aquellas habían sido las órdenes de sus superiores con respecto a aquella misión. «Lo siento, Donna», se dijo. «Tengo que salir de aquí como sea, y no me importa el ruido que haga».

Guardó el busto del biobot, que emitió una especie de quejido, en una pequeña mochila negra que llevaba a la espalda. Se incorporó, tensó los músculos y echó a correr hacia la ventana. Su cuerpo se movía con la rapidez, la fuerza y la precisión de una máquina, pero también con la elegancia y la agilidad de una gacela.

Una voz proveniente de su espalda casi la sobresaltó:

—¡Eeeeehhhh! ¿Qué pasa? ¿Adónde me llevas tan deprisa?

Kim se relajó un tanto, pero no dejó de correr. Ahora empezaba a comprender o, al menos, eso creía. Aquel biobot no acababa de salir de la fábrica. Seguramente llevaba un tiempo rodando por las dumas, lo habrían robado y vendido a Nemetech. Y ahora su dueño trataba de recuperarlo. No había otra explicación.

En tal caso, ¿por qué el robot seguía teniendo solamente el cuerpo base? ¿Por qué no había desarrollado aún ruedas, pinzas o algo que se le pareciese?

—¡¡Eeeeeehhhhh! —protestó de nuevo el androide desde su mochila.

—¡Cierra la boca! —gruñó Kim.

Se detuvo bruscamente cuando algo le cerró el paso hacia la ventana. Una figura humana, alta, oscura, que se movía con movimientos ágiles, seguros y letales.

Kim supo inmediatamente qué era aquello.

Exactamente lo que parecía: una Sombra.

Dentro de la Seguridad de cada empresa, una especie de cuerpo de policía particular, existía un grupo de agentes especializados que se ocupaban del trabajo sucio, que generalmente tenía que ver con rencillas entre diferentes corporaciones. Eran los mejores, y aunque su puesto suponía estar dentro de la élite de Seguridad, eran un grupo secreto, y por eso los llamaban las Sombras. Eran sigilosos, hábiles y, sobre todo, discretos. A veces, sin embargo, necesitaban contratar los servicios de algún mercenario para no comprometer el «buen» nombre de la corporación para la que trabajaban. Por eso en el Ojo de la Noche los conocían muy bien. A menudo trabajaban con ellos, pero también a menudo luchaban contra ellos, dependiendo de la misión, y del cliente que los hubiera contratado en aquel momento.

Kim adoptó una posición de combate y preparó sus armas, sin apartar la vista de aquel hombre que se interponía entre ella y la salida. Una Sombra, el peor obstáculo con el que un mercenario podía topar a lo largo de una incursión en una corporación como Nemetech.

No necesitaba volverse para saber que ya no podía escapar por donde acababa de entrar: los robots de seguridad comenzaban a entrar por el agujero abierto en el techo del almacén. Estaba atrapada.

La Sombra disparó. Kim sintió que su cuerpo, mejorado biotecnológicamente, reaccionaba casi de forma automática y se echaba hacia un lado. Inmediatamente, la chica contraatacó.

La Sombra esquivó su disparo con facilidad. Kim bajó la cabeza y, aprovechando el momento, arremetió contra él.

Apenas unos segundos más tarde la Sombra yacía en el suelo, y Kim se esforzaba en fundir con su láser el cristal de seguridad de la ventana.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —insistía el robot desde la mochila.

Kim no se molestó en contestar.

Saltó por la ventana justo cuando la Sombra se levantaba de nuevo y los robots de seguridad se lanzaban hacia ella.

Kim sintió el viento sacudiendo su corta melena rubia y azotándole el rostro. Eran cuarenta y nueve pisos y estaba cayendo a toda velocidad, pero no se amilanó.

—¡¡¡Eeeeeehhhh! —chillaba el biobot.

Kim, sin inmutarse, activó los propulsores de sus botas apenas unas décimas de segundo antes de estrellarse contra el suelo. Aterrizó suavemente, sin ruido, al pie del edificio de almacenamiento de Nemetech.

Miró hacia arriba. La Sombra también se arrojaba temerariamente al vacío, tras ella, y Kim supo que no era la única que se había provisto de calzado con sistema de propulsión.

No perdió tiempo. Se deslizó hasta un rincón oscuro y activó el intercomunicador:

—¡Trueno, tenemos problemas!

Esperó, pero TanSim no contestó.

De pronto, todo se iluminó, y el agudo pitido de una alarma resonó por todas las instalaciones de Nemetech.

—Mierda —murmuró la mercenaria.

La Sombra acababa de aterrizar en el suelo. La estaba buscando, y Kim sabía que no tardaría en encontrarla. Multitud de guardias humanos y de robots de seguridad estaban acudiendo al lugar de los hechos.

—¡Trueno, maldita sea, contesta! —insistió Kim, desesperada.

Silencio.

También el androide estaba extrañamente callado, pero Kim lo agradeció. Miró a su alrededor en busca de una vía de escape… y la vio.

Motos flotantes que los guardias acababan de dejar, un poco más allá, para acudir a la llamada de la alarma.

Se deslizó hacia allí, pegada a la pared, sin hacer el menor ruido. Los robots rastreadores estaban cerca, y los guardias humanos los seguían. A la Sombra no se la veía por ninguna parte, y Kim sabía que aquello no era buena señal.

Lentamente, poco a poco, fue acercándose hasta las motos… Disparó contra un guardia y montó en una de ellas.

Súbitamente la Sombra surgió ante ella, cortándole el paso, apuntándole con su arma. Kim se sobresaltó, oprimió el botón de encendido casi con violencia…

Momentos más tarde salía disparada de allí.

El vehículo era de calidad, observó Kim, complacida. Flotaba en el aire sin hacer ruido y volaba a una velocidad de vértigo. Los controles eran fáciles de manejar y el ordenador parecía estar en buenas condiciones.

Kim por el momento no activó el piloto automático. Mientras volaba a través de las calles del complejo de Nemetech, flotando a un metro por encima del suelo, miró hacia atrás.

Vio que la perseguían. Guardias humanos, montados en motos como la suya. Robots sobre plataformas de deslizamiento. Y la Sombra, que se había apropiado de un vehículo monoplaza.

Kim respiró hondo. Iba a ser una persecución bastante movida, sobre todo porque, sin la guía de TanSim, no tenía muy claro por dónde se salía de allí.

Estaba acostumbrada a situaciones como aquella, de modo que no se preocupó demasiado. Era una excelente piloto. Podía esquivar perfectamente a los guardias de seguridad, e incluso a los robots. Pero la Sombra…

Se volvió para disparar a sus perseguidores. Acertó a dos vehículos.

Inmediatamente una lluvia de disparos cayó sobre ella, y la muchacha se apresuró a girar bruscamente para adentrarse en un oscuro callejón. Al fondo vio el muro que separaba las instalaciones de Nemetech del resto de los edificios del Centro de Duma Findias.

—Hoy es mi día de suerte —murmuró.

Elevó más el vehículo y saltó por encima de la pared.

Respiró hondo. Estaba libre.

Volvió a intentar contactar con TanSim por el intercomunicador, pero, de nuevo, no hubo respuesta. Se preguntó si no lo habrían capturado. Tal vez estuviese preso, o incluso muerto.

Oyó entonces un zumbido tras ella, y se volvió para mirar.

Se le congeló la sangre en las venas.

La Seguridad de Nemetech no había cejado en su persecución. Los androides, los guardias y la Sombra seguían allí, tras ella; y Kim se alegró enseguida de no haber aminorado la velocidad al salir del complejo de Nemetech. Pisó a fondo el acelerador y se preguntó, por enésima vez, por qué una megacorporación que producía miles de biobots al año concedía tanta importancia a la pérdida de uno solo.

Tras un nuevo vistazo hacia atrás, Kim se dio cuenta de que no había tiempo para preguntas. Tenía que escapar, como fuera.

Atravesó como un rayo las amplias y elegantes avenidas, bordeadas de árboles artificiales, del Centro de Duma Findias, el lugar donde vivían los ricos, es decir, los directivos de las megacorporaciones que decidían los destinos de las dumas. Zigzagueó con su vehículo para esquivar los disparos, se internó por calles laterales, pero pronto se dio cuenta de que tenía que salir del Centro, o la alcanzarían: en aquellas grandes avenidas no había lugares donde esconderse.

A toda velocidad alcanzó el muro que separaba el Centro del Círculo Medio de Duma Findias y lo saltó, como había hecho con la pared exterior del complejo de Nemetech. Una rápida mirada atrás le informó de que no había logrado despistar a sus perseguidores.

Se internó por las calles del llamado Círculo Medio, compuesto por bloques y bloques de viviendas familiares, todas iguales. Allí vivían los empleados de las corporaciones que todos los días entraban en el Centro para trabajar. Eran gente normal, de clase media, que, sin embargo, compartían el lema de las empresas para las que trabajaban: «Llegar más alto, llegar más lejos, llegar antes».

A veces, aquel lema trataba de cumplirse a cualquier precio.

Kim sabía que en el Círculo Medio había mucha gente honrada, pero también sabía que existían otros muchos cuyo único sueño consistía en ascender de categoría, ascender y ascender, hasta poder vivir en el Centro, con la élite de la ciudad. Aquella filosofía de la competitividad terminaba alcanzando a todo aquel que trabajase en una gran empresa.

Desgraciadamente, no había muchas alternativas. O trabajabas para una gran empresa, o estabas fuera de la sociedad.

Kim sonrió amargamente, a su pesar, mientras su vehículo cruzaba el Círculo Medio a la velocidad del rayo. La Seguridad de Nemetech seguía persiguiéndola, y la joven supo que solo tenía una oportunidad: llegar hasta el Círculo Exterior.

Viró violentamente para desviarse por una de las calles laterales justo cuando dos plataformas deslizantes conducidas por androides de seguridad se le echaban encima. Volvió a girarse para disparar. Acertó a uno de los robots, que cayó del vehículo con un brusco chisporroteo.

La persecución continuó durante un buen rato, hasta que Kim miró al frente y sonrió. Ante sí tenía el muro más alto y grueso de la ciudad, aquel que separaba el Círculo Medio del Círculo Exterior.

No tardó mucho en pasar por encima de él.

Sintiéndose como en casa, atravesó velozmente aquel sector de la ciudad, compuesto por calles oscuras y sucias y casas semiderruidas. Se volvió para comprobar, satisfecha, que, como había imaginado, ninguno de los guardias humanos se había atrevido a seguirla hasta allí.

El innombrable Círculo Exterior era un hervidero de gente marginal: ladrones, mercenarios, prostitutas y asesinos que convivían con la cara más oscura de las dumas y su sociedad tecnológica: criaturas extrañas que tiempo atrás fueron humanas: afectados por la contaminación, por la radiación, cobayas anónimos de complicados experimentos genéticos… todos ellos agrupados bajo el nombre genérico de «mutantes».

Kim los había visto, los veía todos los días en aquel lugar. Pero sabía también que en las dumas solo se quedaban los más fuertes, los que tenían valor para seguir mirando a la cara a los hombres que todavía eran normales, y que se esforzaban en no mirar hacia cualquier otra parte cuando los veían. Los demás habían huido tiempo atrás.

El Círculo Exterior era la prueba del final que le aguardaba a la sociedad de las dumas. Los deformes aumentaban día tras día, y el Círculo Exterior se ampliaba… se ampliaba… Pese a que desde el Centro se había tratado de hacer limpieza más de una vez, y se había expulsado a muchos mutantes a los Páramos, cada día eran más… y causaban más conflictos…

Kim lo sabía, pero no le importaba. No era su problema.

Entre los cuchitriles que esta «gente» denominaba casas había garitos, locales de ocio e impresionantes vertederos que acumulaban cientos de miles de toneladas de desperdicios que constituían una de las principales fuentes de suministros para las distintas sub-razas mutantes y extrañas tribus que habían convertido la supervivencia diaria en su principal objetivo.

El Círculo Exterior era un mundo de violencia y pesadilla, donde solo sobrevivían los más fuertes, los más listos o los más rápidos. Era la otra cara de una sociedad que seguía ignorando el hecho de que los privilegiados eran cada vez menos, y los desesperados cada vez más.

Y sobre aquel amasijo de brutalidad gobernaba con mano de hierro la Hermandad Ojo de la Noche. Eran mercenarios, sí, y se movían por el Círculo Exterior con total libertad, pero eran la aristocracia de los ladrones. Algunos de ellos habrían podido, por ingresos anuales, vivir cómodamente en el Centro, pero les atraía precisamente el peligro, la aventura y la ilegalidad…

Kim contempló, una vez más, su desolado mundo. Odiaba las megacorporaciones, y para alguien que no quisiera trabajar para Nemetech, Protegen, Probellum o alguna de las grandes, el Círculo Exterior era la única alternativa posible. A pesar de ello, tenía que admitir que la mayoría de las veces los clientes de la Hermandad no eran otros que las propias megacorporaciones, que los contrataban para atacar a otras megacorporaciones, en un ciclo sin fin.

Como miembro del Ojo de la Noche, Kim vivía de una forma desahogada, casi lujosa, pese al lugar donde había fijado su residencia. Dudó un momento antes de dirigir la moto volante hacia su casa, y volvió a mirar hacia atrás.

Vio entonces un destello metálico entre los ruinosos edificios, y comprendió enseguida que alguien la seguía todavía.

Se sintió desconcertada pero, sobre todo, bastante furiosa. Aquel era su mundo, era su hogar, y los de las corporaciones no tenían ningún derecho a seguirla hasta allí por un maldito robot.

Pisó el acelerador a fondo otra vez y se internó en el laberíntico trazado de las calles del Círculo Exterior, que conocía como la palma de su mano. Torció a derecha e izquierda, escogió las rutas más oscuras, los callejones más estrechos, los pasajes más desconocidos. Cuando estaba segura de que había despistado a su perseguidor, detuvo el vehículo y miró hacia atrás. No parecía que hubiera nadie. Suspiró, cansada, y se frotó la sien derecha. Llevaba un rato doliéndole la cabeza.

—¿Dónde estamos? —preguntó una voz chillona desde su mochila.

Kim se sobresaltó ligeramente. Había olvidado al dichoso biobot. Acarició por un momento la tentadora idea de dejarlo abandonado en un vertedero, para que los mendigos lo destrozaran y vendieran sus piezas a los traficantes de suministros electrónicos, pero luego recordó que TanSim había dicho que el cliente pagaría una sustanciosa suma por él. Aquel montón de cables valía una fortuna, y ya había tenido bastantes problemas por su culpa como para quedarse sin recompensa.

—Hermana —susurró una voz desde las sombras.

Kim se volvió, desconfiada. Una criatura que se tapaba con una manta harapienta extendía hacia ella una mano escamosa. Sus ojos rojizos brillaban en la semioscuridad.

—¿Qué es lo que quieres?

—Un tipo anda buscándote, y te encontrará si no te marchas de aquí —dijo el mutante.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo hemos visto en el garito del Rojo. Preguntaba por ti. Era una Sombra de Nemetech.

Kim se quedó helada. ¡La Sombra la había seguido hasta allí! Sin una palabra, lanzó un montón de créditos hacia la criatura, que los cogió anhelante. La mayoría de los desesperados del Círculo Exterior estaban deseosos de congraciarse con los miembros de la Hermandad Ojo de la Noche, pero a Kim le gustaba agradecer los servicios y, además, era lo suficientemente buena en su trabajo como para no tener que preocuparse demasiado por el dinero. Se despidió del mutante con un gesto y volvió a poner en marcha su vehículo.

Si una Sombra la andaba buscando, era de esperar que tarde o temprano la encontraría.

Cuando una misión salía mal, o no del todo bien, los mercenarios tenían orden de ir a informar en persona a Donna, la líder de la Hermandad. Pero en aquellos momentos, Donna se encontraba en la sede central del Ojo de la Noche, en Duma Errans. Kim suspiró. No le quedaba más remedio que acudir allí para exigir explicaciones, ayuda y, por supuesto, la recompensa. Y, teniendo en cuenta la situación en la que se encontraba, no podía esperar a que la ciudad-caravana pasase de nuevo por Duma Findias: debía salir a su encuentro. Aquella era una decisión arriesgada, pero Kim estaba convencida de que, dadas las circunstancias, era mucho más arriesgado quedarse donde estaba.

Volvió a pisar el acelerador y dirigió el vehículo hacia el Muro Exterior que separaba Duma Findias de los Páramos.

En cuanto salió a una calle más amplia sintió otra vez un zumbido tras ella. Se giró de nuevo y vio que volvía a tener a la Sombra pegada a sus talones, siguiéndola, ocultándose tras las esquinas y los contenedores de desperdicios.

Se le heló la sangre en las venas. El garito del Rojo estaba al otro lado del Círculo Exterior. ¿Cómo había llegado la Sombra hasta allí tan rápidamente?

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —preguntó el biobot, frustrado, desde el interior de la mochila.

Por primera vez, Kim despegó los labios para contestarle.

—Pasa que nos han tendido una trampa, amiguito —murmuró, sin apartar la mirada del lugar desde donde la espiaba la Sombra—. ¡Agárrate!

Pisó el acelerador a fondo. El vehículo flotante emitió un potente zumbido y salió disparado.

—¡¡¡¡¡¡Eeeeeee​hhhhhh!!!!! —chilló el biobot.

Kim sintió algo parecido a un júbilo salvaje cuando el viento volvió a sacudirle el pelo rubio y a azotarle la cara. Supo, sin necesidad de darse la vuelta, que el agente de Nemetech había salido de su escondite y la perseguía. Oyó los disparos tratando de alcanzarla, e intentó acelerar la máquina.

Casi lo consiguió. De pronto, la voz cibernética del ordenador del vehículo le dijo amablemente:

—Se le informa de que está llegando al Muro Exterior. El vehículo va a dar media vuelta.

—¿Qué? —soltó Kim, estupefacta.

—El vehículo va a dar media vuelta —repitió la voz, y la moto redujo la velocidad.

—¡Ni se te ocurra! —Kim esquivó un disparo y comenzó a teclear desesperadamente sobre la consola de control, preguntándose cuándo demonios había puesto ella el piloto automático—. ¡Cambio a manual!

El vehículo seguía aminorando la velocidad, y Kim empezó a pensar que tenía problemas. La Sombra estaba a punto de darle alcance, seguía disparándole, y al ordenador de la moto parecían habérsele fundido un par de circuitos. Encima, el dolor de cabeza persistía y, por su fuera poco, el biobot seguía chillando desde la mochila:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Lo cual no contribuía precisamente a mejorar el estado de ánimo de Kim. Por fin logró desactivar el piloto automático y volvió a pisar el acelerador a fondo. Se volvió un momento y vio que la Sombra también forzaba su vehículo al máximo.

Miró de nuevo hacia el frente, justo a tiempo para darse cuenta de que estaba a punto de estrellarse contra el Muro Exterior. Maniobró desesperadamente y, en el último momento, consiguió que la moto se elevase en vertical.

Saltó el muro a una velocidad endiablada. Oyó una explosión, y supo que la Sombra no había logrado desviarse a tiempo. Sin embargo, conocía suficientemente bien a aquellos agentes como para saber que eran los mejores; muchos de ellos también estaban mejorados con implantes subcutáneos que los hacían más ágiles y fuertes. Seguramente, la Sombra había logrado saltar de la moto a tiempo.

Kim respiró hondo. Miró hacia atrás y vio Duma Findias, la enorme ciudad cuyos edificios más altos rozaban las nubes, un bastión solitario en medio de una tierra de nadie. Por encima de los rascacielos del Centro destacaba una construcción alta y esbelta que, debido a su forma, era popularmente conocida como la Aguja.

La muchacha alzó la cabeza. Frente a ella se extendían los amplios, sombríos y nebulosos Páramos, zonas casi deshabitadas, zonas incluso más desoladoras que el Círculo Exterior.

Kim suspiró. Iba a ser un largo, largo viaje hasta Duma Errans.