HELENA se quedó mirando a Sebastian de hito en hito.
—¿Usted?
Sebastian levantó las cejas.
—¿Esperaba a algún otro?
—Louis dijo que me iba a encontrar con un conocido de mi tutor.
—Ah. Me preguntaba cómo se las arreglaría De Sévres para persuadirla de que me escuchara. Sin embargo, lamento no haber tenido el placer de conocer a su tutor.
—¡Bien! —El genio entró en erupción; Helena hizo ademán de volverse hacia la puerta para marcharse a toda prisa…
Pero Sebastian levantó una mano lánguida y ella se percató que de había caído en la trampa del duque: para volver a la puerta tenía que pasar junto a él. Y si lo intentaba…
Se volvió hacia él y, cruzando los brazos bajo el pecho, lo miró fríamente.
—No comprendo. —Un eufemismo.
—Me temo que debo disculparme por esto, mignonne, aunque antes de que nos vayamos de aquí, mi intención es que entre usted y yo todo quede claro.
El duque la estudió por un momento; luego se inclinó hacia delante, subió el brazo con lentitud y soltó una de las manos de Helena de un tirón, arrastrándola a la butaca. Ella arrugó la frente, pero consintió en acercarse.
—Siéntese conmigo.
Dio por supuesto que se refería a que lo hiciera sobre el brazo del butacón, pero cuando se dio cuenta de que se refería a que se sentara en su regazo, se apartó.
Sebastian suspiró.
—Mignonne, no sea remilgada. Deseo hablar con usted, aunque si me levanto y me acerco, no siempre podré verle la cara; igual que si se sienta a mi lado. En cambio, si lo hace en mi regazo, será más fácil.
Había suficiente irritación en su voz para hacer desechar la idea de que se proponía violarla… al menos, no todavía. Helena se permitió una expresión de contrariedad y luego, conteniendo cualquier reacción al resbaladizo estremecimiento que le recorrió la espalda, se alisó las faldas y se sentó.
Debajo de los pliegues de la capa de Sebastian, bajo sus bombachos de raso, los muslos eran duros como la roca, pero calientes.
Cerró las manos alrededor de la cintura de Helena, moviéndola de manera que quedaran literalmente cara a cara. Luego tiró de las cintas que aseguraban el antifaz de la condesa: los dos pequeños lazos se deshicieron. Una vez quitado, lo dejó en el suelo, al lado de la butaca.
—Bon.
Sebastian percibió el genio contenido de su propia voz y supo que ella también lo había oído. Esperó que eso la hiciera recelar.
Paso a paso. Parecía la única manera de realizar la tarea con ella. Hasta entonces, cada centímetro había supuesto una batalla.
Examinó los ojos de peridoto.
Helena le devolvió la mirada con altanería.
«He pensado en pedir su mano», habría funcionado con la mayoría de las mujeres, pero con ella, el instinto le llevaba a ser más tajante. «Voy a hacerla mi duquesa», sonaba más contundente, dejaba menos margen a los reparos que pudiera poner.
Por desgracia, dados sus prejuicios contra los hombres poderosos, no era probable que hubiera algún enfoque que condujera a un éxito rápido. No tardaría en cerrarse en banda, y Sebastian se vería reducido a defender su causa desde una posición de debilidad.
Minar sus muros —socavar sus argumentos antes de que tuviera oportunidad de exponerlos— era sin duda el camino de la victoria. Una vez que hubiera debilitado sus defensas, entonces podría hablar de matrimonio.
—Usted ha dicho que no le gusta ser la marioneta de un hombre poderoso; y todo lo que me ha contado me ha llevado a pensar que su tutor es uno de ellos… ¿Estoy en lo cierto?
—Por supuesto. Sé de lo que hablo.
—¿Y también estoy en lo cierto al afirmar que busca un marido sumiso y afable porque un marido así jamás podrá dominarla?
Helena entrecerró los ojos.
—Ni manipularme ni utilizarme como una marioneta.
El duque inclinó la cabeza.
—¿Y no se le ha ocurrido, mignonne, que casarse con un hombre que sabe poco de, según sus propios términos, los juegos que juegan los hombres como yo, la seguirá dejando bajo la férula del auténtico hombre del que busca escapar?
Helena puso ceño.
—Una vez que me haya casado… —vaciló.
Sebastian dudó, pero dijo en voz baja:
—Mi hermana está casada. Sin embargo, si decido por su propio bien que debe volver al campo, ella me obedece.
Helena buscó en sus ojos.
—¿Y su marido…?
—Huntly es un hombre de carácter bondadoso, que jamás ha fingido ser capaz de manejar a Augusta. Sin embargo, goza de una sensatez extrema que le permite saber cuándo necesita ser controlada. Entonces acude a mí.
—Mi marido, el que yo escoja, no acudirá a mi tutor.
—Pero si su tutor interviene por cuenta propia… entonces ¿qué?
Le dio tiempo para reflexionar, para que se aventurase sola por esa línea de pensamiento. Para que viera las posibilidades, para que llegara de motu proprio a la comprensión que él deseaba. Aun así, se comportó como el manipulador consumado que no habla con precipitación, que no presiona en exceso.
En especial, con ella.
Helena arrugó la frente; hacia él, hacia aquel rostro imperturbable, hacia aquellos rasgos austeros, iluminados, que no suavizados, por la luz de la lámpara. A regañadientes, intuyendo ya lo que vería, dejó que su mente cavilase, casi como si estuviera estudiando mentalmente algo situado a sus espaldas, algo que no alcanzara a ver.
El duque tenía razón. Las protestas de un marido débil no impedirían que Fabien siguiese utilizándola. No había más que ver lo que había hecho con Geoffre Daurent, su tío e inicial tutor. Aunque no era especialmente débil, Geoffre lo era más que Fabien. Debido a que controlar su fortuna y matrimonio confería un poder político considerable, Fabien había «discutido» el asunto con Geoffre, un pariente lejano, habiéndose alcanzado un acuerdo que acabó con Fabien como tutor legal.
Cómo pudiera utilizarla Fabien una vez que ella se hubiera casado, lo ignoraba, pero era un intrigante versátil: en su mundo, el poder manaba de muchas fuentes, del control de una miríada de asuntos. Y el poder era la droga de Fabien.
—Tiene razón. —Las palabras escaparon de sus labios casi involuntariamente; arrugó la frente—. Necesitaré replantearme mi futuro.
—No hay muchas opciones que sopesar, mignonne. De hecho, como miembro de la estirpe contra la que usted lucha, puedo decirle que sólo hay una.
Helena le sostuvo la mirada con los ojos entrecerrados.
—No lo haré… —Se interrumpió, al tiempo que en su mente surgía la imagen de Fabien. En verdad, había muy poco que pudiera hacer para escapar a su red.
Sebastian buscó en sus ojos y le sostuvo la mirada.
—¿Cuánto nos parecemos su tutor y yo?
Las palabras fueron pronunciadas con suavidad, en tono reflexivo, invitándola a realizar la comparación.
Helena se dio cuenta de la estratagema, lo suficiente como para considerarla un golpe valiente y audaz. Después de todo, el duque no conocía a Fabien.
—De carácter, son muy parecidos. —La honestidad la obligó a añadir—: En algunos aspectos.
Sebastian era infinitamente más amable. Desde luego, muchos de sus actos, aunque ejecutados con su típica arrogancia y prepotencia, nacían de un deseo de ayudar completamente altruista, algo que a ella se le antojaba de un inmenso atractivo. La amabilidad no era una cualidad que distinguiese a Fabien; bien mirado, este jamas había pensado en nadie que no fuera él mismo.
Cuando St. Ives disponía que su hermana volviera al campo por el bien de esta, Fabien hubiera hecho lo mismo buscando sólo su propio interés, con independencia de que aquello beneficiase o incluso, de hecho, perjudicase a su marioneta.
Continuó estudiando el semblante de Sebastian. Este levantó una ceja castaña.
—Si pudiera escoger, ¿a quién preferiría… a su tutor o a mí?
Helena supo que esta era la pregunta cuya respuesta buscaba el duque con aquella entrevista. Una única y sencilla pregunta que, como él había visto con acierto, era el asunto central y crucial a la hora de decidir su futuro.
—Ninguno sería mi primera elección.
Los labios de Sebastian se apretaron ligeramente; inclinó la cabeza.
—Lo cual acepto. Sin embargo, como se habrá dado cuenta, tal elección no la librará de los hombres poderosos. Si no es su tutor y tampoco yo, entonces será otro como nosotros. —Dudó, tras lo cual alzó la mano y recorrió la cara de Helena con un ligero roce de los dedos—. Mignonne, es usted en extremo bella, sumamente rica y pertenece a la más alta nobleza. Es usted un premio y una mujer… Esta combinación determinará siempre su destino.
—Esa combinación no es algo que yo pueda cambiar —repuso con cansancio, sabiéndola cierta… Una verdad que le desagradaba, pero que había aceptado hacía tiempo.
—Ya. —Sebastian le sostuvo la mirada—. Todo cuanto puede hacer es escoger la mejor opción que ello le deja. ¿Cuál preferiría?
Helena parpadeó, respiró y se permitió imaginar, especular.
—¿Está diciendo que si le acepto se convertirá en mi paladín, que me protegerá incluso de mi tutor?
Los ojos azules de Sebastian refulgieron.
—Mignonne, si fuera mía, la protegería con mi vida.
No era una declaración vana, no viniendo de él.
Helena lo estudió, consciente de que todo lo que había dicho era verdad. Y preguntándose —ahora que había sido puesta en la tesitura de elegir—, si en verdad no había más opciones.
—Mignonne, la única libertad que conocerá, será bajo la protección de un hombre poderoso.
Una vez más le había leído el pensamiento, los ojos, el alma.
—¿Cómo sé que no buscará utilizarme como ha hecho él… que no jugará con mi futuro, con mi vida, como si fueran de su propiedad, para disponer de los mismos cuando le convenga?
Las palabras habían fluido sin reflexión ni duda; la respuesta del duque fue igual de rápida.
—Puedo prometer que no lo haré… y lo prometo. Pero nunca podrá saberlo con certeza absoluta; sólo puede confiar, y esperar que su confianza será satisfecha. A ese respecto, sirve de poco negar que, a cierto nivel al menos, ya confía en mí. —Le sostuvo la mirada—. En caso contrario no estaría aquí ahora.
Eso era verdad. Confiaba en él, mientras que en Fabien no confiaba en absoluto. Sentada en sus rodillas, cara a cara, mirada con mirada, Helena supo que estaba siendo dirigida por un maestro. Hasta ese momento, cada minuto de su relación había sido orquestada e interpretada para fomentar no exactamente su confianza, sino su convencimiento en la sinceridad del duque.
Y además estaba su conciencia de él, de la descarada conexión sexual que, desde el instante en que se conocieron hacía tantos años, había surgido entre ambos.
El duque no había buscado esconderla, ni pretendido que no existiera, ni corrido un velo sobre aquel aspecto de su relación.
—Si consiento en… —se detuvo, buscó en los ojos de él y luego levantó la barbilla— aceptar su protección, ¿qué me pediría a cambio?
La mirada del duque no se apartó.
—Usted sabe lo que le pediría… lo que deseo.
—Dígamelo.
Sebastian estudió sus ojos, su boca y, entonces, murmuró:
—Creo, mignonne, que ya hemos hablado bastante. Es hora de que se lo demuestre.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral, pero cuando Sebastian arqueó una ceja, ella hizo lo propio con altivez. Tenía que saber si podía hacerlo… si entregarse a él y colocarse bajo su protección era una opción válida. Si podía resistir el fuego de su tacto, si podía llegar a ser de él y continuar siendo ella misma.
Helena se limitó a esperar, tranquila en su expectación. Sebastian leyó la determinación en sus ojos y bajó la mirada, deslizándola por sus hombros desnudos, bajándola sin rumbo fijo. Volvió a mirarla a los ojos. Ella la sintió como una sensación física, el roce de un fugaz toque. Luego la mirada del duque se clavó en el broche de oro en el hombro de Helena.
Con su languidez habitual, levantó la mano; extendiendo un dedo, empujó con suavidad el broche hasta que, junto con la seda que sujetaba, resbaló sobre el arco del hombro. El dedo siguió la curva superior del brazo, arrastrando hacia abajo la suave seda. Sólo unos centímetros.
Helena se quedó sin respiración, paralizada cuando Sebastian se inclinó lentamente y aplicó los labios a su hombro como si fuera un hierro al rojo. En el mismo lugar que había destapado; el único del hombro de Helena que había sido ocultado, el único donde ella se sentía vulnerable, y que ahora había sido descubierto. Desnudado. Para él. Por él.
Cerró los ojos y se concentró, atrapada por el movimiento de los labios de Sebastian sobre su piel, seducida por el trazo caliente de su lengua. Abrió los ojos y, fascinada, observó cómo él apretaba de nuevo los labios contra la sensibilizada zona; sintió en su columna una sacudida, un temblor; notó la mano del duque acercarse a su cintura, apretando los dedos al encontrarla.
Movida por una fuerza interior que no identificó, levantó la mano hasta la nuca de Sebastian, deslizando y extendiendo los dedos entre el pelo sedoso. Los labios del duque se afirmaron sobre su piel. Helena volvió la cabeza cuando él levantaba la suya. Las dos bocas se encontraron.
Aquella fuerza equilibrante, que ya había experimentado antes, seguía funcionando entre ambos. Cuando se besaron —tomando, dando, deteniéndose para saborear, atraer, satisfacer—, Helena lo sintió como una restricción, una suerte de tope en una balanza que impedía a Sebastian, o a ella, tomar demasiado sin dar, conquistar sin una previa rendición.
Aquella balanza equilibraba una y otra vez. Sebastian le atrapaba la boca en un arrebato acalorado, explosivo, una violación primitiva que la conmocionaba. A continuación, dispuesta, ella presentaba con audacia sus propias exigencias, y era él quien cedía, abriendo sus puertas a la conquista; estremeciéndose cuando Helena profundizaba, siguiéndola cuando se retiraba.
La ola producía un movimiento de reflujo; la ardiente marea subiendo, constante, entre ellos.
Se interrumpieron un instante para tomar aliento. Helena levantó los párpados, manteniendo la mirada en aquellos ojos azules, a sólo unos centímetros de distancia. Una mano firme le enmarcó la mandíbula; la otra se cerró sobre su cintura, el ardor de los dedos atravesando las capas de seda. La mano de Helena se ahorquilló contra la cabeza de Sebastian, conservándolo para sí; con el otro brazo lo rodeó y extendió la mano sobre su espalda. Helena dejó caer los párpados; volvieron a besarse, y la marea subió más.
A diez metros de distancia, al otro lado de la pequeña puerta, Louis arrugó la frente. Apartó la oreja del resquicio de la puerta y se quedó mirando los paneles de hito en hito.
Apenas podía ver algo más que un estrecho segmento de biblioteca, pero no se atrevía a abrir más. Así pues, se aprestó a escuchar. Había oído lo que hablaban Helena y St. Ives, pero muchas palabras se le escaparon. Sin embargo, lo que oyó era suficiente para saber que los asuntos avanzaban en la dirección vaticinada por Fabien. En la deseada.
Pero todavía le quedaba por oír la cuestión de la invitación de St. Ives, tan crucial para el éxito de sus planes.
Y en ese momento habían dejado de hablar.
De haber sido cualquier otra mujer y no Helena, habría sabido qué pensar, pero tras años de ser su sombra… Era tan fría, tan distante. Y hasta donde él sabía, ella nunca habría permitido que la atacara ningún hombre.
Pero, si no se trataba de eso, ¿qué estaba sucediendo en la casi silenciosa biblioteca?
Que él pudiera imaginar… quizás alguna suerte de pulso para saber quién era más altanero. En el fondo esos ingleses eran impredecibles. En algunas cosas mucho más liberales que los franceses y, sin embargo, tan tiquismiquis en otras… Y no parecía haber una diferenciación lógica sobre qué asuntos merecían un tratamiento u otro.
Eran gente confusa, pero Helena era aún menos fiable, al menos en cuanto a temperamento.
Le llegó un murmullo sordo; sin pérdida de tiempo, aplicó de nuevo la oreja al resquicio y esperó a que volvieran a reanudar la conversación.
Helena tuvo la certeza de hallarse sobre fuego, que las llamas le lamían la piel. Con la cabeza hacia atrás y los dedos hundidos en los hombros de Sebastian, soltó un grito ahogado al sentir los labios del duque deslizarse desde la barbilla hasta la garganta.
Volvió a jadear cuando la boca del duque infundió calor a sus venas, deslizándose hacia abajo. Encontró el pulso de Helena en la base del cuello, y allí también la besó. Luego pasó la lengua, lamió: un estremecimiento furioso asaltó la piel de Helena.
Un ruidito sordo de satisfacción retumbó en Sebastian. Había movido las manos hasta la cintura de Helena y la había apretado, haciéndole sentir su fuerza; luego, las deslizó hacia arriba, rozándola, para acabar cerrándose sobre sus senos.
Su cuerpo se arqueó, ansiosa de aquel tacto, deseando que aumentara. Cegada, atrapó los labios de Sebastian cuando este levantaba la cabeza. El duque saboreó su satisfacción, su triunfo cuando, desplazándose sobre la seda, encima y alrededor de los pezones, sus pulgares los endurecieron hasta convertirlos en prietos botones. Incitó, apretó, sobó; Helena se retorció, jadeando…, y lo besó con desesperación.
—Chsss… —Sebastian se retiró y miró hacia abajo.
Helena también lo hizo y el temblor de una sensación visceral la sacudió cuando vio cómo los largos dedos de Sebastian la acariciaban una y otra vez.
Sintió su mirada en el rostro y cómo subía las manos. Los dedos de Sebastian llegaron al cuello y luego se dejaron caer, resbalando lentamente.
Helena sintió un ahogo. Una parte diminuta de su cerebro gritó una protesta, pero ella no le hizo caso… No quería detenerlo. Él le había dicho que le enseñaría. Y ella quería ver, conocer, sentirlo todo… todo lo que él le demostraría.
Necesitaba saber, tener la certeza absoluta de lo difícil y peligroso que sería, antes de consentir en ser suya.
Una vez que lo fuera…
Los pechos de Helena se habían hinchado y sentía el vestido ajustado.
Lo ayudó a aflojar la seda, levantando el brazo ya libre del hombro del vestido, expeliendo el aire cuando Sebastian separó la tela de los senos y la bajó, poco a poco, hasta liberarlos del todo. Aquella libertad fue un alivio para Helena, que respiró hondo cuando Sebastian soltó el vestido, que quedó alrededor de su cintura. Él volvió a acariciarle el rostro en el momento en que cogió el lazo que aseguraba la cinta de su camiseta. Un tirón y el lazo se deshizo.
El duque vaciló al soltar la cinta colgante. Helena levantó la mirada y leyó en la de él, azul ardiendo bajo los párpados caídos. Leyó el reto escrito en sus ojos, respiró con dificultad y bajó la vista. Abrió con cuidado el escote de la camisa y se la bajó. Luego levantó la vista, pero Sebastian ya había bajado la suya con gesto de concentración para pasarle los dedos por su pecho.
Por encima, alrededor, en medio, pero en ningún momento tocándole los pezones erectos. Hasta que ella se encontró jadeando, tan caliente que ardía.
—Tóqueme. —Cerró su mano sobre el dorso de la de Sebastian, apretándola contra su carne acalorada.
Él accedió, llenándose las manos, acariciándole los pezones, con suavidad al principio y luego con más fuerza, hasta que Helena soltó un grito ahogado.
Entonces la besó intensamente, más que antes. Como si la devorara, como si los primeros besos no hubieran sido más que un mero preludio a esta intimidad más honda, más rica.
Cuando se apartó, a Helena le daba vueltas la cabeza. Alargó la mano para atraerlo y Sebastian se abalanzó, ahuecando las manos sobre sus pechos y cerrando los labios sobre el pezón.
El grito ahogado de Helena resonó, y se quebró.
La columna vertebral rígida, la cabeza hacia atrás, luchando por respirar, por aferrarse al torbellino de sus sentidos… a su sentido común, hacía tanto rato perdido.
Sebastian se regodeó; la mano de Helena se apretaba contra su nuca, instándole a continuar; urgiéndole, cuando la sensación en aquel pecho se hizo demasiado insoportable, a concentrar su atención en el otro.
Entonces Sebastian succionó el pezón, y Helena creyó perder el conocimiento por un segundo cuando la sensación fue tan abrumadora que la arrastró al interior de un vacío negro. Pero el duque volvió a atraerla, al mundo de los vivos, de lo sensible, donde, exquisita y cautivadora, gobernaba la sensibilidad.
Ella había querido ver y Sebastian le había abierto los ojos. Estaba agradecida, completamente predispuesta a dejarlo besar, acariciar, lamer y mimar para su mutua satisfacción. Podría ser inexperta, pero ningún hombre le tomaba el pelo. Sebastian estaba exigiendo, mandando, pero también era generoso, más que dispuesto —de hecho insistente— a compartir. No la dejó atrás, abrumada y zarandeada por las sensaciones, como bien podría haber hecho. Se mostraba paciente, alentador, dispuesto a darle la oportunidad de apoyar las manos en su pecho, extender los dedos e hundirlos en sus firmes músculos para luego rastrearlos. La capa de seda de Sebastian amortiguaba el tacto y había poca piel desnuda que Helena pudiera acariciar. Lo que la contrariaba sobremanera.
Antes de que insistiera en alguna otra exigencia, Sebastian la besó con ímpetu y luego la movió, subiéndole una rodilla sobre sus muslos. Tenía las manos sobre sus senos y, antes de que ella pudiera pensar, la besó de nuevo en la boca.
Entonces Helena ya no pudo pensar en absoluto.
Hasta ese momento, los besos habían sido calientes, ahora se volvieron incendiarios.
Ardían —de deseo, de pasión—, con todas las emociones viscerales nunca antes sentidas por ella, aquellas que jamás había tenido ocasión de sentir, de experimentar, de perderse en ellas. Sebastian se las dio, exprimiéndolas sobre ella, y Helena se las bebió, regodeándose.
En el instante en que oyó el suave murmullo de Sebastian, al sentir su mano deslizarse desde el pecho hasta el vientre desnudo y —tras apartar los pliegues de seda— percibir cómo profundizaban sus dedos, se preguntó por qué.
Por qué no hizo nada sino aferrarse, los ojos cerrados, mientras se deleitaba en el tacto de Sebastian cuando los dedos de este le acariciaron los rizos y luego, apretando más, la tocaron. Al separarle las piernas, al acariciarla, mimarla, explorarla con delicadeza.
Helena dejó de respirar, como había dejado de pensar hacía rato. Sin embargo, aun así se sentía segura. Lo supo cuando, estremecida y temblorosa, le dejó introducir un dedo en su cuerpo y sintió que él también contenía la respiración.
En ese ruedo eran los deseos de Helena los que prevalecían y la voluntad de Sebastian la que los conducía. Él era dominante; ella, sumisa, pero no era tan sencillo. La rendición de Helena sólo podía ser comprada con la devoción del duque.
Un intercambio justo.
Volvió a temblar cuando él la acarició, tocándola de manera tan íntima que la mente de Helena no pudo adivinar lo que seguiría. Tragó saliva, volvió la cabeza y se encontró con los labios de Sebastian.
Percibió su necesidad.
La fuerza —primitiva y apasionada— fluía entre ellos sin ambages. Ella sintió que se arremolinaba alrededor de ambos; podía invocarla con tanta facilidad como él. Era aquella que mantenía el equilibrio.
Lo besó con avidez, alimentó su necesidad, su fuerza.
La sintió crecer.
¿Quién la contendría, la dominaría? ¿Él? ¿Ella?
Ninguno.
Era intangible, forjada entre los dos, traída a este mundo y luego liberada.
Helena la sintió crecer, elevarse dentro de ella cuando Sebastian la acarició rítmicamente, la lengua imitando el juego de los dedos. Un grito se elevó en su garganta…
Sebastian la apartó y bebió su grito cuando Helena se interrumpió, temblorosa. La fuerza invocada surgió entonces de ella, a través de sus venas, a lo largo de sus nervios. Deslumbró sus sentidos y luego la envolvió en un resplandor, en calor, en un placer exquisito.
Louis permanecía inmóvil junto a la pequeña puerta, la mano sobre la boca, con mirada horrorizada. No podía dar crédito a sus oídos…
Si St. Ives conseguía todo lo que deseaba esa noche, ¿se molestaría en invitar a Helena a su casa de campo?
¿Se atrevería él, Louis, a correr el riesgo?
¿Cómo lo explicaría?
Se tragó un aullido de puro pánico, se dio la vuelta y salió al pasillo bruscamente.
Y se dio de bruces con dos parejas: un tritón y una tritona y la otra, una lechera de Dresde y un improbable pastor tirolés.
Los pilló por sorpresa; los cuatro parpadearon desconcertados y la lechera rio tontamente.
Louis respiró, cerró la puerta tras él, se estiró el chaleco e hizo un gesto con la mano hacia la puerta que había más adelante en la galería.
—A la biblioteca se accede por allí.
La lechera volvió a soltar una risita tonta; la tritona miró a Louis con malicia. Los dos hombres se lo agradecieron con una sonrisa —de hombre a hombre— y condujeron a sus parejas hacia delante.
Louis los miró alejarse, observó al tritón abrir la puerta y los vio desaparecer a todos en el interior.
Mejor ellos que él. Apenas podía pensar.
Respiró hondo una vez y luego otra.
De repente se le ocurrió que, de esta manera, las cosas podrían resultar aún mejor. Si St. Ives se viera impedido —y con toda seguridad así sería—, entonces se mostraría más resuelto —insistiría más— a que Helena fuera a su casa de campo.
Pero ¿por qué, de pronto, y después de tantos años de frigidez glacial, Helena se había derretido? No había oído ni el más ligero grito de indignación, ya no digamos de protesta. Ella había consentido en que St. Ives se tomara libertades.
Con ceño y preguntándose de qué manera este acontecimiento tan inesperado como indeseado afectaría a sus planes, Louis se dirigió al salón de baile.
—¡Oh, mirad! Qué habitación más grande. ¡Y un escritorio! Acerquémonos, querido.
Sebastian se irguió con un respingo. Sacado de golpe de un estado de intenso deseo y conteniendo la lujuria que anegaba sus sentidos, intentó librar su inteligencia de aquellas espirales de estupefacción.
Percibió la alarma que recorrió a Helena cuando esta se dejó caer repentinamente sobre su pecho, hasta ese momento anhelante.
Sebastian todavía tenía la mano entre sus muslos. Antes de que pudiera retirarla y sujetar a Helena, esta hizo exactamente lo que no debía: asomó la cabeza, miró por encima del respaldo de la butaca y soltó un gritito ahogado, tras lo cual se escondió.
Demasiado tarde.
—¡Oh! —exclamó la mujer que había entrado. Sebastian pudo imaginársela tapándose la boca con la mano, los ojos como platos.
Tras agarrar a Helena, todavía desnuda hasta la cintura, hizo lo único que podía: se incorporó, dejándola a ella tras su ancha espalda y, acto seguido, miró a los recién llegados.
Los cuatro al completo. Cuando vio sus caras, ya sin máscaras, y vio sus ojos desmesurados, se maldijo mentalmente. Estaba con el rostro descubierto… y Helena también.
—St. Ives… —El primero en recuperarse fue el tritón; la impresión mantenía en silencio a los otros—. Nosotros… esto… —De repente pareció darse cuenta de toda la magnitud de la situación—. Ya nos íbamos… —Intentó azuzar a su tritona hacia la puerta, pero la mujer no se movió, con los ojos como platos fijados con incredulidad en Sebastian.
—St. Ives —dijo la tritona. Su mirada atisbo detrás de él—. Y la señorita condesa…
La señorita condesa mascullaba en ese instante maldiciones en francés que Sebastian jamás hubiera imaginado que supiera. Por fortuna, sólo él podía oírla. Alargando la mano a ciegas, encontró el brazo de Helena y deslizó los dedos hacia abajo para cerrarlos alrededor de su muñeca, para sujetarla de manera que no pudiera ser vista.
Hizo un gesto lánguido con la otra mano.
—La señorita condesa acaba de hacerme el honor de consentir en ser mi duquesa. —Bajo sus dedos, el pulso de Helena latió y se aceleró con furia—. Estábamos celebrándolo.
—¿Se va a casar usted? —La lechera de Dresde, hasta entonces enmudecida, recobró la voz. La avidez de su expresión traicionó que había llegado a una excelente comprensión de las implicaciones sociales. Batió palmas de alegría—. ¡Oh, qué maravilla! ¡Y somos los primeros en enterarnos!
—Felicidades —murmuró el pastor tirolés, uno de los jóvenes caballeretes que, en un momento dado, había formado parte de los cortejadores de Helena. Agarró a la lechera por el brazo—. Vamos, Vicky.
Con los ojos aún desorbitados, la lechera se dio la vuelta con presteza.
—Sí, claro. Démonos prisa…
Los cuatro salieron en tropel más aprisa de lo que habían entrado. Sus cuchicheos flotaron en el aire aun después de que la puerta se hubiera cerrado tras ellos.
Cuando Sebastian le soltó la mano y se volvió hacia ella, Helena le golpeó en el brazo.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —Empezó a hablar en francés mientras se subía el vestido y se ajustaba los hombros. Sacudiendo las faldas, bajó la mirada—: Sacré dieu!
La camiseta se le había enredado en los zapatos de tacón alto. Helena lanzó un juramento más, se inclinó y, de un manotazo, subió la prenda reveladora, estrujando la seda en la mano. Entonces se dio cuenta de que no tenía donde esconderla.
—Démela. —Sebastian tendió la mano.
Helena se la entregó con otro manotazo. Él sacudió la prenda, la plegó y se la metió en el bolsillo de los bombachos y al mismo tiempo aprovechó para recomponer algunas otras cosas. Al mirar a Helena, se dio cuenta de que sus pezones, ahora sin la cobertura de la camiseta, permanecían orgullosamente erectos bajo su sedoso vestido de tubo. La miró a la cara y decidió no mencionárselo.
Helena ya parecía bastante consternada.
—Mis disculpas, mignonne. No es así como tenía planeado pedirle que fuera mi esposa.
Helena se irguió y parpadeó hacia el duque con expresión ausente.
—¿O qué?
—Aunque parezca mentira, me había imaginado haciéndole una razonable petición de mano. —Con evidente asombro, Helena se lo quedó mirando de hito en hito y Sebastian arrugó la frente—. Es la costumbre, ya sabe.
—¡No! Quiero decir… —Helena se palmeó la frente en un vano intento de detener el torbellino de pensamientos—. ¡No estábamos hablando de matrimonio! Hablábamos de que yo aceptara su protección.
Fue el turno de parpadear de Sebastian, antes de que las facciones se le endurecieran.
—¿Y exactamente qué clase de protección imaginó que yo podía proporcionar a una noble soltera?
Helena sabía la respuesta.
—Usted, nosotros, estábamos hablando de casarme con un caballero sumiso y entonces…
—No. No era eso. Yo estaba hablando de casarme con usted.
Helena entrecerró los ojos.
—No hasta que esos imbéciles entraron… Ya le he dicho con anterioridad que tengo más de ocho años.
—Siete.
Helena puso ceño.
—Comment!
Sebastian meneó la cabeza.
—No importa. Pero, al contrario de sus insensatas ideas, siempre he estado hablando de casarme con usted.
—Me está tomando el pelo, excelencia. —Mirándole con altivez, se dispuso a pasar por su lado majestuosamente.
Sebastian le cogió el brazo y la hizo volver.
—No. Vamos a resolver esto aquí y ahora.
La expresión de su cara y de sus ojos —la tensión que emanaba— la aconsejaron que no intentara contradecirle.
—Ya había decidido que tendría que casarme antes de volver a encontrarla a usted, pese a que hace años dejé claro que no lo haría… Tengo tres hermanos que estaban bastante dispuestos a ocuparse de la sucesión y, a mi juicio, yo no poseía el temperamento más apropiado para el matrimonio. Sin embargo… —Dudó un instante y dijo—: Ha conocido a mi cuñada, ¿verdad?
Helena asintió con la cabeza.
—Lady Almira.
—En efecto. Si le digo que el conocerla mejor no mejorará la opinión que tiene de ella, entenderá que imaginarla como la próxima duquesa de St. Ives haya sido un grave motivo de zozobra para muchos miembros de la familia.
Helena arrugó la frente.
—No entiendo. ¿El matrimonio con su hermano no fue… —hizo un ademán— estudiado y aprobado?
—No, no lo fue. Arthur, que es el segundo en la línea sucesoria, es el más dócil de los cuatro. Almira lo llevó al matrimonio con el más viejo de los trucos conocidos.
—¿Diciendo que estaba embarazada?
Sebastian asintió con la cabeza.
—Al final resultó que no lo estaba, pero para cuando Arthur se dio cuenta, ya se había anunciado la boda. —Suspiró—. Lo hecho, hecho está. —Volvió a centrarse en Helena—. Lo cual me lleva a lo que quiero decir. Usted sabe lo que supone ser poseedor de un título, las responsabilidades, (las desee uno o no), que recaen sobre los hombros del afortunado. Esperé a ver cómo evolucionaba Almira, si era capaz de hacerse más… cortés, más tolerante. Pero no lo es. Y ahora tiene un hijo que, en última instancia, heredaría el título y a quien está decidida a dominar… y a quien, a la larga, dominará. —Meneó la cabeza—. En conciencia, no puedo permitir tal cosa. Y por eso decidí que debía casarme y engendrar a un hijo.
Su mirada se posó en Helena.
—Jamás la olvidé. En el instante en que fijé mis ojos en usted en el salón de lady Morpleth, la reconocí. Había estado buscando una esposa adecuada y no había encontrado ninguna… Entonces, de repente, apareció usted allí.
Helena lo miró con los ojos entrecerrados.
—Parece muy seguro de que sea la adecuada.
Sebastian esbozó una sonrisa sincera y, tratándose de él, extrañamente dulce.
—Nunca me aburriré mortalmente con usted. Tiene un carácter tan malo como el mío y, para mi fastidio, no la intimido en lo más mínimo.
Helena reprimió una sonrisa y enarcó una ceja.
—No siento ningún temor por usted. Sin embargo, no soy tan tonta como para subestimarlo. Es muy aficionado a retorcer la verdad para hacer lo que le viene en gana. No ha estado pensando en casarse.
—Perdóneme, mignonne… Le aseguro que, en relación con usted, no he pensado en otra cosa. Si no dejé claras mis intenciones fue por una sola razón.
—¿Cuál?
—Que la más leve sospecha sobre mi cambio de idea habría provocado un revuelo… Cualquier indicio de que la había escogido a usted como mi duquesa habría conmocionado a la alta sociedad. Cualquier simple dama con una hija casadera se habría puesto en la cola para intentar hacerme cambiar de opinión. No vi ninguna razón para despertar semejantes expectativas. Así que decidí esperar el momento oportuno. Mañana abandonaré Londres y usted también lo hará. No nos expondremos a la escrutadora mirada de la sociedad.
—¿Cómo sabe que abandonaré Londres?
—Porque les he cursado una invitación, a usted y a los Thierry, para visitar Somersham Place… De ahí mi interés en el regreso de Thierry. —Levantó la mano y le acarició la mejilla—. Pensé que allí podría persuadirla de que casarse conmigo sería su elección más inteligente.
Helena arqueó una ceja.
—¿Persuadirme? —Giró en redondo con altivez y señaló la puerta por la que se habían ido las dos parejas—. ¡Si ya ha anunciado que nos vamos a casar! —Tal recuerdo inflamó su genio, y se volvió con un centelleo en la mirada—. Y ahora se va a comportar como si la cuestión estuviera firmada y sellada. —Se cruzó de brazos y lo miró con hostilidad—. ¡Pero no es así!
Con expresión impasible, Sebastian la estudió. Luego, con un tono equilibrado, bajo y acerado, dijo:
—¿He de entender, mignonne, que estaba a punto de aceptarme como amante, pero que ahora rehusa convertirse en mi duquesa?
Helena lo miró a los ojos y asintió con la cabeza.
—Vraiment! No hay motivo para adoptar ese tono conmigo. Una cosa es ser su esposa y otra muy diferente su amante. Conozco las leyes. Una esposa no tiene voz ni voto en cosas…
—A menos que su marido esté dispuesto a consentírselo.
Helena, ceñuda, estudió aquel azul carente de malicia.
—¿Está diciendo que me lo consentiría?
Sebastian la miró largamente hasta que dijo:
—Mignonne, le consentiré todo, con dos salvedades. Una: que jamás permitiré que se exponga a ninguna clase de peligro; dos: nunca la consentiré que muestre el menor interés por otro hombre que no sea yo.
Helena levantó las cejas.
—¿Ni siquiera por sus hijos?
—Con la sola excepción de nuestros hijos.
Aun cuando percibió la firmeza del suelo bajo sus pies, le pareció que se tambaleaba. La oferta del duque era más que tentadora, sin embargo… confiar en él hasta ese punto… Especialmente en él, que la entendía tan bien, que podía sortear su genio, inflamarle los sentidos, que ya ejercía tanto poder sobre ella…
Como siempre, él parecía saber lo que ella estaba pensando; daba la sensación de rastrearle los pensamientos con sólo mirarle a los ojos. La mirada del duque era penetrante, perspicaz. Antes de que Helena pudiera darse cuenta de sus intenciones, Sebastian inclinó la cabeza y le tocó los labios con los suyos.
La boca de Helena se ablandó, adhiriéndose. Reaccionó y lo besó, le ofreció los labios y tomó los de él, antes siquiera de haberlo pensado.
Sebastian se apartó. Se miraron a los ojos, sosteniéndose la mirada.
—Estábamos predestinados el uno al otro, mignonne… ¿No tiene esa sensación? Usted será mi salvación y yo seré la suya.
Un ruido procedente de la galería, más allá de la puerta cerrada, hizo que se dieran la vuelta. Sebastian juró en voz baja.
—Se nos está acabando el tiempo por esta noche. Venga. —Cogiéndola del codo, la condujo hacia la puerta que comunicaba con el cuarto contiguo.
—Quiero irme. —Helena miró su rostro severo cuando Sebastian abrió la puerta y la hizo pasar. Esperó a que él hiciera otro tanto y dijo—: No he consentido en casarme con usted.
Sebastian le sostuvo la mirada, estudió sus ojos y asintió con la cabeza.
—No ha consentido… todavía.
Helena gruñó cuando la urgió a continuar.
—Es demasiado inteligente como para tirar piedras sobre su propio tejado; no importa lo mucho que le vaya a su carácter.
Odiaba que Sebastian pudiera leer en ella tan bien.
—Bien, entonces visitaré su casa y consideraré su propuesta.
El duque ignoró su tono mordaz y altanero.
Abrió otra puerta, que conducía a un pasillo secundario y así evitó la galería.
—La acompañaré escaleras abajo, al vestíbulo principal y mandaré llamar a los Thierry. —La miró de reojo—. Me temo que tendrá que guardarse el genio, mignonne. Nadie creerá que no me ha aceptado.
Helena le lanzó otra mirada ceñuda, pero Sebastian tenía razón… una vez más. Nadie lo creería. Ni siquiera se plantearían la duda.
Los Thierry, avisados por un lacayo, se reunieron con ellos en el vestíbulo principal. Una simple mirada a sus rostros fue suficiente para confirmar que las noticias estaban en el aire y que ya las habían oído.
—Ma petite! ¡Qué nuevas tan maravillosas! —Con los ojos muy abiertos, Marjorie la abrazó pictórica de alegría—. Vraiment! ¡Es un golpe maestro! —susurró y se retiró para dejar a Thierry su turno.
También él estaba visiblemente emocionado. Tras felicitarla, estrechó la mano a Sebastian.
Este, con una sonrisa fácil en el rostro, era la estampa misma del orgulloso futuro novio. Cuando la mirada azul de Sebastian se posó en Helena, esta apretó los labios con fuerza, haciendo rechinar los dientes.
—He leído su misiva justo esta noche —explicó Thierry—. Mille pardons… me encontraba fuera de la ciudad. He venido aquí inmédiatement para decírselo a madame y mademoiselle.
Sebastian asintió con la cabeza, al tiempo que hacía un gesto con la mano rechazando la disculpa.
—Parece que nuestro secreto es público. —Hizo un ligero encogimiento de hombros—. En esta coyuntura, no importa. Abandonaré Londres mañana temprano. Si les parece bien, enviaré mi carroza de viaje a Green Street con instrucciones de salir a las once. Esto les permitirá viajar con comodidad hasta Cambridgeshire. Llegarán a última hora de la tarde. —Hizo una reverencia—. Estaré allí para recibirlos.
—Es muy amable. —Marjorie mostró su entusiasmo. Le alargó la mano—. Estaremos encantados de visitar una casa tan magnífica. He oído que es espléndida.
Sebastian inclinó la cabeza y se volvió hacia Helena.
—Usted, mignonne, ¿también estará encantada? —murmuró de manera deliberadamente sugerente al rozarle los dedos con los labios.
Helena arqueó las cejas.
—Ya veremos, excelencia.