¿REALMENTE había pensado en casarse con ella desde el primer momento? Helena consideró la posibilidad mecida por el bamboleo del carruaje de St. Ives, mientras avanzaba con estrépito por la campiña. Su consideración del tema no iría más allá de eso; Sebastian pertenecía a una clase de hombre que ella entendía: pasara lo que pasase, siempre seguiría los dictados del honor. En especial, en lo relativo a una mujer como ella.
Durante toda su vida se había visto sometida a las normas no escritas y las comprendía de manera instintiva. Independientemente de que su intención siempre hubiera sido la de casarse con ella, al ser descubiertos en una situación comprometida había reaccionado como tenía que hacerlo, esto es, protegiendo su buen nombre. Y entonces pretendió hacerle creer que había querido casarse con ella desde un principio. El honor le había dictado su primera acción, y su extravagante amabilidad la segunda.
Reprimió un bufido. Miró a Louis, que, desplomado en el asiento de enfrente, dormía como un patán, con la boca a medio abrir. Había estado bebiendo; esa mañana, había bajado las escaleras a trompicones, con la cara desencajada, pálido y con marcadas ojeras. Apenas había respondido a las inquietas preguntas de los Thierry; tembloroso y con los labios apretados, había rechazado con gestos todo lo que se le había ofrecido para desayunar. Lo cual era harto extraño en él, que por lo general, con ávida concentración, tomaba cuanto se le ofrecía. Puestos a conjeturar. Helena hubiera dicho que había ocurrido algo que lo había conmocionado sobremanera. No podía imaginar qué.
Marjorie iba a su lado, entusiasmada, feliz y aliviada. Thierry, sentado enfrente de su esposa, se veía relajado, con aspecto menos preocupado que en los últimos días. La doncella de Marjorie, el ayuda de cámara de Thierry y el criado de Louis, Villard, los seguían en otro carruaje con el equipaje; la doncella que se ocupaba de Helena, aquejada de un resfriado, se había quedado.
El carruaje de St. Ives había llegado a la hora prevista; por supuesto, no había cabido ninguna duda de que aceptarían su invitación y viajarían a Cambridgeshire. Para Helena era un desafío inesperado, un cambio de dirección repentino e imprevisto.
Segura, a salvo y caliente —el coche era la representación del lujo, todo terciopelo y piel, con las puertas y las ventanas tan bien ajustadas que no dejaban colar ni una ráfaga de aire—, no tenía, sin embargo, la menor intención de mostrarse sumisa. Casarse con un hombre como Sebastian Cynster nunca había formado parte de sus planes. Sin embargo, allí estaba, casi formalmente prometida al hombre más poderoso que jamás había conocido. El hecho, por sí solo, era bastante elocuente. A su juicio, entre Fabien y Sebastian había poco donde escoger, aparte del poder real y la capacidad para hacer que sucedieran las cosas.
Fabien era un experto; Sebastian, un maestro consumado. Aún peor.
Con la habitual adversidad del destino, aquel aspecto era, en ese momento, una razón muy poderosa que la impulsaba a aceptarlo.
Si lo hiciera, estaría a salvo de Fabien.
Pero ¿a qué precio?
Eso, se dijo, echando una ojeada a un par de impresionantes pilares que surgieron ante su vista, era lo que tenía que averiguar.
La primera visión de Somersham Place, principal residencia del duque de St. Ives, la distrajo de sus pensamientos. El carruaje atravesó con estrépito la cancela abierta y avanzó por un bien cuidado camino flanqueado por árboles, cortas extensiones de césped y arbustos. Tras tomar una curva, los árboles quedaron atrás y la casa apareció ante ellos, blanca a la débil luz invernal.
Inmensa, impresionante, admirable, mas no fría. Helena la estudió, intentando encontrar las palabras adecuadas. Construida con piedra de color arena, la fachada y los muros llevaban levantados muchos años; sólidos y bien arraigados, se habían dulcificado, incorporándose al paisaje creado alrededor. Las amplias extensiones de césped, el tamaño de los árboles que las salpicaban, la manera en que el lago que había vislumbrado más allá de las praderas encajaba en el panorama, daban testimonio de que tanto casa como jardines habían madurado y alcanzado cierta armonía.
Acostumbrada a los entornos de las casas nobiliarias francesas —de estructuras intrincadas y geométricamente exactas—, le intrigó la ausencia de semejante formalismo. A pesar de esta carencia, el resultado era magnífico, palaciego. Sin ningún género de dudas, el hogar de un hombre rico y poderoso. Sin embargo, había más, algo más. Algo inesperado.
La casa era acogedora. Viva. De una extraña calidez; como si la fachada de piedra fuera una defensa benévola que protegiera alguna existencia aún más amable en su interior.
Una observación desconcertante de cuyo convencimiento no se pudo librar ni cuando el coche se detuvo ante los peldaños que subían hasta la entrada principal.
El primero en descender fue Thierry, que le dio la mano para ayudarle a bajar. Helena se esforzó, al menos, en enmascarar el entusiasmo que la embargaba; en ocultárselo a Sebastian, que había salido de la casa al llegar el carruaje y que, en ese momento, descendía por los escalones con la lánguida elegancia de siempre.
Helena le ofreció la mano. Sebastian la tomó e hizo una reverencia, se incorporó y la atrajo hacia él. Al darse la vuelta juntos, el duque dejó vagar la mirada por la hermosa fachada, mirando a continuación a Helena con una ceja arqueada.
—¿Sería una osadía esperar que mi hogar merezca su aprobación, mignonne?
La curva de sus labios y la luz de sus ojos sugerían que lo sabía merecedor.
Ella levantó la barbilla.
—Todavía tengo que ver algo más que la fachada, excelencia. Todo el mundo sabe que las fachadas pueden ser engañosas.
Sus miradas se encontraron, retadoras; luego, la sonrisa de Sebastian se intensificó e inclinó la cabeza.
—Por supuesto.
Se dio la vuelta y dio la bienvenida a Thierry y Marjorie, intercambió un saludo formal con Louis y los condujo al interior de la casa.
En el vestíbulo principal, Sebastian presentó a su mayordomo, Webster, y al ama de llaves, la señora Swithins. Esta última era una mujer imperturbable, con aspecto de matrona; en cuanto se enteró de que Helena no traía doncella, prometió enviarle una chica a sus aposentos.
—No bien lleguen, sus equipajes serán llevados a las habitaciones.
—Mientras tanto —dijo Sebastian— iremos al salón.
—De acuerdo, excelencia. —La señora Swithins le hizo una reverencia—. El té estará listo… sólo necesita tocar la campanilla.
Sebastian inclinó la cabeza, aparentemente imperturbable por el tono familiar de la mujer. En su fuero interno. Helena meneó la cabeza. Los ingleses eran diferentes en muchas maneras y encontraba relajante la mayor espontaneidad de sus modales.
Cuando Sebastian los hizo atravesar el recibidor, se esforzó en no mirar aquí y allá, en no quedarse absorta en todo lo que le rodeaba. Pese a que faltaban semanas para Navidad, había aroma de plantas de hoja perenne. Una corona de acebo con brillantes bayas rojas colgaba encima de la enorme chimenea al final del vestíbulo.
Había tenido el convencimiento de que la extraña promesa de calidez no era más que un rasgo de la fachada. Y en efecto no era calidez, una calidez auténtica, sino más bien una persistente sensación de paz, de armonía, de felicidad pretérita, presente y futura que, irradiando de las paredes, la envolvía en su hospitalidad.
La fortaleza de Fabien, Le Roe, era fría e insulsa; en ella, Helena jamás había percibido ninguna calidez. Su propio hogar, Cameralle, era frío. Quizá, pensó hurgando en los recuerdos de cuando sus padres estaban vivos, alguna vez había tenido una sensación de paz parecida, pero aquello se había diluido; ahora los largos pasillos de Cameralle estaban llenos de una muda sensación de espera.
Allí también había esa sensación de espera, pero era diferente: expectante, hecha de seguridad, como si la felicidad y la alegría estuvieran aseguradas.
Un lacayo abrió una puerta y Sebastian los invitó a entrar. Helena apartó sus extravagantes pensamientos cuando una dama regordeta y bajita, de pelo castaño y dulces ojos del mismo color, dejando a un lado el libro que estaba leyendo, se levantó de una chaise longue.
—Permítame presentarle a mi tía, lady Clara.
Clara esbozó una sonrisa cálida y le dio un fuerte apretón de manos.
—Bienvenida, querida. Estoy encantada de conocerla.
Helena le devolvió la sonrisa. Le habría hecho una reverencia, pero Clara se lo impidió apretándole más la mano.
—No estoy muy segura, querida, sobre quién tiene preeminencia. No compliquemos el asunto. No le haré ninguna reverencia si usted tampoco me la hace.
Helena sonrió e inclinó la cabeza.
—Se hará como os plazca.
—¡Bien! Y llámeme Clara, ¿de acuerdo? —Palmeándole la mano, Clara se volvió para saludar a Marjorie con la misma bondad algo despistada. Luego, con un ademán, las invitó a sentarse.
»Sebastian, llama y pide el té. —Hundiéndose en la chaise longue. Clara le señaló el tirador de la campanilla; pero se detuvo y miró a Thierry y Louis—. Bueno, quizá los caballeros prefieran algo más consistente.
Thierry sonrió y negó con la cabeza, asegurándole que el té le sentaría muy bien.
Louis palideció y rehusó con un gesto de las manos.
—No… gracias. No tomaré nada. —Y se retiró a una silla a cierta distancia del grupo, logrando sonreír al sentarse.
Sebastian llamó a Webster y le ordenó que se sirviera el té; ser el destinatario de las órdenes de Clara no pareció inmutarle en absoluto. Estaba claro que su tía era otra mujer a quien no intimidaba.
Se sentaron para conversar y el té se sirvió en una exquisita vajilla de porcelana fina; Helena sintió la tentación de comprobar si era De Sévres. Marjorie y Clara empezaron a charlar por los codos de manera espontánea. La vajilla picó la curiosidad de Helena, que echó una ojeada por la estancia con renovado interés.
Era tal como lo había imaginado; cualquier simple objeto en el que reparase daba testimonio de la riqueza del propietario. Y la mayoría de las piezas no eran nuevas sino que hablaban de la añeja prominencia de la familia, del lujo e influencia que sin duda Sebastian y Clara daban por sentados. Por supuesto, era el mismo estado de elegancia sofisticada en el que la propia Helena había nacido, en el cual se sentía como en casa. Se le ocurrió que, en el lapso de una hora, ya se encontraría a sus anchas en aquella casa.
Desvió la mirada hacia Sebastian. Sentado con elegante relajo en un sillón, aparentaba escuchar cómo Thierry satisfacía la petición de Clara de que le hablaran del baile de disfraces, aunque sus ojos, con los párpados caídos, descansaban en Helena.
Esta bajó la mirada, bebió un sorbo té y posó la taza, cuya exquisitez volvió a admirar. Sintió en la espalda la suavidad acolchada de los cojines de terciopelo; bajo los pies, la tupida alfombra Aubusson.
La seducción adoptaba muchas formas. Y sin duda Sebastian las conocía todas.
Poco después, el duque se apiadó de Thierry y Louis y se ofreció a mostrarles los alrededores de la casa. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Clara le dijo a Helena:
—Supongo que le gustará saber algo acerca de la heredad.
Helena parpadeó y asintió con la cabeza.
—Por favor.
En pocos minutos se dio cuenta de que tenía una firme partidaria en Clara; que la anciana, aparentemente en el acto, había decidido que Helena era la esposa perfecta para Sebastian, a quien —como se había evidenciado enseguida— adoraba. Era su tía paterna; se había casado joven y enviudado pronto. Al haber pasado la mayor parte de su vida en Somersham Place, estaba familiarizada con todos los aspectos de la mansión.
Y no dejó nada por contar. Helena escuchaba con atención y hasta se sorprendió sonsacándola, haciéndole preguntas. Conseguir una casa de esa envergadura —y la propiedad, también formidable— era precisamente el reto para el que había sido criada y educada, el reto que hasta ahora Fabien le había negado. Podía ser propietaria de vastas propiedades así como de un castillo, pero, al ser soltera, había vivido bajo la protección de su tutor, y la mayor parte del tiempo bajo su techo. Cameralle apenas tenía servicio, sólo el suficiente para mantener la casa en funcionamiento para Ariele, quien solía retirarse allí a menudo.
Jamás había ejercido de anfitriona, nunca había tenido la oportunidad de probarse a sí misma en esa palestra, y tampoco había experimentado la dicha del triunfo social. Mientras escuchaba a Clara pintar más que favorablemente el panorama que se abría a la condición de duquesa de St. Ives, Helena se sintió ansiosa por aquella oportunidad, anhelante de la posición que supondría… Aun siendo consciente de que, con toda probabilidad, las maquinaciones de Sebastian preveían un resultado semejante, su deseo no se debilitó.
Era quien era; hacía tiempo que había dejado de imaginar que eso podía cambiar. Había aceptado a regañadientes el hecho de que se suponía que siempre sería —tal cual la había etiquetado Sebastian— un premio para los hombres poderosos. Sentada en aquella chaise longue, mientras escuchaba a Clara, lo vio todo con meridiana claridad. Si aceptaba todo aquello, no había razón para que no pudiera abarcar lo demás: la oportunidad de reivindicar su primogenitura como esposa de un hombre poderoso. Los años de trato con Fabien habían detenido sus pensamientos en ese punto. Pero el sueño permaneció en su mente cuando Clara les ofreció mostrarles sus aposentos.
—Helena.
Estaban atravesando la galería cuando Sebastian la llamó. Se volvió para verlo de pie junto a uno de los grandes ventanales.
—Odia que lo hagan esperar… ¡Siempre será un impaciente! —dijo Clara en voz baja, apretando el brazo de Helena y dirigiéndola sutilmente hacia Sebastian—. Me encargaré de Marjorie y luego volveré por usted. No tardaré.
Helena asintió con la cabeza y avanzó por la galería. Sebastian la observó acercarse. Fabien tenía la habilidad de proyectar la misma tranquilidad rapaz, aunque con su tutor nunca la había sentido de manera personal, ni había experimentado amenaza física alguna.
Nunca había sentido el menor deseo de abrazar aquella amenaza. De mimarla.
Se paró ante él, sonrió y arqueó una ceja.
—¿Sí, excelencia?
Sebastian le sostuvo la mirada.
—Mignonne, ¿se considera capaz de utilizar mi nombre cuando estemos en la intimidad?
Los labios de Helena se movieron nerviosos.
—Si os place.
Bajó la mirada, escondiendo la sonrisa que él había querido ver. Sebastian alzó la mano y le levantó la cara.
Estudió los grandes ojos de Helena, sintiendo cierta satisfacción por su expresión deslumbrante.
—Supongo que sería prudente por mi parte que le escribiera a su tutor para informarle de mi interés. —Hizo una pausa y añadió—: No deseo retrasar las formalidades de nuestra boda.
Un eufemismo; la deseaba para él. Ahora, ese día, en ese preciso minuto. La fuerza de su deseo tan fuerte como para agitarlo.
Helena apartó la barbilla de los dedos de él, pero siguió sosteniéndole la mirada.
—Eso no será necesario. —Su expresión era de una satisfacción considerable. Ahora le tocó a ella arquear la ceja. Sonrió—. No confío en mi tutor, así que, cuando sugirió que viniera a Inglaterra en busca de un marido adecuado, le pedí su autorización por escrito para casarme con quien reuniera los requisitos.
—De su expresión petulante deduzco que él accedió.
—Oui. Y hay un amigo de la familia, un viejo amigo de mi padre que me sigue teniendo un gran apego, que es juez y tiene una gran experiencia en estos asuntos. De paso por París, le enseñé la carta y, como esperaba, me confirmó que ese documento es toda la autorización que necesito.
—Una vez demostrado que el caballero en cuestión es adecuado en términos de título, propiedades e ingresos, si no recuerdo mal. ¿Había alguna otra condición?
Helena negó con la cabeza.
—Sólo esas tres.
Sebastian leyó el regocijo en los ojos de Helena y sonrió.
—Muy bien. En ese caso no hay motivo para molestar a su tutor por el momento.
Una vez que Sebastian revelara sus intenciones a Geoffre Daurent, era más que probable que el hombre pusiera objeciones sobre las condiciones, intentara arrancarle concesiones y diera largas al asunto. La manera de hacer de Helena era encomiable.
—Mis más encendidos elogios, mignonne. Semejante previsión resulta envidiable.
Helena sonrió; los párpados ocultaron sus ojos cuando se volvió al reaparecer Clara.
—No es usted el único que sabe intrigar, excelencia.
Clara acompañó a Helena hasta un gran dormitorio situado en mitad de una de las alas.
—Los Thierry están al final, así que puede estar segura. —Clara echó una ojeada alrededor, observando los cepillos y tarros encima del tocador y los baúles ya vacíos y colocados en un rincón.
—Si lo desea, puedo llamar a la doncella y presentársela.
—No, no. —Helena se abstrajo de su propia supervisión. La enorme cama de cuatro postes, de los que colgaban unos tapices de seda drapeados en satén, había atraído su atención—. Creo que descansaré durante una hora o así. Tengo tiempo, ¿verdad?
—Por supuesto que sí, querida. Llevamos horario de ciudad, más o menos, así que cenaremos a las ocho. ¿Le digo a la doncella que la despierte? Se llama Heather.
—Llamaré yo. —La idea de una hora de paz y tranquilidad se le antojó maravillosa.
—Entonces la dejo. —Clara se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió. Sus ojos, advirtió Helena, se habían empañado—. Jamás pensé que Sebastian se casaría, y eso habría sido un enorme error. —Hizo una pausa y añadió—: No tengo palabras para expresar mi alegría de que usted esté aquí.
Y salió, cerrando la puerta con suavidad y dejando a Helena contemplando los paneles de madera. Nunca había buscado estar allí, en aquella posición, pero aun así… En todo caso, había mucho que hablar antes de que se convirtiera en duquesa.
La duquesa de Sebastian.
Se dirigió a la ventana y, más allá de un jardín de rosas, contempló el lago. La noche caía rápidamente. Los jardines parecían tener una gran extensión; al día siguiente los exploraría. Volvió al tocador, encendió una lampara, se sentó y empezó a quitarse las pinzas del pelo.
La melena cayó alborotada alrededor de los hombros cuando alguien llamó a la puerta.
¿Sebastian? Aquel primer pensamiento fue rechazado por improbable. Sobreponiéndose al repentino estremecimiento que la había recorrido de pies a cabeza, así como al debilitamiento subsiguiente, contestó:
—Adelante.
La puerta se abrió. Era Louis, parado en el umbral. Ella se levantó.
—¿Qué pasa?
Louis no tenía buen aspecto.
—Esto es para ti.
Le tendió dos cartas. Helena cruzó el cuarto y las cogió.
Mientras las miraba, Louis se dispuso a marcharse.
—Te dejo para que las leas. Cuando lo hayas hecho —hizo un gesto vago con la mano—, hablaremos.
Se dio media vuelta y se fue con paso cansino. Helena lo observó marcharse; luego, arrugando la frente, cerró la puerta y volvió al tocador.
Uno de los sobres estaba remitido por la inconfundible mano de Fabien. El otro por Ariele. Dejando caer la carta de aquel sobre la mesa, se sentó y abrió la de su hermana.
Al leer las primeras palabras sintió un gran alivio. El comportamiento de Louis la había puesto en tensión, preocupándola, pero no ocurría nada. Ariele estaba bien. La rutina diaria de Cameralle seguía siendo la misma de siempre.
Helena sonrió una y otra vez al leer la primera hoja, que versaba sobre los ponis de la familia y la cría de la ocas. A mitad de la segunda hoja, Ariele se interrumpía, para continuar más tarde:
Phillipe ha llegado (¡qué raro!). Dice que el señor conde desea que vaya a Le Roe y que hemos de partir mañana. ¡Qué fastidio! No me gusta Le Roe, pero supongo que tendré que ir.
Helena arrugó el entrecejo. Además de la suya, Fabien había reclamado la tutela de Ariele. Phillipe era el hermano pequeño de Louis, y Helena no le veía desde hacía años. Era más callado que Louis pero, según Ariele, al parecer Phillipe también había entrado al servicio de Fabien.
Helena continuó leyendo, conteniendo el desasosiego que le había provocado la noticia. Tras dos párrafos lamentándose de tener que obedecer a Fabien, Ariele volvía a interrumpirse.
Esta vez, no cabía duda de que había retomado la escritura unos días después.
Ya estoy en Le Roe. Fabien dice que si termino la carta, la enviará con una suya. Me encuentro bien pero ¡ay!, este lugar es lúgubre. Marie está enferma y se ha recluido en su dormitorio. —Fabien dice que debo decírtelo—. ¡Cómo te envidio, ahí, en Inglaterra, por lluviosa y fría que pueda ser! Aquí también llueve y hace frío; debí haberme ido contigo. Si encontraras un inglés provechoso y te casaras con él, Fabien se vería obligado a dejarme ir para que fuera tu dama de honor. Deseo de todo corazón que tengas suerte en tu búsqueda, mi querida hermana.
Como siempre, queda tuya, tu hermana pequeña que te quiere,
Ariele
Los pulgares le ardieron. ¿Por qué? Porque Fabien nunca hacía nada desinteresadamente. ¿Qué podía querer de Ariele? ¿Y por qué deseaba que supiera que Marie, su esposa, una mujer sumisa y enfermiza, con la que Fabien se había casado por sus contactos, estaba enferma?
Dejó a un lado la carta de Ariele y alargó la mano para coger la de Fabien.
Era sucinta y directa, como siempre.
Cuando la leyó, todo su mundo —el que había empezado a brillar con una esperanza halagüeña— estalló en mil pedazos, para a continuación reconstruirse en un paisaje de negra desesperación.
Como ya sabrás por la carta de tu hermana, esta se encuentra ahora en Le Roe. En este momento está bien, todo lo feliz que cabría esperar, e intacta. Pero para que siga siendo así, querida Helena, hay un precio. El caballero en cuya casa te encuentras residiendo actualmente tiene algo que me pertenece. Se trata de una reliquia familiar y deseo que se me restituya. A lo largo de los años he intentado, de manera infructuosa, convencerlo de que se desprenda de la misma, por lo que ahora me complacerás recuperándola y devolviéndomela.
La reliquia en cuestión es una daga y su vaina. Mide veinte centímetros, es curva y tiene un gran rubí engastado en la empuñadura. Es un regalo del sultán de Arabia a uno de mis antepasados, y no hay otra igual. La identificarás en cuanto la veas.
Una cosa: no intentes librarte de esta obligación pidiendo ayuda a St. Ives; no se desprenderá de la daga bajo ningún concepto. Tampoco pienses en apelar a su buena voluntad: te supondrá un fracaso y le saldrá caro a tu hermana.
Espero que me obedezcas al pie de la letra en todo cuanto te digo y de una manera razonablemente rápida.
Si para Navidad no has logrado entregarme la daga, en compensación tomaré a Ariele como amante. Si no consigue complacerme, en París hay casas siempre dispuestas a pagar buenas sumas por palomas tiernas como ella.
La elección está en tus manos, pero sé que no fallarás a tu hermana.
Espero verte el día de Nochebuena a medianoche.
Tuyo, etc.
Fabien
No hubiera podido decir el tiempo que permaneció sentada mirando de hito en hito la carta. Se sentía enferma y tuvo que quedarse inmóvil hasta que la náusea desapareció.
No podía pensar, incapaz de imaginar lo que…
Entonces lo consiguió, y fue peor.
¡Ariele! Con un grito sordo, se inclinó hacia delante, cubriéndose la cara con las manos. La idea de lo que le esperaba a su preciosa hermanita si ella fracasaba invadió su mente, hizo presa en su conciencia.
Le dolía el corazón, todo el pecho; un gusto metálico anegó su boca.
El escarmiento no dejaba lugar a dudas.
Nunca se había librado de Fabien, que había estado tirando de los hilos desde el comienzo. La carta de autorización, por cuya obtención ella se había sentido tan inteligente, carecía de valor. Nunca tendría la oportunidad de utilizarla.
Fabien la había hecho representar el papel del idiota.
Nunca sería libre.
Jamás tendría la oportunidad de vivir, de tener una vida propia y no de Fabien.
—Mignonne, ¿se encuentra bien?
Helena forzó una sonrisa y levantó ligeramente la mirada al alargar la mano hacia Sebastian. Todavía era incapaz de pensar, apenas podía funcionar. Hasta ese momento había creído que estaba disimulando bien su estado; nadie más parecía haberse dado cuenta. Pero Sebastian se les acababa de unir en el pequeño salón y se había dirigido directamente a su lado.
—No es nada —consiguió decir, casi sin aire, sintiendo una presión en los pulmones—. Es sólo el viaje, creo.
El duque guardó silencio por un instante; Helena no se atrevió a sostenerle la mirada. Entonces, Sebastian murmuró:
—Habrá que confiar en que la cena la reanime. Venga.
Reunió al resto con un gesto y los condujo al comedor familiar, una sala bastante más recogida que el enorme comedor que Helena había vislumbrado desde el vestíbulo principal. Cuando Sebastian se sentó a su lado, ella casi sintió el deseo de que el duque hubiera escogido la estancia mayor; habría estado más lejos de él y de su penetrante mirada.
El tiempo no había jugado a su favor. Antes de que hubiera tenido ocasión de aliviar su desesperación, de dar rienda suelta a la furia —de clamar, llorar, gemir y, entonces, quizá poder calmarse y pensar—, una doncella había llamado con suavidad a la puerta, recordándole que ya era tarde. Había metido las cartas bajo el joyero y luego se había puesto el vestido a toda prisa para finalmente enseñarle a la doncella a peinarla.
La rabia, la desesperación y el miedo formaban una mezcla poderosa. Había tenido que reprimir sus turbulentas emociones, reunir fuerzas de lo más hondo y poner buena cara. Tuvo que impostar sonrisas y pequeñas risas, forzar su mente a seguir las conversaciones en lugar de sucumbir a sus sentimientos. Su actuación se vio dificultada por Sebastian, un observador perspicaz. Sentado con despreocupación en su cómoda silla, con los dedos ligeramente curvados alrededor del pie de su copa, la observaba con los ojos entrecerrados.
Lo que más se grabó en su memoria fue el zafiro que el duque lucía en la mano derecha y cómo titilaba a la luz de las velas cada vez que sus dedos acariciaban la copa con delicadeza. La joya era del mismo color que los ojos de Sebastian, e igualmente hipnotizadora.
Terminaron de cenar. No podía recordar nada de lo que se había dicho. Se levantaron y se percató de que los caballeros se quedaban a tomar el oporto. Sintió un tremendo alivio. Cuando Sebastian le soltó la mano, la sonrisa que ella le dedicó afloró con más naturalidad.
Se retiró con Clara y Marjorie al salón. Cuando, veinte minutos más tarde, Sebastian entró acompañado de Thierry y Louis, ya había recuperado el autodominio. Se obligó a esperar a que apareciera el carrito del té, dieran todos el primer sorbo y empezaran a charlar. Entonces fue enmudeciendo poco a poco.
Cuando Sebastian se acercó para llenarle la taza vacía, sonrió débilmente, a él y a todos en general.
—Me temo que a mí también me duele la cabeza.
Louis ya se había retirado, alegando idéntica dolencia. Thierry, Marjorie y Clara murmuraron su preocupación; Sebastian se limitó a observarla. Clara le ofreció tomar unos polvos.
—Si me retiro ahora y duermo toda la noche —contestó, todavía con una sonrisa débil, pero tranquilizadora—, seguro que me habré recuperado por la mañana.
—Bueno, si está segura, querida.
Asintió con la cabeza y levantó la mirada hacia Sebastian. Este le cogió la mano, ayudándola a incorporarse. Helena hizo una reverencia a los demás, les deseó buenas noches en un susurro y se volvió hacia la puerta. El duque, todavía cogiéndole la mano, caminó a su lado.
Antes de llegar a la puerta se detuvo. Helena hizo lo propio, levantando los ojos hacia él. Al sostenerle la mirada, sintió que los ojos de Sebastian buscaban en los suyos. Entonces el duque levantó la otra mano y le acarició la frente con un dedo.
—Que duerma bien, mignonne. Nadie la molestará.
Hubo algo tranquilizador en su tono y en su mirada, como si le hablara. Helena estaba demasiado vacía, demasiado exhausta para entender lo que quiso decir.
Sebastian le alzó la mano, se la volvió y apretó los labios allí donde el pulso de Helena latía con fuerza en la muñeca. Dejó allí los labios un momento, hasta que ella sintió su calidez. Luego levantó la cabeza y la soltó.
—Dulces sueños, mignonne.
Ella se agachó en una reverencia y se dirigió a la puerta que, tras ser abierta por un lacayo, cruzó con elegancia. La puerta se cerró a sus espaldas con suavidad; sólo entonces se vio libre de la mirada de Sebastian.
Con el único deseo de encontrar una almohada donde reposar su dolorida cabeza y una intimidad donde aliviar el dolor de su corazón, subió las escaleras, atravesó la galería y se dirigió por el pasillo hacia su habitación. Justo antes de llegar a la puerta, una sombra se movió y vio aparecer a Louis.
—¿Qué pasa? —Helena no se molestó en ocultar su furia.
—Yo… sólo quería saber si lo hará.
Se quedó mirándolo fijamente, sin comprender.
—Por supuesto. —Entonces cayó en la cuenta. Como siempre, Fabien jugaba sin enseñar las cartas. Louis ignoraba con qué la había amenazado su tío. Si lo hubiera sabido, ni siquiera él habría hecho una pregunta tan estúpida.
—El tío insiste en que sea usted quien busque el objeto, no yo.
El tono áspero de Louis casi la hizo reír histéricamente. Estaba enfurruñado porque Fabien recurría a su talento y no al de él.
Pero ¿por qué? Su mente se centró en esa cuestión, le dio vueltas; entonces comprendió: porque ella era una mujer… una mujer que Sebastian deseaba.
Según parecía, el duque se había mostrado inflexible ante la insistencia de Fabien, por lo que este, con su habitual toque vengativo, había escogido como ladrón a alguien que no sólo tuviera éxito en restituirle la daga, sino que al hacerlo también mellara el orgullo de Sebastian.
Fabien haría lo que pudiera por herir a Sebastian; que también la hiriese a ella, no se le ocurriría ni le importaría. De hecho, era probable que considerase cualquier daño que ella sufriera como un merecido castigo por su temeridad al forzarle a firmar aquella carta.
Louis la miró ceñudo.
—Si necesita mi ayuda, cuente conmigo. No obstante, yo le sugeriría encarecidamente que, hasta que nos vayamos, guarde las distancias con St. Ives… si sabe a lo que me refiero.
Helena lo miró de hito en hito. ¿Cómo sabía él…? Se tocó ligeramente la barbilla y lo miró con altivez.
—Recuperaré la propiedad de mi tío cuando lo crea conveniente… No tienes por qué preocuparte por mis métodos.
Y con un gesto despectivo, pasó por su lado hacia la puerta, la abrió y entró.
Louis permaneció inmóvil, con la mirada fija en sus espaldas. Cuando la puerta se hubo cerrado con un chasquido, se dio media vuelta y se dirigió a sus aposentos.
Villard estaba esperando.
—¿Y bien?
Louis cerró la puerta y se atusó el cabello.
—Dice que lo hará.
—Bon! Entonces todo marcha, y no hay razón para que no escriba al señor conde y se lo cuente…
—¡No! —Inquieto, Louis se paseó por delante de la chimenea. Levantó las manos—. Marriage! ¿Quién podía haberlo siquiera imaginado? Fabien dijo que St. Ives había afirmado en público que no se casaría, ¡y de esto hace años! ¡Y ahora, de repente, habla de matrimonio!
Junto a la cama, mientras plegaba las sábanas, Villard bajó la mirada. Al cabo, murmuró:
—Por lo que dice, no parece probable que el duque pensara en el matrimonio; no hasta que usted dirigió a aquellas personas hacia la biblioteca…
Louis no se percató de la sesgada mirada de malicia que Villard le dirigió.
—¡Exacto! —Siguió paseándose—. Pero ¿qué podía hacer? La habría poseído allí, y entonces… ¿Y entonces qué? Se habría retirado sin más a sus propiedades durante las Navidades, sin ella. No. Tuve que detenerle… y mejor que fueran aquellos y no yo. Si llego a entrar, el duque se habría puesto en guardia.
Los labios de Villard se curvaron en una mueca de desprecio; contempló las sábanas.
—Ya te lo he dicho, tuve palpitaciones cuando me di cuenta de que todos estaban murmurando. Nadie se volvió a preocupar más por el baile de disfraces… ¡no se hablaba de otra cosa que de la boda de St. Ives!
—Creo que no deja de ser un golpe maestro, razón por la cual, quizás unas letras al señor conde…
—¡No, ya te lo he dicho! Ahora, las cosas han dado un paso atrás. Helena sabe lo que ha de hacer, y no es nada tonta. No se arriesgará a contrariar al señor conde. No se entregará a St. Ives.
—Tal como usted lo describió, pensé que ya lo había hecho.
—No. Estoy seguro… Debió de abrumarla. La reputación del duque es formidable. Aunque habría pensado… —Arrugó la frente y luego, con un gesto de la mano, apartó aquellos enredos de su mente—. No importa. Todo está en orden. Helena no fallará ni se entregará a St. Ives… No ahora.
Villard estudió la ordenada pila de sábanas y dejó que el silencio se prolongase. Al cabo, dijo:
—¿Qué pasaría si…? Es una mera suposición, pero ¿qué pasaría si ella lo acepta?
—No lo ha hecho. Me habría enterado. Pero aun si necesitara hacerlo así, para que el duque creyera que todo marcha como debiera, entonces llevaría meses disponerlo todo para una boda como la suya. Y tendrían que conseguir el consentimiento de Fabien. ¡Sí, sí! —La idea lo animó. Por fin, sonrió.
Villard respiró y levantó la cabeza.
—¿No cree que sería prudente advertir al señor conde?
Louis negó con la cabeza.
—No hay necesidad de irse por las ramas. Todo marcha como deseaba Fabien. El asunto del matrimonio es secundario. —Louis hizo un gesto desdeñoso con la mano—. No hay por qué alborotar y Fabien no se preocupará. Mientras consiga recuperar la daga… Esa es su única preocupación.
Villard suspiró en silencio, cogió la pila de sábanas y las llevó al armario.
Al día siguiente. Helena se sentó a la derecha de Sebastian durante el desayuno. Mientras untaba un trozo de pan con mantequilla, iba enumerando mentalmente lo que debía hacer.
Tenía que rechazar al duque, mantenerlo a distancia; a ese respecto, Louis tenía razón. Tenía que encontrar y apoderarse de la daga de Fabien. Y después tenía que huir. Rápido. Porque nada había más cierto que Sebastian iría tras ella.
No tendría sentido coger la daga y luego intentar negar descaradamente lo evidente. ¿Una daga de la que había desposeído a un noble francés desaparece mientras una noble francesa está de visita? Medio segundo, calculó, es lo que le llevaría a Sebastian entender lo ocurrido.
Tendría que echar a correr.
Él se pondría furioso y consideraría su proceder como una traición. Daría por sentado que Helena habría tomado parte en la intriga de Fabien desde el principio…
Percatarse de esto le hizo levantar la cabeza y ya no pudo pensar con claridad… Estiró el brazo hacia la mermelada y apretó los dientes.
Nada que no fuera salvar a Ariele la preocupaba. No tenía elección, no podía permitirse que le influyera ninguna otra consideración.
Los Thierry y Clara estaban hablando de dar un paseo por los jardines; Louis no había aparecido todavía.
Cuando Sebastian deslizó un dedo por el dorso de su mano, casi pega un brinco. Con los ojos como platos, le sostuvo la mirada.
Los labios del duque se curvaron ligeramente, pero su mirada era penetrante.
—Me preguntaba, mignonne, si estaría lo bastante recuperada como para arriesgarse a cabalgar. El aire fresco quizá le resulte más tonificante que un paseo a pie por los jardines.
Helena se alegró ante la idea de dar un paseo a caballo. Y, a lomos de un caballo, no estarían tan cerca. No debía arriesgarse a ningún contacto que la llevara a entregarse, que pudiera poner a prueba el muro que estaba intentando levantar alrededor de su corazón.
Dejando que sus labios se curvaran en una sonrisa y que aflorara su entusiasmo, asintió con la cabeza.
—Me encantaría.
Sebastian movió la mano con despreocupación.
—Así pues, tan pronto esté lista.
Se encontraron en el vestíbulo media hora más tarde, ella con su traje de amazona y él con botas altas y casaca de montar. Con un gesto de la mano la invitó a salir. Abandonaron la casa por una puerta lateral y cruzaron el césped, paseando bajo las ramas desnudas de unos robles imponentes, camino de los establos que se encontraban más allá.
Sebastian había dado aviso y sus monturas les esperaban. Un enorme caballo rucio de caza para él, y una juguetona yegua baya para Helena. La ayudó a subir a la silla y luego, cogiendo las riendas del rucio, montó. El noble animal se movió inquieto y bufó, impaciente por salir; la yegua removió las patas.
—¿Vamos? —Sebastian levantó una ceja.
Helena rio —su primera reacción espontánea desde que leyera la carta de Fabien— e hizo dar media vuelta a la yegua.
Abandonaron los establos al paso, uno al lado del otro, por un lateral. Sebastian contenía al rucio. El caballo zarandeó la cabeza una vez pero se tranquilizó, acatando la orden, aceptando la mano diestra que sujetaba sus riendas. Sonriendo por dentro. Helena miraba hacia delante.
A pesar del mes, el día estaba despejado, aunque el frío de la mañana todavía persistía. Unas nubes ligeras cubrían el cielo, ocultando el débil sol, aunque resultaba agradable cabalgar por los campos silenciosos, vacíos y ocres, tocados ya por la mano del invierno. También había paz. Helena sintió que aquello la calmaba.
Montaba a caballo desde que tenía edad para sostenerse en pie; sus corceles habían sido los bajos y fornidos ponis de La Camargue. Era algo que no exigía un esfuerzo consciente, que le dejaba libertad para mirar alrededor, apreciar y divertirse. La yegua era sensible y fácil de dirigir. Cabalgaron sin necesidad de hablar; girando cuando Sebastian lo hacía y siguiéndole a través de los campos.
Coronaron una colina. Para sorpresa de Helena, los campos que se extendían ante ellos hasta el horizonte eran llanos. Nunca antes había contemplado una vista así, pero Sebastian no se detuvo; la condujo colina abajo por la suave pendiente hasta que llegaron a la en apariencia infinita extensión.
Un sendero discurría entre dos campos y lo siguieron. Sebastian torció para meterse entre los pastos y puso el rucio a medio galope. Helena le siguió y, de repente, se dio cuenta de que los pastos estaban húmedos y anegados, aunque no pantanosos. Sebastian dejó que el rucio estirara las patas; Helena lo alcanzó, sin ningún temor a mantener el paso, sintiendo que el viento le alborotaba el pelo.
A pesar de todo, sintió que los negros nubarrones que ensombrecían su corazón se aligeraban, disipándose.
Cabalgaron toda la mañana, paso con paso, el cielo vasto y azotado por el viento. El canto de la alondra y las aves acuáticas era el único contrapunto al rítmico sonido de los cascos de los caballos.
Más tarde apareció otro sendero; era un terraplén. Los caballos subieron la pendiente sin dificultad; Sebastian hizo girar el suyo y lo refrenó. Miró a Helena.
Ella le sostuvo la mirada con una sonrisa, a punto de estallar en risas.
—¡Ah! —Respiró hondo—. ¡Es como estar en casa!
—¿En casa? —repitió él.
—Cameralle está en La Camargue. No es lo mismo —echó una mirada en derredor—, pero sí parecido. —Mirando fijamente hacia arriba, levantó los brazos al cielo—. Al igual que aquí, el cielo es amplio y abierto. —Bajó los brazos y los extendió—. Y hay pantanos por doquier.
Sonrió y dejó que la yegua se acercara serenamente al rucio.
—Muchos piensan que es un lugar demasiado salvaje.
Helena lo vio sonreír por el rabillo del ojo.
—¿Y los habitantes demasiado salvajes para el decoro?
Ella se limitó a sonreír.
No le resultó difícil controlar sus preocupaciones durante el resto de aquella mañana mágica. En las remotas tierras de La Camargue siempre había sido libre y ahora sentía la misma sensación de libertad, de carecer de trabas. De que se la permitía ser libre.
Aun después, cuando, cansados pero refrescados, volvieron a medio galope al establo, consiguió, a fuerza de voluntad, mantener su mente libre del contagio de Fabien. Todavía estaba sonriendo cuando llegaron a la casa. El duque la condujo hasta una puerta lateral, que mantuvo abierta para que ella pasara.
Helena entró y se paró. La puerta daba a un pequeño salón, no a un pasillo como había supuesto. Al darse la vuelta, la puerta se cerró con un chasquido. De pronto Sebastian estaba allí y ella en sus brazos.
No agarrada, sino sujetada con delicadeza. La mecía como algo precioso, algo que deseara poseer.
Lo miró a la cara, a sus ojos y vio aquella verdad grabada en azul.
Él le sujetaba la barbilla con la mano, levantándole la cara. Los párpados de ella cayeron cuando Sebastian bajó la cabeza.
La práctica hacía al maestro. Un hecho que hablaba por sí solo, al menos en este caso. Sus labios parecían conocer los del otro; tocados, acariciados y luego fundidos en la confianza de la familiaridad.
La presión aumentó. Helena dudó y por un instante se apartó pero al punto comprendió que era incapaz, que no podía escapar de él en eso, porque entonces Sebastian empezaría a sospechar. Pensó que no podía dejar que Fabien triunfara negándose incluso eso.
Eso era todo lo que él le había dejado; cualquier experiencia de la que ella tuviese la valentía de obtener algo en el momento en que se produjera.
Separó los labios conscientemente; atrayendo a Sebastian, para saborearlo, disfrutarlo.
Sólo un beso. Tampoco él exigió más, aunque había una flagrante promesa en la unión de sus bocas, en el caliente enredo de las lenguas. En la manera en que se unieron los cuerpos, suave contra fuerte, caderas con muslos, senos con pecho.
Helena tomaba y él daba; Sebastian exigía y ella satisfacía sin reparos. La pasión despertó, creció, se extendió; el deseo observaba agazapado. Un placer profundo y cálido, y aquel anhelo dulce y doloroso… Estaban allí, indecisos, todavía retenidos por una mano cómplice. Una promesa hipnotizadora.
¿Cuán poderoso podía ser un beso?
Lo suficiente para dejarlos jadeantes, ambos queriendo más con urgencia, aún conscientes en medio del martilleo que resonaba en sus oídos, procedente del gong que anunciaba el almuerzo y que reverberó por toda la casa.
Sus ojos se encontraron, las miradas se rozaron en un reconocimiento seguro y se apartaron lentamente. Los alientos se fundieron, se volvieron a besar, juntándose de nuevo, una última caricia antes de separarse con delicadeza.
Sebastian la sujetó hasta que Helena movió la cabeza, una vez más segura sobre sus pies. A regañadientes, la soltó, deslizándole las manos por los brazos cuando ella se volvía hacia la puerta. Los dedos del duque se entrelazaron con los de ella, hasta que finalmente se separaron con suavidad.
—Hasta más tarde, mignonne.
Helena lo oyó cuando llegaba a la puerta. Adivinó promesa en esas palabras. Dudó, pero fue incapaz de encontrar una respuesta. Abriendo la puerta, salió. Sebastian la siguió.