Capítulo 9

SI Fabien iba a negarle cualquier oportunidad de tener una vida propia —la que por derecho debería haberle pertenecido—, entonces tomaría lo que pudiera, experimentaría cuanto pudiese durante el camino.

El camino hacia la perdición.

A pesar de su desafiante postura. Helena se sentía embargada por las dudas, atormentada por el remordimiento. Por la sensación de que, al estar tramando robar a Sebastian al tiempo que se solazaba con él —y lo que ella le diera a cambio no importaba—, estaba cometiendo un pecado atroz.

Debía encontrar la daga cuanto antes. Y luego marcharse.

La casa reposaba en silencio, aun cuando sólo eran las once. Al deslizarse fuera de su habitación, oyó en alguna parte un reloj que daba la hora. Había considerado la posibilidad de esperar hasta después de las doce, pero para entonces todas las lámparas se habrían apagado. La mayoría ya lo estaban, pero todavía ardían las suficientes para distinguir el camino.

La casa era enorme y todavía demasiado desconocida para arriesgarse a andar a ciegas en plena oscuridad. Y tenía la absoluta certeza de que Sebastian —el único al que temía encontrarse— estaría despierto hasta altas horas. Con toda probabilidad en su estudio, examinando algunos documentos. Así lo deseó con fervor.

Una daga ampulosa de valor nada despreciable… ¿dónde la guardaría?

No, en ninguna de las habitaciones que había visto hasta entonces.

Louis tampoco la había localizado. Ni él ni la comadreja que le hacía de sirviente tenían la menor idea de dónde estaba. Si por la ayuda de Louis fuera…

Al llegar a la galería, dobló en la dirección que había visto tomar a Sebastian al ir a cambiarse para la cena. Dudaba que fuera a guardar un objeto así en su dormitorio, pero sus aposentos incluirían un cuarto privado donde seguramente guardaba sus objetos más valiosos, las cosas que tuvieran significado para él.

No sabía si la daga figuraba en esa categoría, pero, dadas las costumbres de los hombres poderosos, suponía que era posible. Fabien no había mencionado cómo había llegado a manos de Sebastian una reliquia de la familia Mordaunt. Louis tampoco lo sabía. A Helena le hubiera gustado saberlo. Por lo demás, saber en qué medida valoraba Sebastian la daga le habría ayudado en su búsqueda, además de permitirle calibrar cuánto tendría que correr una vez que la encontrara.

Localizar los aposentos de Sebastian no fue difícil. La opulencia de los tapices, muebles y jarrones le indicó que había tomado el pasillo correcto; el escudo de armas labrado en roble macizo en la doble puerta del final, se lo confirmó.

Ni por debajo de la puerta doble ni de la sencilla situada a la derecha del pasillo se filtraba luz alguna. Las damas a la izquierda, los caballeros a la derecha; rezó para que los ingleses siguieran esta misma convención. Conteniendo la respiración, abrió la puerta sencilla con cuidado. La hoja se abrió sin ruido y ella se asomó al interior.

La luz de la luna se derramaba a través de las ventanas sin cortinas, iluminando una gran sala, amueblada con lujo, aunque inconfundiblemente masculina.

Estaba vacía.

Entró sigilosamente y cerró con cuidado. Volvió a examinar la habitación, hasta que vio lo que deseaba ver. Una vitrina con trofeos. Cruzó la habitación, se paró delante y examinó todos los objetos. Una fusta con mango de plata, una copa tallada, una placa de oro con alguna inscripción y otros objetos, cintas, condecoraciones, pero ninguna daga.

Echó una mirada circular y puso manos a la obra, comprobando las mesillas y las mesas de pared, investigando en todos los cajones. Llegó al escritorio, miró por encima, dudó y luego probó con los cajones. Ninguno estaba cerrado; ninguno contenía daga alguna.

Peste! —Se enderezó, y echó una ojeada en derredor por última vez…

Entonces reparó en que, lo que había tomado por un reloj cubierto con un fanal, situado encima de un pedestal junto a una ventana, desde aquel ángulo más revelador no resultaba en absoluto un reloj.

Atravesó presurosa la distancia que la separaba del pedestal, aminorando el paso al acercarse. El objeto que descansaba bajo la campana de cristal no era una daga. Era…

Se acercó más y miró con ojos escrutadores.

La luz plateada parecía dorada al incidir sobre las delgadas hojas de un ramito de muérdago seco. Había visto aquel ramito antes. Conocía el árbol en que había crecido. Recordó con absoluta nitidez la noche en que había sido arrancado y colocado en el bolsillo de Sebastian.

Una parte de su mente se burló; ¿cómo podía estar segura de que era el mismo? ¡Qué absurdo! Y sin embargo…

«Nunca me olvidé de usted».

Las palabras que le había dicho Sebastian hacía dos noches. Si estaba dispuesta a creer lo que sus ojos le demostraban, entonces le había dicho la verdad. Lo cual significaba que el duque bien podía haber tenido intención de casarse con ella desde el principio. Tal como había proclamado.

Tocó con los dedos el cristal frío y se quedó mirando las delgadas hojas, las finas ramitas, mientras en su interior algo subía, manaba, se derramaba…

A medida que los velos se levantaban y ella veía la verdad, saboreó su dolorosa dulzura. Y se dio cuenta, total y definitivamente, de todo lo que perdería por salvar a Ariele.

El grave tañido de un reloj la sobresaltó. Otros relojes, repartidos por toda la casa, hicieron eco al primero. Helena parpadeó y dio un paso atrás. Estaba tentando a la suerte.

Con una última y prolongada mirada al ramito de muérdago, que yacía bajo el cristal conservado para siempre, volvió hacia la puerta.

Llegó a su dormitorio sin incidentes, pero el corazón le latía con fuerza. Se deslizó dentro y cerró la puerta; entonces, se detuvo a un palmo de la hoja, esperando que su pulso se tranquilizara.

Respiró hondo y se adentró en la habitación…

Sebastian estaba sentado en una butaca junto a la chimenea, observándola.

Helena se detuvo, paralizada por la sorpresa.

El duque se levantó, lánguidamente elegante, y cruzó la mullida alfombra hacia ella.

—He estado esperando, mignonne. A usted.

Los ojos de Helena se agrandaron cuando Sebastian se detuvo delante de ella. Se aferró a su sorpresa.

—No… no lo esperaba.

Un eufemismo. Se esforzó por no mirar las dos cartas que había dejado plegadas en el tocador.

Sebastian le cubrió la mano con sus largos dedos.

—La avisé.

«Hasta más tarde». Recordó las palabras, recordó el tono.

Según parecía ya era más tarde.

—Pero…

Sebastian se limitó a estudiarle la cara, a observar y esperar. Helena tragó saliva e hizo un gesto vago hacia la puerta.

—He ido a dar una vuelta. —La voz sonó trémula; se obligó a sonreír, mostrando su nerviosismo. Disimuló la causa—. Su casa es tan grande, y a oscuras… resulta un poco desconcertante. —Hizo un leve encogimiento de hombros; el corazón le latía aceleradamente. Dejó resbalar la mirada hasta los labios de Sebastian. Se acordó del muérdago—. No podía dormir.

Los labios del duque se curvaron en una sonrisa, aunque las facciones seguían duras, inflexibles.

—¿Dormir? —El grave murmullo llegó a los oídos de Helena al tiempo que el duque le soltaba la cara. Sintió sus manos resbalándole hasta la cintura—. Tengo que admitir, mignonne —la atrajo hacia él e inclinó la cabeza—, que nada hay más alejado de mis intenciones que dormir.

La cabeza de Helena se inclinó hacia atrás por sí sola; encontró los labios de Sebastian y ya no pudo detenerse, ni evitar entregarse al abrazo del duque.

El deseo estalló y Helena se aferró. Se agarró a él como si fuera su única salvación. Sabía que no era así, que para ella no podía haber salvador ni libertad. Ni un final feliz.

Pero se sentía incapaz de apartarse y negarle lo que él quería, de negarse a sí misma su única oportunidad de tener aquello.

Si lo intentaba, Sebastian sospecharía; pero no fue el temor a revelar el complot de Fabien lo que la llevó a consentir, a deslizar los dedos por el pelo del duque y retenerlo para ella. Satisfizo sus exigencias, insistió en las suyas… Sus lenguas se acariciaron, insinuando con audacia lo que estaba por llegar, lo que ambos buscaban y deseaban. No fue el pensar en Ariele lo que la reconfortó, lo que la sostuvo cuando apartó los labios y sintió los dedos de Sebastian en el encaje.

Helena contuvo la respiración en un hipido; los labios de él le acariciaron la sien con suavidad, sin detener ni un momento los dedos.

La fuerza que se propagó por todo su cuerpo, que le anegó la mente y le dirigió los movimientos, le proporcionó la energía para seguir las indicaciones susurradas por Sebastian, para sostenerse con dificultad cuando le quitó primero el corpiño, luego las faldas y las enaguas y, por último, la camiseta… Aquello no era siquiera deseo. Ni de ella ni de él.

Era algo más.

Cuando quedó desnuda ante él, la luz de la luna arrancando destellos de nácar a su piel, fue aquel poder trascendente lo que le abrió los ojos, lo que la hizo disfrutar del deseo reflejado en el semblante de Sebastian, de la pasión que ardía en sus ojos. Sintió su mirada como una llama al recorrerla de la cabeza a los pies y volver a subir.

Los ojos del duque ardían, fijos en los de ella; le cogió las manos, se las sujetó abiertas y, entonces, subió una y luego otra hasta los labios.

—Vamos, mignonne… entréguese a mí.

Su tono —oscuro, áspero, peligroso— la hizo estremecer de arriba abajo. Sebastian le puso las manos en sus hombros, las soltó y alargó los brazos hacia ella. Helena respiró, sintiendo que el pecho se le hinchaba, que se le abría el corazón. Fue hacia él, abandonándose entre sus brazos, con entusiasmo, dichosa.

Estaba hecha para eso; lo sintió en lo más hondo, en la médula, en el alma. Sebastian la besó con intensidad y le puso las manos en la piel desnuda.

Inocente todavía, ignorante de las formas pero no de que el duque las conocía, confió incondicionalmente en él, en cómo la iba a tratar, poseer, en cómo la haría suya. No podía luchar contra la fuerza que la impelía —nunca imaginó que sería así—, poderosa sin más, irresistible en su seguridad. Helena se entregó, se rindió por completo al momento, a todo lo que era ella, a lo que era él, a todo lo que sería.

El tacto de Sebastian era exquisito; sus manos la tocaban con tanta lentitud, con tanta languidez… Sin embargo, había calor en cada caricia, una sensualidad que quemaba. La pasión y el deseo eran llamas gemelas, bajo su mando, guiado por el afán de poseer.

Helena podía verlo en la severa geometría de su cara, que tocó sorprendida, resiguiendo los ángulos, tan ásperos e inflexibles. Podía sentirlo en la tensión que recorría su cuerpo, en la fuerza acerada que la encerraba, en la fuerza contenida de aquellas manos que la sujetaban. Podía sentirlo en la dureza rampante de la erección de Sebastian, presionándola en la suavidad del vientre. Lo vio brillar en los ojos del duque.

Sebastian le rozó la mirada con la suya, le recorrió la cara, tras lo cual inclinó la cabeza y tomó su boca, arrebatándole los sentidos. Cerró las manos sobre sus senos y apretó fugazmente con los dedos los ápices endurecidos, soltándola a continuación para recogerla en los brazos.

La llevó a la cama y, poniéndose de rodillas sobre la misma, la tendió sobre la colcha de seda. Se sacó la bata y luego se quitó los zapatos con sendos puntapiés. Helena esperó a que se desvistiera, pero no lo hizo. Con la camisa de lino fino y encajes y los bombachos de seda puestos, se tendió a su lado, medio encima de ella, y volvió a tomarle la boca. La cabeza de Helena empezó a dar vueltas cuando Sebastian la situó medio debajo de él y, a continuación, le acarició la piel desnuda con dedos traviesos para disipar cualquier atisbo de resistencia.

Ella no se resistió, no tenía ninguna intención de desperdiciar tanto esfuerzo, aunque era vagamente conocedora de las intenciones de Sebastian y harto consciente de sus reacciones a cada sensual provocación del tacto, a cada caricia, a cada deslizamiento provocativo. Los labios de Sebastian juguetearon con los suyos, los dedos largos con su piel, actuando sobre sus mismos sentidos, recorriéndole los senos hasta que le dolieron, resbalando más abajo de las costillas, de la cintura, para acabar deslizándose por el vientre hasta que este se contrajo. Entonces presionó. Con pericia.

Le liberó los labios y oyó el grito ahogado de Helena; ella también. Ella arqueó las caderas; él la masajeó con suavidad y volvió a besarla, mientras bajaba los dedos, sin rumbo, por los muslos. Arriba y abajo; abajo, por el exterior; arriba, por las sensibles caras interiores, hasta que Helena se retorció y separó los muslos nerviosamente, invitándole a tocarla allí donde sentía unas fuertes pulsaciones. El duque no accedió, no de inmediato, distraído en los suaves rizos de la base de su pubis, enhebrando los dedos en ellos, tocándola con delicadeza, hasta que Helena le hundió los dedos en los brazos, lo besó con furia y separó aún más los muslos.

El aire la rozaba, frío contra la carne febril; entonces, Sebastian ahuecó las manos sobre ella. El deseo y el placer ilícito la sacudieron. Su espalda se tensó. Esperó, en tensión también por la expectativa, con sensual anticipo.

Las manos de Sebastian se movieron, sus dedos rastrearon, sobre todos y cada de uno de los pliegues, una y otra vez, hasta que al final, le separó las piernas, abriéndola. Entonces le rozó la entrada de su intimidad.

Helena se volvió a tensar, pero él no insistió. En su lugar, aquel dedo explorador se alejó, acariciando la suavidad de Helena. Jugando con sus nervios, subyugándole los sentidos. Sebastian jugó, pero pendiente de sus gritos ahogados, adaptándose a cada estremecimiento, a cada movimiento de inquietud. Le arrebató hasta el último vestigio de pudor tocándola de una manera despiadadamente suave, hasta que ella empezó a jadear, excitada, ardorosa, ávida…

Helena oyó en su propia respiración la necesidad de sentirlo en su interior hasta que la rebosara, la dominara. Se esforzó por llegar a Sebastian con las manos, con el cuerpo, con los labios. El duque la besó… ardientemente. Se puso encima, su cuerpo presionándole la espalda contra la cama.

Helena intentó tirar de él hacia abajo, pero Sebastian no se movió, apoyando un codo junto a ella y con la otra mano rastreando todavía sus húmedas ingles. Las caderas de él estaban encajadas entre sus muslos extendidos. Ella entrelazó sus piernas con las de él, haciéndolas resbalar por el satén de los bombachos al aferrarse con las pantorrillas a sus flancos. Intentó seducirle para que se acercara más; él volvió a besarla, con tanta intensidad que le anuló la conciencia, la capacidad de prever, de hacer otra cosa que no fuera yacer de espaldas y dejarle expedito el camino.

Un suspiro tembló encima de ella. Los labios de Sebastian habían abandonado su boca para rastrear primero la mandíbula, luego la piel sensible del cuello hasta aquel lugar en su base donde el pulso latía aceleradamente. Allí la saboreó, larga, lentamente. Los dedos volvieron a su juego entre los muslos. Luego bajó aún más los labios, siguiendo la ondulación superior de uno de los pechos, hasta terminar en su ápice, en aquel brote erecto que latía con fuerza y que tanto le dolió cuando Sebastian se lo besó. Estalló en sensaciones cuando él lo introdujo en la profunda y húmeda calidez de su boca y succionó.

Helena se arqueó bajo él, atrapada, impotente ante el dominio de su pericia. Sebastian soltó el pezón, insistiendo con cálidos besos en la carne acalorada, dejándola retroceder con cuidado antes de volver a atraerla hacia él.

Helena perdió toda noción del tiempo, atrapada por el placer perverso que le proporcionaba la boca del duque, sus labios, la caliente extensión de su lengua, la ligera excoriación, la humedad cálida, aquel contacto subyugante entre sus muslos. Ahora lo ansiaba todo y sus senos estaban doloridos y latían con fuerza, llenos y firmes cuando Sebastian se movió y le tocó en el ombligo con la lengua.

Helena se tensó con una sacudida, pero él la sujetó con firmeza, cerrando una mano sobre su cintura. Nadie la había tocado jamás como él, la boca en su vientre, los dedos acariciándola más abajo.

Entonces los labios de Sebastian se apretaron contra los rizos de su pubis, la lengua rozándole entre… Y Helena gritó.

—Chsss —susurró él contra aquellos rizos negros que lo incitaban a continuar—. Por más que me gustaría oír sus gritos, mignonne, esta noche no puede ser.

Levantó la cabeza, sólo lo suficiente para ver el brillo en sus ojos bajo los párpados caídos. Los labios de Helena estaban hinchados, magullados por los besos; la perfección marfileña de sus senos mostraban las marcas de la posesión del duque, que no sintió el menor arrepentimiento.

Separando los labios, Helena respiró rápida y superficialmente; pronto no sería capaz de respirar en absoluto. Como si ella le leyera la intención en la mirada, Sebastian vio la suya aumentada, sintiendo cómo trataba de alcanzarlo.

Miró hacia abajo y aspiró; el aroma de Helena le penetró hasta lo más hondo al bajarse levemente, utilizando los hombros para abrirle los muslos aún más; luego dejó que sus dedos, empapados con el deseo de ella, resbalaran poco a poco, por última vez, sobre la carne hinchada, y entonces los retiró. Inclinó la cabeza y los sustituyó por los labios, por la boca, por la lengua… Cerró las manos sobre las caderas de Helena y la sujetó con fuerza.

Ella se sacudió, teniendo que ahogar un alarido cuando Sebastian encontró el duro brote de su deseo, erecto, sólo esperando sus labios. El duque le rindió el debido homenaje y Helena se retorció, jadeó, una mano contra la boca, la otra a tientas para finalmente caer sobre las sábanas y aferrarlas convulsamente.

Él no vio ninguna necesidad de apresurarse, de negarse a sí mismo o a ella ninguno de los placeres que podían alcanzar. Había muchos y él los conocía todos. Decidió enseñarle más.

Helena boqueó, jadeó, luchó por ahogar otro chillido. Sus sentidos estaban saturados, empapados por la intimidad, la caricia de aquellos labios allí abajo y el diestro y artero sondeo de la lengua de Sebastian.

Antes la había llevado al límite —el umbral más allá del cual el mundo se deshacía y no existía nada excepto las sensaciones— con los dedos.

Ahora hacía lo mismo con la boca, los labios y la lengua. Helena sabía lo que estaba llegando, el estallido de los sentidos y la inmersión en el fuego blanco del vacío, aunque cerró la mano sobre la sábana e intentó retrasarlo dejándose llevar por la marea. Esta vez la intensidad fue aterradora.

Pero ella estaba indefensa… indefensa para evitarlo, para rechazar a Sebastian.

La ráfaga de calor rompió los muros y la envolvió elevándola a un plano sensual de placer atroz. Percibió la satisfacción de Sebastian, la tensión de sus manos, el suave roce de su pelo en la parte interior de los muslos cuando volvió a inclinarse sobre ella.

Notó la incursión de su lengua al abrirla, el lento deslizamiento cuando la penetró.

Entonces Sebastian empujó.

Helena estalló. Se perdió, cayendo, retorciéndose y girando en un pozo de placer tan profundo, tan caliente, que le derritió su ser más íntimo.

No podía moverse, incapaz de pensar.

Pero podía sentir con más intensidad que nunca, sentir el calor que se expandía bajo su piel, las oleadas de placer que se extendían por todo su cuerpo.

De sus labios se desprendió un suspiro entrecortado cuando todos los músculos de su cuerpo cedieron, relajándose.

Con un postrer y lánguido lengüetazo, Sebastian levantó la cabeza y surgió por encima de su vientre. Helena podía sentir, ver, asimilarlo, conocer, aun entender, mas era incapaz de reaccionar. Su cuerpo se había rendido.

Había perdido toda capacidad de resistencia.

Y desde luego no opuso ninguna cuando Sebastian liberó su vara de los bombachos y se colocó encima; cuando presionó, probó y la penetró unos centímetros. Los ojos de Helena se abrieron como platos ante la simple visión que había tenido del miembro, de su tamaño. Si hubiera sido capaz de algo, podría haberse negado. Pero ni siquiera podía reunir la voluntad necesaria para ello; sólo era capaz de permanecer allí tendida y experimentar, sentir la presión creciente cuando Sebastian empujó un poco más. Aspiró una bocanada de aire y cerró los ojos, no sin haber visto a Sebastian mirarle a la cara. Cuando se concentró, moviéndose un poco cuando la siguiente sacudida de las caderas del duque le provocó dolor, fue consciente de que él estaba observando sus reacciones, sopesando todo lo que ella sentía.

Sebastian retrocedió con cuidado, sin abandonarla, sólo retirándose a su entrada. Cambió de posición y le subió las rodillas, apretándoselas en alto. Luego le levantó ligeramente las caderas y le puso una almohada debajo; entonces Helena volvió a sentir su peso, sus brazos reteniéndole las rodillas en alto mientras la sujetaba.

Cuando empujó dentro de ella, la sostuvo con firmeza.

Helena soltó un grito ahogado y se arqueó; el peso de Sebastian la sujetaba. Volvió a empujar y ella gritó, apartando la cabeza. Él volvió a elevarse sobre ella; el movimiento hacía que penetrara cada vez más, un hierro que la abrasaba en su interior. Su siguiente jadeo fue más un sollozo.

—No, mignonne, míreme. —Bajó, apoyándose en los codos, enmarcándole la cara con las manos; suavemente, pero con insistencia, le volvió el rostro hacia él—. Abra los ojos, míreme… Tengo que ver.

Había una nota en su voz que Helena jamás había imaginado oírle; una súplica, gutural e imperiosa, pero aun así era una súplica. Se obligó a hacerlo; a abrir los ojos, a pestañear y a mirarle a los ojos azules; se sintió atraída, como si se sumergiese en sus profundidades.

Él le soltó la cara y, apoyando los brazos, se sostuvo encima de ella.

—Siga mi ritmo, mignonne.

La mirada de Sebastian se clavó en sus ojos y presionó más y más adentro. Helena sintió cómo su cuerpo cedía, se abría, se rendía al asalto, aun cuando quería resistir; todavía era incapaz de luchar cuando él empujó para llegar aún más adentro. Helena se esforzó en sostenerle la mirada cuando la incomodidad devino en más dolor, y creció, creció…

Cerró los párpados y jadeó, arqueándose con fuerza bajo él.

Sebastian retrocedió y embistió con ímpetu.

Helena aulló; la mano del duque, cerrándose sobre su boca, amortiguó el sonido. Ella la apartó y jadeó, respiró hondo, luchó por comprender… por entender lo que sus sentidos le estaban transmitiendo.

No podía ser que estuviera tan dentro de ella.

Con los ojos muy abiertos, Helena lo miró fijamente; el dolor se desvaneció y se dio cuenta de que sí, que podía estar tan dentro.

Se estremeció, se quedó sin resuello y poco a poco volvió a apoyarse sobre la cama con cuidado. Aquello era muy extraño.

—Chsss… ya está. —Sebastian inclinó la cabeza y le pasó los labios por la frente.

De manera instintiva. Helena echó la cabeza atrás y los labios de él encontraron su boca. Y también la besó de manera diferente —y el sabor fue distinto—, ahora que estaba dentro de ella.

El ángulo era difícil. Sebastian se apartó.

—Mis disculpas, cariño, pero esto nunca es fácil.

Hubo un toque de orgullo masculino en la voz; no estaba segura de cómo tomárselo. Levantando una mano. Helena le retiró el mechón de pelo que le caía sobre la cara. El resto de su mente se hallaba absorta en la extraña sensación de tenerlo dentro.

Sebastian pareció sentirlo, leerlo en su cara. Salió un poco, menos de la mitad de su vara y luego volvió a meterse, como si la estuviera probando. Helena se tensó, esperando el dolor, pero…

Sebastian la observaba.

—¿Duele esto?

Repitió el movimiento, todavía lento, controlado.

Helena parpadeó, respiró y negó con la cabeza.

—No. Es como si… —No encontró la palabra.

El duque sonrió, pero no dijo nada; se limitó a apoyarse en los hombros, por encima de ella, y lo hizo otra vez. Y otra vez.

Entonces bajó la cabeza y le cubrió la boca. Se besaron, y volvió a ser diferente… más fascinante. Helena se sintió embargada de placer. Luego comprobó su musculatura vaginal y descubrió que podía controlarla de nuevo.

Empezó a moverse con él, buscando acompasarse a las suaves embestidas. Sebastian le cogió una cadera y la guio; entonces, una vez que ella cogió el ritmo, la soltó y levantó la mano hasta su pecho.

Sebastian se movió sobre, contra, dentro de ella; de repente. Helena empezó a respirar más deprisa, el calor subía por su interior una vez más, sintiendo que su cuerpo se estiraba para alcanzar el de Sebastian, buscándolo, deseándolo…

El duque disminuyó el ritmo hasta que se detuvo.

—Espere —dijo y se incorporó para abandonar la cama.

Ella se sintió vacía, repentinamente fría y despojada. Se volvió y estiró ansiosa los brazos, bajó las rodillas con cuidado y estiró las piernas. Entonces advirtió que Sebastian no se había ido lejos.

Se estaba quitando la blusa sin dejar de mirarla; se la sacó por la cabeza y la tiró al suelo. A continuación fueron los bombachos y luego volvió junto a ella.

Helena sonrió y abrió los brazos, dándole la bienvenida de nuevo. Le pasó las manos por los hombros desnudos, por la cálida espalda. Extendió los dedos y lo sujetó contra su cuerpo en el momento en que Sebastian la colocaba debajo y volvía a unirse a ella.

Esta vez se deslizó en su interior sin dolor, aunque Helena sintió cada duro centímetro que la arponeaba. Arqueó el cuerpo, lo alojó y se relajó por impulso propio. Suspiró expectante, con un entusiasmo que Sebastian advirtió.

La miró a la cara, le leyó la mirada.

—Rodéeme con las piernas.

Ella lo hizo y el baile empezó otra vez. Y nuevamente distinto. Piel con piel, la dureza de él contra la suavidad de ella, esta vez sin telas amortiguantes de por medio. Si alguien le hubiera dicho que la sensación podía ser más intensa que lo que Sebastian ya le había demostrado, habría tachado la idea de ridícula. Pero ahora, cuando el calor estalló y se arremolinó y su llama los absorbió, descubrió que había más, todavía más.

Más para experimentar cuando el cuerpo de Sebastian penetró en el suyo con un ritmo regular e incesante. Más para sentir, percibir, disfrutar. El calor la recorrió en oleadas, cada vez más en su interior —más profundo donde Sebastian la llenaba, la presionaba— hasta rozarle el corazón.

El vello pectoral de Sebastian le raspaba los senos al moverse encima de ella, hasta que no pudo soportarlo más. Agarró y tiró, intentando atraerlo hacia abajo. Él la miró y, obligado, dejó que su peso cayera totalmente encima de ella, su pecho contra los doloridos senos.

Helena suspiró e inclinó la cabeza hacia atrás. Sebastian tuvo que ladear la suya, pero encontró sus labios, besándola con ardor.

Y el baile volvió a cambiar.

Ahora eran dos cuerpos fusionados con un solo propósito.

Ahora era una vorágine de sensaciones y sentimientos, de emociones sin nombre, de necesidades y deseos apremiantes, de pasiones y miserias viscerales, de un esplendor que nunca sería igual.

Todas aumentando y aumentando, hasta que Helena se retorció, el nombre de Sebastian en su boca, su cuerpo en el de él. Entonces el calidoscopio estalló y se encontró girando en pleno éxtasis, fragmentos de brillantes sensaciones corriendo por sus venas para fundirse, por efecto del fuego, en gloria, para finalmente suspirar y abandonarse.

Dejó que el último asidero con la realidad escapara a su dominio, que la gloria se enseñorease de su alma. Al final fue consciente de Sebastian, al profundizar este en su empuje, de su gruñido sordo, del placer que la inundo cuando la simiente del duque se desbordó con fuerza, de la alegría que la envolvió cuando el firme cuerpo de Sebastian se desplomó, agotado, sobre ella.

Helena alargó una mano y le enredó los dedos en el pelo para mantenerlo pegado a ella. Oyó el galopar de su corazón cada vez más lento.

Sintió, en aquel último y precioso minuto de lucidez extrema, una vulnerabilidad inesperada.

Sonrió, rodeó con los brazos a Sebastian y lo sujetó con fuerza.

Antes de que pudiera recordar lo peligroso que era todo aquello, se deslizó por el umbral del sueño.

Todos los relojes de la casa dieron las tres. Sebastian ya estaba despierto, pero el sonido le hizo recuperar la plena conciencia, sacándolo de la estimulante calidez que lo retenía.

Se tendió de espaldas con cuidado y bajó la mirada. Helena yacía dormida, acurrucada a su lado, apretada contra él, sujetándole con sus pequeñas manos como si temiera que la abandonara. Estudió su cara intrigado.

«¿Qué está escondiendo, mignonne?».

No expresó el pensamiento en voz alta, pero deseó tener la respuesta. Había ocurrido algo, aunque maldito fuera si sabía el qué. Helena había llegado y todo discurría con normalidad, pero…

Lo había comprobado con el servicio: no sabían nada, no habían visto nada. No les había preguntado por algo en concreto, pero si hubiera llegado cualquier carta para Helena y estuviera pendiente de que se le entregara, Webster se lo habría contado. Sin embargo, en el tocador había dos cartas; su vista de lince había detectado motas de lacre en el suelo. Ella había abierto las cartas allí; Sebastian hubiera jurado que la primera noche, antes de bajar a cenar.

Fue entonces cuando cambiaron las cosas. Cuando Helena había cambiado.

Sin embargo, exactamente en qué lo había hecho —dados los acontecimientos de las últimas horas— escapaba a su entendimiento.

Algo la había alterado, y de manera muy marcada. Un simple enfado pasajero y habría enseñado su genio. Pero aquello era algo tan perturbador que ella había hecho lo posible por esconderlo, y no sólo a él.

Helena no se había dado cuenta todavía, pero las cosas entre ellos habían llegado a un punto —aun antes de las últimas horas— en el que ya no podía esconderle sus sentimientos y emociones, al menos no del todo. El duque podía vérselo en los ojos; sin nitidez, pero sí como unas sombras que oscurecían las profundidades de peridoto.

Su comportamiento no había hecho más que reforzar las sospechas; cuando se abrazó a él, se había controlado en la superficie, pero por debajo se sentía frágil, indefensa y ansiosa. Él lo sintió en sus besos, una especie de desesperación, como si lo que pasaba entre ellos, lo que habían compartido en las últimas horas, fuera dolorosamente valioso, aunque efímero. Condenado al fracaso. Que, por mucho que Helena lo deseara y añorara, y, a pesar de los deseos y la fortaleza de Sebastian, no duraría.

Aquello no le había gustado en absoluto. Sebastian había reaccionado ante ello, ante Helena, ante sus necesidades.

Al recordar todo lo ocurrido hizo una mueca. Sabía que Helena no lo comprendería del todo.

La había visto necesitada de protección, de ser poseída y valorada, y había respondido y la había hecho suya de la única manera que en verdad le importaba a él. O, a fuer de ser sinceros, a ella.

Suya.

Helena no se daría cuenta enseguida de lo que significaba aquello, pero a la larga por supuesto que sí. Apenas podría pasar por la vida sin ser consciente de que desde aquel momento era, y siempre sería, suya.

Un problema para ambos, sin duda.

Suspiró para sus adentros, bajó la mirada hacia la cabeza de Helena, le besó suavemente la frente, cerró los ojos… y se abandonó a la fatalidad del destino.

A la mañana siguiente Helena no se sentía orgullosa de sí misma. Se despertó para encontrarse sola, aunque la cama conservaba el testimonio elocuente de todo lo ocurrido. Las sábanas enmarañadas estaban todavía tibias por el calor de Sebastian. Sin él, se sintió helada hasta la médula.

Estrechando la almohada, se quedó mirando de hito en hito la habitación. ¿Qué estaba haciendo, aliándose de manera tan íntima con un hombre tan poderoso? Tenía que haberse vuelto loca para haber dejado que ocurriera. Sin embargo, a esas alturas no parecía tener sentido pretender arrepentirse.

Un arrepentimiento que, a pesar de todo, no sentía.

Su única lamentación real es que no le podía contar todo, que no podía apoyarse en su fuerza ni recurrir a su innegable poder. Después de la última noche, abandonarse a su merced, suplicarle ayuda, sería un alivio inmenso. Pero no podía hacerlo. Su mirada se posó sobre las cartas, dobladas encima del tocador.

Fabien se había asegurado de que ella y Sebastian estuvieran en bandos opuestos.

Antes de hundirse más en la ciénaga de sus temores y revolcarse en la desesperación, decidió levantarse y llamó a la doncella tirando de la campanilla.

Cuando Helena entró en la sala, Sebastian estaba sentado a la cabecera de la mesa del desayuno, bebiendo a sorbos el café y ojeando una hoja de noticias.

Él levantó la vista y sus miradas se cruzaron. Acto seguido, Helena se giró, intercambió una sonrisa espontánea con Clara y se dirigió al aparador. Sebastian seguía mirándola, deliciosa en un vestido de seda estampado, mientras su mente retrocedía a los acontecimientos de la noche anterior; a la pasión y su satisfacción, ambas tan intensas; a la pregunta —preguntas— para la cual todavía carecía de respuestas.

Helena se dio la vuelta y él siguió observándola, esperando.

Con un plato en la mano, ella se acercó a la mesa. Intercambió algún comentario intrascendente con Marjorie y Clara y continuó hasta la silla que había a la derecha de Sebastian.

Menos mal.

Esperó a que se sentara y dispusiera las faldas; entonces, respiró.

Helena levantó la mirada un instante. El duque vislumbró las sombras que se arremolinaban en sus ojos y que enturbiaban las profundidades de peridoto. Empezó a alargar la mano hacia ella, pero se detuvo cuando Helena bajó la mirada.

—Me preguntaba… —Con el tenedor. Helena removió un poco de arroz con pescado—. ¿Cree que podríamos dar otro paseo a caballo… como ayer? —Miró por la ventana, observando el tiempo que hacía fuera—. Todavía está despejado, y quién sabe cuánto durará.

En su voz había un deje de nostalgia al evocar el recuerdo de lo relajada —y si no despreocupada, sí al menos pasajeramente aliviada de su pesada carga— que se había sentido la mañana anterior, cuando habían cabalgado con el viento en la cara a través de los campos del duque. Volvió a levantar la vista, las cejas ligeramente arqueadas.

Una vez más, Sebastian la miró a los ojos y al punto inclinó la cabeza, constriñendo su impaciencia.

—Si os place. Hacia el norte hay un largo paseo a caballo que podríamos probar.

Helena sonrió fugazmente.

—Eso sería… agradable.

Por qué no dijo simplemente «un alivio» era algo que Sebastian ignoraba. Que su paseo a caballo juntos era eso —un alivio, una distracción de sus problemas—, se le antojaba de una obviedad diáfana. Y mientras Helena estuviera en ese estado, aliviada de aquella carga interior, él no podría perturbarla presionándola para que le diera detalles.

Así, cuando volvieron a casa tres horas más tarde, Sebastian no estaba más cerca de haber hallado respuesta a ninguna de sus preguntas. Tendría que esperar a que ella se la contara por propia iniciativa; la confianza no se podía forzar, sólo ganar. Al menos entre ellos. De otros podría exigirla, pero de Helena no.

Aquello reducía a una la pregunta más importante que tenía que hacerle. Ya no había ninguna razón para no sacarla a relucir, ponerla sobre el tapete. Incluso podría ayudar a la otra, al alentar la confianza que buscaba ganar.

Cuando se levantaron con los demás de la mesa del comedor, le cogió la mano y se apartó con ella.

—Si me concediera unos minutos de su tiempo, mignonne, hay algunos detalles que deberíamos tratar.

Sebastian no pudo leer en sus ojos mientras ella le estudiaba la expresión. Luego Helena miró por la ventana y pensó en aquella posibilidad de fuga, mermada por la intensa lluvia que estaba cayendo. Por allí no había escapatoria. Marjorie y Clara pasaron por su lado y siguieron adelante como si no los hubieran visto. Thierry y Louis ya se habían ido a la sala de billar. Helena respiró como si se preparase para el combate, tras lo cual, lo miró e inclinó la cabeza.

—Si así lo desea.

Él deseaba muchísimas cosas, pero le tomó la mano y la condujo a su estudio.

Helena se esforzó en disimular la tensión, el miedo; no de él, sino de lo que pudiera hacerla decir, hacer. Confesar. La hizo pasar, por una puerta que abrió un lacayo, a lo que Helena identificó como el estudio del duque. El amplio escritorio, cuya utilización evidenciaban unas pilas de papeles y libros de contabilidad amontonados en su superficie, la gran silla de piel detrás de aquel y la abundancia de cajas con documentos y libros de contabilidad ordenados en estanterías que rodeaban la pieza, así lo confirmaban. Sin embargo, el cuarto era inesperadamente cómodo, incluso acogedor. Los amplios ventanales daban a las praderas de césped; como la luz exterior era débil, se habían encendido unas lámparas que arrojaban su tenue resplandor dorado sobre la bien bruñida madera, la alfombra y la piel.

Helena se dirigió al fuego brillante y vivo de la chimenea y que disipaba el frío adherido a los cristales. Mientras se acercaba, iba mirando por todas partes, buscando subrepticiamente algún estuche o vitrina; algún sitio donde pudiera reposar la daga de Fabien. Se sentía empujada a buscar, aunque le desesperaba tener que hacerlo así; tener que corresponder a Sebastian de una manera tan falsa.

Tras pararse delante de la chimenea, alargó las manos hacia el fuego. Sebastian se detuvo a su lado y le cogió las manos. La miró a los ojos. Helena fue incapaz de interpretar su mirada, y confió en que él no pudiera hacerlo con la suya. Como si reconociera las mutuas defensas, las comisuras de los labios de Sebastian esbozaron una sonrisa irónica y de reprobación hacia sí mismo.

Mignonne, tras los acontecimientos de la última noche, tanto usted como yo sabemos que ya hemos dado los primeros pasos de nuestro camino en común. En cuanto a tomar decisiones, ya hemos adoptado las nuestras: usted, las suyas; yo, las mías. Sin embargo, entre las personas como nosotros existe la necesidad formal de un sí o un no, de una respuesta sencilla y clara a una pregunta sencilla y clara.

Dudó; volvió a buscar en su mirada. Helena no la desvió, no intentó evitar el escrutinio; estaba demasiado ocupada en examinar ella misma, intentando detectar los derroteros de Sebastian, en preguntarse si la incertidumbre que la embargaba provenía de él o de ella.

Entonces, los labios de Sebastian se torcieron en una mueca. Bajó la mirada al tiempo que subía las manos de Helena para besárselas; primero una, luego la otra.

—Sea como fuere —su voz sonó más grave, adoptando un tono que Helena asoció con la intimidad—, no deseo presionarla. Le haré mi sencilla pregunta cuando esté preparada para darme una respuesta sencilla. —Levantó la vista y volvieron a cruzar las miradas—. Hasta entonces, sepa que estaré aquí, esperando —de nuevo, sus labios se movieron en una rápida contracción—, aunque no pacientemente. Pero, por usted, mignonne… Descuide, que esperaré.

Aquello último sonó a promesa. Helena temió que la sorpresa le aflorase a la cara, a los ojos… En los de Sebastian brilló un destello de marcado autorreproche, como si en su fuero interno no acabara de creerse lo indulgente que estaba siendo con ella.

Y lo era. Más que nadie. Helena entendía que… que el impulso natural del duque sería presionarla para que aceptara su oferta y declararse vencedor. Que admitiera que era suya; suya, para gobernar y ordenar.

Había esperado una petición formal de rendición; se había armado de valor para mostrarse vacilante y andarse con rodeos, y si fuera necesario, para usar todas sus artimañas femeninas a fin de retrasar una declaración semejante. Si cedía y le permitía asumir que había triunfado y alardear, presumiblemente en público, entonces, cuando ella huyera, el daño sería aún mayor.

La cólera que su traición provocaría sólo sería más intensa.

Había entrado en aquel estudio preparada para violentar sus sentimientos en la medida de lo necesario, de manera que pudiera realizar todo cuanto deseaba: salvar a Ariele procurando hacerle el menor daño posible al duque.

—Yo… —¿Qué podía decir a la vista de tanta comprensión? Sebastian ignoraba su problema, pese a lo cual, intuyendo las dificultades de Helena, se había cuidado muy mucho de agravar su situación, aun cuando no la entendiera—. Gracias. —La palabra salió de su boca con un leve suspiro.

Levantando la cabeza, sostuvo la mirada de Sebastian, sonrió y dejó que el alivio y la gratitud que sentía afloraran a su expresión. Respiró, y todo se hizo más natural. Liberó sus manos con un suave tirón y las apretó fuertemente.

—Yo le… le prometo que, cuando pueda contestar a su sencilla pregunta, se lo haré saber. —Jamás lo podría hacer, pero carecía de recursos para cambiar las cosas.

La mirada de Sebastian, de un azul penetrante, volvió a escudriñar la de Helena, pero no encontró nada más que lo que ella deseaba enseñarle. Mantuvo bien oculta la tristeza de su último pensamiento; por el bien de Ariele, tuvo que recordarse que, de hecho, en ese momento eran adversarios.

Ya de por sí duras, Sebastian endureció aún más sus facciones. Cuando inclinó la cabeza, su expresión era una máscara de piedra.

—Hasta entonces, pues.

La fuerza de su carácter contenido llegó hasta Helena, que instintivamente levantó la barbilla. Sebastian la estudió por un instante y, con un tono equilibrado, controlado y casi distante, dijo:

—Clara debe de estar en el salón trasero. Sería aconsejable que se reuniera con ella allí.

Con elegancia, Helena caminó por la estancia, abarcando la habitación con una mirada de conjunto. En diferentes puntos de la pared había cuatro arcenes grandes, todos cerrados, todos con cerraduras.

Llegó a la puerta, la abrió y salió, cerrándola tras ella. Sólo entonces se vio libre de la reveladora calidez de la mirada de Sebastian.

Tendría que buscar en su estudio.

En algún momento.