Capítulo 6

A las nueve de la mañana siguiente, Villard descorrió las cortinas del dormitorio de su señor. Louis empezó a despertarse con el entrecejo fruncido.

Villard se apresuró a hablar.

Monsieur, sabía que le gustaría tener esto cuanto antes. —Depositó un paquete en la cama, junto a su señor.

Louis miró ceñudo el bulto, pero al punto, se le iluminó la cara.

Bon, Villard. Très bon. —Louis manoteó para librarse de la colcha—. Tráeme el chocolate.

Acomodándose contra las almohadas, Louis rasgó el envoltorio del paquete, envueltas en una hoja de pergamino cayeron sobre las sábanas. En el pergamino se leía: «Antes de nada, lee la carta dirigida a ti. F».

Louis examinó las tres cartas. Una era para él y las otras dos para Helena, pero la tercera remitida por una caligrafía de niña. Tras pensarlo un instante, decidió que debía de ser de Ariele. Abrió su carta.

Dos hojas de la contundente y apretada caligrafía negra de Fabien. Sonriendo, las alisó; levantó la mirada porque Villard reapareció con el chocolate en una bandeja. Hizo un gesto con la cabeza, cogió la jícara, bebió un sorbo y empezó a leer.

Villard vio que su amo palidecía. La mano le temblaba. El chocolate salpicó las sábanas y Louis soltó un juramento. Villard se apresuró a limpiar las manchas de chocolate.

Con cara de pocos amigos, Louis depositó la jícara en la bandeja y volvió a la carta.

Con el pretexto de prepararle la ropa, Villard observaba. Cuando Louis bajó la carta y se quedó mirando con perplejidad el vacío, el criado murmuró con deferencia:

—¿No está satisfecho el señor conde?

—¿Eh? —Louis parpadeó antes de agitar la carta—. No, no… Está contento con los avances. Por el momento. Pero… —Louis volvió a mirar la carta y la dobló con cuidado.

Villard guardó silencio; ya la leería más tarde.

Pasados algunos instantes, Louis rumió.

—Según parece, los planes de mi tío son más complicados de lo que se diría a simple vista, Villard.

—Siempre ha sido así, monsieur.

—Dice que lo hemos hecho bien, pero que debemos movernos más deprisa. Yo no era consciente… Parece que por estas fechas la nobleza inglesa tiene por costumbre desplazarse a sus propiedades. Yo tenía previsto una semana más.

—Los Thierry no lo han mencionado.

—No, por supuesto. Lo discutiré con Thierry a su regreso. Pero ahora tenemos un gran reto ante nosotros. De alguna forma hemos de asegurarnos de que St. Ives esté suficientemente prendado de Helena como para que la invite a su casa de campo. Al parecer, la daga que tío Fabien quiere recuperar se guarda allí.

Villard arrugó la frente mientras sacudía una casaca.

—¿Cree que es probable que el señor duque envíe una invitación semejante?

Louis resopló.

—Tal como había predicho mi tío, el duque ha sido la sombra de Helena desde que llegamos. No olvides que estos ingleses imitan nuestras maneras, y como Helena ha conseguido mantenerlo a raya, el curso natural de los acontecimientos sería que él, un noble poderoso, la invitara, así como a los Thierry y a mí y unos pocos más que proporcionen el camuflaje necesario para llevársela a la cama. Así es como se hacen las cosas en Francia… y aquí ocurrirá lo mismo.

—¿No habrá cierto riesgo en todo eso?

Louis esbozó una sonrisita de suficiencia mientras cogía la taza de chocolate.

—Eso es lo divertido. Helena contra St. Ives, y apuesto todo mi dinero por ella. Es una gazmoña. —Se encogió de hombros—. Veintitrés años y todavía virgen… ¿qué harías tú? No es probable que sucumba a las lisonjas de St. Ives, y tú y yo estaremos allí para asegurarnos de que no tenga oportunidad de forzarla.

—Comprendo. —Villard se volvió hacia el ropero—. Así que ahora el plan es…

Louis apuró el chocolate y frunció el entrecejo.

—Lo primero será asegurarnos la invitación, que debe ser hecha esta noche. —Se quedó mirando la carta doblada—. Tío Fabien deja muy claro que hemos de hacer todo lo que sea preciso, todo, para asegurarnos de que Helena sea invitada a la propiedad de St. Ives.

—¿Y una vez que tengamos la invitación?

—Cerciorarnos de que Helena acepta y partir.

—Pero ¿aceptará?

La mirada de Louis se posó en las dos cartas dirigidas a Helena.

—Mi tío ordena que utilice mis mejores artes, pero si se pone terca le entregaré estas cartas.

—¿Conocemos su contenido?

—No; sólo que, una vez que las lea, hará lo que mi tío ha ordenado. —Louis suspiró y apartó la mirada de las misteriosas cartas—. Sin embargo, mi tío me aconseja que espere hasta que estemos en la propiedad de St. Ives para entregárselas. Dice que no debo mostrar mis armas demasiado pronto, a menos que Helena se plante ante el primer obstáculo.

Louis miró fijamente sin ver.

—¡Venga! Hemos de conseguir la invitación esta noche. Necesitaré cerciorarme de que Helena juega duro con St. Ives; que enciende su pasión y no le deja más opción que actuar como deseamos. Esto es lo primero. —Echó una ojeada a las cartas—. Después ya veremos. Villard colgó un chaleco en el galán.

—¿Y qué hay de los propios planes de monsieur?

Louis apartó la colcha con una sonrisa burlona.

—No han cambiado. Helena debería haberse casado hace tiempo. Ahora, la cuestión de su matrimonio se ha convertido en un problema para tío Fabien. Un lastre. Pero estoy seguro de que, una vez que vea las ventajas de la solución que propongo, la apoyará. Sería una insensatez perder la riqueza de los Stansion en beneficio de otra familia, cuando podemos conservarla nosotros.

Louis dejó que Villard lo ayudara a ponerse el batín. Con la mirada extraviada, recitó lo que obviamente era un plan mil veces repetido.

—Cuando tengamos la daga de mi tío en nuestro poder y hayamos regresado a Francia, me casaré con Helena… A la fuerza, si es necesario. En Calais hay un juez de paz que hará lo que le diga a cambio de dinero. Una vez que se haga realidad nuestro enlace, viajaremos hasta Le Roe. Tío Fabien es un estratega consumado que apreciará la inteligencia de mi plan. Tan pronto repare en que ya no hay ningún matrimonio deseable por el que las facciones tengan que pelearse y que, de esta manera, le he librado de sus amenazas, me estará eternamente agradecido.

A sus espaldas, la expresión de Villard traicionó su desprecio, aunque se limitó a murmurar con tranquilidad:

—Como diga el señor.

Si por ella hubiera sido, Helena no habría asistido a la reunión matinal en casa de la duquesa de Richmond. Por desgracia, tal como Marjorie la informó, se trataba de una tradición tan venerada como el baile de disfraces que se celebraría aquella misma noche y, por tanto, imposible de evitar.

Helena había estado a punto de recurrir a Thierry, que ofrecía menos dificultades que su esposa, pero su anfitrión había estado ausente todo la víspera.

—Ha ido a Bristol —le dijo Marjorie cuando el carruaje traqueteaba rumbo a Richmond.

—¿Bristol? —Helena la miró con sorpresa.

Marjorie sonrió y miró por la ventanilla.

—Ha ido a estudiar algunos posibles negocios.

—¿Negocios? Él… —Helena se interrumpió al percatarse de las connotaciones.

Marjorie se encogió de hombros.

—¿Qué haría usted? En realidad, somos unos mantenidos del señor conde… ¿Qué va a ser de nosotros cuando usted se case y se marche?

Helena no lo había pensado, pero, después de eso, contuvo la lengua y no criticó más a Marjorie.

—Eh, bien —murmuró Marjorie cuando finalmente el carruaje se detuvo y descendieron—. Thierry volverá más tarde y esta noche nos acompañará a la casa de lady Lowy. Luego ya veremos.

Helena no se separó de Marjorie cuando entraron y saludaron a la anfitriona. Una tensión inesperada, un temor, puso a prueba sus nervios. Moviéndose entre un abigarrado gentío, pictórico de carcajadas y alegría, escrutó con la mirada y los sentidos, y cuando no pudo detectar el menor atisbo de la presencia de Sebastian soltó un breve y contenido suspiro.

Tras unos minutos de conversación y paseo, se separó de Marjorie para seguir sola. Estaba bastante segura, ahora, que se la conocía lo suficiente, para hacer lo que quería con confianza. Aunque soltera, era mucho mayor y más experimentada que las chicas que estaban en su primera o incluso segunda temporada, lo que la colocaba en una posición que le daba mayor libertad social. Ora hablando con este, ora con aquel, se fue abriendo paso entre los invitados.

Todavía había tres nombres en su lista, pero sólo Were era seguro. ¿Habrían asistido Athlebright y Mortingdale? Cómo podría entablar conversación con ellos —en medio de un salón abarrotado donde se hablaba y no se bailaba, y por supuesto nadie se tocaba—, para evaluar el efecto de su tacto. Aquello constituía todo un problema, ante el cual se había quedado bloqueada.

Cambió de tema inmediatamente. Después de la noche anterior, tenía otros pensamientos perturbadores sobre los que reflexionar.

¡Maldito Sebastian! Durante toda la noche, a lo largo de horas silenciosas en que había dado vueltas y más vueltas en la cama intentando olvidar, su obsesión se había centrado en olvidar la sensación que los labios del duque habían dejado en los suyos, la calidez de su proximidad, el encanto de su tacto.

Imposible.

Había pasado horas sermoneándose, señalándose cuán contrario a sus planes sería sucumbir a un hombre semejante… Sólo para despertar de sueños lujuriosos en los que, precisamente, era eso lo que hacía.

Horrorizada, se había levantado de la cama para mojarse la cara y las manos con agua fría. Más tarde había permanecido delante de la ventana, contemplando fijamente la noche negra, hasta que el frío la había obligado a volver bajo el edredón.

Locura. El duque había jurado que no se casaría jamás. ¿En qué estaba pensando ella?

Era imposible, más que imposible, que una mujer como ella —una noble de rancio abolengo soltera— se convirtiera en su amante. Sin embargo, casarse con un marido complaciente, sabiéndose empujada por la necesidad, para ser libre de entablar una relación ilícita aunque socialmente aceptable con otro… Esto también era impensable. Al menos para ella.

Sebastian —estaba segura— había pensado en ello, pero eso nunca había formado parte de los planes de Helena.

Todavía no.

Lo cual la dejaba con un problema de considerable entidad… Sebastian la pilló desprevenida al aparecer en la entrada de un salón anejo en el momento en que Helena se aproximaba al mismo.

Mignonne. —Le cogió la mano que Helena había levantado de manera instintiva para rechazarlo, inclinó la cabeza y se la llevó a los labios.

Helena le sostuvo la mirada por encima de sus nudillos cuando, con retraso, le hizo una reverencia; lo que vio en aquellas profundidades azules le cortó la respiración.

—Excelencia. —Maldiciendo su dificultad para respirar, luchó para armarse de ingenio.

Sujetándole la mano, Sebastian la condujo hacia uno de los laterales de la sala.

Obligada a obedecer, ella se recordó lo peligroso que era el duque… sólo para que otra parte de su mente le señalara, como si tal cosa, que con él estaba a salvo.

Dangereux por un lado, caballero protector por el otro. ¿Era sorprendente que se sintiese confundida?

—Estoy encantada de verlo. —El ataque le iba más que la defensa. Lo encaró con la cabeza erguida—. Quería decirle adiós y agradecerle su ayuda durante estas últimas semanas.

No pudo extraer nada de la expresión del duque —la máscara de cortesía tan habitual en él—, pero percibió que los ojos se ensanchaban un tanto.

Al menos le había sorprendido.

—Me he enterado de que el baile de disfraces de esta noche estará muy concurrido, así que es posible que no volvamos a vernos.

Se interrumpió, mordiéndose la lengua ante un impulso nervioso de seguir parloteando. Si lo que había dicho ya no le había bajado los humos, nada lo haría.

El duque guardó silencio unos momentos, su mirada desconcertante y azul en los ojos de Helena; luego, curvó los labios, lo suficiente para confirmarle que la sonrisa era sincera.

Mignonne, nunca deja de sorprenderme.

Helena le lanzó una mirada fugaz.

—Es un honor para mí que le divierta, excelencia.

Sebastian se limitó a acentuar su sonrisa.

—Debería serlo. Es tan poco lo que, en estos tiempos, divierte a un alma hastiada como yo.

En su tono había suficiente reprobación hacia sí mismo como para no ofender. Helena se contentó con otra mirada; entonces, cuando los dedos del duque se movieron y uno de ellos acarició la palma de su mano, sintió el calor subiéndole por el brazo. Sebastian había bajado las manos de ambos, pero sin soltarle las suyas. Sus dedos se enroscaban, protectores, alrededor de los de ella, las manos entrelazadas hurtadas a los demás por la amplitud de las faldas de Helena.

—No hay razón para despedirse de mí. Esta noche estaré a su lado.

Helena lo miró con los ojos entrecerrados.

—Tendrá que encontrarme entre toda esa multitud, y asegurarse de que soy yo.

—La reconoceré, mignonne… Exactamente de la misma manera que usted me reconocerá a mí.

La confianza del duque la crispaba.

—No le voy a decir cómo es mi disfraz.

—No es necesario. —Siguió sonriendo—. Puedo suponerlo.

Supondría mal, como todos los demás. Ella ya había asistido a otros bailes de disfraces.

Con una confianza absoluta, miró a la multitud que los rodeaba.

—Eh, bien… ya veremos.

Lo miró de reojo. Sebastian le estudiaba el semblante. Dudó y, entonces, preguntó:

—¿Ha hablado con Thierry esta mañana?

Helena parpadeó.

—No. Se encuentra fuera de la ciudad, pero volverá esta noche.

—Entiendo.

Esto explicaba por qué ella no sabía nada de su invitación. La inquietud de que Helena pudiera saberlo, pero que hubiera rehusado para hacer más difícil su victoria, desapareció.

—¿Por qué ese repentino interés en Thierry? —preguntó ella.

El duque reparó en la suspicacia con que Helena lo miraba. Sonrió.

—Sólo es algo que deseo hablar con él. Ya lo veré esta noche, sin duda.

El brillo de la sospecha no abandonó los ojos de Helena, pero de repente su mirada se dirigió más allá de Sebastian.

—¡Ahí está lord Athlebright!

—No.

Ella lo miró.

—¿No? ¿No qué?

—No puede intentar determinar cómo le afecta el tacto de su señoría. —Levantándole la mano, la hizo volverse en dirección contraria—. Créame, mignonne, ya no necesita trabajar más en su lista de futuros maridos.

Helena percibió la nota acerada de su voz. Confundida, lo miró.

—Usted no entiende nada… —le espetó—. Entiende aún menos de lo que es habitual.

—Absuélvame de cualquier deseo de enredarla, mignonne, pero ¿tengo razón cuando doy por hecho que no estará de acuerdo en abandonar conmigo este incómodo y saturado salón, para buscar un lugar más tranquilo donde hablar?

Helena se puso tensa.

—Su suposición es correcta, excelencia.

Sebastian suspiró.

—Es más difícil de seducir que la misma hija del diablo, mignonne.

La sonrisa que curvó los labios de Helena sugirió al duque que aprobaba el epíteto.

—A pesar de todo, será mía —le aseguró.

La sonrisa de la condesa se desvaneció, al tiempo que le dirigía una mirada de justa furia. De no haber sido porque seguía sujetándole la mano, se habría dado la vuelta y marchado llena de indignación.

—No… No me deje. —El duque disimuló la sinceridad de aquella sencilla petición con una sonrisa—. Está más segura conmigo que con cualquier otro. Y juntos nos entretendremos más que por separado. —Le leyó la mirada—. Una tregua, mignonne, sólo hasta esta noche.

Sebastian había intentado hablarle de sus intenciones, del propósito oculto tras su invitación. Había confiado en que Thierry recibiera la carta y le hablase a Helena de su petición. Tras lo cual, ella habría aceptado de buen grado una conversación privada. Pero al ignorar la invitación, no accedería a ausentarse con él; y a Sebastian se le hacía imposible mencionar la palabra matrimonio en un lugar tan concurrido.

Helena estaba estudiando los ojos del duque, consciente de la advertencia implícita en el «hasta esta noche», que significaba exactamente eso. Esa noche la buscaría y luego ya verían.

Inclinó la cabeza e hizo un movimiento de asentimiento.

—Como le plazca, excelencia. Una tregua.

Con una sonrisa, Sebastian le besó la mano.

—Hasta esta noche, pues.

Cubierta ya por la capa y con la máscara, en su sitio, dejó el dormitorio y se dirigió hacia las escaleras apremiada por Marjorie.

—¡Llegaremos tarde, ma petite! ¡Lo que vamos a tener que esperar!

—Ya voy.

Helena empezó a bajar las escaleras en el momento en que se abría la puerta principal. Thierry, todavía con su casaca de día, cansado y con cara de hastío, hizo su entrada.

Marjorie se precipitó sobre su marido.

Mon Dieu! Gracias a Dios que llegas… ¡Hemos de irnos inmediatament!

Thierry reunió fuerzas para sonreír a las dos mujeres.

—Tendréis que permitirme que me cambie, chérie. Id delante, yo os seguiré.

—Pero Gastón…

—No haría honor al baile de disfraces con esta ropa. Dejad que me ponga el disfraz —la mirada de Thierry se posó en el correo amontonado en la mesa de pared—, y que le eche un vistazo a esas cartas. Luego, chérie, os seguiré tout de suite… Lo prometo.

Marjorie hizo un mohín, pero cedió. Besó la mejilla de Thierry.

—Tout de suite, oui?

Con una sonrisa, Thierry dedicó a Helena un gesto de aprobación besándose los dedos.

Ma petite, está usted deslumbrante. Diviértase.

Recogió las cartas y se dirigió a las escaleras a grandes zancadas, pasando por el lado de Louis con unas palabras tranquilizadoras.

Louis ayudó a Marjorie y Helena a subir al carruaje y luego se les unió, Con una estruendosa sacudida, el cochero puso rumbo a Berkeley Square. Tal como Marjorie había profetizado, una larga hilera de carruajes esperaba para depositar a sus pasajeros ante Lowy House.

La noche era clara y de un frío penetrante, aunque la visión de una oleada tras otra de invitados fantásticamente ataviados, llegando en sus disfraces tan extravagantes como ricos, había atraído un nutrido puñado de curiosos.

Una alfombra de felpa roja, flanqueada por tiras de hiedra y acebo, iba desde la puerta principal hasta el bordillo. Unas antorchas que ardían con gran viveza iluminaban la llegada de los invitados para todos los que quisieran verlos.

Cuando Helena salía del carruaje, no se oyó ninguna exclamación de admiración. Parecía un ratón gris envuelto en pliegues de suntuoso terciopelo nada excepcional. Entonces levantó la cabeza y se retiró la capucha de la capa. Todas las miradas se clavaron en ella. Las antorchas incidieron sobre la diadema de hojas de laurel de oro entre sus rizos negros, y su luz bailó sobre la máscara de oro macizo, también con hojas de laurel grabadas, que le ocultaba el rostro. A pesar de que la capa ocultaba el resto del disfraz, los curiosos se quedaron boquiabiertos.

Dándose ínfulas, Louis condujo a Helena y Marjorie a lo largo de la alfombra roja y a través de la puerta abierta.

En cuanto entraron, Helena desanudó los cordones dorados que sujetaban la capa a su cuello.

Ya había utilizado aquel disfraz con anterioridad y era consciente del efecto que causaba en los varones sensibles; cuando entregó la pesada capa al lacayo, a este casi se le salieron los ojos de las órbitas. Para todos los hombres presentes, en aquel fino vestido tubular de seda azul claro, confeccionado a modo de toga romana y con reveladoras hojas de laurel bordadas en hilo de oro como escote, Helena se convirtió en la fantasía de una emperatriz romana. Lo cual no era sino lo que había elegido ser: Santa Elena, madre del emperador Constantino el Grande. Confundidos por el tono dramático de aquel disfraz, cuantos la conocían daban por supuesto que iba vestida de Elena de Troya.

El vestido tubular de seda se sostenía con un broche de oro en el hombro derecho y dejaba la mayor parte de hombros y brazos al descubierto. Helena llevaba amuletos de oro en los brazos, y brazaletes del mismo metal en las muñecas. Más oro le colgaba de los lóbulos de las orejas, y un pesado collar, de idéntico metal, le rodeaba el cuello. Su piel era más blanca que el marfil; en contraste, el pelo, negro azabache. La combinación del oro y el azul claro le conferían un aspecto deslumbrante; y ella lo sabía. Hecho del que extraía una buena dosis de confianza en sí misma.

Los tacones, de una altura extrema, escondidos bajos las faldas largas, atribuían al misterio; completamente enmascarada, su corta estatura sería su rasgo más buscado.

Con la esperanza de disfrutar plenamente de la velada —sazonada con la expectativa de una victoria definitiva sobre St. Ives— se adentró en el salón al lado de Marjorie, la cabeza enhiesta, mirando alrededor con osadía: La emperatriz, podía hacer cuanto le viniera en gana. Con aquel disfraz había triunfado en los bailes de disfraces de la corte francesa; la flor y nata de la nobleza británica reunida aquella noche iba a ver su próxima victoria. Separándose de Marjorie, que era demasiado fácil de descubrir con aquel pelo rojizo mal disimulado por un sombrero de paja, Helena se deslizó entre la multitud.

El salón estaba adornado como si fuera una gruta mágica, con símbolos de aire navideño. Una tela de seda azul medianoche, sembrada de estrellas doradas y plateadas colgaba en pliegues por todo el techo; las paredes habían sido decoradas con guirnaldas de terciopelo marrón y verde, las cuales se habían fijado en ramas de plantas perennes, acebo y hiedra. En las chimeneas ardían gruesos troncos, que proporcionaban un calor considerable; lacayos vestidos de elfos no paraban de servir champán especiado. En este escenario, la élite de la gente elegante conformaba un rico tapiz de colores y disfraces cambiantes, de alas fantásticas y sombreros asombrosos. En esta etapa inicial, los juerguistas pululaban por doquier, zigzageando entre la multitud, algunos en grupo, pero la mayoría por su cuenta, conociendo y observando a los demás, buscando a aquellos que esperaban encontrar.

Helena descubrió a su primer Paris a los pocos minutos. Plantado cuan alto era, entrecerraba los ojos para escudriñar a la multitud, examinando a las mujeres a la vista. Por un instante, posó la mirada en Helena y se dirigió hacia ella, que sonrió bajo la máscara y se dio la vuelta. Ese Paris es Milord Mortingdale. ¿Un buen augurio, quizá? ¿O su elección del disfraz mostraba una triste falta de apreciación del ingenio de Helena?

Tras seguir dando vueltas por el salón, Helena descubrió tres Paris más; ellos la vieron. Uno pareció interesado, pero cuando Helena se alejó, no la siguió. Otro era el señor Coke, un caballero que últimamente había hecho notables intentos de acercamiento a Helena. A los otros dos no pudo identificarlos, pero ninguno era Sebastian… De eso estaba segura.

Entre la multitud había numerosos senadores romanos. Como era habitual, se trataba de caballeros para quienes la toga significaba liberarse de los corsés. Para alivio de Helena, ninguno había pensado en engalanarse como emperador. Un miembro de esa pandilla, tras haberla observado, se acercó para sugerirle en un susurro que fueran pareja. Una mirada y una gélida palabra le disuadieron en el acto.

—Oh, bueno, verá, tenía que intentarlo. —Sonriendo, el caballero le hizo una reverencia y se alejó.

Tras llegar a un extremo del salón, Helena se volvió para escudriñar a la concurrencia. Pero incluso con aquellos tacones tan altos, no podía ver muy lejos. La abundancia de alas enormes y peinados intrincados le estorbaban la visión. Había cubierto casi la mitad del largo salón. Algo más adelante, divisó un arco que conducía a otro salón. Estiró el cuello, atisbando entre los cuerpos…

Y como una llama, sintió materializarse la presencia de Sebastian detrás de ella.

Cuando se volvió para encararlo, los dedos del duque se cerraron sobre su mano.

Mignonne, está usted exquisita.

Sintió el sobresalto habitual cuando los labios del duque acariciaron el dorso de sus dedos, momentáneamente perdida, a la deriva en el azul de aquellos ojos, en la calidez que irradiaban, reconocimiento teñido de deseo que se infiltraba poco a poco…

Parpadeó, y su vista se dilató para captar el antifaz dorado del duque, también repujado con hojas de laurel. Volvió a parpadear y levantó la mirada para apreciar la corona de oro colocada encima del pelo castaño. Tomando aire, con los ojos muy abiertos, bajó la mirada hacia la toga blanca ribeteada de oro bordado, coronada por el manto púrpura de un emperador.

—¿Quién…? —Tuvo que interrumpirse para humedecerse los labios—. ¿Quién se supone que es?

El duque sonrió.

—Constancio Cloro. —Le levantó la mano una vez más y le sostuvo la mirada mientras apretaba los labios contra la palma—. El amante de Elena. —Le cambió la posición de la mano y le rozó la muñeca con los labios, allí donde el pulso de Helena latía aceleradamente—. Andando el tiempo, su marido, el padre de su hijo.

Helena tragó saliva e intentó encontrar su genio, pero ni siquiera pudo poner ceño.

—¿Cómo lo ha sabido?

La sonrisa de Sebastian fue triunfal.

—No le gusta que se la infravalore, mignonne.

Tenía razón, tanta que Helena quiso gritar, o llorar, no estaba segura. Estar con alguien que la conocía tan bien —que podía leer en ella— resultaba desconcertante… y tentador.

Por fin, consiguió arrugar un poco la frente.

—Es usted un hombre muy difícil de tratar, excelencia.

El duque suspiró y movió los dedos sobre los de Helena al bajarle la mano.

—De eso se me ha acusado a menudo, mignonne, pero en realidad usted no me encuentra tan difícil, ¿verdad?

El ceño de Helena se acentuó.

—No estoy segura… —Eran muchas las cosas sobre las que no estaba segura acerca de él.

Sebastian, que estudiaba su rostro, le dijo:

—¿He de dar por sentado que Thierry ha vuelto ya?

—Llegó a casa justo cuando salíamos. No tardará en llegar.

—Bien.

—¿Desea hablar con él?

—Hasta cierto punto. Vamos. —Le cogió la mano y la condujo a través del salón—. Pasee conmigo.

Helena le lanzó una mirada ligeramente suspicaz, pero consintió en pasear a su lado. Otros habían encontrado pareja de manera similar; a cada paso eran detenidos por otros invitados que intentaban adivinar sus identidades.

—Ese Neptuno es magnífico… y el Rey Sol también. —Madame de Pompadour es Therese Osbaldestone, lo cual no deja de ser sorprendente.

—Nos ha reconocido, ¿no cree?

—Supongo que sí. Hay muy pocas señoritas con estos ojos negros.

Habían llegado casi al final del salón, cuando Sebastian aumentó la presión sobre su mano. La miró porque Helena levantó los ojos para interrogarle con la mirada.

Mignonne, necesito hablar con usted en privado.

Helena se detuvo y arrugó el entrecejo.

—No puedo estar en privado con usted. Nunca más.

El duque suspiró entre dientes, miró alrededor y advirtió lo cerca que estaban los demás.

—No podemos hablar en este lugar.

Helena no contestó, pero su gesto obstinado fue más que suficiente para él, que estaba a punto de perder los estribos. Había pasado mucho tiempo desde que alguien —y menos aún una jovencita— osara rechazarle con tanta tozudez. Y, por primera vez en su vida, sus intenciones eran honorables.

Mignonne… —Supo que había escogido el tono equivocado: Helena se puso más tiesa que un palo. El duque espiró y dijo—: Le he dado mi palabra de que conmigo estará a salvo. Necesito hablar con usted.

La terca posición de la barbilla se aflojó; los labios se movieron, esbozando una ligera mueca. Pero…

Por un breve instante, Helena le devolvió el apretón de dedos; luego, meneó su hermosa cabeza.

—No. No puedo… —Respiró y levantó la barbilla—. No me atrevo a alejarme con usted, excelencia.

Los ojos del duque se oscurecieron, aunque su expresión no cambió en absoluto.

—¿Pone en duda mi palabra, mignonne? —dijo con suavidad y firmeza.

Ella sacudió la cabeza.

—No.

—¿No confía en mí?

—No se trata de eso. —No era en él en quien no confiaba, pero no podía decírselo. Sería demasiado revelador de su vulnerabilidad… de su debilidad ante él—. Es sólo que… No, no puedo apartarme con usted, excelencia. —Pegó un tirón—. ¡Sebastian, suélteme!

—Helena…

—¡No!

El altercado, aunque mantenido entre susurros sibilantes y gruñidos sordos, empezó a llamar la atención. Apretando los dientes, Sebastian se obligó a soltarla.

—No hemos terminado con esta discusión.

Los ojos de Helena echaban fuego.

—Hemos terminado por completo, excelencia.

Se dio la vuelta y se marchó airada… Una emperatriz enfurecida dejando a un conquistador rechazado.

Sebastian permaneció inmóvil durante tres minutos antes de conseguir dominarse. Incluso entonces tuvo que refrenarse para no hablar con brusquedad cuando a una dama desafortunada se le ocurrió ofrecerle consuelo. Entonces vislumbró a Martin, un corsario, entre la multitud. Echó a caminar sigilosamente, la mente fija en un propósito… y en cómo conseguirlo.

No se había alejado mucho, cuando se le acercó un pirata.

—Señor duque, espero que mi prima no esté resultando difícil. —Un vago ademán enfatizó las palabras del pirata.

De Sévres. Conteniendo el impulso de expresar con precisión lo difícil que, en efecto, estaba resultando su prima, Sebastian contestó arrastrando las palabras.

Mademoiselle es una mujer en extremo obstinada.

—Vraiment.

De Sévres llevaba puesto un antifaz y Sebastian vio su ceño de preocupación.

—¿Quizá yo pueda ayudarlo de alguna manera…?

Sebastian se esforzó por conservar la calma. ¿Qué estaba pasando? Sintió ganas de indagar la cuestión. ¿Por qué un sujeto que se suponía tenía encomendada la protección de Helena le estaba ofreciendo ayuda en lo que, por lo que el sujeto en cuestión sabía, habría de acabar en la seducción de su prima? Pero ahora Sebastian tenía un objetivo más imperioso.

—Necesito hablar en privado con la señorita condesa, pero se muestra esquiva.

—Ya veo, ya veo. —De Sévres asintió con la cabeza, arrugando más la frente.

—Quizá si la esperase en un lugar usted podría intentar persuadirla de que se reúna conmigo.

Observando a la muchedumbre, De Sévres pensó y calculó; entrecerró los ojos y se mordió el labio inferior. Sebastian habría jurado que no estaba preocupado por la rectitud de sus actos, sino antes bien por cómo persuadir a Helena para que accediera. Por fin. De Sévres asintió con la cabeza.

—¿En qué lugar?

Ninguna pregunta acerca de por qué deseaba hablar con ella, ni durante cuánto tiempo, ni con qué privacidad… Sebastian tomó nota mental de investigar a De Sévres una vez que se hubiera asegurado la mano de Helena.

—La biblioteca. —Un escenario suficientemente formal que seguramente despertaría menos suspicacias en Helena; Sebastian tenía poca fe en los poderes de convicción de De Sévres. Con la cabeza, señaló una entrada al otro lado del salón—. Una vez allí, gire a la derecha y luego siga el recibidor hasta llegar a una larga galería. La biblioteca es la habitación principal que da a la misma. Si desea ayudarme, lleve a mademoiselle allí dentro de veinte minutos.

A esas horas, la biblioteca debía de estar vacía, aunque a medida que avanzara la noche otros también buscarían servirse de ella.

De Sévres se tiró del chaleco.

—La llevaré. —Con un movimiento de la cabeza, se alejó en la dirección por la que se había marchado Helena.

Sebastian le observó partir y, en su fuero interno, sacudió la cabeza. Más tarde…

Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con Martin, que sonrió abiertamente.

—¡Eres tú! Bueno, ¿dónde está ella? —Echó una ojeada en derredor—. No te lo creerás, pero me he topado con tres Elenas de Troya y ninguna era ella.

—Si te refieres a la señorita condesa, está aquí, pero no es Elena de Troya.

—¿Eh? —Martín puso cara de desconcierto—. Entonces ¿quién…? —Le hizo un gesto a Sebastian levantando la ceja.

Su hermano meneó la cabeza.

—Doy por hecho que has recibido una educación clásica. No quisiera inhibir el ejercicio de tu intelecto. —Dio unas palmaditas en el hombro a Martin—. Esfuérzate, y la respuesta llegará.

Dicho lo cual, Sebastian reanudó su paseo, dejando atrás a Martin con una expresión de inocente concentración.

Cuando llegó, la biblioteca estaba vacía. Examinó la larga habitación y se dirigió hacia el gran escritorio situado en un rincón. Más allá, en la esquina, había un espacioso sillón. Se sentó, estiró las piernas, entrecruzó las manos y esperó a que apareciera su duquesa.

—¿Fabien? No entiendo. —Confundida, Helena dejó que Louis la arrastrara hasta un extremo del salón—. ¿A quién conoce Fabien aquí?

—Eso no importa. Se lo explicaré más tarde. Pero he de decirle que Fabien desea que conozca a este caballero y lo escuche.

—¿Escucharlo?

Oui. —Louis continuó tirando, arrastrándola subrepticiamente hacia la entrada—. Este hombre quiere hacerle una petición… una invitación. ¡Usted la escuchará y aceptará! Comprenda.

—No entiendo nada —se quejó Helena—. Y deja de tirar. —Se soltó el brazo de un tirón, detuvo a Louis con una mirada y se estiró el vestido—. No sé a quién desea que conozca Fabien, ¡pero no me encontraré con nadie en déshabillé!

Louis apretó los dientes.

Vite, vite! No la esperará toda la noche.

Helena suspiró con resignación.

—Muy bien, ¿dónde me he de encontrar con ese caballero? —Siguió a Louis por un pasillo.

—En la biblioteca.

—Allons!

Helena le indicó con la mano que siguiera. No se fiaba mucho de él, pero confiaba en el buen sentido de Fabien. Su tutor no era un hombre que arriesgara algo que valorase. Si Fabien deseaba que se encontrara con un caballero, alguna explicación sensata habría. Aunque se revelaba contra el control que ejercía sobre ella, era demasiado prudente como para no acatar sus deseos en tanto no se librase de él.

Louis la condujo por una larga galería; un tanto dubitativo, abrió una puerta y atisbo dentro. Se apartó.

Bon… aquí es. La biblioteca. —Le indicó que entrara con un gesto.

Helena avanzó majestuosa.

Louis bajó la voz.

—Los dejo a solas, pero no estaré lejos, así podré guiarla de vuelta al salón de baile si lo desea.

Helena arrugó la frente, agradecida por ir enmascarada al trasponer el umbral. ¿A qué se refería Louis? ¿Si ella lo deseaba? ¿Por qué…? La puerta de la biblioteca se cerró suavemente tras ella. Oteó la habitación, esperando ver a un caballero que la aguardara, pero no había nadie. Nadie se levantó de los grandes sillones situados delante de la chimenea, nadie estaba sentado al escritorio.

Se paseó por la larga pieza. Las estanterías se alineaban en las paredes. Las altas ventanas no tenían cortinas, pero fuera estaba oscuro. Algunas lámparas, de luz tenue, situadas en mesas de pared y aparadores repartidos por todo el cuarto, derramaban un suave resplandor. La habitación estaba vacía. Desde donde ella estaba, podía ver toda la pieza, excepto…

El enorme escritorio se recortaba contra un rincón de la estancia. Más allá, junto a la esquina, había una puerta que comunicaba con el cuarto contiguo. Estaba cerrada. A poca distancia por delante había un sillón; podía ver el alto respaldo, pero el resto quedaba oculto por el escritorio. En una mesa de pared, a la izquierda del sillón, descansaba una lámpara que, al igual que las otras, ardía con poca llama.

Se dirigió hacia el escritorio; también podría probar el sillón antes de volver con Louis y decirle que el amigo de Fabien no había aparecido. Unas mullidas alfombras Aubusson amortiguaban el chasquido de los tacones. Rodeó el escritorio… y de pronto vio una mano que descansaba, relajada, sobre el brazo del sillón. Una mano muy blanca, de dedos muy largos.

Una premonición la envolvió; una certidumbre hormigueante le dijo quién era aquel que tan pacientemente la esperaba. Con lentitud, incrédulamente, se acercó al sillón y miró a su ocupante.

Se había quitado el antifaz, que colgaba del otro brazo del sillón, brillando débilmente. Estaba sentado con su elegancia habitual, observándola desde abajo con los párpados caídos.

Helena percibió el destello azul; entonces, el duque murmuró:

Bon, mignonne. Por fin.

Fuera, en el pasillo, Louis se mordía las uñas. Presa de la incertidumbre, ora miraba hacía allí, ora hacia allá, y cada tanto abría con sigilo la puerta de la biblioteca. Como antes, esta vez lo hizo sin ruido; miró a hurtadillas, pero no pudo ver nada; arrimó la oreja a la abertura, pero nada oyó.

Reprimió un juramento, y estaba a punto de cerrar la puerta, cuando advirtió un resquicio que se abría en el lado de las bisagras. Aplicó el ojo al mismo… y vio a Helena, de pie en el otro extremo del cuarto, mirando de hito en hito hacia un sillón. St. Ives debía de estar sentado allí, hablando, aunque Louis no podía oír ni una palabra, ni siquiera distinguir el tono. Siguió mirando fijamente. Entonces reparó en la puerta que había en la pared detrás del sillón.

Con sumo cuidado, cerró la puerta de la biblioteca.

—Esto ha de funcionar —susurró apretando los dientes—. ¡Ha de hacerlo esta noche!

Corrió hacia el cuarto contiguo. Resultó ser un despacho, vacío y, sin duda, no previsto para uso de los invitados. Dando gracias al cielo, cerró la puerta con cuidado y, de puntillas, se dirigió hacia la puerta de acceso a la biblioteca.

La puerta no tenía cerradura, sólo un pomo. Conteniendo la respiración, lo giró. Sin hacer ruido, la puerta se abrió ligeramente.